sábado, 31 de julio de 2021

Domingo décimo octavo. Tiempo ordinario. Ciclo B

Después de la primera multiplicación de los panes y los peces, la gente buscaba “los milagros de Jesús” más que al “Jesús de los milagros”; y le seguía para  proclamarle rey, pensando que Jesús era el Mesías, el profeta que había de venir al mundo (Jn 6,14). Entonces Él, huyendo de la quema, como se dice vulgarmente, se retiró al monte a orar, obligando a sus discípulos a embarcar rumbo a Betsaida, cerca de Cafarnaúm.  Entonces tuvo lugar el acontecimiento de la  tempestad marítima” (Mt 14,22-33).

         Más tarde todos los discípulos con Jesús hicieron la travesía del lago y desembarcaron en la parte occidental en tierra de Genesaret. Al reconocerle los habitantes de aquel lugar, propagaron la noticia por toda aquella comarca y le trajeron muchos enfermos. Y estando en su presencia le suplicaban que les dejara tocar tan sólo la orla de su manto; y aquellos que lograron tocarle quedaron sanos (Mt 14,34-36).

     Al día siguiente,  al enterarse la gente de que andaba por allí Jesús, en sus barcas se dirigió al sitio donde Él había realizado el milagro, porque era el lugar donde todo el mundo sabía que solía reunirse frecuentemente con sus discípulos (Jn 6,22-24). Y comprobando que allí no estaba, todos se dirigieron a la sinagoga, donde se encontraba predicando. Alguno del pueblo, rompiendo el respeto humano del qué dirán, se acercó a Él y le dijo:

- “Maestro, ¿cuándo has venido?

Jesús les contestó:

- “No me buscáis porque hayáis percibido señales, sino porque habéis comido pan hasta saciaros” (Jn 6, 26).

    La razón de aquella multitud  en la búsqueda de Jesús no era la fe en el Mesías, sino el interés humano del pan con el que habían sido saciados milagrosamente el día anterior. Después, aprovechando esta ocasión del alimento del pan, pronunció el discurso sobre la promesa eucarística: “No trabajéis por el alimento que se acaba, sino por el alimento que dura dando una vida sin término” (Jn 6,27).

     Los oyentes, pensando que les anunciaba un manjar extraordinario, pidieron a Jesús ese alimento que les prometía:

- “Señor, danos siempre pan de ése” (Jn 6,34).

    Jesús les respondió:

- “Yo soy el pan de la vida. El que se acerca a mí no pasará hambre y el que tiene fe en mí no tendrá nunca sed” (Jn 6,35).

    La fe en Jesús, enviado por el Padre, les dijo, era necesaria para comprender el misterio que les anunciaba, que tenía relación con la vida eterna y la resurrección en el último día (Jn 6,35-40).

     Los judíos quedaron perplejos ante estas palabras tan extrañas, que sólo entendieron en sentido figurado. Y, desconcertados, “protestaban contra él porque había dicho que él era el pan del cielo, y comentaban:

- Pero ¿no es éste Jesús, el hijo de José? Si nosotros conocemos a su padre y a su madre, ¿cómo dice ahora que ha bajado del cielo”? (Jn 6,41-42).

    Jesús, como respuesta a esta pública murmuración, volvió a insistir en la misma idea, repitiendo una y otra vez que Él era el pan bajado del Cielo, su propia carne, vida del mundo.

     Los oyentes interpretaron estas palabras en sentido místico, porque no podían comprender cómo tenían que comer carne humana, como si fueran antropófagos salvajes. Y, totalmente desconcertados, murmuraban entre sí diciendo:

- “¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?” (Jn 6,52)    

    Entonces Jesús les dijo:

- “Pues sí, os aseguro que si no coméis la carne y no bebéis la sangre de este Hombre, no tendréis vida en vosotros. Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré el último día, porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. Quien come mi carne y bebe mi sangre sigue conmigo y yo con él” (Jn 6,53-56).

