A Pedro, el gran apóstol de los contrastes temperamentales, le resultó
difícil entender esta lección evangélica. Y, apasionado, como siempre, en un
arranque de corazonada instintiva preguntó al Maestro:
-Señor, y si mi
hermano me sigue ofendiendo, ¿cuántas veces lo tendré que perdonar? ¿Hasta
siete veces?
Suponía el
bueno de Pedro que había exagerado los límites de la generosidad en el perdón a
los enemigos, determinando el número de veces hasta siete. Y su sorpresa llegó
a su colmo, cuando oyó la respuesta de Jesús:
No siete veces, sino
setenta veces siete. Es decir siempre.
El Evangelio que Jesús
predicaba producía efectos sorprendentes en los que lo escuchaban con fe,
porque Él era consecuente con su Palabra: cumplía a la perfección lo que
enseñaba. Donde quizás aparece este ejemplo con un argumento contundente de
claridad meridiana fue en el momento de la cruz, en el que perdonó con amor
inconcebible a sus mismos enemigos que le habían crucificado:
“Padre, perdónalos porque
no saben lo que hacen” (Lc 23,34).
El amor a los enemigos no
es un consejo evangélico que propuso Jesús a una casta privilegiada de
cristianos, vocacionados para una santidad heroica; ni una invitación a la
máxima perfección del amor cristiano. Es un precepto del Señor, que ya existía
en el Antiguo Testamento (Lev 19,17 -18;Éx 23,4-5; Prov 25,21), entendido
humanamente con condicionamientos.
Jesucristo, que es la
plenitud de la Ley, nos lo explica en el Evangelio en la parábola del siervo
que debía millones a su rey (Mt 18,23-35). Y nos lo manda en muchos textos, de
los que seleccionamos tres importantes:
• “Amad
a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen, para que seáis hijos de
vuestro Padre celestial, que hace salir el sol sobre buenos y malos y hace
llover sobre justos e injustos. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué mérito
tendréis? ¿No hacen eso mismo los paganos?”. Y si saludáis
solamente a vuestros hermanos ¿qué hacéis de especial? (Mt 5,44-47;
Lc 6,27-35).
• “Porque
si vosotros perdonáis a los hombres sus ofensas, también os perdonará a
vosotros vuestro Padre celestial; pero si no perdonáis a los hombres sus
ofensas, tampoco vuestro Padre perdonará las vuestras” (Mt 6,14-15).
• “Perdonad
y seréis perdonados” (Lc 6,37).
Es condición indispensable
para ser verdaderamente hijos de Dios amar a nuestros enemigos y rezar por
ellos, si queremos distinguirnos de los paganos que suelen tratar a los demás
como ellos son tratados. Es, además, necesario perdonar a los que nos ofenden
para recibir el perdón de Dios, conforme pedimos en la oración dominical:
“Perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”.
Para cumplir el precepto
del amor al enemigo son necesarias dos condiciones esenciales: la oración y el
perdón de las ofensas.
Es evidente que la oración
por los enemigos no puede ser igual que la que se hace por
familiares y amigos; ni tampoco el perdón de las ofensas. Basta con que la
oración sea sobrenatural, de la manera que cristianamente sea posible, aunque
se sienta rechazo instintivo y revolución pasional en el interior. Como norma
general se podría cumplir esta costosa obligación rezando consecuentemente la
oración del Padre nuestro, en la que condicionamos el perdón de Dios al modo
como nosotros perdonamos a los que nos ofenden.
El perdón de las ofensas
consiste esencialmente en erradicar del corazón el odio y la venganza. Es decir
en no tomarse la justicia por mano propia. El odio es
irreconciliable con la Palabra de Dios: “El que odia a su hermano es un
homicida, y vosotros sabéis que ningún homicida tiene la vida eterna en sí
mismo” (1 Jn 3,15). “Si alguno dice que ama a Dios y odia a su hermano es un
mentiroso. El que no ama a su hermano, al que ve, no puede amar a Dios, al que
no ve. Éste es el mandamiento que hemos recibido de Él: que el que ame a Dios,
ame también a su hermano” (1 Jn 4,20-21).
El fundamento teológico del
amor al enemigo no puede ser más claro y sencillo: Todo hombre, de cualquier
color, raza, país, ideología, credo, es hijo de Dios, incluso mi enemigo, que
es también hermano mío. Por consiguiente, el enemigo es mi prójimo, objeto del
amor evangélico del mandamiento nuevo del Señor. Sin embargo, esto no quiere
decir que hay que amar al enemigo de la misma manera en sentimientos y obras
que al amigo, cosa que es un contrasentido humano y un precepto cristiano
imposible de cumplir. Y es natural, pues la ofensa levanta la piel del alma,
resquebraja el corazón, revoluciona las pasiones, provoca la ira y puede
suscitar el odio y la venganza.
