sábado, 24 de abril de 2021

Cuarto Domingo de Pascua. Ciclo B



¿Quién es el buen pastor?

A esta pregunta muchos o todos habéis respondido mentalmente, tal vez: Jesucristo. Y es verdad, Jesucristo es el buen Pastor; es, no fue, no en pasado, sino en presente también, porque Cristo no es como un personaje más de la Historia que vivió entre los hombres, hizo grandes obras y dejó su memoria en recuerdos escritos, como puede ser el caso de San Juan de la Cruz, por decir un ejemplo.

Cristo es un personaje actualizado que está vivo siempre entre los hombres, en la Iglesia. En su tiempo predicó personalmente el Evangelio, realizó milagros o signos de su divinidad, fundó la Iglesia, instituyó los Sacramentos y después de sufrir una pasión inimaginable murió por todos los hombres en la cruz y resucitó, cumpliendo de esta manera su palabra de que el buen pastor da la vida por sus ovejas.

Realizada la misión de Redentor que le encomendó el Padre en la Tierra, ascendió a los Cielos y en unión con Él y la fuerza del Espíritu Santo, desde allí sigue siendo el Buen Pastor ministerialmente por medio de la Iglesia.

El Papa, Vicario de Cristo, y los Obispos, sucesores de los Apóstoles, gobiernan la Iglesia.

El Papa es el buen Pastor en toda la Iglesia universal; y los Obispos son pastores propios en las diócesis, puestos por el Espíritu Santo, que el Papa les ha encomendado. Y todos, coordinados entre sí, unidos al Papa y bajo su obediencia, gobiernan la Iglesia en nombre de Cristo.

Pero como el obispo no puede estar presente en todas las partes de la Diócesis, nombra un delegado suyo, conocido con el nombre de párroco, que ayudado por vicarios parroquiales o coadjutores en parroquias importantes, como es la nuestra, bajo su obediencia gobierna una parcela de la Diócesis, llamada Parroquia, que el Obispo le ha encomendado.

En tareas apostólicas diocesanas, extraparroquiales, el Obispo nombra delegados para que, en su nombre y bajo su obediencia, atiendan las distintas necesidades eclesiales que se presenten en cada momento y en cada diócesis.

Luego también ahora como entonces, en sentido propio, Cristo es el buen pastor de la Iglesia que él fundó.

Además del sentido propio de pastor, obispo y sacerdote, podríamos decir que pastor en la Iglesia, en un sentido amplio, es también el cristiano que tiene cierta autoridad delegada en las acciones pastorales que se le encomiendan, como, por ejemplo, el catequista, delegado de cáritas, delegado de liturgia, delegado de pastoral de juventud, de matrimonio etc...

Y todavía, en un sentido extensivo y universal, es pastor en la Iglesia cualquier cristiano que ejerce una misión apostólica en la familia o sociedad, como por ejemplo, el padre de familia, el profesor, el empresario, el obrero que ejerce cualquier trabajo apostólico en la sociedad; incluso es pastor en la Iglesia el político que ejerce una autoridad civil cristianamente a favor del bien común.

Por consiguiente, en un sentido o en otro, y de distinta manera, todos los cristianos somos ovejas y pastores en la Iglesia.

En consecuencia, todos los cristianos, el Papa, el Obispo, el Sacerdote tenemos que dar la vida por Cristo, cada uno según la medida de gracia que ha recibido. ¿Cómo? Dándose, gastándose por Cristo, cumpliendo su misión con obras santas: predicando la Palabra de Dios, administrando los sacramentos, principalmente el de la Eucaristía y ejerciendo santamente su ministerio los sacerdotes; y los fieles recibiendo los sacramentos y santificándose en la vida ordinaria o en la vida extraordinaria con humildad y sencillez.

Procuremos, hermanos, ser fieles ovejas y fieles pastores en obediencia y entrega a Dios en el puesto de trabajo que cada uno tiene que desempeñar en la Iglesia, a imitación de Jesús que como buen Pastor dio la vida por sus ovejas.

sábado, 17 de abril de 2021

Tercer domingo de Pascua. Ciclo B



En la primera lectura de la liturgia de la Palabra de hoy, tercer domingo de Pascua, el libro de los Hechos de los Apóstoles nos cuenta el milagro que hizo Pedro en la puerta Hermosa del templo. Sucedió de esta manera.

