sábado, 24 de junio de 2023

Décimo segundo domingo. Tiempo ordinario. Ciclo A


En la segunda lectura de la liturgia de la Palabra se nos habla de la historia del pecado del hombre y de la salvación por parte de Cristo.  “Por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, y así la muerte pasó a todos los hombres, porque todos pecaron... Sin embargo, no hay proporción entre la culpa y el don: si por la culpa de uno murieron todos, mucho más, gracias a un solo hombre, Jesucristo, la benevolencia y el don de Dios desbordaron sobre todos”.

 Estas palabras nos ofrecen una buena oportunidad para explicar brevemente en esta homilía el drama de la Historia del hombre en cuatro actos, que vamos a enumerar y después explicar por separado:

1 Dios creó al hombre perfecto, persona sobrenatural, en un estado de gracia y con los dones preternaturales de integridad o inmunidad de la concupiscencia, impasibilidad o inmunidad de dolor e inmortalidad.

2 El hombre pecó y Dios le castigó quitándole los dones preternaturales que le había regalado, quedando sometido a su estado natural: al error, al odio, al dolor y a la muerte, bajo la esclavitud del demonio.

3 El Hijo de Dios, Jesucristo, redimió al hombre de su pecado mediante el misterio pascual: vida, pasión y muerte, para que el hombre, asumiendo la redención de Cristo personalmente en su misterio pascual, quede salvado.

4 Al final de los tiempos,  el hombre resucitado quedará convertido en un estado mejor y superior al que Dios creó en su estado primitivo antes del pecado.

1º CREACIÓN DEL HOMBRE

La fe nos enseña que el hombre fue creado por Dios perfecto en el alma y en el cuerpo, persona sobrenatural. Conocía la verdad sin error, amaba sin pasión ni odio, no tenía la inclinación al pecado, no padecía ni tenía que morir.

2º EL PECADO DEL HOMBRE Y SU CASTIGO

El hombre, tentado por el diablo misteriosamente, pecó. Y Dios le castigó privándole de lo que le regaló sobrenaturalmente, dejándole en el puro estado de su naturaleza humana, tal como ahora existe. Pero la culpa fue perdonada por Dios en el mismo momento del pecado con la promesa de la Redención.

Hagamos una reflexión sobre el hombre en el estado actual de naturaleza caída. El hombre es un ser complejo, una mezcla de perfecciones e imperfecciones que desconciertan. Por un lado, es el ser más perfecto de la creación, un microcosmos, pequeño mundo, porque tiene algo del reino mineral, como los huesos, algo del reino vegetal, como la vida, algo del reino animal, como los sentidos, algo del reino angélico como la espiritualidad y algo del reino divino, como la gracia. 

Pero por otra parte, es un ser imperfecto en su ser y en su funcionamiento, con grandes contrastes. Conoce la verdad con muchos esfuerzos y muchas limitaciones, pero también padece el error y lo confunde con la verdad. Ama, humanamente, con las limitaciones y condicionamientos propios de su ser, pero  busca también su bien amándose a sí mismo en el amor al otro con egoísmos e intereses; cambia fácilmente un amor por otro, lo sustituye y hasta lo olvida; y de la misma manera no ama, busca la venganza e incluso odia. El cuerpo del hombre está sometido al dolor, a la enfermedad, a la sexualidad desordenada y a la muerte. 

¿Cómo Dios, infinitamente sabio y bondadoso, ha creado al hombre, hijo suyo, a su imagen y semejanza con tanta perfección y tantos defectos? Ciertamente que en la creación del hombre tuvo que haber algún misterio, pues no se entiende que en la obra maestra de la Creación haya tantas maravillas y tantos fallos a la vez. 

Sobre este tema han reflexionado los sabios de todos los tiempos arbitrando filosofías más o menos comprensibles, pero de ninguna manera convincentes; y también los fundadores de religiones humanas, buscando las causas del mal en el hombre, han dado respuestas raras,  fantásticas y hasta disparatadas, que no entran dentro de las cavilaciones equilibradas del entendimiento humano y cristianizado.

Los intelectuales, ateos o agnósticos, estudiando  los problemas del mal en el mundo,  que transcienden la capacidad del entendimiento humano, acaban por inhibirse de estas cuestiones, humanamente insolubles, y no aceptando ninguna fe humana, ni siquiera la fe de la Iglesia católica. Caen en el existencialismo o simplemente pasan la vida angustiados en manos del desequilibrio o atrapados en la trampa de los vicios. Y aquellos otros sabios, que no tienen fe, pero que son hombres buenos, viven y mueren en manos de Dios que todo lo sabe y comprende la intención de cada entendimiento y el móvil de cada corazón, abrigados y amparados por la sabiduría infinita de la misericordia de Dios, misterio para los hombres. 

 REDENCIÓN REALIZADA POR JESUCRISTO

Cuando llegó la plenitud de los tiempos, el Hijo de Dios, la Palabra, el Verbo, encarnó en las entrañas de Santa María, por obra del Espíritu Santo, nació, vivió oculto en Nazaret casi treinta años, predicó la buena noticia de la Salvación durante tres años y después padeció, murió y resucitó, realizando así el llamado misterio pascual, marcando con este ejemplo los pasos que cada hombre tiene que seguir para asumir en sí mismo el misterio pascual individualmente, con el fin salvarse o ser redimido. 

La Iglesia fundada por Él realizará esta Obra hasta el fin de los tiempos.

