sábado, 29 de julio de 2023

Décimo séptimo domingo. Tiempo ordinario. Ciclo A

 


La liturgia de la Palabra de hoy nos propone, en la segunda lectura del apóstol San Pablo a los Romanos, una frase que me va a servir para pronunciar la homilía: “Sabemos que a los que aman a Dios todo les sirve para el bien”. 

Es evidente, a los ojos humanos y a la simple razón, que unas cosas nos ayudan para el bien y otras para el mal. En sentido humano,  nos hacen felices las cosas que nos gustan, que son para nosotros buenas y nos reportan felicidad; y nos hacen mal las que nos disgustan, contrarían nuestra voluntad y nos hacen sufrir. Luego no todo es igual, humanamente hablando, porque unas cosas nos sirven para el bien y otras para el mal. 

Esta reflexión humana, que no tiene vuelta de hoja, nos invita a buscar el bien a toda costa, porque nos colma de felicidad, y a rechazar el mal, haciendo todo lo posible para que el mal no suceda o desaparezca de nosotros, si lo tenemos encima. Así son las cosas para el entendimiento y sentimiento del hombre. En cambio, San Pablo nos dice, y es una verdad revelada, que a los que aman a Dios todo les sirve para el bien. ¿Cómo se entiende esto?. 

Los cristianos somos hombres, como cualquier otro, pues tenemos la misma naturaleza, y por eso, nos gusta el bien y no queremos el mal, como le pasa a todo el mundo. Pero sabemos por la fe que todo lo que ocurre  lo quiere Dios o lo permite. El bien lo quiere Dios, venga de Él, de los hombres o de la naturaleza de las cosas; y el mal que nos viene de los hombres, de la Naturaleza o de las cosas, de ninguna manera lo quiere Dios, porque es incompatible con su naturaleza divina, que es el Bien sumo y eterno, pero lo permite,  sin quererlo, porque respeta la libertad del hombre, y porque redunda en un bien o muchos bienes que desconocemos. Así nos lo dice el refranero español, que tiene un fondo teológico: “No hay mal que por bien no venga”. 

Se entiende que el mal exista porque el hombre es libre, pero no se explica que Dios lo permita para un bien o muchos bienes. En cambio, no se entiende sino por la fe, el que Dios quiera con voluntad expresa que sucedan catástrofes naturales, como son inundaciones, terremotos, volcanes, sequías y otros, que causan muertes de seres inocentes, desgracias personales terribles, y pérdidas de ganancias irrecuperables  ¿Cómo Dios, que es bueno y misericordioso con todos los hombres, que son sus hijos, puede querer  catástrofes que todo el mundo rechaza ¿Qué pensar entonces? 

En primer lugar, hay que decir que los conceptos de Dios, su pensamiento y su voluntad transcienden y rebasan todas las categorías del pensamiento humano, y de las de toda criatura creada y creable. ¿Quién puede entender el misterio de Dios, El que Es siempre, su única naturaleza divina y trinidad en Personas, su pensamiento, su querer y obrar? Nadie. Los designios y juicios de Dios no son como los de los hombres, nos dice la Sagrada Escritura. 

Dejando para los estudiosos de la filosofía cristiana y de la teología católica las altas cuestiones del Ser de Dios, hay una cosa clara que todos podemos entender a la luz de la razón: que Dios, el Ser eterno,  forzosamente tiene que ser la Sabiduría perfecta y absoluta, cuyo conocimiento supera todo conocimiento creado y creable; y que su voluntad tiene que querer el bien para sí mismo  y para todos los seres creados. De lo contrario, Dios no sería infinitamente sabio y perfecto. La Creación actual es una de las obras perfectas que pudo crear Dios, pero no la más perfecta de todo su poder divino, pues nadie sabe las infinitas obras más perfectas que Dios que tal vez ha creado, o puede crear. Luego la conclusión para el entendimiento humano es clara: La creación y todos los seres creados son buenos. Pero la  existencia del mal en el mundo es una incógnita que el hombre humanamente no puede despejar. Por eso surgen pensadores agnósticos o ateos que, al no poder explicar los males que todos conocemos, niegan la existencia de Dios, caen en el existencialismo, o se inhiben de esta insoluble problemática, y dicen que son misterios de la Naturaleza; y los que tienen alguna fe atribuyen el mal a malos espíritus, y no a Dios, con argumentos de fe que inventan los Fundadores de religiones falsas. 

