¿Por qué te fijas en la mota
que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo”
Lc 6, 39-45
Para
predicar la homilía en este domingo VIII del tiempo ordinario, ciclo C, voy a
fijar mi atención en una frase del Evangelio de San Lucas, que es fundamento
para la vida cristiana: ¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu
hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo”.
Sin duda
alguna que el conocimiento propio es la asignatura más difícil de la
carrera de la santidad que se cursa en la Universidad de la vida, porque en la
esencia íntima de nuestro propio ser radica el egoísmo, que nos impide ver las
cosas con objetividad. Vemos en el prójimo defectos y pecados más
grandes que los que tenemos nosotros: la mota en el ojo del hermano
y no vemos la viga en el nuestro.
El amor
propio o egoísmo nos hace aminorar o justificar nuestros defectos y pecados,
aunque sean importantes y graves, y agrandar y condenar los defectos de
nuestros hermanos, aunque sean iguales que los nuestros y aún más pequeños. Se
parece nuestro comportamiento al de los niños cuando riñen, que echan en cara a
sus compañeros los mismos pecados que ellos cometen, incluso calumniando a los
inocentes. La malicia del corazón de los hombres malos consiste en culpar a
todos los hombres de los mismos males que ellos cometen, según dice el refrán
castellano: Se cree el ladrón que todos son de su condición.
La verdad
de la moralidad de los hombres está en la íntima esencia de su corazón. Lo que
realmente somos, buenos o malos, es una realidad exclusiva del misterioso
conocimiento de Dios Padre, infinitamente misericordioso.
En los
juicios humanos hay una declaración del propio reo con derecho a la propia
defensa; un abogado que defiende al reo; un fiscal que le acusa; unos testigos
que acusan defienden; y un juez que, después de estudiar todos los factores del
caso en cuestión, condena y absuelve. En cambio, nosotros, sin conocer las
causas del proceder del hermano, condenamos injustamente a nuestro prójimo, sin
conocer a fondo a las personas a quienes juzgamos y condenamos, ni las
motivaciones de su obrar ni sus circunstancias.
Somos
inconsecuentes e injustos con nuestros hermanos, a quienes juzgamos y
condenamos sin suficientes elementos de juicio.
Es muy
difícil saber dónde está la verdad humana, pues todo depende de
muchos factores: de la capacidad intelectual del hombre, de la educación que se
ha recibido en familia, en Sociedad y en la Iglesia, de la moral de costumbres
buenas, de los signos de los tiempos.
No llegamos a
conocernos bien porque nos fiamos solamente de nuestro propio
criterio. No estamos de acuerdo con la opinión que los demás tienen de nosotros
mismos, y no hacemos caso a los que nos reprenden con cariño. Alguien dijo que
el que se hace maestro de sí mismo se constituye en maestro de un
tonto.
Nos
ayuda mucho al propio conocimiento la oración, examen de conciencia, lectura
espiritual, confesión, director espiritual.
Solemos tener un defecto importante: obrar como a
nosotros nos parece, diciendo que hemos consultado nuestras decisiones. Y, en
realidad, muchas veces no hacemos otra cosa que hacer lo que queremos,
respaldados falsamente en lo que decimos que se nos ha aconsejado, que es
lo que nosotros hemos preparado con maniobra que se nos
diga. Pongamos un ejemplo. Imaginemos que un profesor quiere hacer un viaje a
un país lejano, que es muy costoso, y tiene que gastar mucho dinero. Y consulta
a un sacerdote que quiere hacer un viaje para instruirse, culturizarse, con el
fin de poder luego hacer bien a los alumnos. La verdad es que quiere viajar
porque le gusta y disfruta viendo muchas cosas bonitas, que merece la pena.
Pero para tranquilizar la conciencia de gastar demasiado dinero dice que quiere
hacer un viaje cultural ¿Qué le va a decir el sacerdote? ¡Que haga ese viaje!
Todo depende de cómo se haga la
consulta.
El
que es bueno todo lo echa a buena parte, todo lo excusa, todo lo justifica,
todo lo comprende, conforme nos enseña la Palabra de Dios por medio de San
Pablo: “La caridad todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera,
todo lo soporta” (1ª Co 13,7).
El
amor verdadero, por ejemplo el de una madre o el de un padre, busca
siempre motivos para justificar y perdonar al hijo que
se porta mal o ha cometido algún error, pecado o delito: “Él es bueno, tienen
la culpa de su mal los amigos, las desviadas costumbres de los tiempos, la
moda... Es bueno, pero le pilló en un mal momento de nervios y obró
inconsecuentemente de manera inculpable... Es bueno, pero las
circunstancias de las injusticias le obligaron a cometer ese acto o ese pecado,
justificable en cierto sentido.
El
que es bueno, nos dice el Evangelio de hoy, de la bondad que atesora en su
corazón saca el bien; y el que es malo, de la maldad saca el mal; porque lo que
rebosa del corazón, habla la boca.
El
que tiene el corazón limpio, su mirada será limpia y verá en el prójimo el
reflejo de la bondad que hay en su corazón. En cambio, el que es malo, la
malicia de hay en su corazón y en sus obras la aplica a los demás, por aquello
de que “se cree el ladrón que todos son de su condición”.
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