4º EL HOMBRE MUERTO Y RESUCITADO PARA LA VIDA ETERNA

Cuando este mundo termine, Cristo volverá otra vez a la Tierra a clausurar la Iglesia y convertirla en Iglesia celeste y gloriosa en la que todos los resucitados con Cristo gozarán eternamente de la visión y gozo de la Santísima Trinidad, que será entonces visión y no misterio por los siglos de los siglos que no tendrán fin. 

Entonces, todo el mundo comprenderá el misterio de dolor que ahora nos acosa, y sabremos que mereció la pena el sufrimiento, que humanamente no se entiende, y que la muerte tuvo sentido porque Cristo, Dios mismo encarnó, para que después en la otra vida vivamos eternamente “como dioses, resucitados,  participando de la gloria divina, en un estado glorioso, que ninguna criatura es capaz de concebir. Por eso, la liturgia del sábado santo en el pregón pascual nos dice que el don de la redención superó al pecado del hombre con estas palabras: “Necesario fue el pecado de Adán, que ha sido borrado por la muerte de Cristo. ¡Feliz culpa que mereció tal Redentor!


viernes, 23 de junio de 2023

Solemnidad de San Juan Bautista


 ¿QUIÉN ERA JUAN?


Teniendo en cuenta las referencias históricas que de Juan nos facilita el Evangelio, y basándome en la cultura elemental de los historiadores bíblicos, su biografía podría quedar resumida de la manera que a continuación voy a describir, añadiendo datos de pura imaginación.

Juan fue hijo del matrimonio Zacarías e Isabel, santos esposos, que vivían en la presencia del Señor, probablemente en Ain Karim, cumpliendo fervorosamente sus mandatos. Los dos eran de edad avanzada e Isabel además estéril.

A pesar de los impedimentos naturales que existían en ellos para ser padres, ambos pedían a Dios con ilusión y esperanza el milagro de que su matrimonio fuera agraciado con la bendición de un hijo.

Zacarías, que era sacerdote, pedía al Señor esta gracia siempre, pero principalmente cuando acudía al templo de Jerusalén a concelebrar el santo sacrificio.

Sucedió que un año le tocó a él presidir la ceremonia religiosa en el templo de Jerusalén, y por razón de su cargo tuvo la suerte de poder entrar en el Santuario del Señor a ofrecer el incienso, cosa que ocurría alguna vez que otra en la vida, por los muchos sacerdotes que había al servicio del altar. Mientras tanto, la muchedumbre del pueblo estaba fuera participando en la liturgia con las oraciones y cánticos rituales. Es de suponer que entre la gente estaba también Isabel, como una piadosa israelita más, emocionada por el acontecimiento religioso, y también por la dicha de que su esposo presidiera esta vez el culto solemne.

En el mismo instante en que Zacarías se disponía a incensar, cerró los ojos y, en oración silenciosa y privada, pidió a Dios la gracia milagrosa de tener un hijo, creyendo que aquel era el momento más apropiado para que su fervorosa oración fuera escuchada. Al abrirlos para empezar la incensación, se le apareció un ángel del Señor de pie a la derecha del altar, en medio de una aureola de rayos que lo envolvía. Al verlo, Zacarías se sobresaltó y quedó sobrecogido. El ángel le dijo:

“Tranquilízate, Zacarías, que tu ruego ha sido escuchado: Isabel, tu mujer, te dará un hijo y le pondrás por nombre Juan. Será para ti una grandísima alegría, y serán muchos los que se alegren de su nacimiento ... Se llenará de Espíritu Santo. Él irá por delante del Señor, preparándole un pueblo bien dispuesto” (Lc 1,13 – 17).
Un sudor frío empapó todo su cuerpo; y con los ojos clavados en aquella misteriosa visión, quedó desconcertado, transportado, atónito, paralizado por la presencia resplandeciente del mensajero de Dios. Zacarías, pensando con la razón, dudó de las palabras del ángel:

- “¿Qué garantía me das de eso? Porque yo ya soy viejo y mi mujer de edad avanzada” (Lc 1,18).

Como castigo por su falta de fe, el ángel que era Gabriel, le anunció que quedaría mudo desde ese momento hasta que se cumpliera la palabra de Dios con el nacimiento de su hijo.

El pueblo, que estaba esperando a que Zacarías saliera del “sancta sanctorum”, se extrañaba de que tardase tanto tiempo en una ceremonia, que sólo duraba unos cuantos minutos. Cuando Zacarías salió del sagrado recinto, los sacerdotes y el pueblo comprobaron que no podía hablar nada más que con gestos, porque estaba mudo. Y todos comprendieron que en el santuario había sucedido alguna cosa.

Al terminar los días de servicio religioso en el templo, volvió a su casa. Poco después concibió Isabel, su mujer; y cuando se cumplió el tiempo del embarazo, dio a luz un hijo. A los ocho días fueron a circuncidar al niño; y al ponerle el nombre de Juan, que Zacarías escribió en una tablilla, se le soltó la lengua y empezó a hablar bendiciendo a Dios, y en un momento de arrebato místico, se sintió inspirado y compuso la poesía profética del “Benedictus”, una de las composiciones más bellas de la Sagrada Escritura (Lc 1,67-79). La noticia se extendió por toda la sierra de Judea (Lc 1,5-25.57-65).

