sábado, 10 de julio de 2021

Décimo quinto domingo. Tiempo ordinario. Ciclo B

 

El salmo responsorial con que hemos acogido y aclamado la Palabra de Dios nos va a servir para pronunciar la homilía de hoy:”Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación”.

            El hombre, considerado en sí mismo, es un misterio: un ser perfecto e imperfecto, al mismo tiempo, creado por Dios e hijo de Dios.  Por una parte, es la obra más perfecta de la creación, microcosmos, pequeño mundo, porque es una síntesis de toda la creación. Tiene algo del reino mineral la materia;  del reino vegetal,  vida desarrollo y muerte; del reino animal, los sentidos; del reino angélico el espíritu; y de Dios una participación analógica y real de su misma naturaleza divina. Pero, por otra parte, el hombre está plagado de defectos en su manera de ser y obrar: en su entendimiento, que ha inventado lo que los sabios de otros tiempos ni siquiera se podían imaginar, y tiene capacidad para descubrir Dios sabe qué, existe la equivocación y la maldad de discurrir el modo satánico de hacer el mal; en su voluntad, con la que es capaz de amar y dar la vida por causas nobles, existe la malicia de hacer daño, el odio, la venganza; y en su cuerpo, maravilla que no puede ser entendida totalmente por los hombres ni reproducida, hay enfermedad, desajustes orgánicos,  dolor y muerte. El hombre, en definitiva, es el rey de la creación y el esclavo de sus pasiones y de las cosas. ¿Cómo se explica que el hombre, sea tan perfecto e imperfecto, siendo creado por Dios e hijo suyo? ¡Misterio! La fe católica nos dice que todo ocurre para bien de los hombres, que los males materiales y físicos de este mundo son males relativos, y no absolutos, y medios para un fin último, superior y eterno que es Dios, visto y gozado eternamente en el Cielo.

             Además de ser el hombre “un dios con minúscula” con defectos en su ser, en su obrar es pecador. Basta para comprobar esta realidad, echar una mirada a nuestro alrededor para observar cuánta maldad, cuánta injusticia, cuántos odios, venganzas, crímenes, robos, guerras y maldades de todo tipo hay en este mundo.   La moral católica está por los suelos. Hoy nada o casi nada es pecado, porque hay tanto libertinaje y tanta permisividad en la Sociedad que muchos actos prohibidos por la ley de Dios se pueden hacer, sin que sean pecados para el mundo. Está permitido el aborto,  el adulterio, la convivencia en pareja, la homosexualidad pecaminosa, la blasfemia,  el desnudismo, la inmoralidad, el desenfreno de la juventud, la falta de respeto de los niños a los mayores, la indisciplina y desobediencia... Sólo es pecado lo que es delito, aquello que atenta contra la justicia, lo que lesiona los derechos humanos. Los mandamientos de la ley de Dios, explicación de la ley moral natural, se reducen solamente al quinto y al séptimo: no matar y no robar.

            Y en cuanto a los cristianos, ya no existen prácticamente los mandamientos de la Santa Madre Iglesia. Muchos no oyen misa los domingos y días de precepto, porque dicen que no es  obligación grave y no es pecado grave. Se puede oír misa cualquier día de la semana o cuando  apetece. La confesión es un sacramento no necesario para comulgar. La gente comulga y no se confiesa, porque como decía hace muchos años el Papa Pablo VI se ha perdido la conciencia de pecado. ¿Quiénes son los que ayudan a la Iglesia en sus necesidades? Muy pocos. Los cristianos no se responsabilizan de esta obligación. Se limitan a echar unas monedas en las colectas, como quien socorre a una Madre y no como quien la debe ayudar. ¿Quiénes guardan la ley del ayuno y de la abstinencia, como manda la Santa Madre Iglesia?

             ¡Cuántos pecados cometemos también los que nos llamamos cristianos practicantes, los que fundamentalmente cumplimos la ley de Dios y de la Iglesia!