La fe católica explica este misterio basándose en la revelación de Dios, de esta manera que explicamos brevemente en pocas palabras: La Creación entera fue creada por Dios perfecta para residencia del hombre y para su servicio; y también el hombre fue creado por Dios perfecto, en el alma y en el cuerpo, en un estado primitivo personal de gracia, de santidad y justicia, con los privilegios preternaturales de integridad o inmunidad de la concupiscencia, impasibilidad e inmortalidad. Pero misteriosamente el hombre libremente pecó, y por el pecado,  quedó dañado en todo su ser, quedando reducido a la ignorancia, al error, a la mala voluntad, a la concupiscencia del mal, al dolor y a la muerte; y como consecuencia del pecado, también el mundo quedó deformado, como nos enseña el Catecismo de la Iglesia Católica, del Papa, Juan Pablo II. Para redimir el pecado del hombre, el Hijo de Dios, encarnó en las entrañas de Santa María Virgen, vivió, padeció, murió y resucitó, y con el misterio pascual restituyó al hombre los privilegios que le había concedido antes del pecado. Pero  cada hombre tiene que sufrir en su propia carne las consecuencias del pecado: los defectos de las facultades de alma en el pensar y amar, la concupiscencia o inclinación al pecado, el dolor y la muerte, bajo la esclavitud del demonio, hasta el fin de los tiempos, entonces todos los hombres resucitarán y toda la Creación será renovada. 

Pensando las cosas así, desde la fe y con la fe, la conclusión es clara: “sabemos que a los que aman a Dios todo les sirve para el bien”. Aserto que no quiere decir que a los que aman a Dios todo les da igual, todo les es indiferente, sino que gustándoles, como a todos, lo que es bueno humanamente, todo lo enfocan hacia el bien, todo lo utilizan y lo aceptan como venido de Dios para el bien propio y de todos los hombres para su redención, aunque no conozcan los porqués del mal. Las razones son tres:

- porque los que aman a Dios, de verdad, viven con total fe y confianza la providencia amorosa de Dios que cuida todas las cosas con sabiduría y bondad, como nos enseña el Concilio Vaticano I;

- porque Dios es Padre de todos los hombres y todo lo quiere o permite para su bien, aunque no sepamos distinguir en qué consiste ese bien, que tiene apariencias de mal;

- y porque los males de este mundo, que sufrimos, no se pueden comparar con los bienes que poseeremos en el Cielo: visión y gozo de Dios eternamente.

 

 

 

 

lunes, 24 de julio de 2023

Santiago el Mayor, así llamado para distinguirlo de Santiago el Menor, y su hermano Juan evangelista, eran hijos de Zebedeo y Salomé, naturales de Betsaida y de oficio pescadores (Mt 4,21;Jn 21,1-2). Sus padres tenían una posición económicamente desahogada, pues poseían, por lo menos, una barca y jornaleros a su servicio que pescaban con red barredera, y no con redes de mallas arrojadas al mar a merced de la suerte, como hacían los humildes pescadores de Galilea (Mc 1,20; Mt 4,21).


- en la llamada  oficial de Jesús en el Lago de Tiberíades (Mt 4,21-22);

- en la lista de los Apóstoles (Mt 10,2-4;Mc 3,16-19;Lc 6,14-16;Hech 1,13;

- en la resurrección de la hija de Jairo (Mc 5,37);       

- en la transfiguración en el monte Tabor (Mt 17,1-13);

- en el discurso escatológico sobre la destrucción de Jerusalén y fin del mundo (Mc 13,1-4);

- con su madre Salomé, cuando pedía a Jesús un puesto de privilegio, uno a la derecha y otro a la izquierda en su reino para sus dos hijos (Mt 20,20-23);

- en la agonía del huerto de Getsemaní (Mc 14,33);

Formaba, junto con su hermano Juan, y con Pedro, el grupo de los tres discípulos preferidos (Mt 17,1;26,37;Mc 5,37;13,3).

El apóstol Santiago el Mayor, Patrono de España, a quien se le tiene mucha devoción en todo el mundo, principalmente en Europa, no tuvo diálogos personales con Jesús. Aparece en el Evangelio como personaje de referencia, como se puede comprobar en los textos antes citados. Por eso, de este insigne apóstol solamente reseñaremos una síntesis biográfica, que es realmente escasa.