    Las palabras no pudieron ser más claras y tajantes: Jesús era el pan de vida eterna, bajado del Cielo, distinto y mejor que el maná con que el Padre alimentó a su Pueblo en el desierto. El pan en concreto será su cuerpo, verdadera comida,  y su sangre, verdadera bebida.

    Ante semejantes reiteraciones de la misma idea "muchos discípulos dijeron al oírlo:

- Este modo de hablar es intolerable, ¿quién puede admitir eso?" (Jn 6,60).

     Y, como efecto del discurso de la promesa eucarística, "desde entonces muchos discípulos se volvieron atrás y no volvieron más con él" (Jn 6,66).

    Entonces, observando Jesús que muchos de sus oyentes salieron indignados de la Sinagoga, con el corazón partido de dolor y los ojos arrasados en lágrimas, preguntó a los doce: 

- "¿También vosotros queréis marcharos?

    Simón Pedro le contestó:

- Señor, y ¿a quién vamos a acudir? En tus palabras hay vida eterna, y nosotros ya creemos y sabemos que tú eres el Consagrado por Dios" (Jn 6,68).

     Según el dogma de la Iglesia católica, definido por el Concilio de Trento, Jesús está presente en la Eucaristía, real, no metafóricamente, verdaderamente, no en figura, y sustancialmente como una realidad transcendente. Por medio de la consagración del pan y del vino que el sacerdote hace en la santa misa, el pan y el vino se convierten en el Cuerpo, sangre, alma y divinidad, bajo las especies de pan y vino. Y el Cuerpo de Jesucristo es verdadera comida y la sangre verdadera bebida. ¿Cómo? Nadie lo entiende ni lo puede explicar, pero es una realidad suprema, verdadera, auténtica que trasciende el comer y beber humano, y solamente podremos ver en el Cielo.

 

 

sábado, 24 de julio de 2021

Solemnidad de Santiago Apostol. Ciclo B

Santiago el Mayor, así llamado para distinguirlo de Santiago el Menor, y su hermano Juan evangelista, eran hijos de Zebedeo y Salomé, naturales de Betsaida y de oficio pescadores (Mt 4,21;Jn 21,1-2). Sus padres tenían una posición económicamente desahogada, pues poseían, por lo menos, una barca y jornaleros a su servicio que pescaban con red barredera, y no con redes de mallas arrojadas al mar a merced de la suerte, como hacían los humildes pescadores de Galilea (Mc 1,20; Mt 4,21).

Su madre fue una de aquellas piadosas mujeres que siguieron fielmente a Jesús y le asistieron con sus bienes, incluso en los momentos cruciales de su crucifixión y muerte (Mt 27,55-56; Mc 15,40;Lc 8,3).

Por su carácter impetuoso, ambos recibieron de Jesús el apelativo de Boanerges o hijos del trueno (Mc 3,17), pues pidieron al Señor que bajara fuego del Cielo (Lc 9,54) para quienes no comprendían a su Maestro. Parece que este apelativo se debe a la anécdota evangélica que voy a contar.

Cuando llegó la hora de partir Jesús de este mundo al Padre, decidió ir a Jerusalén.  Y para cumplir su propósito envió a unos emisarios suyos a que fueran delante de él a buscarle posada en una de las aldeas de samaritanos, que había en el camino. Pero sus habitantes no quisieron alojarlo, por la extraña y simplona razón de que tenía intención de ir a Jerusalén. Enterados sus discípulos Santiago y Juan del caso, se enfadaron mucho, y, enfurecidos, acudieron al Señor a decirle: “Si quieres, decimos que caiga un rayo y acabe con ellos” (Lc 9,54).

Se me ocurre pensar que estas duras palabras salieron de los labios de Santiago y no de Juan, que tenía un temperamento pacífico y controlado. Sucede generalmente en grupos de amigos, compañeros y extraños, que se reúnen por intereses comunes, que uno asume la representación de todos, aunque nadie se la encomiende.

