sábado, 28 de agosto de 2021

Domingo Vigésimo Segundo. Tiempo ordinario. Ciclo B

Teniendo en cuenta la liturgia de la Palabra de este domingo, podíamos resumir su contenido en esta frase: "La salvación se consigue practicando la Palabra de Dios, que consiste en cumplir los mandamientos, principalmente ejerciendo la caridad para con los pobres, y en vivir en este mundo sin pecado, es decir en estado de gracia,  no manchándose las manos con este mundo”, en expresión del apóstol Santiago

Vamos a explicar el sentido teológico de la fuerza salvadora de la Palabra de Dios, que literalmente el apóstol explica con estas palabras que aparecen en la segunda lectura de este domingo: “Aceptad dócilmente la Palabra que ha sido plantada y es capaz de salvaros. Llevadla a la práctica y no os limitéis a escucharla, engañándoos a vosotros mismos”.

La Palabra de Dios está contenida en dos fuentes de la Revelación: en la Sagrada Escritura y en la Tradición, donde están  las verdades reveladas por Dios, que son necesarias fundamentalmente para la salvación eterna. Pero estas verdades no pueden ser interpretadas arbitrariamente por los hombres, ni libremente por grupos religiosos o cristianos, por muy doctos y sabios que sean en teología, pues los teólogos no son en la Iglesia maestros de la fe. Deben ser interpretadas por el magisterio auténtico de la Iglesia, porque por voluntad de Jesucristo es el órgano oficial de interpretación de la Palabra de Dios revelada, bajo la inspiración del Espíritu Santo. El contenido sustancial  de la Revelación está explicado en el Catecismo de la Iglesia del Papa actual, Juan Pablo II, que debe ser  el objeto de la predicación y enseñanza de la fe católica.

Nos dice San Pablo (Rm 1,16-17) que "el Evangelio es la fuerza de salvación de Dios para todo el que cree. Porque en él se revela la justicia salvadora de Dios para los que creen, en virtud de su fe, como dice la Escritura: El justo vivirá por su fe”.

La fe en la Palabra de Dios es  condición indispensable para la salvación, pero no debe ser oída simplemente, como quien oye un discurso, sino escuchada, meditada y practicada. La eficacia de la Palabra de Dios depende de tres factores importantes:

- de la palabra de Dios en sí misma, que tiene fuerza para efectuar la salvación, como el trigo contiene virtualidad para convertirse en espiga, si se siembra oportunamente en tierra cultivada, como nos enseña la parábola del Sembrador.

- de quien la predica, pues es importante que el comunicador de la fe crea en la palabra de Dios y la viva, como importante es que el conductor del agua sea   cuanto más limpio mejor, pues es evidente  que si la tubería que conduce el agua es de barro, la fuerza de la corriente puede desprender y arrastrar las impurezas del medio. De la misma manera la palabra de Dios que es comunicada por un hombre santo tiene más probabilidad de eficacia que si se comunica por un pecador, que puede inmiscuir en la palabra que predica las impurezas de su pensamiento y  de su modo de vivir;

- y, por último y principalmente, de quien la escucha. Para quien tiene fe no hay palabra de Dios mal predicada, sino mal escuchada y mal aplicada. Tenemos el gran defecto de escuchar la Palabra de Dios, aplicándosela al vecino, porque estamos tan ciegos que vemos la mota en el ojo del vecino y no vemos la viga en el nuestro, como nos advierte el Evangelio.

Para llevar a cabo la atenta y fructuosa palabra de Dios, hemos de  practicar los mandamientos, que son nuestra sabiduría e inteligencia, como hemos escuchado antes en la primera lectura del libro del Deutoronomio, porque son los moldes que reciclan el hombre viejo de Adán, hijo del pecado, en el hombre nuevo de Cristo, hijo de la gracia. Los mandamientos no son normas de las que Dios se vale para servirse de los hombres en beneficio propio, sino gracias o medios para  que el hombre perfeccione su ser y consiga la salvación eterna.