NIÑEZ Y JUVENTUD DE JUAN

No tenemos datos históricos para saber dónde se educó Juan, ni en qué parte vivió su niñez. Pero podemos imaginar que de niño se educaría en el ambiente religioso de su propia familia. Durante ese tiempo, Juan y Jesús se verían con alguna frecuencia, sobre todo cuando cada año los santos esposos José y María acudían con el niño al templo de Jerusalén a celebrar la Pascua. Entonces, de paso, se acercarían a ver a Isabel, parienta de la Virgen, que vivía en Ain Karim, ciudad situada a siete kilómetros y medio de Jerusalén. En estas ocasiones, y quizás en otras, los dos primitos jugarían juntos bajo la tierna mirada de ambas madres, como aparece en algunas pinturas occidentales.

A los doce años, edad en que sus ancianos padres podrían haber muerto, impulsado por el Espíritu Santo, pudo internarse en algún monasterio de monjes, como supone Martín Descalzo en su precioso libro “Vida y Misterio de Jesús de Nazaret”.

Hoy ningún científico pone en duda que en el desierto de Judá, junto a la orilla occidental del mar Muerto, a 13 kilómetros de Jericó, existieron once grutas en las que estuvieron ubicados varios monasterios con cierta vida regulada en obediencia y virginidad, dos siglos antes del nacimiento de Jesús.

Según los recientes descubrimientos arqueológicos, realizados entre los años 1947-1956, en los famosos manuscritos del Qumram se encontraron algunos pasajes bíblicos del Antiguo Testamento. Por lo que podemos imaginar que Juan podría haber sido educado en algún monasterio de vida comunitaria de ambiente precristiano inspirado.

Quizás en su juventud pasaría al desierto de Judea a completar su formación monástica con una vida eremítica de oración y penitencia, como nos da a entender el Evangelio: “Vivió en el desierto hasta que se presentó a Israel” (Lc 1,80).

El desierto era entonces una estepa con montañas calcáreas, rocosas y áridas, de suelo rugoso, quebrado y reseco, ubicado en una región agreste y desolada de Judá, que se divisaba en gran parte desde lo alto del Monte de los Olivos.

En primavera brotaban de entre las rendijas de las peñas hierbas que servían de pasto para los carneros y cabras de los beduinos. Allí abundaban serpientes, lagartos, saltamontes, animales salvajes en libertad, buitres y unos cuantos pájaros silvestres que pasaban el día jugueteando y entonando rústicos gorjeos de acción de gracias a Dios Creador, y dormían luego acurrucados entre matorrales hasta el alba.

En esta parte septentrional del desierto pudo vivir el anacoreta Juan la íntima experiencia de Dios en solitario, desde su adolescencia hasta una edad estimada de treinta años.

EL AUSTERO PROFETA DEL DESIERTO

Después de la vida eremítica en el desierto, Juan aparece, de manera sorprendente, como austero profeta del Altísimo (Lc 1,76), en un lugar desconocido del Jordán, situado acaso muy cerca del castillo de Maqueronte, justamente en frente de Qumram, donde la tradición coloca su trágica muerte.

En aquella época los eremitas eran frecuentes, sobre todo en los parajes austeros bañados por el Jordán. Este río sagrado, centro geográfico del bautismo de Juan, nace al sur de la cordillera del Hermón, atraviesa el lago de Tiberíades y desemboca en el mar Muerto, después de un recorrido de 260 kilómetros.

Se dice que, en tiempos muy anteriores a Juan, eran numerosos los peregrinos que se bañaban en sus privilegiadas aguas, porque la fe popular creía que contenían una virtud especial para purificar el cuerpo y el alma. Hoy es un gran río de aguas sucias que visitan los cristianos de todo el mundo para recordar que en un lugar desconocido de su curso Jesús fue bautizado por Juan.

Hacía ya quinientos años que en Israel no surgía un profeta auténtico que predicara la ley de Moisés, denunciara la degradación moral del pueblo judío, combatiera la idolatría y condenara a los invasores extranjeros que tenían al pueblo de Israel oprimido en un puño, cometiendo injusticias sociales que clamaban al Cielo. Los que se presentaban como enviados por Dios eran predicadores oportunistas, que engañaban al pueblo con mitos religiosos y carismas falsos de naturaleza socio-política.

De repente, de la manera que no se sabe, se hizo presente en las riberas del Jordán un profeta estrafalario, llamado Juan, que vivía la pobreza heroica en grado extremo, sin ser conocido por nadie. Cubría su esquelético cuerpo con un vestido de pelo de camello, ceñido a la cintura con una correa de cuero, y se alimentaba de saltamontes y miel silvestre (Mt 3,4).

Hoy todavía en Arabia, Etiopía y Palestina se encuentran estos insectos ortópteros, de la familia de los acrídidos, que a veces arrasan comarcas enteras. Tostados sobre las brasas, son el alimento común de los pobres en algunos lugares de aquellos países. La miel amarga y aromática, distinta de la que elaboran las abejas, se halla en los troncos de ciertos árboles, como la palmera, la higuera, el tamarindo y en las hendiduras de las rocas.

La predicación del extraño profeta del desierto se centraba en proclamar la llegada del Mesías, “anunciada muchas veces y en diversas formas a nuestros padres por medio de los profetas” en el Antiguo Testamento (Hb 1,1).

En la temática de sus sermones repetía frecuentemente el estribillo de su constante predicación: “Preparadle el camino al Señor, allanad sus senderos” (Lc 3,4), aludiendo a la profecía de Isaías (40,3-5). Esta frase profética recordaba la antigua costumbre de los reyes orientales que, antes de ir a visitar sus estados, enviaban a sus criados para que preparasen los caminos, allanando los baches y acondicionando el paso por donde el cortejo real tenía que pasar.