Santiago se pasó, pues el hecho de que aquella aldea no quisiera alojar a Jesús en la posada, no sabemos por qué, no era tan grave como para pedir a Dios que la castigara mandando del Cielo un rayo que la fulminara. Es admirable el comportamiento de Jesús que reprende cariñosamente el defecto de sus discípulos, justificando, tal vez, la libertad del posadero para hospedar en su casa a quienes quiera.

Esta actitud tan virtuosa nos enseña a dejar la justicia en manos de Dios, y no desear males a nadie. Los hombres juzgamos las apariencias externas de las acciones, sin conocer la intención secreta de los corazones, que es una exclusiva reservada a Dios.

Los dos hermanos, hijos de Zebedeo, discípulos predilectos de Jesús, juntamente con su amigo Pedro, aparecen en el Evangelio en los siguientes pasajes:

- en la llamada  oficial de Jesús en el Lago de Tiberíades (Mt 4,21-22);

- en la lista de los Apóstoles (Mt 10,2-4;Mc 3,16-19;Lc 6,14-16;Hech 1,13;

- en la resurrección de la hija de Jairo (Mc 5,37);

- en la transfiguración en el monte Tabor (Mt 17,1-13);

- en el discurso escatológico sobre la destrucción de Jerusalén y fin del mundo (Mc 13,1-4);

- con su madre Salomé, cuando pedía a Jesús un puesto de privilegio, uno a la derecha y otro a la izquierda en su reino para sus dos hijos (Mt 20,20-23);

- en la agonía del huerto de Getsemaní (Mc 14,33);

Formaba, junto con su hermano Juan, y con Pedro, el grupo de los tres discípulos preferidos (Mt 17,1;26,37;Mc 5,37;13,3).

El apóstol Santiago el Mayor, Patrono de España, a quien se le tiene mucha devoción en todo el mundo, principalmente en Europa, no tuvo diálogos personales con Jesús. Aparece en el Evangelio como personaje de referencia, como se puede comprobar en los textos antes citados. Por eso, de este insigne apóstol solamente reseñaremos una síntesis biográfica, que es realmente escasa.

De su hermano Juan explicaremos, en documento aparte, el único diálogo que mantuvo con Jesús en la última Cena.

Tenemos pocos datos en el Evangelio para hacer una radiografía psicológica de la personalidad de este apóstol. A pesar de ser uno de los discípulos preferidos, aparece en el Evangelio como personaje extra en relación con los diálogos de Jesús.

Santiago era un joven inteligente, de carácter espontáneo, que decía las palabras sin pasarlas antes reposadamente por el control de la razón. Podía más en él la fuerza del corazón que la atinada prudencia del razonamiento. Temperamentalmente inquieto y nervioso, no podía estarse quieto ni un momento. Compañero servicial como el primero, estaba al quite de todo cuanto sucedía, y dispuesto a echar una mano allí donde se precisaba cualquier servicio. Por su genio activo y abierto era emprendedor y eminentemente misionero, destacando en él las virtudes de la sinceridad y la justicia.

Tal vez pudo ser un hombre de genio vivo, defensor de la ley y de los derechos de Dios, y simpatizante del partido de los Celotes, que fanáticamente esperaban la inminente venida del Mesías, y luchaban contra las esclavitudes que padecía entonces el pueblo de Israel, por culpa del abusivo Imperio Romano.

Su madre, que tenía amistad especial con Jesús, le pidió la ambiciosa gracia de que sus dos hijos estuvieran sentados a la derecha y a su izquierda en su Reino, ingenua petición que equivalía humanamente casi a pedir al Señor que sus dos hijos fueran vicepresidente primero y vicepresidente segundo del Gobierno del Reino iba a fundar.(Mt 20,20-28;Mc 10,35-45). ¡Qué enseñanza nos ofrece este pasaje del Evangelio, que denota la ambición humana del hombre y la envidia entre iguales!

Debemos dar la vida por Cristo y esperar de Él su infinita misericordia, sin desear tener en el Cielo los mejores puestos, sino aquél que nos corresponda, según los secretos designios de Dios Padre.