Un día subían Pedro y Juan al templo de Jerusalén a la oración de media tarde, y vieron traer a un lisiado de nacimiento que lo colocaron a la puerta del templo, como todos los días, para que pidiera limosna a los que entraban. Al ver entrar en el templo a Pedro y Juan, les pidió limosna. Pedro, con Juan a su lado, se le quedó mirando y le dijo:
- Míranos.
El lisiado clavó sus ojos en los de ellos, esperando que le darían algo. Entonces Pedro le dijo:
- Plata y oro no tengo, lo que tengo te lo doy: en nombre de Jesús Mesías, el Nazareno, echa a andar. Y agarrándolo de la mano derecha, lo incorporó; y el lisiado se puso en pie de un salto, echó a andar y entró con ellos en el templo por su pie, dando brincos y alabando a Dios.
La gente al ver este milagro, comprobó que el lisiado era el mismo que pedía limosna en la puerta Hermosa del templo, y quedó desconcertada y estupefacta ante lo sucedido. Pedro al ver a tanta multitud, dijo:
- El milagro que habéis visto, no lo hecho yo por mi propio poder, sino por el poder de Jesús de Nazaret a quien vosotros matasteis y Dios lo resucitó. Sé que lo hicisteis por ignorancia y vuestras autoridades lo mismo. Esto ocurrió para que se cumplieran las Escrituras. Por tanto: “arrepentíos y convertíos, para que se borren vuestros pecados” (Hech 3,1-19).

Este último versículo me va a servir de tema para hablaros hoy brevemente del sacramento de la Penitencia, que también es conocido con el nombre de Sacramento de conversión, porque en él se realiza sacramentalmente la llamada de Jesús a la conversión, la vuelta al Padre del que el hombre se había alejado por el pecado (Cat 1423).

La primera conversión del cristiano tuvo lugar en el sacramento del bautismo, que convierte el hombre, nacido en pecado, en hijo de Dios renacido en gracia. El bautismo borra el pecado original y todos los pecados personales, pero no quita la concupiscencia que permanece en el bautizado, es decir, la inclinación al pecado contra el que hay que luchar, utilizando constantemente la penitencia interior o conversión del corazón, expresada con gestos y obras de penitencia (Cat 1430). La penitencia interior es una reorientación radical de toda la vida, un retorno, una conversión a Dios con todo nuestro corazón, una ruptura con el pecado, que comprende el deseo y la resolución de cambiar de vida con la esperanza de la misericordia divina y la confianza en la ayuda de su gracia (Cat 1431).

Son muchas las expresiones de penitencia que se pueden hacer, pero las principales recomendadas por la Sagrada Escritura y los Santos Padre se pueden reducir a tres: ayuno, oración y limosna.

En la práctica el ayuno se debe ejercitar principalmente en la mortificación en las comidas, en la convivencia de la vida ordinaria en familia, en el trabajo y en la sociedad, aprovechando las pequeñas mortificaciones que surgen sobre la marcha.

La penitencia de la oración consiste en no dejarla nunca, aunque no se tenga gana, nada se sienta, parezca que se pierda el tiempo, con el método que a cada uno mejor le vaya. Se recomienda la lectura o meditación de la Sagrada Escritura, la oración de la liturgia de las Horas, el rezo del padre nuestro, del avemaría, de la salve y de otras oraciones; y se aconseja el estilo de comunicarse con Dios que cada uno tenga, sabiendo por fe que Dios siempre nos escucha y nos concede lo que más necesitamos en orden a la vida eterna.

La penitencia de la limosna se ha de hacer dando a los pobres limosnas, encauzadas y dirigidas por la Iglesia o Centros benéficos, para pedir gracias al Señor, agradecer favores o en reparación de los pecados cometidos.

La segunda conversión se realiza en el sacramento de la Penitencia, porque convierte el pecador muerto a la vida de la gracia por el pecado grave o mortal en hijo de Dios por la gracia; o al pecador en estado de pecados veniales en hijo de Dios restaurado de sus culpas. La Penitencia reconcilia al pecador con Dios y con la Iglesia, si está en pecado grave, o lo perfecciona, si lo recibe en estado de gracia, es decir, sin pecados mortales.

Tres actos son necesarios para recibir el perdón de los pecados por parte del penitente: la contrición, confesión de los pecados y satisfacción.

La contrición puede ser perfecta, dolor de haber ofendido a Dios que brota del amor de Dios amado sobre todas; o imperfecta que nace de la consideración de la fealdad del pecado o del temor de la condenación eterna y de las demás penas con que es amenazado el pecador (Cat 1452-1453).