Teniendo en cuenta estas
alteraciones sensibles en el cuerpo con repercusiones en el alma, conviene
saber que no se opone al precepto del amor al enemigo:
- Sentir instintivamente repulsión hacia él.
- Revolverse por dentro.
- Desearle algún correctivo temporal, que no sea un
mal espiritual en sí mismo, con el fin de que valore el daño que ha hecho, se arrepienta,
y deje de hacer más el mal socialmente.
- Exigir que se cumpla con él la justicia.
¿Cómo tiene que ser el amor
al enemigo?
Es suficiente que sea
sobrenaturalmente humano, expresado de manera educada, diplomática, virtuosa,
pues se supone que el enemigo quiere para ti el mal, aunque él lo considere
subjetivamente un bien y equivocadamente hasta un derecho.
Si tu enemigo te ha ofendido
gravemente, perdónalo con corazón cristiano, pero si antes fue tu amigo, salvo
raras excepciones, es preferible que no renueves la amistad que antes tuviste
con él, pues “quien hace un cesto hace ciento”. Regálale el trato que merece un
conocido o, como mínimo un extraño.
En las ofensas que existen
entre padres, hijos, hermanos y amigos de verdad, es difícil averiguar quién
tiene la razón, pues cada uno suele tener alguna parte de culpabilidad, a causa
del carácter o la pasión del amor propio, si bien algunas veces hay inocentes.
Difícilmente se concilia con el Evangelio que padres, hijos, hermanos,
familiares íntimos y amigos de verdad no se hablen. Sin embargo, pueden existir
razones para tratarse solamente en acontecimientos nucleares de familia y con
las debidas cautelas, como, por ejemplo, en bautizos, bodas, enfermedades,
entierros y otros actos sociales de importancia. El egoísmo ciega al hombre y
le hacer ver las cosas bajo la óptica de intereses personales, “llevando las
aguas a su molino”. ¿Quién llevará verdaderamente la razón a los ojos de Dios?
¿Quién será culpable o inocente? Sólo Dios Padre puede evaluar, desde su
infinita misericordia, los frecuentes casos de familiares íntimos y amigos que,
sin razones de peso, se niegan la palabra.
Escudriñando las ofensas
que recibimos con un buceo profundo de espiritualidad, se llega a la conclusión
de que las ofensas son gracias de Dios que nos ocasionan la oportunidad de
llegar a conocernos íntimamente, pues remueven en nuestro interior las pasiones
que esconden el veneno potencial de maldad que llevamos dentro; y hacen que se
nos caigan las escamas que cubren la presunta santidad que no tenemos. Gracias
a las adversidades de la vida, a las miserias humanas, al pecado, a las ofensas
y roces en la convivencia social vamos conociendo al ídolo falso de amor propio
a quien damos culto en el templo de nuestro corazón vanidoso.
El perdón total que tú
puedes regalar a tu mayor enemigo es un modo heroico de perdonar, al estilo de
Jesucristo.
No te preocupes porque
habiendo perdonado a tu enemigo, no puedes olvidar su ofensa. La frase popular
de “perdono pero no olvido” puede tener doble interpretación. “Si perdono pero
no olvido” significa para ti que tienes en cuenta lo que el enemigo te ha hecho
para cobrarte de una deuda que te debe, no perdonas, te vengas. En cambio, “si
perdono pero no olvido” quiere decir que no puedes borrar de tu memoria las
ofensas que te hacen, por causas humanas, pero no quieres hacer el mismo mal
que a ti se te ha hecho, perdonas aunque no olvides.
¿Cómo puedes negarte a
perdonar a tu hermano, habiendo sido tú perdonado muchas veces por Dios?
Comprende con el corazón
los pecados y miserias de los hombres, pensando que cada uno es distinto a los
demás y ama y perdona con distinta medida. Pide perdón a quien sabes que has
ofendido. Algunas veces el buen comportamiento con quien has ofendido vale
tanto o más que un rito de palabras.
Aunque no te sientas
formalmente culpable, si has ocasionado molestias, presenta con educación
disculpas y lamenta el daño que hayas producido, sin tú quererlo, reparando los
daños que has causado; y procura poner todos los medios que tienes a tu alcance
para evitar otros.
Si pides perdón a tu
enemigo y él te lo niega, quedas perdonado por Dios, pues Él es, en verdad,
quien juzga la malicia del corazón del hombre.
Puede ser que tú
conscientemente nunca hagas mal a nadie. Pero no puedes evitar que otros se
hagan daño contigo sin tu culpa. Es necesario revisar constantemente nuestros
actos para ver con ojos humildes la visión objetiva de las cosas, pues la
miopía del amor propio nos hace ver en otras ofensas que no nos hacen.