La tradición extrabíblica de su venida a España y la aparición de la Virgen del Pilar en carne mortal en Zaragoza es una devoción española, muy arraigada en nuestro Pueblo, que no se puede demostrar ni negar históricamente con argumentos apodícticos. 

         Sufrió el martirio bajo Herodes Agripa I (Hech 12,2) en el año 44.

 

 

 

 

sábado, 17 de julio de 2021

Décimo sexto domingo. Tiempo Ordinario. Ciclo B

            En la segunda lectura de la liturgia de la Palabra de hoy, domingo décimo sexto del tiempo ordinario, el Apóstol San Pablo escribiendo a los Efesios nos dice que Cristo es nuestra paz. ¿Qué quiere decir esta frase? ¿En qué sentido Cristo es nuestra paz? Es solamente la paz de los cristianos, de los que tenemos fe, de los que vivimos los compromisos del bautismo consecuentemente. Para responder a estas preguntas conviene recordar, aunque no sea nada más que a grandes rasgos, las creencias del pueblo judío.

            Desde hacía siglos el pueblo de Israel creía que Dios había revelado a los patriarcas y profetas la venida de un Mesías que los iba a salvar de las distintas esclavitudes que padeció por culpa de los pueblos extraños, que lo tenían esclavizado constantemente con guerras y tremendas injusticias en su propio país y en otros países. Así aparece en la Biblia, historia de Israel. Pensemos, por ejemplo, en la esclavitud inhumana que padeció en Egipto, de la que fue liberado prodigiosamente por Moisés de la tiranía de los faraones: la salida de Egipto, el paso por el mar rojo, la travesía del desierto, la alianza de Dios con su pueblo en el monte Sinaí con la entrega de las tablas de la Ley o decálogo y, por fin, la toma de posesión de Palestina, tierra fecunda en frutos, en la que abundaría leche y miel, expresión que significaba la riqueza en que viviría el pueblo de Israel  En el Antiguo Testamento se profetizaba un Mesías, profeta religioso, sociopolítico y rey que establecería un reino de paz y justicia.

En tiempos inmediatos a la venida de Jesús, los judíos crecieron en la firme creencia de que el Mesías vendría a redimir a su pueblo de la esclavitud humana, sociológica y política que padecía bajo la tiranía de Roma. Las agobiantes y opresoras circunstancias en que vivía el pueblo judío hacían concebir esta idea de redención puramente humana.

Sin embargo, la redención anunciada en el Antiguo Testamento globalmente era universal y total, radicada principalmente en la liberación del pecado y de todos los males de este mundo, por medio del Mesías, concebido y profetizado por Isaías “despreciable y desecho de los hombres, varón de dolores, soportaba nuestros dolores, azotado, herido de Dios y humillado. Yahveh descargó sobre él  la culpa de los hombres. Se puso su sepultura entre los malvados, como indefenso se entregó a la muerte" (Isaías c. 53).

Estas profecías sobre el pueblo de Dios fueron interpretadas por los rabinos o maestros de la ley, que entonces había muchos y de distintas escuelas, en muchos sentidos y con apreciaciones religiosas y sociopolíticas en distintas épocas. San Pablo en la carta a los Efesios nos dice que “a él le fue revelado el misterio que no había sido manifestado a los hombres en otros tiempos, como ha sido revelado ahora a sus santos apóstoles y profetas “que también los gentiles son coherederos, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la Promesa en Jesucristo, por el Evangelio” (Ef 3,6). Pero nunca el misterio de la salvación universal fue conocido con la precisión teológica de hoy, después de la evolución del dogma y del conocimiento de la fe de veinte siglos.

        Los judíos estaban convencidos de que Israel era el único pueblo de la Tierra amado y bendecido por Dios, al que había prometido la venida del Mesías, redentor o liberador de la esclavitud de su pueblo. Los demás pueblos eran gentiles, es decir, extraños a la promesa divina y enemigos de Israel. Por consiguiente había dos pueblos: el pueblo judío y pueblo gentil, separados por un muro: el odio. Jesús fue la paz que por su sangre y la cruz ha hecho de los dos  un solo pueblo, que es la Iglesia universal, a la que pertenecen todos los hombres, de una o de otra manera, y todos los pueblos de la Tierra.