De su hermano Juan explicaremos, en documento aparte, el único diálogo que mantuvo con Jesús en la última Cena.

Tenemos pocos datos en el Evangelio para hacer una radiografía psicológica de la personalidad de este apóstol. A pesar de ser uno de los discípulos preferidos, aparece en el Evangelio como personaje extra en relación con los diálogos de Jesús.

Santiago era un joven inteligente, de carácter espontáneo, que decía las palabras sin pasarlas antes reposadamente por el control de la razón. Podía más en él la fuerza del corazón que la atinada prudencia del razonamiento. Temperamentalmente inquieto y nervioso, no podía estarse quieto ni un momento. Compañero servicial como el primero, estaba al quite de todo cuanto sucedía, y dispuesto a echar una mano allí donde se precisaba cualquier servicio. Por su genio activo y abierto era emprendedor y eminentemente misionero, destacando en él las virtudes de la sinceridad y la justicia.

Tal vez pudo ser un hombre de genio vivo, defensor de la ley y de los derechos de Dios, y simpatizante del partido de los Celotes, que fanáticamente esperaban la inminente venida del Mesías, y luchaban contra las esclavitudes que padecía entonces el pueblo de Israel, por culpa del abusivo Imperio Romano.

Su madre, que tenía amistad especial con Jesús, le pidió la ambiciosa gracia de que sus dos hijos estuvieran sentados a la derecha y a su izquierda en su Reino, ingenua petición que equivalía humanamente casi a pedir al Señor que sus dos hijos fueran vicepresidente primero y vicepresidente segundo del Gobierno del Reino iba a fundar.(Mt 20,20-28;Mc 10,35-45). ¡Qué enseñanza nos ofrece este pasaje del Evangelio, que denota la ambición humana del hombre y la envidia entre iguales!

Debemos dar la vida por Cristo y esperar de Él su infinita misericordia, sin desear tener en el Cielo los mejores puestos, sino aquél que nos corresponda, según los secretos designios de Dios Padre.

La tradición extrabíblica de su venida a España y la aparición de la Virgen del Pilar en carne mortal en Zaragoza es una devoción española, muy arraigada en nuestro Pueblo, que no se puede demostrar ni negar históricamente con argumentos apodícticos. 

Sufrió el martirio bajo Herodes Agripa I (Hech 12,2) en el año 44.

 

 

 

 

sábado, 22 de julio de 2023

Décimo sexto domingo. Tiempo ordinario. Ciclo A

 


En la primera lectura de la liturgia de la Palabra del domingo décimo sexto del tiempo ordinario, que estamos celebrando, hay un texto del libro de la Sabiduría sobre el que yo quiero ocupar mi atención para pronunciar la homilía de hoy: el justo deber ser humano.

Para desarrollar esta tesis, y de su exposición poder sacar las consecuencias prácticas espirituales para el alimento de nuestras almas, haré antes una breve explicación sobre el significado de la palabra justo.

Justo es el hombre  cumplidor de la ley, el santo. El Evangelio nos dice que San José era un hombre justo (Mt 1,19), que equivale a decir santo, porque fue el fiel cumplidor de la ley de Dios y de todas sus obligaciones personales, familiares, laborables y sociales. Santidad y justicia en sentido cristiano se identifican. 

El hombre, justo o pecador, debe ser humano, es decir, comprensivo, no intransigente, sino tolerante y condescendiente. En el santo no se concibe la santidad sin la caridad, máxima virtud cristiana que en su suprema expresión exige la comprensión; además el santo tiene que ser comprensivo porque también es pecador, pues nos dice la Sagrada Escritura que el justo cae siete veces al día, como queriendo decir que es débil y diariamente comete muchas faltas e imperfecciones, que no siempre son ofensas a Dios. Por consiguiente, el santo, por exigencia de su condición de santidad y de hombre pecador también, debe ser humano o comprensivo, porque él necesita también la comprensión de los demás y el perdón de Dios. Y con más razón todavía debe ser humano el pecador, a título de justicia, pues es injusto que él sea rígido y severo con los demás, siendo él igual o peor que otros. 