El argumento único de su predicación era la conversión: “¡Convertíos que ya llega el reinado de Dios!” (Mt 3,2), gritaba constantemente y a pleno pulmón el Pregonero del desierto. Con esa frase repetida y palabras de fuego reprendía enérgicamente a los fariseos, saduceos y escribas que acudían a él por malsana curiosidad, y a quienes llamaba camada de víboras (Lc 3,7). Con el pueblo, sin embargo, se mostraba complaciente y comprensivo, invitando a la conversión perfecta de compartir con el pobre los propios bienes (Lc 3,11).

La conversión exigía dos actos importantes: la confesión de los pecados y el bautismo por inmersión en las aguas del Jordán, que prefiguraba el bautismo sacramental que Jesucristo había de instituir en su momento histórico con agua y Espíritu Santo. El rito sagrado judío, celebrado con salmos penitenciales, exigía una transformación total del hombre: la ruptura con el pecado y el cumplimiento de la voluntad divina, manifestada principalmente en la Ley divina.

Tan espectacular llegó a ser la figura ascética de este extraño misionero, y tan sorprendente y exigente su doctrina, que se acercaban a él turbas numerosas de toda Judea y de toda la región del Jordán para oír la buena noticia que predicaba. Y, a consecuencia del fuego de su palabra y del imán de su arrebatadora conducta, muchos confesaban sus pecados y se bautizaban (Mc,1,5), incluso pecadores, publicanos, soldados y prostitutas (Mt 21,32;Lc 3,12-14); y algunos de los que escuchaban la palabra de Juan se hacían sus discípulos, como Pedro, Andrés, Santiago y Juan, que más tarde se hicieron discípulos de Jesús.

Pero como de todo hay en la Viña del Señor, otros, en cambio, rechazaron la nueva doctrina de Juan, el Bautista, y se mantuvieron en sus ideas religiosas tradicionales. Tampoco faltaron manifestaciones celosas por parte de algunos discípulos de Juan que condenaron la actitud de Jesús, porque bautizaba y se llevaba la gente de calle (Jn 3,26). Y, como es lógico, bastantes fariseos y doctores de la ley no se convirtieron y se negaron a recibir el bautismo (Lc 7,30).

La fama de Juan empezó a difundirse por todas partes, incluso mucho tiempo después de ser bautizado Jesús y haber pasado cuarenta días y cuarenta noches en el desierto en oración y penitencia, preparándose para la vida pública.

Y esto hasta tal punto que cundió por el pueblo el rumor de que Juan, tal vez, podría ser el Mesías (Lc 3,15). Los mismos sacerdotes y levitas empezaron a pensar si realmente había llegado ya la plenitud de los tiempos mesiánicos.

¿Quién sería aquel tan extraño personaje, vestido rudimentariamente de anacoreta descuidado, que predicaba una doctrina nueva y bautizaba sin título de profeta? ¿Será acaso, de verdad, el mismo Mesías?

Para salir de dudas, el Sanedrín ejerció su perfecto derecho de investigar el caso y cerciorarse de la identidad de tan singular profeta. Eligió sacerdotes, levitas y fariseos, expertos en Sagrada Escritura, conocedores de las profecías, y los mandó a preguntar a Juan quién era en realidad. ¿Acaso Elías? (Jn 1,19-23). Según un oráculo antiquísimo, que fue pasando de generación en generación como una creencia firme de los judíos, reflejada en el Evangelio, Elías subió al cielo arrebatado en un carro de fuego, y vendría al fin de los tiempos. (Mt 16,14;Jn 1,21).

La respuesta de Juan a los curiosos investigadores que querían saber la identidad de su persona y de su misión profética, no pudo ser más humilde:

- Yo no soy el Mesías, ni Elías, ni un profeta. Yo soy una voz que grita desde el desierto: Allanadle el camino al Señor (Jn 1,20-23).
La doctrina y comportamiento de Juan tuvo también repercusión en el Gobierno, porque el valiente Profeta del Jordán reprendió abiertamente a Herodes Agripa por su concubinato público con Herodías, la mujer de su hermano Filipo. A pesar de ello, el tetrarca no lo odiaba, sino que le escuchaba con gusto, lo respetaba y protegía, pues reconocía que era un hombre justo y santo (Mc 6,20).

Estando encarcelado Juan, envió una embajada formada por algunos de sus discípulos para preguntar a Jesús si realmente era Él el Mesías. Volvieron con la respuesta afirmativa, comprobada por los muchos milagros que Jesús hacía, y con la misiva del mayor elogio que jamás se ha hecho en la Tierra sobre criatura alguna acerca de la persona de Juan, el Bautista: “os aseguro que no ha nacido de mujer nadie más grande que Juan Bautista”, dijo el Señor (Mt 11,11;Lc 7,28).