         Esta enseñanza del Apóstol San Pablo nos tiene que hacer reflexionar que Cristo es la paz para todos los pueblos y todos los hombres, de una o de otra manera:

- para los cristianos practicantes que cumplimos los mandamientos y vivimos más o menos la fe de la Iglesia con nuestros compromisos personales, familiares y sociales, vividos de muchas formas diferentes;

- para los cristianos pecadores que viven atrapados por los vicios, esclavos del pecado en sus múltiples formas;

- para los cristianos alejados de la Iglesia que no son consecuentes con su fe y, sin negar a Dios, viven materializados y contemporizando con el mundo en ideas, modas y costumbres;

- para los creyentes pertenecientes a distintas iglesias, no cristianas, que inculpablemente por muchas razones históricas y culturales no conocen a Cristo;

- para los no creyentes, agnósticos y ateos para quienes Dios no existe o viven como si no existiera, de espaldas a la ley moral católica, zarandeados por las pasiones y obsesionados por el triple poder de la autoridad, del dinero y de la sexualidad;

- para los que no conocen a Dios o lo confunden con ídolos, que viven  a expensas de las injusticias humanas, familiares y sociales, víctimas del poder, y engañados por sus propias convicciones y a capricho de sus instintos bajos y pasiones.

            Para un cristiano, consecuente con su fe, Cristo debe ser la paz para todos los hombres, de cualquier país, color, religión, cultura e ideología, que pertenecen a un solo pueblo, de diversas maneras, que sólo pueden ser evaluadas por la sabiduría increada de Dios, Padre de todos los hombres, infinitamente misericordioso.

          Trabajemos con todas las fuerzas de nuestra alma en la oración y en la acción para que la Iglesia se extienda por todo el mundo, conforme al mandato de Jesús: “Id y haced discípulos de todas las naciones, bautizadlos para cosagrárselos al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo, y enseñadles a guardar todo los que os he mandado; mirad que yo estoy con vosotros cada día, hasta el fin del mundo” (Mt 28,19-20). Pero tengamos la comprensión humana y cristiana para con todos los hombres, que son hijos de Dios, como nosotros, a quienes ama como a nosotros, y a quienes también ha redimido Jesucristo con su sangre divina, como a nosotros, que pertenecen a la Iglesia, único pueblo de Dios, como nosotros, aunque de manera distinta, sacramento universal de salvación, como nos enseña el Concilio Vaticano II.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

sábado, 10 de julio de 2021

Décimo quinto domingo. Tiempo ordinario. Ciclo B

 

El salmo responsorial con que hemos acogido y aclamado la Palabra de Dios nos va a servir para pronunciar la homilía de hoy:”Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación”.

            El hombre, considerado en sí mismo, es un misterio: un ser perfecto e imperfecto, al mismo tiempo, creado por Dios e hijo de Dios.  Por una parte, es la obra más perfecta de la creación, microcosmos, pequeño mundo, porque es una síntesis de toda la creación. Tiene algo del reino mineral la materia;  del reino vegetal,  vida desarrollo y muerte; del reino animal, los sentidos; del reino angélico el espíritu; y de Dios una participación analógica y real de su misma naturaleza divina. Pero, por otra parte, el hombre está plagado de defectos en su manera de ser y obrar: en su entendimiento, que ha inventado lo que los sabios de otros tiempos ni siquiera se podían imaginar, y tiene capacidad para descubrir Dios sabe qué, existe la equivocación y la maldad de discurrir el modo satánico de hacer el mal; en su voluntad, con la que es capaz de amar y dar la vida por causas nobles, existe la malicia de hacer daño, el odio, la venganza; y en su cuerpo, maravilla que no puede ser entendida totalmente por los hombres ni reproducida, hay enfermedad, desajustes orgánicos,  dolor y muerte. El hombre, en definitiva, es el rey de la creación y el esclavo de sus pasiones y de las cosas. ¿Cómo se explica que el hombre, sea tan perfecto e imperfecto, siendo creado por Dios e hijo suyo? ¡Misterio! La fe católica nos dice que todo ocurre para bien de los hombres, que los males materiales y físicos de este mundo son males relativos, y no absolutos, y medios para un fin último, superior y eterno que es Dios, visto y gozado eternamente en el Cielo.