Comprender implica conocer al hombre en concreto, aceptarle como es, y no como a nosotros nos gustaría que fuera, valorar sus virtudes y hacerse cargo de sus debilidades, miserias y pecados, excusarle de la manera que sea posible, juzgarle con misericordia, y jamás condenarle en el corazón, porque como nos dice San Pablo “el amor no se irrita, no toma en cuenta el mal, no se alegra de la injusticia, todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta” (I Co 13,5-7).

El conocimiento del hombre es una ciencia de las más difíciles de dominar, pues cada uno es un misterio que solamente Dios comprende en su totalidad. El hombre difícilmente se conoce a sí mismo en su  profundidad, ni es conocido del todo por los que conviven con él, y ni siquiera por los sabios de las ciencias de la Psicología y Psiquiatría, que sólo saben generalmente los comportamientos normales y extraños del individuo. Pero siempre quedan aspectos escondidos en los pliegues secretos del desequilibrio humano, que a veces surgen inesperadamente, causando asombros extraños y sorpresas inconcebibles para todo el mundo, incluso para los mismos entendidos.    

Tenemos la mala costumbre,  poca psicología, poca  educación y virtud de juzgar a los hombres con el propio criterio, aprobando en ellos lo que nos gusta y rechazando lo que nos disgusta, como si nuestros gustos fueran la norma única y cierta para evaluar la conducta de los demás, habiendo muchas y diversas opiniones sobre el conocimiento humano.  

Comprender es darse cuenta de que todos somos distintos, que no hay una persona repetida, que cada uno es único, con su propia constitución natural de  carácter o temperamento, y con las añadiduras de las taras que ha heredado de sus padres, de la educación familiar que ha recibido, de la cultura que ha adquirido, del ambiente social en que ha vivido, que son factores que configuran al hombre en su ser, sentir, pensar y obrar. 

Cada hombre tiene su propia personalidad física, irrepetible, personalidad psicológica, parecida a la de otros, pero distinta, personalidad espiritual diferente a la de los demás,  con la que entiende las cosas, obra y se comporta en sociedad. Cada pecado es personal, cometido por una persona en concreto con su propia personalidad, teniendo en cuenta el conocimiento del mal, su libertad, sus pasiones, desequilibrios, sentimientos y muchas circunstancias, que determinan la malicia del hombre, que sólo Dios  puede juzgar. 

Es frecuente entre los cristianos, y más aún entre las personas piadosas, ser intransigentes, excesivamente rigurosos al juzgar los actos de los que son practicantes de manera diferente a la nuestra, no lo son, o se llaman descreídos, agnósticos y ateos, pues, tal vez, les sucede como dice el Evangelio: “ven la mota en el ojo del prójimo y no ven la viga en el propio”. 

El que es bueno, el que es santo, reconoce que ha sido y es pecador, y porque tiene presente los pecados de su vida pasada o presente, comprende las debilidades de los demás y sus pecados. Porque sabe que si no hubiera sido por la misericordia de Dios, sería tan malo como el primero; y si es tan bueno o santo, como piensa que es, no se debe  a su esfuerzo sino  a la gracia de Dios, que le ha arropado con circunstancias especiales de amor. Santa Teresita del Niño Jesús decía que era buena porque Dios iba delante de ella quitando del camino, por donde ella tenía que pasar, las piedras para que no tropezara. Y piensa también que si aquellos a quienes critica hubieran tenido las mismas gracias que él, tal vez  serían mejores, más humanos, más comprensivos, más santos. 

En estos momentos de escucha de la palabra de Dios, cada uno reflexione sobre la familia en que ha nacido, padres que ha tenido, educación que ha recibido, colegio que ha frecuentado y ambientes en que ha sido educado. Y sopesando todas las circunstancias: el amigo que Dios ha puesto a su lado, la Parroquia, la catequesis, el sacerdote, la religiosa, etc. forzosamente tiene que caer de rodillas dando gracias a Dios por el diluvio de gracias que ha recibido; y al mismo tiempo, considerando los pocos medios con que han contado aquellos a quienes censura injustamente y con poca caridad, pedirá perdón a Dios por la desconsiderada crítica, y no se atreverá a juzgar a los hermanos, comprendiendo sus fallos, debilidades y pecados. 