Resumiendo el pensamiento con el que hemos iniciado la homilía: El cumplimiento de los mandamientos consiste en no mancharse las manos con este mundo, es decir en tener el alma limpia de pecado, en estado de gracia, unida a Dios, y en visitar huérfanos y viudas en sus tribulaciones, es decir, en ejercitar la caridad con todos los hombres, especialmente con los más pobres. Porque de dentro, del corazón del hombre, salen los malos propósitos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, injusticias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad.

 

sábado, 21 de agosto de 2021

Domingo Vigésimo Primero. Tiempo ordinario. Ciclo B

 

     Las propiedades esenciales del vínculo del matrimonio son Unidad e Indisolubilidad.

 La conciencia moral relativa a la unidad e indisolubilidad del matrimonio fueron preparadas por los profetas en el  Antiguo Testamento aunque no siempre fueron observadas por los patriarcas y reyes. Hasta la plenitud de los tiempos con la venida de Jesucristo, el antiguo Pueblo de Dios se conducía por los instintos desordenados de la carne, según la razón, que lentamente iba siendo iluminada por la revelación de la Palabra divina durante siglos respecto del destino del matrimonio, según los planes de Dios. Y como es lógico y comprensible los hombres cometían atropellos morales de todo género y desórdenes carnales en los matrimonios y parejas durante siglos, incluso después de la promulgación del Decálogo entregado por Dios a Moisés en el monte Sinaí. Por fin cuando Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado, vino al mundo para ser la Revelación de la Santísima Trinidad, en su vida pública completó la revelación anunciada en el antiguo Testamento y predicó la unidad e indisolubilidad en la unión matrimonial del hombre y la mujer, y estableció que “lo que Dios unió, que no lo separe el hombre” (Mt 19,6), cuando realmente el matrimonio es válido. Y declaró la unidad del matrimonio de un hombre con una mujer y su indisolubilidad.

San Pablo mandaba en nombre de Cristo que los maridos deben amar a sus mujeres, como Cristo amó a su Iglesia: “Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla” (Ef 5, 25-26), porque el matrimonio expresa el amor y la unión entre Cristo y la Iglesia. Por consiguiente, los esposos se deben ayudar mutuamente a santificarse en la vida conyugal, en la procreación y educación de los hijos,  fines principales del sacramento, y en la mutua fidelidad tanto en lo próspero como en lo adverso porque el sacramento del matrimonio es una Iglesia doméstica.

El fundamento del matrimonio es el amor verdadero auténtico, reciproco del uno al otro, porque el amor de uno sin correspondencia del otro es más dolor que gozo. En el matrimonio tiene que existir  una mutua correspondencia de amor en los esposos. Tiene que ser personal, amor a la persona, tal como es en sí misma con sus cualidades y defectos, y no como gustaría que fuera el otro. Supone aceptación y comprensión. El esposo tiene que aceptar y comprender que se casa con su esposa, una mujer, igual que el hombre, como persona, pero distinta en los caracteres femeninos, común a todas las mujeres, pero única en su especie con su propia personalidad física, psicológica y espiritual. Y de la misma manera la mujer  tiene que comprender que su esposo es un hombre, como todos los demás, pero único en particular.

Aunque es muy aconsejable que para la felicidad matrimonial, ambos tengan iguales o parecidos ideales, no es absolutamente necesario, pues el verdadero amor humano no tiene barreras, sobrepasa todos los ideales. Por eso es compatible  en el matrimonio que uno sea católico y otro no, tenga ideales distintos, políticos, religiosos y culturales, y que uno sea de una nación y el otro de otra, pues el amor comprende las distintas maneras de ser, pensar y obrar y todos los defectos accidentales. 

Podríamos comparar el amor en el matrimonio con el fundamento del edificio. Lo que es el fundamento al edificio es el amor al matrimonio: principio de unidad y consistencia. No es lo mismo construir un edificio de una sola planta  que requiere cimientos básicos que otro  de muchos pisos, que requiere profundidad de fundamento para garantizar la consistencia y unidad del edificio.