             Además de ser el hombre “un dios con minúscula” con defectos en su ser, en su obrar es pecador. Basta para comprobar esta realidad, echar una mirada a nuestro alrededor para observar cuánta maldad, cuánta injusticia, cuántos odios, venganzas, crímenes, robos, guerras y maldades de todo tipo hay en este mundo.   La moral católica está por los suelos. Hoy nada o casi nada es pecado, porque hay tanto libertinaje y tanta permisividad en la Sociedad que muchos actos prohibidos por la ley de Dios se pueden hacer, sin que sean pecados para el mundo. Está permitido el aborto,  el adulterio, la convivencia en pareja, la homosexualidad pecaminosa, la blasfemia,  el desnudismo, la inmoralidad, el desenfreno de la juventud, la falta de respeto de los niños a los mayores, la indisciplina y desobediencia... Sólo es pecado lo que es delito, aquello que atenta contra la justicia, lo que lesiona los derechos humanos. Los mandamientos de la ley de Dios, explicación de la ley moral natural, se reducen solamente al quinto y al séptimo: no matar y no robar.

            Y en cuanto a los cristianos, ya no existen prácticamente los mandamientos de la Santa Madre Iglesia. Muchos no oyen misa los domingos y días de precepto, porque dicen que no es  obligación grave y no es pecado grave. Se puede oír misa cualquier día de la semana o cuando  apetece. La confesión es un sacramento no necesario para comulgar. La gente comulga y no se confiesa, porque como decía hace muchos años el Papa Pablo VI se ha perdido la conciencia de pecado. ¿Quiénes son los que ayudan a la Iglesia en sus necesidades? Muy pocos. Los cristianos no se responsabilizan de esta obligación. Se limitan a echar unas monedas en las colectas, como quien socorre a una Madre y no como quien la debe ayudar. ¿Quiénes guardan la ley del ayuno y de la abstinencia, como manda la Santa Madre Iglesia?

             ¡Cuántos pecados cometemos también los que nos llamamos cristianos practicantes, los que fundamentalmente cumplimos la ley de Dios y de la Iglesia!

Somos egoístas, buscamos nuestro interés personal o el de nuestras familias, sin contemplar el bien de los demás. No socorremos a los pobres, y declinamos esta obligación a la administración y a la política. Mentimos y engañamos a nuestros familiares y amigos por cualquier motivo, en provecho nuestro. Somos soberbios, iracundos, rencorosos,  sexuales.

 Ante esta triste perspectiva de realidad social descristianizada ¿qué pensar, qué decir?

El hombre es pecador porque el pecado original dejó en su naturaleza la concupiscencia que le inclina al pecado; y él, llevado de su libertad, es capaz de hacer el mal que quiere. Pero ¿qué mal quiere? ¿Quién quiere pecar? ¿Quién ofende a Dios?

            Me resulta difícil responder a estas tres preguntas:

             ¿Qué mal quiere?

             El hombre busca siempre el bien personal por instinto, pues nadie puede querer el mal para sí mismo, y en la búsqueda de su propio bien, el mal que hace muchas veces, aunque moralmente sea un mal objetivo en la estimación social, en la apreciación de la ética y en la moral de la fe, puede ser para su conciencia un bien psicológico, subjetivo, humano. En definitiva, como “nadie tira piedras a su tejado”, el hombre cuando hace el mal a otros, aunque sea por el motivo que sea, por odio o envidia, por ejemplo,  pretende muchas veces un bien psicológico. ¿Quiere el mal para otros? Ciertamente hay hombres malos en el mundo, pero sólo Dios, que juzga con verdad y justicia el corazón del hombre, sabe quiénes son malos, cuánto y cómo.