En definitiva ser humano es respetar la manera de ser de los demás, aunque no nos guste, su  pensamiento, aunque sea contrario al nuestro, su ideología cultural, religiosa y política, incluso su pecado, que no conculque los derechos humanos, pues el hombre es libre para pecar. Significa también respetar los distintos estilos de pensar y obrar, tener  relación laboral con los que trabajan con nosotros y relación social con todos los hombres, porque todos somos todos hijos de Dios y hermanos en Jesucristo.        

sábado, 15 de julio de 2023

Décimo quinto domingo. Tiempo ordinario. Ciclo A

 


El texto de la segunda lectura de la liturgia de la Palabra de hoy, del apóstol San Pablo a los Romanos, es de una profundidad teológica que necesita una explicación, pues no se entiende con una simple lectura o una escucha atenta y devota. El temario fundamental es la libertad plena y gloriosa de los hijos de Dios.

El Apóstol nos dice que el estado actual de toda la creación es como el de una madre que sufre dolores de parto en espera del nacimiento de su hijo: “La creación entera está gimiendo toda ella con dolores de parto, para entrar en la libertad gloriosa de los hijos de Dios”. 

Es evidente que ahora son muchos los sufrimientos, trabajos y fatigas que los hombres padecemos, pero no se pueden comparar con la gloria que un día se nos descubrirá. Merece la pena padecer en esta vida todo tipo de dolores y pruebas, aunque humanamente sean inconcebibles, porque el premio en la otra  superará todos los padecimientos de todos los hombres y de todos los tiempos, por muchos y graves que sean: ver y gozar de Dios, Uno y Trino, eternamente, visión y gozo, que ninguna criatura puede ni imaginar. 

El mundo, que ahora conocemos, deformado por el pecado, será restaurado a su primitivo estado, al final de los tiempos, y se convertirá en los Nuevos Cielos y la Nueva Tierra; y entonces vendrá la plena y total libertad gloriosa de los hijos de Dios. 

Este texto nos ofrece una buena oportunidad para hablar de la verdadera libertad. 

¿Qué es la libertad?

Decía Kant que la libertad es uno de los conceptos de la Metafísica más difíciles de entender y explicar. Por eso la utilizan tanto los políticos para imponer sus ideas y sacar con ellas provecho para el partido, para sí mismos. 

No vamos a filosofar sobre la libertad, cometido que corresponde a la Universidad o a centros especializados del pensamiento humano. Simplemente hablaremos de la  libertad cristiana, libertad de los hijos de Dios, que se opone a los distintos modos humanos de entender la libertad en sus múltiples acepciones. 

La libertad no consiste en hacer cada uno lo que quiera, cosa imposible, pues toda libertad está limitada por los derechos y obligaciones de los hombres, mutuos y recíprocos, de manera que la libertad de uno termina donde empieza la libertad de los demás; y además, necesariamente, está regulada por la ley civil, normas de convivencia, costumbres sociales y obligaciones laborales, familiares y sociales.

Por otra parte, como es evidente, el hombre está sometido a debilidades y enfermedades de la propia persona que, aunque quiera, no puede evitar; y obligado a sufrir las diversas circunstancias de la vida que, en contra de su voluntad, no puede impedir.  De modo que nadie es libre totalmente, de modo absoluto. A este estilo de libertad se podría apodar utopía de la libertad o libertad irracional. Solamente Dios es absolutamente libre, pues no depende de nada ni de nadie, porque  es Señor de todas las cosas. 

El libertinaje tampoco es expresión de la libertad, sino más bien una esclavitud de ella. Hombre libre no es lo mismo que “hombre sin ley o contra ley”. El  que hace todo lo que quiere no es libre, sino un esclavo de la falsa libertad, un libertino. Si cada uno hiciera lo que le gustara, al libre albedrío de las propias pasiones, sin normas morales, ni sumisión alguna, ni respeto a las ideologías y comportamientos de los demás, la convivencia humana sería un infierno en la tierra.         

El sentido común de libertad filosófica es la simple capacidad de hacer o no hacer una cosa buena o mala: elegir entre el bien o el mal. La libertad supone la ley moral que está determinada por la autoridad civil, el consenso común de los pueblos o el Parlamento, si el Estado es democrático.         

El hombre es libre para hacer todo lo que quiera o le guste moralmente con tal que cumpla la ley civil y sus obligaciones. Se puede hablar de numerosas clases de libertad, que tienen que ser protegidas por la autoridad y respetadas por todos: libertad artística, libertad cultural, libertad política, libertad democrática, libertad de pensamiento, libertad de expresión, libertad de asociaciones...  Todos los tipos de libertad tienen que estar regulados por la autoridad para evitar abusos, aberraciones y desórdenes.         