El matrimonio no es un estado de la felicidad, sino un medio para conseguirla, como tampoco el sacerdocio ni la vida consagrada son estados de felicidad en sí mismos, sino medios para conseguirla con vocación y sacrificios.

Se puede ser feliz en la soltería, en el matrimonio, en la viudez, en la vida consagrada, en el sacerdocio, si el estado se elige y se acepta en el fundamento del amor; y también desgraciado si se vive sin amor.

 Teniendo en cuenta estos principios de psicología experimental, el esposo y la esposa se deben amar aceptándose mutuamente con comprensión y amándose con total entrega, sacrificio y perdón. Los esposos deben comprenderse mutuamente, aceptarse como son, perdonarse en los fallos y demostrar el amor en las alegrías y en las penas, pues los gozos y sufrimientos  fortalecen el amor mutuo. Ninguno de ellos es el superior del otro ni de los hijos, sino los dos son servidores de la familia en el amor. 

sábado, 14 de agosto de 2021

Asunción de la Virgen María a los Cielos. Ciclo B

 

   La Asunción de María a los cielos es una consecuencia lógica de la Inmaculada Concepción de María, concebida sin pecado, Madre de Dios, Virgen, y Corredentora del género humano. Si Cristo, Dios sin pecado, y Redentor, vivió, padeció, murió y resucitó, María, Madre de Dios, Virgen y Corredentora murió y resucitó. Es un dogma definido por el Papa Pío XII el 1 de Noviembre de 1950 con estas palabras: “La augusta Madre de Dios, misteriosamente unida a Jesucristo desde toda la eternidad con un mismo decreto de predestinación, Inmaculada en su concepción, Virgen sin mancha en su divina maternidad, generosa socia del divino Redentor, que obtuvo un pleno triunfo sobre el pecado y sobre sus consecuencias, al fin como supremo coronamiento de sus privilegios fue preservada de la corrupción del sepulcro, y vencida la muerte, como antes por su Hijo, fue elevada en alma y cuerpo a la gloria del Cielo”.

    El Catecismo de la Iglesia católica de Juan Pablo II resume el dogma de la  Asunción con las siguientes palabras: “La Virgen Inmaculada, preservada libre de toda mancha de pecado original, terminado el curso de su vida en la tierra, fue llevada a la gloria del cielo y elevada al trono por el Señor como Reina del universo, para ser conformada más plenamente a su Hijo, Señor de los Señores y vencedor del pecado y de la muerte. La Asunción de la Santísima Virgen constituye una participación singular en la Resurrección de su Hijo y una anticipación de la resurrección de los demás cristianos” (Cat 966).

 

¿Murió la Virgen? 

    Históricamente no se puede demostrar la muerte de la Virgen María. El Papa en la definición dogmática intencionadamente rehusó pronunciarse en la fórmula dogmática sobre este tema.  

    ¿María Santísima fue Asunta a los Cielos después de morir o fue trasladada a los Cielos en cuerpo y alma, sin pasar por el trance de la muerte, por medio de una transformación misteriosa de un cuerpo mortal a un cuerpo glorioso? La Tradición cristiana de la Iglesia y la Liturgia afirman desde el siglo III que la Virgen María murió.  Algunos teólogos imaginan  que la causa de la muerte de María pudo ser la enfermedad, cosa que les parece a ellos que no está en contra del dogma. Pero parece más probable que por ser Inmaculada y Corredentora pudo morir con dolor o sin dolor; con dolor de igual manera que Jesús que no murió por enfermedad, sino a consecuencia del dolor extremado que le causó la muerte por asfixia. Si hubiera muerto sin dolor, la muerte de María puede concebirse como una muerte  repentina mediante el paso místico de la muerte a la Vida resucitada en cuerpo y alma. En este caso su cuerpo  murió por la separación del alma, y pocos segundos después  se unió  a su cuerpo incorrupto, resucitó y fue Asunta a los Cielos. Hay una diferencia esencial entre la Ascensión de Jesucristo y la Asunción de María. Jesús subió a los Cielos por su propia virtud porque era Dios, mientras que María tuvo que ser Asunta a los Cielos por un poder divino, que pudo ser  la  agilidad que tienen  los cuerpos gloriosos, por la que pueden moverse adonde quieran, trasladarse a sitios remotísimos y atravesar distancias fabulosas con la velocidad del pensamiento. 