Somos egoístas, buscamos nuestro interés personal o el de nuestras familias, sin contemplar el bien de los demás. No socorremos a los pobres, y declinamos esta obligación a la administración y a la política. Mentimos y engañamos a nuestros familiares y amigos por cualquier motivo, en provecho nuestro. Somos soberbios, iracundos, rencorosos,  sexuales.

 Ante esta triste perspectiva de realidad social descristianizada ¿qué pensar, qué decir?

El hombre es pecador porque el pecado original dejó en su naturaleza la concupiscencia que le inclina al pecado; y él, llevado de su libertad, es capaz de hacer el mal que quiere. Pero ¿qué mal quiere? ¿Quién quiere pecar? ¿Quién ofende a Dios?

            Me resulta difícil responder a estas tres preguntas:

             ¿Qué mal quiere?

             El hombre busca siempre el bien personal por instinto, pues nadie puede querer el mal para sí mismo, y en la búsqueda de su propio bien, el mal que hace muchas veces, aunque moralmente sea un mal objetivo en la estimación social, en la apreciación de la ética y en la moral de la fe, puede ser para su conciencia un bien psicológico, subjetivo, humano. En definitiva, como “nadie tira piedras a su tejado”, el hombre cuando hace el mal a otros, aunque sea por el motivo que sea, por odio o envidia, por ejemplo,  pretende muchas veces un bien psicológico. ¿Quiere el mal para otros? Ciertamente hay hombres malos en el mundo, pero sólo Dios, que juzga con verdad y justicia el corazón del hombre, sabe quiénes son malos, cuánto y cómo.

             ¿Quién quiere pecar?

             El pecado es la transgresión de la ley de Dios libre y voluntariamente o una desobediencia voluntaria a la ley de Dios, de manera consciente y libre. Hay muchos hombres que cometen actos contrarios a la ley de Dios, sin plantearse el problema de que sean pecados. ¿Pecan? Solamente Dios lo sabe. Otros, que también los hay, pecan a sabiendas con intención de ofender a Dios por odio ¿Qué pecado cometen?  En teoría y bajo un criterio moral humano, parece que pecan sí. Pero a los ojos de Dios, no sabemos, porque puede suceder que el hombre obre así por alguna anomalía psíquica importante, que le impida realizar actos humanos, de manera consciente y libre. Y entonces ¿qué pecado puede cometer el desequilibrado? Solamente la omnipotente sabiduría de Dios, que es Padre, infinitamente misericordioso, puede juzgar y castigar la malicia del hijo. Me pregunto: ¿Quién es el hombre, en sus cabales, que quiere pecar? No lo sé. Hay tantas taras en el ser humano, tantas circunstancias atenuantes o excusantes en su obrar, que me atrevo a decir que hay pocos hombres que pecan responsablemente.

             ¿Quién ofende a Dios?

             ¿EL pobre hombre, hecho de barro, herido por el pecado, que actúa con una naturaleza viciada y desajustada, atizado por la concupiscencia,  y presionado por  circunstancias diversas que le oprimen y le descontrolan, ofende a Dios realmente? Supongo que sí, pero no sé cuánto ni cómo. ¿Se siente Dios ofendido con todos los actos de los hombres, llamados pecados? Supongo que sí, pero no sé cuándo, pues es muy difícil, imposible, evaluar la malicia de cada hombre, pecador, y condenarlo, sin conocer con profundidad su ser y sus circunstancias en el obrar. ¿Quién ofende a Dios? Es un misterio, una exclusiva de la misericordia de Dios, que es infinita, que juzga el corazón de cada hombre, y no sus actos, como Padre de cada hijo y con corazón de madre.

            Pidamos al Señor que nos muestre su misericordia, que es mayor que la malicia de todos los hombres juntos,  sabiendo que es nuestro Padre que nos ha creado para el Cielo y redimido con la sangre divina de su Hijo, nuestro Señor Jesucristo. Trabajemos por erradicar de nuestro corazón el pecado, luchando con todas nuestras fuerzas por ser cada día mejores; y pidamos al Padre de las misericordias la petición que todos hemos hecho antes en el salmo responsorial, como respuesta a la primera lectura de la liturgia de la Palabra de Dios: “Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación”.

 

 

 

 

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