             ¿Quién quiere pecar?

             El pecado es la transgresión de la ley de Dios libre y voluntariamente o una desobediencia voluntaria a la ley de Dios, de manera consciente y libre. Hay muchos hombres que cometen actos contrarios a la ley de Dios, sin plantearse el problema de que sean pecados. ¿Pecan? Solamente Dios lo sabe. Otros, que también los hay, pecan a sabiendas con intención de ofender a Dios por odio ¿Qué pecado cometen?  En teoría y bajo un criterio moral humano, parece que pecan sí. Pero a los ojos de Dios, no sabemos, porque puede suceder que el hombre obre así por alguna anomalía psíquica importante, que le impida realizar actos humanos, de manera consciente y libre. Y entonces ¿qué pecado puede cometer el desequilibrado? Solamente la omnipotente sabiduría de Dios, que es Padre, infinitamente misericordioso, puede juzgar y castigar la malicia del hijo. Me pregunto: ¿Quién es el hombre, en sus cabales, que quiere pecar? No lo sé. Hay tantas taras en el ser humano, tantas circunstancias atenuantes o excusantes en su obrar, que me atrevo a decir que hay pocos hombres que pecan responsablemente.

             ¿Quién ofende a Dios?

             ¿EL pobre hombre, hecho de barro, herido por el pecado, que actúa con una naturaleza viciada y desajustada, atizado por la concupiscencia,  y presionado por  circunstancias diversas que le oprimen y le descontrolan, ofende a Dios realmente? Supongo que sí, pero no sé cuánto ni cómo. ¿Se siente Dios ofendido con todos los actos de los hombres, llamados pecados? Supongo que sí, pero no sé cuándo, pues es muy difícil, imposible, evaluar la malicia de cada hombre, pecador, y condenarlo, sin conocer con profundidad su ser y sus circunstancias en el obrar. ¿Quién ofende a Dios? Es un misterio, una exclusiva de la misericordia de Dios, que es infinita, que juzga el corazón de cada hombre, y no sus actos, como Padre de cada hijo y con corazón de madre.

            Pidamos al Señor que nos muestre su misericordia, que es mayor que la malicia de todos los hombres juntos,  sabiendo que es nuestro Padre que nos ha creado para el Cielo y redimido con la sangre divina de su Hijo, nuestro Señor Jesucristo. Trabajemos por erradicar de nuestro corazón el pecado, luchando con todas nuestras fuerzas por ser cada día mejores; y pidamos al Padre de las misericordias la petición que todos hemos hecho antes en el salmo responsorial, como respuesta a la primera lectura de la liturgia de la Palabra de Dios: “Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación”.

 

 

 

 

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sábado, 3 de julio de 2021

Decimo cuarto domingo. Tiempo ordinario. Cico B

En el salmo responsorial de este domingo el pueblo ha aclamado a la Palabra de Dios diciendo: Misericordia, Señor, misericordia, súplica  que  me va a servir de tema para  la homilía.

Misericordia

La misericordia  proviene etimológicamente de dos palabras latinas: miserum cor, corazón misericordioso.  Esta palabra  tiene dos acepciones distintas: virtud  y atributo divino. Como virtud es una inclinación a comprender las miserias humanas, compadecerse de ellas y tratar de corregirlas en lo posible; y como atributo divino es una parte de la Bondad infinita de Dios que perdona los pecados arrepentidos de los hombres y se compadece de sus miserias. Voy  a tratar brevemente  el atributo divino de la misericordia divina sobre todos los males que hay en el mundo y pecados que cometen los hombres.

Males en el mundo

Es una realidad histórica y evidente que en el mundo han existido siempre, existen y existirán  pecados y males de todo tipo hasta el fin del mundo, como consecuencia del misterio del pecado original, según enseña la Iglesia Católica. Enumero los principales males sociales:

El ateismo

Observamos que muchos hombres  no creen teóricamente en  Dios o viven en un ateísmo práctico, como si no existiera, sin preocuparse ni ocuparse del problema trascendental de la salvación eterna; y luchan por vivir lo mejor posible tranquilamente como si nada hubiera después de la muerte.