La confesión de los pecados mortales es esencial para recibir el perdón de Dios. Sin ser estrictamente necesaria la confesión de los pecados veniales, sin embargo, se recomienda vivamente por la Iglesia (Cat 1458).












sábado, 10 de abril de 2021

Segundo domingo de Pascua. Ciclo B

        

Son muchas las ideas que se pueden sacar de la liturgia de la Palabra para alimentar la fe de los fieles. Yo para pronunciar la homilía de hoy elijo tres: dos de la primera lectura: comunión de fe y comunión en el intercambio de bienes; y una del Evangelio: el Sacramento del perdón.

Comunión de fe y comunión en el intercambio de bienes

Primera lectura (Hch 4,32-35)
Los cristianos de la primera Comunidad de Jerusalén pensaban y sentían lo mismo; y lo poseían todo en común y nadie llamaba suyo propio nada de lo que tenía, de manera que ninguno pasaba necesidad, pues los que poseían tierras o casas las vendían y entregaban el dinero a disposición de los Apóstoles, nos dice la primera lectura de la liturgia de la Palabra de hoy.

Este texto nos enseña dos cosas importantes que todos tenemos que copiar para vivir en plenitud nuestra vocación cristiana: Comunión en la fe y comunión en el intercambio de bienes materiales.

COMUNIÓN EN LA FE

El catecismo de la Iglesia Católica resume la fe en cuatro partes principales: símbolo de la fe, sacramentos de la fe, vida de la fe en el cumplimiento de los mandamientos, oración en la vida de la Iglesia. Dicho de otra manera, como se hacía antes en los antiguos catecismos: verdades que tenemos que creer, mandamientos que tenemos que cumplir, sacramentos que tenemos que vivir y oraciones que tenemos que rezar.

- La profesión de fe bautismal: la fe en un solo Dios Padre todopoderoso, el Creador; en Jesucristo, su Hijo, nuestro Señor y Salvador; y en el Espíritu Santo y en la Iglesia Católica.

- Los sacramentos de la fe: la salvación de Dios hecha presente en la liturgia de la Iglesia, principalmente en los siete sacramentos.

- La vida de fe: en el cumplimiento de los mandamientos;

- La oración en la vida de fe: la importancia de la oración en la vida de la Iglesia, principalmente la oración del padrenuestro.

La fe que hay que creer y vivir se encuentra enseñada y explicada en el Catecismo de la Iglesia Católica del Papa Juan Pablo II, y no en libros publicados sin censura eclesiástica, en doctrinas arbitrarias de teólogos, en revistas y periódicos profanos y eclesiásticos.

COMUNIÓN EN EL INTERCAMBIO DE BIENES MATERIALES

Los cristianos tenemos que compartir con todos nuestros hermanos creyentes nuestra fe y nuestros bienes. Ayudar a la Iglesia en sus necesidades no es un consejo de la Santa Madre Iglesia, sino un precepto, que se puede cumplir dando generosamente dinero en las colectas que hace la Iglesia, echando unas pesetas en los cepillos, encendiendo unas velas en los lampadarios, haciendo una suscripción periódica para la financiación de la Iglesia, dando donativos voluntarios a la Iglesia, aportando una cantidad de dinero con motivo de recibir sacramentos u otros servicios.

En una consagración de mayor perfección evangélica de vida consagrada se vive el voto de pobreza teniendo todas las cosas en común, al estilo de las primeras comunidades de la Iglesia, como medio de santificación y testimonio de desprendimiento y despego de las cosas de este mundo.

Tercera lectura (Jn 20,19-31)

El Evangelio de hoy nos habla de la institución del sacramento de la Penitencia, que nos regaló el Padre por medio de Jesús. Dios nos ama porque somos hijos suyos y además nos ama perdonándonos nuestros pecados. El perdón, por consiguiente, es el amor de Dios multiplicado por dos.

Nos habla también de la incredulidad del apóstol Tomás en la resurrección de Jesús. Para creer, necesitaba ver en las manos crucificadas de Jesús la señal de los clavos y meter el dedo en sus llagas y la mano en su costado. Y Jesús, comprensivo y bondadoso, le reprende cariñosamente apareciéndose otra vez a sus discípulos, estando Tomás presente y le dijo: Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente.

Tomás avergonzado de su falta de fe dijo: ¡Señor mío y Dios mío! Y terminó Jesús diciendo:

- ¿Por qué me has visto has creído? Dichoso los que crean sin haber visto.