En cambio, la libertad cristiana es otra cosa. Supone la ley moral que está inscrita  en la conciencia de cada hombre y en el Decálogo de la ley de Dios. Radica en la elección de bienes. Dios es libre y metafísicamente no puede hacer el mal; y los santos y los ángeles en el Cielo son también libres y eligen necesariamente siempre el bien. 

La capacidad de poder elegir el mal no es una cualidad de la libertad, sino más bien un defecto de ella. El mal, en cristiano, no se debe elegir, porque está en contra de la ley de Dios, y es un pecado. 

El pecado es una equivocada y prohibida elección del mal que ofende a Dios.

 Ley, libertad y obediencia son conceptos íntimamente relacionados entre sí.  La ley no es impedimento para la libertad sino una necesidad para su existencia: posibilita la libertad y hace factible la obediencia. 

La responsabilidad moral del hombre depende del conocimiento de la ley y de su libertad en sus actos. No es libre y, por tanto responsable, el que obra por coacción externa total o a consecuencia de un desequilibrio interno insuperable. El que hace lo que debe, según ley de Dios, es un señor de la libertad. El santo es el hombre libre en plenitud, porque hace lo que tiene que hacer: cumplir la voluntad de Dios, que es el mayor bien que se puede elegir. 

La libertad religiosa no se puede entender en sentido optativo: da lo mismo tener religión que no; profesar una religión que otra; elegir la religión que más conviene, aunque todas sean igualmente reconocidas por la autoridad civil. 

La libertad religiosa “consiste en que todos los hombres han de estar inmunes de coacción, tanto por parte de personas particulares como de grupos sociales y de cualquier potestad humana; y esto de tal manera, que en materia religiosa ni se obligue a nadie a obrar contra su conciencia ni se le impida que actúe conforme a ella, dentro de los límites debidos" (DH 2).

 

 

sábado, 8 de julio de 2023

Décimo cuarto domingo. Tiempo ordinario. Ciclo A

 


El evangelio de hoy me ofrece dos temas interesantes para pronunciar la homilía: la sabiduría divina que el Espíritu Santo regala a la gente sencilla y el alivio que Jesús concede a los que están cansados y agobiados, porque el yugo es llevadero y la carga ligera. Estas son las palabras: “Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y las has revelado a la gente sencilla...Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera”. Yo voy a elegir el primer tema: Las cosas de Dios están escondidas a los sabios y entendidos y reveladas a la gente sencilla.

Dios esconde el secreto de los misterios de la fe a los sabios y entendidos que ponen su corazón en las fuerzas propias de su inteligencia con autosuficiencia, y revela las cosas de Dios a la gente sencilla que las acepta con humildad y transparencia, porque tienen el alma limpia de pecado. 

Dos palabras vamos a explicar: la sencillez y la sabiduría del Espíritu Santo, con el fin de entender el sentido de la Palabra de Dios: Dios revela los misterios de la fe a la gente sencilla, y se los esconde a los sabios y entendidos. 

¿Qué es la sencillez?

La sencillez es una cualidad temperamental o virtud de la gracia. Es, en definitiva, un regalo de Dios en la propia naturaleza del hombre o regalo del Espíritu Santo. Hay quien ha nacido sencillo y quien por su propio ser constitutivo es complicado, de carácter adverso. Tanto uno como otro puede conseguir  la sencillez, si bien el que la ha recibido en su propio ser, no tiene que hacer nada más que potenciar sobrenaturalmente esa virtud con la que ha venido a este mundo. En cambio, el que es rebelde por temperamento puede conseguir la sencillez con la gracia de Dios y el esfuerzo personal. La sencillez, como virtud, es conciliable con cualquier carácter, pues radica en el corazón y se expresa con limpieza de intenciones y humildad en obras caritativas. El que no es sencillo y estudia cuidadosamente la manera de serlo, hace el papel del ridículo en el teatro de la hipocresía. 