Convéncete de que muchos no te ofenden tanto como tú te sientes ofendido. La
ofensa no es como tú la recibes, ni tal vez como otros te la hacen, sino
realmente como es en la presencia de Dios que valora los actos morales en
verdadera justicia misericordiosa.
Reconoce humildemente que
todos somos unas veces ofensores y otros ofendidos. Mala señal es ver siempre
malicia en los hombres, pues hay mucha bondad oculta en los santos del
silencio; y gran ingenuidad es también ver que todo el mundo es bueno. El valor
moral de los actos buenos o malos de los hombres es una exclusiva de Dios
infinitamente misericordioso, únicamente.
En la convivencia familiar,
amistosa, laboral y social, tu manera de ser, aunque sea muy virtuosa en la
presencia de Dios, molestará siempre a algunos. No hay santo que guste a todos.
Tú no tienes que ser como el otro, ni el otro como tú. Cada uno debe ser
virtuosamente él mismo. En una comunidad de santos canonizables todos tienen
que sufrir unos con otros los defectos temperamentales, miserias y debilidades,
propias de la naturaleza humana. El modo personal con que cada miembro de una
Comunidad vive un mismo modelo de santidad carismática, en régimen interno
disciplinario, es para una ocasión de admiración y ejemplo; para otros
extrañeza, desedificación o escándalo; y para toda oportunidad para una
virtuosa y santificadora mortificación más o menos molesta.
El bien que tú haces puede
ser conceptuado por algunos como un mal, sin ninguna responsabilidad tuya; y el
mal que haces puede convertirse para otros en vehículo del bien, sin mérito
tuyo. Cada uno tiene un concepto diferente del bien y del mal, pues, aunque sea
católico, la moralidad objetiva de la Iglesia queda en definitiva subjetivada
en cada hombre. Te aconsejo que hagas la siguiente petición: Perdona, Señor, a
quien se hizo mal con mi bien, sin yo saberlo ni quererlo, y premia a quien
recibió bien por medio de mi mal.
No te hagas la víctima
pensando que son otros los culpables del mal que te sucede, porque no es así.
En las ofensas unas veces somos ofensores y otras ofendidos en porcentajes de
culpabilidad o inocencia que habría que demostrar. Provienen muchas veces de desequilibrios
psíquicos, celos, envidias, venganzas y otras causas fundadas en el egoísmo,
que es el monopolio del amor propio. Procura tú no hacer daño a nadie a
sabiendas y aprende a excusar con generoso corazón cristiano a quienes te
ofenden o molestan, buscando una caritativa justificación en la intención y en
la acción de los que te ofenden. Pero en los casos de quebrantamiento grave de
la justicia, defiende tus derechos para evitar el mal que repercute en el bien
común.
Perdona como tú quieres ser
perdonado, pues el perdón es amor multiplicado
por dos. No te pido que me disculpes, te ruego simplemente que me comprendas y
perdones, porque estoy necesitando el perdón de Dios y la reconciliación con la
Iglesia. Te agradezco sinceramente el perdón que me has regalado, pero tengo
contra ti la manera brusca de perdonarme, que me hace daño. Tu perdón me parece
más que un acto de caridad un ejercicio de la justicia. Te agradezco que me
hagas los cargos, moniciones, avisos y correcciones oportunas, pero si no lo
puedes hacer en un clima pacífico y tono de amor comprensivo y cariñosamente
exigente, perdóname en silencio.
No esperes a que se corrija
de sus defectos el que convive contigo, corrígete tú de los tuyos y evitarás
muchos disgustos. Como lo que se discute en familia o ambiente de amistad suele
ser intrascendente, es preferible muchas veces el silencio a la defensa de tu
verdad, pues dice un refrán castellano que “dos no riñen si uno se calla. Si
realmente te consideras inocente de la ofensa que te inculpan, por amor a la
paz es preferible pasar por culpable, siendo inocente, antes que defender
derechos tontos por justicia, engendrando guerra. El enfado que proviene del
egoísmo o de la cerrazón enturbia o corrompe el amor.
Cuando tu interlocutor con
quien discutes es incapaz de dialogar, porque tiene la cabeza cuadriculada y no
entra en razones, déjale con su “razón”, aunque no la tenga, pues tratar de
defender la verdad con quien no es capaz de dialogar, es una tontería y una
pérdida de tiempo.
A medida que vayas siendo
mejor, te parecerá que muchos hombres no son tan malos como a ti te parece. El
prójimo, aunque sea un gran pecador, en su ser ontológico es Cristo. El santo
no critica a nadie y a todos excusa, porque está convencido de que él podría
haber sido tan malo como el primero, si no hubiera contado, desde siempre, con
el diluvio de gracias que Dios le regaló, desde el primer instante de su ser.