El sacramento de la penitencia que nos perdona los pecados es un de los siete sacramentos instituidos por Jesucristo. Es necesario confesarse para recibir cualquier otro sacramento, por ejemplo el sacramento de la Unción de enfermos, si no se está en estado de gracia. Digamos unas palabras sobre este sacramento.

La Unción de enfermos, que vamos a celebrar comunitariamente el domingo 28 de Mayo, a las once de la mañana es uno de los siete sacramentos instituidos por Jesucristo y ha sido administrado, desde tiempos antiguos, en la Tradición de la Iglesia.

No es el sacramento de quienes se encuentran en los últimos momentos de su vida, sacramento de moribundos solamente, ni un sacramento que se administra cuando la medicina no tiene nada que hacer con los enfermos. Es el sacramento de la enfermedad, sacramento de vida para los que se encuentran seriamente afectados por la enfermedad. No es, de ningún modo, el anuncio de la muerte porque la medicina no tiene ya nada que hacer.

sábado, 3 de abril de 2021

Domingo de Resurrección. Ciclo B

        

La propia resurrección de Cristo es el mayor de todos los milagros que realizó Jesús durante toda su vida apostólica, pues, como Dios que era, no sólo podía curar todo tipo de enfermedades y resucitar muertos, sino también poseía el superpoder de resucitarse a sí mismo.

La resurrección es el centro principal de la predicación de la Iglesia, la celebración más importante del año litúrgico y la culminación del misterio pascual. Es teológicamente:

- el fundamento de nuestra fe (1 Co 15,12-18;Rm 10,9) y de nuestra esperanza (1 Co 15,19), porque si “Cristo no ha resucitado la fe no tiene contenido”, y “si sólo esperamos en Cristo para esta vida, somos los más desgraciados de los hombres”;

- y la causa de la rehabilitación del hombre (Rm 4,25). Es decir la restauración del hombre viejo en hombre nuevo. Expliquemos brevemente este misterio.

La fe nos enseña que el primer hombre fue creado por Dios, en el cuerpo y en el alma, perfecto, en estado de gracia santificante, don sobrenatural que supera la capacidad de la naturaleza creada, y con unas dotes en el alma y en el cuerpo que exceden las propiedades humanas.

En cuanto al alma, su entendimiento gozaba del privilegio de conocer la verdad sin posibilidad de equivocarse. Esto no quiere decir que fue sabio desde el principio de su existencia, de manera que conocía la verdad más que conoce hoy el más sabio de este mundo, sino que tenía una asombrosa facilidad para adquirir la máxima sabiduría en podo tiempo. Con su voluntad amaba de todo corazón a Dios y con el mismo amor puro y ordenado amaba a su esposa Eva y a todas las criaturas.

En cuanto al cuerpo estaba libre de la concupiscencia desordenada, es decir tenía las pasiones controladas tanto en la sexualidad como en las otras apetencias carnales, y además, por si fuera poco, no padecía el sufrimiento ni tenía que morir. Estos privilegios personales son conocidos en la doctrina del concilio de Trento como dones de integridad, impasibilidad e inmortalidad.

Pero sucedió lo que nadie podía imaginar: el misterio del pecado que desbarató todos los planes de Dios y el hombre perdió el estado sobrenatural de gracia en el que fue creado y todo su ser personal, alma y cuerpo, quedó dañado en su propia naturaleza humana para él y para todos los hombres. El entendimiento, que tiene por propia función conocer la verdad pura, empezó desde entonces a conocerla de manerra limitada, defectuosa, con muchos esfuerzos, a lo largo de mucho tiempo, y mezclada con equivocaciones; la voluntad, que antes amaba sin egoísmos ni resentimientos, quedó vulnerada para amar y odiar; y el cuerpo, impasible e inmortal por creación, conoció el apetito desordenado del mal, empezó a sufrir y fue condenado a la pena de muerte.

Pero esta tragedia se solucionó con la redención de Jesús, que es conocida en la liturgia y teología como el misterio pascual. Lo explicamos de manera sencilla.