El sencillo no es el humilde de condición social, porque el dinero y la cuna no determinan la sencillez de una persona. Se puede ser sencillo, siendo rico, y soberbio siendo pobre. Tampoco el sencillo es el apocado, el vergonzoso, el tímido, porque siendo de condición psicológica débil, se puede ser soberbio, orgulloso y vanidoso; y por el contrario, el que tiene un carácter extrovertido, abierto puede esconder en su desparpajo gracioso o distante una mente traslúcida y un corazón sin trampa. El que estudia la manera de aparentar ser sencillo,  cae en el peligro de resultar doble. La virtud de la sencillez en una persona es campo propicio para que el Espíritu Santo siembre en ella el don de la sabiduría. 

La ciencia humana se consigue con la capacidad del entendimiento, la constancia paciente y laboriosa del estudio, el aprovechamiento de las oportunidades que sobrevienen y otros factores. Cuanto más inteligente es el hombre, más  persevera en el empeño del dominio de la ciencia, y más  y mejor explota los medios con que cuenta, más sabio es. La sabiduría humana no es de todos, es propia de unos cuantos o de muchos, pero de manera proporcional para quienes, siendo inteligentes, trabajan por alcanzar el conocimiento último de las cosas.  Así sucede en las cosas humanas. 

En cambio, la sabiduría divina no depende de la capacidad del entendimiento, ni del esfuerzo perseverante en el estudio, ni de los medios humanos que se tienen al alcance de la mano, sino de la gracia de Dios y del esfuerzo personal. No sabe más de las cosas divinas el que más domina la ciencia teológica y mejor conoce los secretos de la fe, sino el que posee el don de la sabiduría que el Espíritu Santo regala a la gente sencilla que Él quiere. 

La Historia de la Iglesia demuestra que sabios, como, por ejemplo, San Agustín o santo Tomás de Aquino, que dominaron toda la ciencia de su tiempo, porque fueron sencillos de corazón recibieron el don de la sabiduría para entender, vivir y explicar, como pocos o como nadie, los misterios de la fe con una clarividencia meridiana que asombra a todos los que estudian sus obras. 

También han existido personas sencillas, genios de la divinidad, que con la cultura elevada de su tiempo fundaron Institutos de vida consagrada, viviendo experiencias místicas que no aprendieron en ninguna universidad de la Iglesia, como por ejemplo, Santa Teresa de Ávila; y personas humildes y sencillas sin letras, que con una inteligencia común y unos pocos conocimientos de cultura general y mucho corazón, ilustradas por la sabiduría de Dios, aprendieron los secretos de la fe, que no conocieron los eminentes teólogos de su época; y hoy hay entre nosotros cristianos de a pie, que con su fe conocen a Dios con el corazón más que con la razón mejor que muchos sacerdotes y obispos. Mucha gente sencilla del pueblo de Dios con sus rezos y pobres oraciones aprenden la sabiduría del Espíritu Santo que no conoce la ciencia humana. 

En las bienaventuranzas, constitución de la Iglesia, Jesús proclamó que los sencillos: “Bienaventurados los limpios de corazón” ¿Quiénes son los limpios de corazón? Son aquellos cristianos que viven o hacen por vivir el estado de gracia,  luchan por  superar los pecados veniales y faltas voluntarias; o aquellos otros que por vocación se consagran  a Dios a vivir la perfección evangélica en la Iglesia, en el mundo o fuera de él, mediante votos u otros vínculos. 

Ver a Dios es creer en Él, fiarse de Él, cumplir los mandamientos y las obligaciones propias de su estado y trabajo en la presencia del Señor que da la seguridad de que todo lo que sucede es providencia amorosa de Dios Padre. En definitiva, los limpios de corazón son los sencillos que por tener una mente equilibrada y corazón puro, conocen las cosas de Dios que no entienden los sabios y entendidos de este mundo.

sábado, 1 de julio de 2023

Décimo tercer domingo. Tiempo ordinario. Ciclo A

 


En la segunda lectura de la liturgia de la Palabra que estamos celebrando hoy, original del Espíritu Santo y escrita por San Pablo, se nos dice que “si por el bautismo hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con Él, pues su morir fue un morir al pecado de una vez para siempre, y su vivir es un vivir para Dios. Y concluye: Lo mismo vosotros consideraos muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús Señor nuestro”.

Estas palabras me van a servir a mí para hacer unas reflexiones espirituales sobre el bautismo, como participación en el misterio pascual.