    En resumen: Si Cristo para la Redención  vivió como Dios, la Virgen María vivió como Madre de Dios. Si como Redentor murió con dolor, María como Corredentora murió con dolor o sin dolor. Si  resucitó y ascendió a los Cielos en cuerpo glorioso, María resucitó y fue Asunta a los Cielos por el poder divino de la resurrección.

    Tampoco se conoce el lugar donde fue enterrado el cuerpo virginal de María, aunque Jerusalén y Éfeso se disputan el honor de ser escenario de este singular y privilegiado acontecimiento. 

 

sábado, 7 de agosto de 2021

Décimo noveno domingo. Tiempo ordinario. Ciclo B

 

Es un dogma de la fe católica, definido en el Concilio de Trento, que Jesucristo está realmente presente en la Eucaristía bajo las especies de pan y vino (SC 7) “En el Santísimo sacramento de la Eucaristía están contenidos verdadera, real y sustancialmente el Cuerpo y la Sangre juntamente con el alma y la divinidad de nuestro Señor Jesucristo, y, por consiguiente” Cristo entero (Trento DS 1651). Es una presencia tan singular que no se puede comparar con ninguna de las presencias que conoce la filosofía ni la teología, porque es una presencia que rebasa todo conocimiento del saber humano y teológico. Es, por tanto, una presencia real, verdadera, sustancial, no imaginaria, metafórica, sino sobrenatural y mística.

Cristo no está presente en la Eucaristía con una presencia humana  de entendimiento,  como cuando una persona se hace presente a otra con el pensamiento; ni con el amor como cuando uno  tiene metido en su corazón a la persona que ama; ni tampoco al estilo de la presencia virtual de imagen y sonido de la pantalla de televisión.

La presencia eucarística supera la presencia evangélica de Cristo  en los que se reúnen en su nombre; transciende la presencia teológica de Cristo en los que oran en privado o en comunidad, o realizan la caridad o misericordia con el prójimo; incluso está por encima de la presencia sacramental de Cristo en cada sacramento en el que está presente con su gracia,  pues en la Eucaristía Cristo está Él mismo como autor de la gracia. No es lo mismo la presencia del sol por medio de la participación de su luz y calor en la Tierra que la presencia del sol y sus propiedades dentro de la Tierra, si esto fuera posible. Todas estas maneras de estar Cristo son presencias de gracia, pero la presencia de Cristo es presencia de Persona resucitada y gloriosa con su cuerpo, alma y divinidad, sin que podamos ni siquiera imaginar el cómo, de la misma manera que tampoco entendemos cómo es la presencia del cuerpo glorioso de Jesús, de la Virgen María y de los santos que resucitaron con Cristo el día de su resurrección en el Cielo.

Cristo no está en el sagrario con los brazos cruzados, pasivo, extático, sino vivo, operante, dinámico,  realizando la salvación de los hombres por medio de la Iglesia y como objeto de adoración y culto, para que los fieles lo adoren; y además está para ser alimento de las almas dentro de la santa Misa o fuera de ella.

 En consecuencia, si Cristo está presente en la Eucaristía, el mismo que nació en Belén, predicó el Evangelio en Palestina, murió en la cruz y resucitó por nosotros  en Jerusalén, acudamos a Él para adorarle, darle culto, acompañarle, alimentar nuestra fe y la gracia y pedirle la salvación y la paz para el mundo.