El Hijo de Dios, sin dejar de ser Dios, se hizo hombre en las entrañas purísimas de Santa María, Virgen, vivió, padeció y murió crucificado, y al tercer día resucitó de entre los muertos. Con su resurrección devolvió al hombre la gracia, perdida por el pecado, y la capacidad de redimirse por medio del dolor, de la muerte y de la propia resurrección. El ama después de la muerte resucitará y con su entendimiento conocerá a Dios, Verdad infinita, tal cual es en su misterio Uno y Trino, y en Él conocerá a la Virgen María, a todos los santos y ángeles del Cielo, todos los misterios de la vida y todas las cosas; y con su voluntad amará a Dios y a todas las criaturas plenamente y gozará de Él por toda la eternidad, felicidad celestial que ni siquiera se puede imaginar. Al final de los tiempos, los cuerpos de todos los muertos resucitarán y se unirán a sus propias almas resucitadas, y el hombre viejo resucitado totalmente quedará restaurado o rehabiltado en el hombre nuevo glorioso perfecto, impasible e inmortal para siempre. Entonces será más perfecto aún que el hombre que creó Dios al principio en estado de gracia y con los dones de preternaturales de integridad, impasibilidad e inmortalidad con que fue adornado.

Mientras tanto llega ese día final y glorioso acontecimiento, el hombre viejo debe vivir en estado de gracia, en lucha constante contra el pecado, asumiendo los males físicos, psicológicos y psíquicos del cuerpo, como redención de los pecados propios y de todos los hombres, al estilo de Jesús, que nos redimió haciéndose pecado, si ser pecador, como nos dice San Pablo.

El modo como nos redimimos y redimimos nos lo enseña la liturgia de la Palabra de hoy en la primera y segunda lectura:

- haciendo el bien: - “Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el pecado”

- predicando el Evangelio: “Nos encargó predicar al pueblo 

- “Dando solemne testimonio de la resurrección de Cristo” con nuestras palabras y obras.

Y viviendo la espiritualidad que nos enseña San Pablo en la segunda lectura:

“Resucitar con Cristo aspirando a los bienes de allá arriba y no a los de la tierra” Nuestro empeño cristiano se debe cifrar en trabajar los bienes del Cielo por medio de la oración constante, el trabajo santificado y apostólico y la aceptación de todos los acontecimientos buenos y malos.

“Morir con Cristo de manera que nuestra vida esté con Cristo escondida en Dios” 

jueves, 1 de abril de 2021

Viernes Santo. Ciclo B


Con Jesús habían sido crucificados dos ladrones, bandidos, salteadores, sediciosos, en cumplimiento de la ley judía para los criminales facinerosos de sangre fría. En aquella época toda Palestina estaba plagada de gentes de perversa condición social, nos dice el historiador Flavio Josefo.

Terminada la salvaje crucifixión de Jesús, levantaron la cruz en alto, la sujetaron en tierra, y colocaron a dos condenados a muerte de cruz, uno a la derecha y otro a la izquierda de Jesús, que estaba en el centro, para honrar con mofa al llamado rey de los judíos. De esa manera se cumplió el vaticinio de Isaías: “Se entregó a la muerte y entre rebeldes fue contado” (Is 53,12).

Como a estos actos populares asistía gran número de gente, porque resultaba un espectáculo de odio, diversión o curiosidad. Los que pasaban por delante ultrajaban a Jesús moviendo la cabeza diciendo: Tú que eres capaz de destruir el templo de Dios, y en tres días lo reedificas, sálvate a ti mismo. Si eres hijo de Dios, baja de la cruz. De igual manera los sumos sacerdotes a una con los escribas y ancianos, mofándose de Jesús repetían con ironía: “A otros ha salvado y a sí mismo no puede salvarse. Que baje ahora de la cruz, y creeremos en él. También le injuriaban los ladrones crucificados con Él” (Mt 27,39-43).

Uno de los ladrones seguía insultando a Jesús repitiendo: “¿No eres tú el Cristo? Pues sálvate a ti mismo y a nosotros” (Lc 23, 39). En cambio, el otro, conmovido por el silencio de Jesús y su actitud sufriente, reflexionó y, reprendió LE (al otro) con justicia: ¿“Ni siquiera temes tú a Dios estando en el mismo suplicio? Lo nuestro es justo, porque recibimos el pago de lo que hicimos; en cambio, éste no ha faltado en nada” (Lc 23, 40-41). Y es que la gracia de Dios vino a él en aluvión, el corazón se le rompió por el intenso dolor de los pecados de toda su vida, volvió la cabeza hacia Jesús agonizante, clavó tímidamente sus ojos en los de Él, y con mirada, tristemente desencajada y voz resquebrajada, con absoluta confianza dijo: “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino” (Lc 23, 42). Solamente pidió a Jesús un recuerdo de él en su Reino, no más, sabiendo que era el Mesías, y se convirtió en un instante totalmente. Y Jesús, Dios misericordioso, por esa petición perdonó toda su vida depravada y lo canonizó diciendo: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso” (Lc 23, 43). La fuerza de la gracia es tan omnipotente que convierte a un gran pecador, arrepentido, en un santo en unos instantes.