Sucedió que Herodes en su cumpleaños dio un banquete a sus magnates, a los tribunos y principales de Galilea. La hija de Herodías danzó en la fiesta con el aplauso y gusto de todos, principalmente del rey. Entonces Herodes mandó llamar a la muchacha y le dijo: Te juro que te daré todo lo que me pidas, aunque sea la mitad de mi reino. La muchacha preguntó a su madre qué le pedía al rey. Y ella le dijo: Pide la cabeza de Juan Bautista. El rey se llenó de tristeza, pero no quiso desairarla a causa del juramento y de los comensales. Y al instante llamó a uno de su guardia y le ordenó traerle la cabeza de Juan. Se fue y le decapitó en la cárcel y trajo su cabeza en una bandeja, y se la dio a la muchacha, y la muchacha se la dio a su madre. Al enterarse sus discípulos, vinieron a recoger el cadáver y le dieron sepultura (Mc 6,17-29).

sábado, 17 de junio de 2023

Décimo primer domingo. Tiempo ordinario. Ciclo A


Vamos a comentar otro nombre con que es conocida la Eucarística: Comunión tiene dos sentidos diferentes dentro de la misma realidad  eucarística: Comunión, como parte integral de la misa: comida o  banquete; y Comunión de toda la Creación con Cristo.

Para que haya auténtico sacramento, verdadero sacrificio de la Eucaristía, tiene que haber tres partes principales: presentación del pan y del vino, consagración y comunión. Si falta una de ellas, no hay sacrificio eucarístico.

Si, por ejemplo, un sacerdote empieza la santa misa, ofrece el pan y el vino y lo consagra, y muere después, otro sacerdote puede continuar la misa desde donde quedó interrumpida hasta el final, para que se complete el sacrificio de la Eucaristía.

Si no hay otro sacerdote que pueda completar la misa, el pan y el vino quedan convertidos en el Cuerpo y la sangre de Cristo, pero no se celebró el sacramento completo. Por esta razón, el fiel que no asiste a las tres partes esenciales de la misa, no cumple con el precepto dominical.

Las otras partes completivas que omitió, las puede suplir oyéndolas en otra misa, pero no bajo materia grave, pues cumplió  con el precepto esencial, aunque no como lo manda la Santa Madre Iglesia: “oír misa entera todos los domingos y fiestas de guardar”. 

Comunión, pues, es  parte esencial  de la Eucaristía, el acto en el que los fieles participamos del banquete del Cuerpo y sangre de Jesús, alimento del alma: “En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros” (Jn 6, 53). Cuando comulgamos, recibimos a Jesús, nos alimentamos de su vida y nos hacemos vida con Él. La comunión no es un símbolo ni un recuerdo de la última cena celebrada por Jesús, el Jueves Santo; ni tampoco es un acto antropófago, comer el cuerpo y beber la sangre de Jesús en sentido humano, sino es verdadera comida y verdadera bebida, en sentido místico, sacramental, misterio que trasciende la capacidad del entender humano, y que sólo en el Cielo se puede entender.

La comunión requiere una preparación habitual y otra actual, limpieza de pecado grave y la consideración de recibir con pureza de intención a Jesucristo que está presente glorioso en el Cielo y sacramentado en el altar. No se puede comulgar de cualquier manera, simplemente porque es costumbre de los tiempos modernos.

Observamos con extrañeza que son muchísimos los que comulgan y pocos los que confiesan. Esta desafortunada costumbre se ha extendido pienso que en todas partes, por lo menos en España; y es un error y una profanación del sacramento.

San Pablo nos invita a una digna preparación para recibir a Jesucristo en la Eucaristía: estado de gracia, pues “quien coma el pan o beba el cáliz del Señor indignamente, será reo del Cuerpo y la Sangre del Señor. Examínese, pues cada cual, y coma entonces el pan y beba el vino. Pues quien come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propio castigo” (1 Co 11, 27-29).

Además de tener el alma en gracia de Dios, antes de recibir a Cristo en la Eucaristía debemos profundizar nuestra fe y pronunciar con humildad las palabras del Centurión: “Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme” (Ritual de la Comunión, 133). Es el acto más sublime e importante del día, por el que nos unimos a Cristo y participamos de su vida.

Todos sabemos que la Iglesia prescribe observar el ayuno eucarístico de abstenerse de la comida y bebida una hora antes de comulgar, sabiendo que el agua no rompe el ayuno.

Comulgando dentro de la celebración de la santa Misa, se participa plenamente en la Eucaristía, porque el ideal es que el que asiste a la misa, que también es banquete, comulgue, se alimente con el cuerpo y la sangre de Jesús, que es alimento del alma.  La Iglesia obliga a los fieles “a participar de la santa misa” que en cuanto al cumplimiento del precepto es suficiente con la atenta y fervorosa asistencia,

Y el otro sentido de comunión es que en la Eucaristía existe una verdadera comunión de Cristo con toda la creación material y espiritual, visible e invisible, angélica y humana, porque Cristo es la cabeza de todos los seres creados.

Podíamos decir que toda la creación en la Eucaristía alaba a Cristo Sacramentado y da gloria a Dios Padre en una comunión de seres creados, hechos Eucaristía. Y en un sentido místico al comulgar y recibir a Cristo, recibimos de alguna manera también a la Santísima Virgen, de la que es parte, cuerpo de su cuerpo, sangre de su sangre

sábado, 10 de junio de 2023

Corpus Christi. Ciclo A

 

 


El catecismo de la Iglesia católica del Papa Juan Pablo II enumera los distintos nombres con que es conocido el Sacramento por excelencia, el más perfecto de los siete, el sacramento del Amor (Cat 1328-1332).

Vamos a explicar brevemente estos nombres con el fin de meditar la riqueza insondable de la Eucaristía, que es el centro de vida cristiana, la fuente de donde dimana la gracia y la cima a la que se encaminan todas las acciones sacramentales, cristianas y apostólicas de la Iglesia.