El bautismo no es una ceremonia religiosa por la que un bautizado se hace miembro de la Iglesia, como institución humana, y se inscribe en los libros parroquiales, algo así como un novicio, después de una experiencia de vida religiosa, por medio de un acto litúrgico se hace miembro de un Instituto de vida consagrada; o como un laico comprometido con la fe se afilia a una Hermandad o Cofradía para vivir un carisma cristiano.

El bautismo es un sacramento de fe por el que el hombre, nacido del pecado, es regenerado a la vida sobrenatural, recibe la gracia santificante, se le borra el  pecado original y todo pecado, se  hace hijo de Dios, heredero de su gloria y se  incorpora a la Iglesia para participar de su misión. En este sacramento se realiza una auténtica transformación del ser natural, hijo del pecado, en hijo de Dios, de manera que el cuerpo del hombre queda convertido en templo vivo del Espíritu Santo y su alma en sagrario de la Santísima Trinidad. Es además la realización mística del misterio pascual de Cristo, la actualización de la pasión, muerte y resurrección de Cristo, que consiste en  el paso de la muerte del pecado a la resurrección de la vida de la gracia. Así nos lo enseña el apóstol San Pablo en la segunda lectura que estamos comentando: Los bautizados, que “han unido su existencia con la de Cristo en una muerte como la suya y han sido sepultados con Él en la muerte (Rm 6,4-5), son también juntamente con Él vivificados y resucitados” (Eph 2,6).

No tiene sentido ser cristiano y no entablar una lucha constante contra el demonio para vencer el pecado y tratar de vivir siempre en gracia de Dios durante toda la vida, identificándose con Cristo en su vida, pasión y muerte y resurrección. Por consiguiente, no se puede ser cristiano de fachada, cristiano por estar bautizado y pagano o mundano de corazón y de obras. Si soy cristiano por tradición familiar, por costumbre del lugar o de época, por gusto personal, y no soy consecuente con la fe del bautismo, soy cristiano a mi manera,  a mi capricho.

Podríamos distinguir estas clases de cristianos:

- Cristianos bautizados, cristianos de derecho, que  están inscritos en los libros parroquiales, pero de hecho no viven los compromisos del bautismo. No son enemigos de la Iglesia, pero tienen con ella relaciones de Sociedad en bautizos, bodas, primeras comuniones. Son cristianos circunstanciales que tienen su fe personal, rezan, alguna vez que otra, principalmente en momentos de apuros, necesidades, enfermedades, como se dice: “se acuerdan de Santa Bárbara cuando truena”.

- Cristianos practicantes, cristianos de prácticas cristianas, que van a misa, sin perder un solo domingo y día de precepto, rezan, tienen sus devociones personales, pertenecen a hermandades y cofradías, pero jamás confiesan ni comulgan por razones personales que cristianamente no se entienden aunque humanamente se comprenden.

- Cristianos vivientes, cristianos que viven el cristianismo de verdad, consecuentemente con la fe de la Iglesia, tratan de cumplir los mandamientos con fallos humanos y pecados, y hacen todo lo que pueden por vivir siempre en gracia de Dios, aunque tengan que confesarse.

- Cristianos de perfección evangélica, cristianos que además de vivir la fe con la vivencia de la gracia, se consagran a Dios en servicio de la Iglesia para vivir los consejos evangélicos de pobreza, obediencia y castidad con votos o compromisos especiales, tanto en el mundo como fuera de él.

- Cristianos de corazón, hombres y mujeres, no bautizados, que pertenecen a la Iglesia de Cristo de hecho, aunque no de derecho, porque viven, de buena voluntad, la fe que conocen y en la que han sido educados, por razones de cultura, del País en el que han nacido, y del ambiente social en que han vivido.

-  Cristianos de la misericordia infinita de Dios que son todos los hombres y mujeres, de cualquier raza, país, cultura y color, con religión o sin ella, que son juzgados por Dios en el secreto íntimo de su conciencia, según el criterio de su sabia e infinita misericordia, que nadie en este mundo conoce ni puede conocer, ni siquiera en el Cielo. Por consiguiente, no juzguemos, y menos condenemos en nuestro corazón, las obras del prójimo, por muy malas que sean o nos parezcan en orden a la salvación, pues con toda seguridad en el Cielo nos llevaremos sorpresas agradables y desagradables, porque los juicios de Dios no son como los de los hombres.