La conversión del pecador es un misterio de la gracia de Dios que humanamente no se puede entender, ni explicar, y ni siquiera imaginar. Los teólogos de todos los tiempos de la Historia de la Iglesia, especialmente Santo Tomás de Aquino, teniendo en cuenta la Sagrada Escritura y la revelación de la Tradición, han explicado minuciosamente y con atino la doctrina de la gracia sobre la conversión, basándose en las muchas y variadas experiencias de convertidos. La comprensión de la conversión de cada pecador corresponde solamente a la omnipotente sabiduría infinita de Dios, rico en misericordia, hecho real y misterio desconocido por los hombres.

¿Por qué unos hombres nacen con predisposición para la fe, la reciben en el bautismo de modo connatural, y la fomentan en su crecimiento, sin mayor problema? ¡Misterio de la gracia!

¿Por qué muchos reciben la fe, la conservan y aumentan con muchas dificultades, oposiciones, esfuerzos, luchas, vencimientos insoportables de carácter, triunfos apoteósicos y derrotas espectaculares? ¡Misterio!

¿Por qué otros nacen con cierta inclinación a la fe, la reciben y viven con alegría, la defienden a capa y espada, la viven con entusiasmo, y luego la abandonan, se apartan de Dios, teniéndolo escondido en el corazón, y después de muchos años vuelven a la Iglesia por cualquier insignificancia y sin motivos especiales, como conocemos los confesores?

¿Por qué otros, fervorosos cristianos y sacerdotes, apóstoles en una etapa de su vida, cayeron en los lazos del enemigo, perdieron la fe y no la recuperaron nunca aparentemente?

Estos y otros muchos interrogantes se pueden formular, sin que nadie pueda dar respuesta humana a ninguno de ellos.

La conversión del pecador en su inicio y desarrollo hasta llegar a su plenitud es un misterio de la gracia en el hombre, humanamente imposible de conocer. Nadie se convierte si antes no es convertido por la gracia de Dios, y nadie se santifica si Dios no le conduce con su gracia. Se efectúa por el poder de la gracia y la cooperación del hombre en las buenas obras, de infinitas maneras.

El hombre con la gracia actual que proviene de Dios puede prepararse para recibir la fe católica o convertirse, utilizando los medios que enseña la Iglesia: oración, lecturas piadosas, conferencias, retiros, ejercicios espirituales, charlas, buenas amistades, diversos apostolados, enfermedad, salud, y otras muchas circunstancias. Todos los católicos hemos llegado a la fe, la conservamos y aumentamos por las circunstancias buenas o por las gracias actuales que el Espíritu Santo nos ha regalado siempre, principalmente en momentos críticos.

El convertido puede con la gracia de Dios santificarse utilizando los medios tradicionales de santificación:

- la oración bien hecha, aunque no sea técnicamente perfecta en la forma, pues ora el que trata con Dios amistosamente con oraciones compuestas o palabras improvisadas, incluso sin ellas con el pensamiento y el corazón, de la manera que sepa y pueda, pues la oración sube al Cielo como la luz del sol baja a la tierra a través del espacio con luminosidad, oscuridades, nubes, borrascas, rayos, relámpagos y truenos;

- la Eucaristía bien celebrada y recibida, y no por rutina, costumbre o simplemente gusto personal. Hay muchas personas que participan en la Eucaristía porque les gusta simplemente o comulgan por cierto fervor humano, y no como alimento de la vida del alma, remedio de los pecados y progreso espiritual;

- la lucha decidida y resuelta contra todo pecado, pues con el pecado venial cometido con tibieza, la gracia no crece en el alma en su curso normal y se estanca. Con el pecado mortal desaparece la gracia y deja el alma muerta para la operación sobrenatural;

- la doma de las pasiones con la penitencia continua, pues las pasiones impulsan al pecado, y no dominadas o desbocadas animalizan al hombre, y la santificación se hace prácticamente imposible;

- el ejercicio de virtudes en las obras buenas que santifican juntamente con la oración y frecuencia de los sacramentos, especialmente el de la Confesión y Eucaristía. Las virtudes son las potencias sobrenaturales de la gracia, que convierten las obras buenas en meritorias.