Eucaristía es el nombre más común que utilizamos los cristianos para designar este sacrosanto misterio. Su significado etimológico es acción de gracias, porque en este sacramento la Iglesia da gracias a Dios por todos los beneficios recibidos en la Creación, la Redención y la Santificación; gracias al Padre por todas las cosas creadas, visibles e invisibles, que hay en el espacio sideral, cuya naturaleza hoy no es totalmente conocida por el hombre, y probablemente no lo será jamás, por mucho que avance la ciencia humana; gracias por todos los seres creados en la Tierra, tanto en el reino mineral, vegetal y animal, cuya naturaleza no hay inteligencia que los comprenda ni imaginación que los conciba.

La Eucaristía es el acto sublime y trascendente en el que los hombres personalmente agradecemos a Dios los dones recibidos del Espíritu Santo. Cuando el cristiano participa en el sacrificio eucarístico da gracias con la Iglesia por los beneficios recibidos tanto en el orden natural como sobrenatural: cualidades físicas, espirituales, morales, como la salud, el talento, la fortaleza, la familia, el colegio, las amistades, los bienes materiales, el trabajo etc; y dones sobrenaturales de la fe, la gracia, virtudes, dones del Espíritu Santo etc. La Eucaristía es, en definitiva, un canto de alabanza y de acción de gracias a Dios, Uno y Trino, porque la Creación entera fue el escenario donde Dios en Persona, Jesucristo, realizó la salvación, y donde ahora la sigue realizando ministerialmente por medio de la Iglesia hasta que en la Parusía se convierta en los nuevos cielos y la nueva Tierra.

La Eucaristía es también un himno litúrgico y sacramental de acción de gracias que la Iglesia canta a la Santísima Trinidad por la redención efectuada por el Hijo, Jesucristo, históricamente en la plenitud de los tiempos, y que se repite y actualiza ministerialmente en la Santa misa. En definitiva, la Iglesia y todos los hombres, unidos a toda la Creación terrestre y celeste, dan gracias a Dios en la santa misa por todas las cosas creadas y por los inmensos dones sobrenaturales de la Redención.

El Concilio Vaticano II nos dice que “La Eucaristía, como acción de gracias por la Creación y Redención es también sacramento por excelencia que santifica, como ningún otro sacramento, porque es la “fuente y cima de toda la vida cristiana” (LG 11); y porque “todos los demás sacramentos, como también los ministerios eclesiales y las obras de apostolado, están unidos a la Eucaristía y a ella se ordenan. La Sagrada Eucaristía, en efecto, contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua” (PO 5) No existe acto, ni modo mejor para santificar que la Eucaristía, porque contiene no solamente la gracia que santifica, como en los demás sacramentos, sino al autor de la santificación, el mismo Cristo que santifica con su gracia. No es lo mismo que el sol ilumine la Tierra y la caliente desde el espacio, donde se encuentra, por medio de una participación apropiada de luz y calor, que si pudiera efectuar estos efectos directa y físicamente desde la misma Tierra, cosa realmente imposible. En cambio, la mística realidad de la Eucaristía contiene no sólo la gracia, participación de la misma naturaleza de Dios, sino también a Dios mismo encarnado, la Persona divina de Jesucristo santificadora, y con él a las otras dos divinas Personas: el Padre y el Espíritu santo. Luego la Eucaristía es acción litúrgica sacramental de la Santísima Trinidad.

Otro nombre con que es conocida la Eucaristía es Banquete del Señor porque nos recuerda, en primer lugar, la cena pascual que celebró el Señor con sus discípulos la víspera de su pasión, en cuyo banquete instituyó la Eucaristía; y porque simboliza también la vida eterna, a la que el Apocalipsis llama con el nombre de banquete de bodas del Cordero (Ap 19,9).

La Eucaristía no es simplemente un recuerdo de la Santa Cena y un símbolo de la vida eterna, sino que es también verdadero banquete del Cuerpo y la Sangre de Jesús, en el que todos los que comulgamos participamos comiendo el Cuerpo de Cristo y bebiendo su sangre. El sacrificio de la santa misa es también alimento de vida eterna para los que comulgan, y místicamente para todos los hombres del mundo a quienes llega la gracia eucarística de maneras misteriosas que no conoce la teología católica. Es un hecho indiscutible en la doctrina de la Iglesia que todos los hombres, en virtud de la Comunión de los santos, participan unos de los bienes de otros, como miembros del Cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia.

Fracción del pan es otro nombre más con el que designamos la Eucaristía.
Los judíos tenían la costumbre de que el cabeza de familia en las comidas partía el pan y lo repartía entre todos los comensales. Este gesto lo solía hacer Jesús en las comidas que hacía con los discípulos, como Maestro, y lo hizo también en la última Cena. Nos dice el Evangelio que Jesús mientras comía con sus discípulos la última cena “cogió un pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio a ellos diciendo: Tomad y comed todos de él porque esto es mi Cuerpo” (Lc 12,22)

Con el rito de partir el pan se quiere significar que todos los que comen de este pan, partido, que es Cristo, entran en comunión con él y forman un solo cuerpo en él (1 Co 10,16-17). Por esta razón, fracción del pan es un nombre muy apropiado para significar este sacramento.

Como la Eucaristía se celebra en comunidad reunida de fieles, que es expresión visible de la Iglesia, recibe también el nombre de Asamblea eucarística.