Incumplimiento de los mandamientos de la Ley de Dios

Es un hecho que no necesita argumentación que solamente los cristianos comprometidos cumplen o tratan de cumplir los mandamientos con fallos humanos comprensibles, y que  los cristianos bautizados en su mayoría, no practicantes, cumplen los mandamientos de la Ley de Dios y de la Santa Madre Iglesia arbitrariamente o con ocasiones sociales. Los no creyentes cumplen los mandamientos humanos de honrar padre y madre, no matar, no robar, según estén legalizados, porque los demás mandamientos son obligaciones para los creyentes.

La política

Desgraciadamente hoy los gobiernos de todo el mundo politizan la ley moral y religiosa,  y la legislan según  se acuerde en el Parlamento democrático  por mayoría absoluta o  a capricho de los gobernantes monárquicos o dictadores de turno. Valgan algunos ejemplos: el aborto, la eutanasia, el matrimonio homosexual, divorcio exprés, pareja heterosexual y homosexual,  la  libertad absoluta en la moral personal, familiar y social que no quebrante el derecho civil establecido.

Varios males

Existen en el mundo por muchas causas  variados males, como por ejemplo:

- atentados, robos, secuestros, persecuciones, violaciones, injusticias, prostitución, odios,  venganzas, celos, rencillas, rencores, suicidios, crímenes, guerras personales, familiares, sociales, populares, nacionales, internacionales y mundiales por egoísmo, dinero, poder, ambición,  nacionalismos o pasiones;

- persecución a la Iglesia católica abierta o solapadamente; y otros que no es necesario enumerar porque son conocidos por todos.

Soluciones

¿Qué podemos hacer ante tantos males?

En primer lugar,  pensar que no todos los males que hacen los hombres son pecados en la presencia de Dios, sino males personales, familiares y sociales o pecados materiales, no formales. Porque existen en general muchas causas excusantes para que estos males no sean pecados en la presencia de Dios: incapacidad intelectual, psicológica, psíquica, ignorancia, equivocación que impiden que sean ofensas  a Dios, aunque sean pecados en la ciencia humana de la Moral Católica, en la estimación social, y punibles en la legislación penal; y en particular  pensar que los pecados de las personas cabales son personalmente únicos por la diversa capacidad intelectual de cada persona en conocer la Verdad, su cultura humana, moral y condicionantes: pasión tentación, ofuscación, desequilibrio mental y psicológico y otras muchas patologías. Los juicios de Dios no son como los de los hombres, nos dice la Sagrada Escritura. Sucede  frecuentemente que los hombres se ofenden entre sí, llevando cada uno su razón subjetiva, y a Dios lo le ofende ninguno, porque delante de Él todos pueden llevar razón. A mí me parece que no es tan fácil, como muchos piensan, cometer un pecado mortal que merezca el infierno eterno, que existe, pero sólo Dios sabe quién lo merece.

Los políticos cristianos, creyentes y de buenas costumbres deben hacer lo que puedan: mucho, bastante, poco o algo, pero jamás podrán erradicar todos los males del mundo, que  en su totalidad no tienen solución.

Los cristianos comunes de a pie, no podemos hacer otra cosa que orar y hacer lo que buenamente podamos,  cumpliendo la Ley de la Iglesia en toda su plenitud, y buscando la gloria de Dios, que es un quehacer místico en bien de todo el mundo. 

Los hombres religiosos, no cristianos, deben procurar la paz mundial, viviendo su fe con miras a Dios y al bien común.

Y los hombres  de buena voluntad, prácticamente irreligiosos,  tienen que empeñarse en hacer el bien en su recta conciencia en la construcción de una Sociedad  universalmente fraterna de amor, paz y justicia.

Los cristianos de profunda fe, después de haber agotado todos los esfuerzos humanos, debemos hacer el bien en oración constante pidiendo  a Dios con sincero corazón  misericordia, Señor, misericordia. Y dejar luego todas las cosas en manos de Dios, Padre.