Cuando los cristianos nos reunimos en torno al altar para celebrar el sacrificio de Jesús, celebramos el acontecimiento histórico de la muerte y resurrección de Jesús, que se perpetúa místicamente en el altar. La Eucaristía es celebración de la Iglesia en asamblea visible o invisible, aunque sea con la presencia única del sacerdote. La santa misa es el sacrificio de Cristo al que asiste toda la Iglesia, aunque esté representada por unos cuantos fieles en una pequeña asamblea; incluso participa y asiste a ella la asamblea celeste de santos y ángeles, que no pueden separarse de Cristo glorioso, cabeza de los ángeles y santos y objeto de visión y gozo. Por consiguiente, cuando los cristianos unidos en la fe celebramos la Eucaristía, aunque sea en privado, la acción personal se hace asamblea comunitaria de algún modo.

Memorial de la pasión y de la resurrección el Señor

La Eucaristía también puede ser llamada memorial o recuerdo de la pasión, muerte y resurrección de Jesús, porque al recordar y actualizar el sacrificio de la cruz en la santa misa es como si Cristo volviera a repetir su pasión en el viacrucis, la flagelación, coronación de espinas, crucifixión. Muerte y resurrección. Además la Iglesia ofrece al Padre en la santa misa los sufrimientos de todos y cada uno de ellos, y el cristiano su propia cruz personal, familiar, laboral y social; y cuando muere termina su pasión y resucita con Cristo. La Eucaristía es el acto sublime y sobrenatural de redención de todos los pecados del mundo y el momento oracional más importante para pedir a Dios la gracia para sufrir con sentido redentor, unidos a la pasión y muerte del Señor.

Quizás en nombre más propio de la Eucaristía sea Santo sacrificio de la Misa, porque en ella se actualiza el único sacrificio que Jesús ofreció al Padre de su propia vida en el Calvario, para redimir a todos los hombres de sus pecados.

En los antiguos sacrificios extrabíblicos de religiones paganas, incluso de los que se hacían en el Antiguo Testamento había tres elementos esenciales: sacerdote, víctima y altar. El sacerdote, en nombre del pueblo, sacrificaba un animal, generalmente un cordero, y se lo ofrecía a Dios en un altar de piedra, como expiación de los pecados, y con su sangre rociaba a los que asistían al santo sacrificio. Y con esta ceremonia quedaban purificados de sus males.

Al estilo de los sacrificios de la antigua ley, Cristo en la Eucaristía es el sacerdote y la víctima que se ofrece al Padre en el altar, para redimir a todos los hombres. De él Sumo y Eterno Sacerdote participamos todos los sacerdotes ministeriales y bautismales. Cristo es, a la vez, también la víctima, que con el sacrificio de su propia persona divina redimió todos los pecados del mundo.

Al repetir y perpetuar el sacerdote el sacrificio de Cristo en la Eucaristía, la Iglesia y los cristianos ofrecemos al Padre el sacrificio o los dolores de todos los hombres, consagrándolos en eucaristía y en comunión con todos los hombres del mundo.

Santa y divina liturgia es otro nombre con que es llamada la Eucaristía, que es, en verdad, la liturgia más importante que celebra la Iglesia, porque no es una liturgia más, ni sólo una liturgia sacramental, como por ejemplo el bautismo, sino la liturgia por excelencia, la liturgia central y perfecta, compendio de todas ellas, tanto sacramentales como eclesiales. Celebrando la liturgia de la Santa misa es como si celebráramos cualquiera otra liturgia sacramental o eclesial, porque es la acción ministerial de Cristo que alaba al Padre, se ofrece por todos los hombres y se da en alimento de comida y bebida, como manjar de vida eterna.

Comunión es otro nombre muy apropiado para designar la Eucaristía, porque por este sacramento admirable nos unimos a la Santísima Trinidad, todos los santos y ángeles del Cielo, a las almas del Purgatorio, todos los hombres de la Tierra y a toda la creación visible e invisible.

Cuando celebramos la Eucaristía, en Jesucristo, el Hijo de Dios, nos unimos al Padre y al Espíritu Santo, personas divinas que son inseparables en la Santísima Trinidad, en virtud de la circuminsesión, de manera que al recibir a Jesucristo, nos cristificamos y recibimos también a la Santísima Trinidad. Y como el cuerpo del Señor es también cuerpo de María, su Madre, podríamos decir que en la Eucaristía comulgamos o recibimos, de algún modo, el cuerpo de la Virgen.

En definitiva, la Eucaristía es la comunión con Dios, Uno y Trino; comunión con la Santísima Virgen María, los santos y ángeles del Cielo; comunión con las almas del Purgatorio; comunión con todos los hombres; comunión con toda la creación celeste y terrestre, que se celebra en el sacrificio que Jesucristo ofreció al Padre en la cruz, que se actualiza y repite místicamente en la Santa Misa.

Santa Misa porque la Eucaristía termina con el envío que hace el celebrante a los cristianos, para que vayan al mundo a ser testigos de Cristo resucitado, haciendo que su vida sea siempre misa en palabras y obras.

sábado, 3 de junio de 2023

Santísima Trinidad. Ciclo A

 

Hoy celebramos la solemnidad de la Santísima Trinidad, misterio absoluto que supera la capacidad cognoscitiva del ser humano, y de toda criatura creada inteligente, si existe, o creable, porque es evidente que el conocimiento de Dios, Ser eterno, infinitamente perfecto, no cabe dentro del entendimiento creado. Es una verdad revelada que no se puede conocer ni antes ni después de la Revelación, pues es objeto de la fe.

El misterio, como todos sabemos, consiste en creer que en Dios hay tres personas divinas, Padre, Hijo y Espíritu Santo, verdad que no contradice el conocimiento de la razón sino que lo supera. La fe no afirma que un ser es igual a tres o que tres es igual a uno, repugnancia matemática, sino que en un Ser, trascendente, eterno, hay tres personas realmente distintas.

Los conceptos humanos no son válidos para el conocimiento de Dios, que sólo puede ser conocido por el hombre a través de analogías, metáforas, comparaciones, que jamás explicarán la naturaleza de Dios y la realidad de Persona en Dios. En el Cielo veremos y comprenderemos el misterio de la Santísima Trinidad por medio de la visión intuitiva, que eleva la potencia natural del entendimiento humano para conocer y comprender las realidades divinas, que son verdades que, por sí mismas, superan la posibilidad del saber humano.

Pero es evidente que Dios en su Ser y obrar jamás puede ser conocido como es totalmente en sí mismo en la única naturaleza divina de trinidad de Personas. Sólo Dios puede ser conocido por sí mismo, porque la eternidad del Ser no cabe dentro de la inteligencia del ser creado.

De igual manera, las verdades de fe de la Iglesia Católica se saben, se creen y se viven, pero no se entienden. Pongamos un ejemplo, por aquello de que para muestra basta uno botón. En este momento, estamos celebrando la santa misa, que sabemos que es la repetición y actualización mística del sacrificio que Jesús ofreció al Padre en el calvario, como víctima y sacerdote en el altar de la cruz, para la redención de los pecados de todos los hombres. Sin embargo, la visión humana de la misa y su conocimiento no parece otra cosa que una ceremonia religiosa, una actuación sagrada o un sacramento ritual.

La fe, hermanos, es un conocimiento infalible, porque se basa en Dios, que no puede engañarse ni engañarnos, y es superior al conocimiento humano metafísico, porque pocas verdades de las ciencias humanas son ciertas, pues la mayoría son subjetivas, circunstanciales, variables, y dependen de muchos factores, de la cultura de los tiempos, lugares y personas, conforme al dicho popular de que "nada es verdad ni mentira, pues todo depende del cristal con que se mira".

La Santísima Trinidad es el fundamento de toda la fe de la Iglesia, que en síntesis está contenida en el credo que rezamos en la santa misa, creemos y vivimos a lo largo de nuestra vida cristiana, y nos enseña el magisterio perenne e infalible de la Iglesia: el conocimiento de Dios en su misma esencia trinitaria; la creación del universo, del hombre y su finalidad; la historia del pecado original; el objeto de la Redención; la naturaleza de la Iglesia Católica, Sacramento universal de salvación; la existencia de los sacramentos y su funcionalidad; los mandamientos que tenemos que cumplir; la necesidad y eficacia de la oración, etc.

Las acciones del misterio de la fe son trinitarias, comunes a cada una de las divinas Personas, al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, pero se atribuye al Padre la Creación, al Hijo la Redención y al Espíritu Santo la santificación, aunque las tres divinas personas son creadoras, redentoras y santificadoras.

Y, por último, la Santísima Trinidad es el principio de la vida cristiana y de toda vida apostólica. En efecto, cuando rezamos en privado o en público invocamos al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo para que nos asista en nuestras peticiones y santos deseos; cuando nos levantamos y nos acostamos lo hacemos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo con el fin de que nos acompañen en nuestra jornada y velen nuestro sueño; cuando bendecimos la mesa, invocamos al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo para darle gracias por el alimento y pedirlo para quienes no lo tienen; cuando empezamos el trabajo, nos encomendamos al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo solicitando su asistencia en nuestras operaciones; y así en todos los actos de nuestra vida personal o comunitaria.

De igual manera, en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo realizamos nuestro apostolado de la predicación de la Palabra de Dios, de la catequesis, o de cualquier acción apostólica, caritativa, incluso el ejercicio de la vida ordinaria. Y también en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo celebramos todos los sacramentos.

La acción sacramental es una acción trinitaria, pues se bautiza en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; se confirma en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; se perdonan los pecados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; se actualiza y representa el sacrificio de Jesús en la Eucaristía, en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo; los sacerdotes son consagrados por el Obispo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; el cristiano, gravemente enfermo, es ungido con la unción de los enfermos para hacer el viaje al Cielo, en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y, por fin, cuando los novios dan su consentimiento para vivir en comunidad matrimonial de sacramento, lo hacen en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

Además, en esta fiesta de la Santísima Trinidad, podemos considerar la dulce y consoladora verdad de la inhabitación de la Santísima trinidad dentro del alma del justo, verdad revelada en muchos textos del Nuevo Testamento. Es doctrina evangélica y verdad enseñada por el magisterio de la Iglesia que cuando el hombre está en gracia de Dios, es decir, libre de pecado mortal, existe en el alma una participación analógica del ser de Dios, la comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, no de manera pasiva o estática, sino realizando sus acciones propias trinitarias, siendo objeto de adoración y de experiencias místicas muy variadas con la explosión de los dones del Espíritu Santo y sus frutos.

El alma en ese estado de gracia, en cierto sentido, se convierte en el cielo de la fe, con la esperanza de ser algún día cielo de la visión y gozo de Dios. Es como si el cielo de los ángeles y de los santos se trasladara al cielo del alma, con la potencia de vivir algún día en el Cielo en la visión y gozo pleno de la Santísima Trinidad.