Teniendo en cuenta las referencias históricas que de Juan nos facilita el Evangelio, y basándome en la cultura elemental de los historiadores bíblicos, su biografía podría quedar resumida de la manera que a continuación voy a describir, añadiendo datos de pura imaginación.
Juan fue hijo del matrimonio Zacarías e Isabel, santos esposos, que vivían en la presencia del Señor, probablemente en Ain Karim, cumpliendo fervorosamente sus mandatos. Los dos eran de edad avanzada e Isabel además estéril.
A pesar de los impedimentos naturales que existían en ellos para ser padres, ambos pedían a Dios con ilusión y esperanza el milagro de que su matrimonio fuera agraciado con la bendición de un hijo.
Zacarías, que era sacerdote, pedía al Señor esta gracia siempre, pero principalmente cuando acudía al templo de Jerusalén a concelebrar el santo sacrificio.
Sucedió que un año le tocó a él presidir la ceremonia religiosa en el templo de Jerusalén, y por razón de su cargo tuvo la suerte de poder entrar en el Santuario del Señor a ofrecer el incienso, cosa que ocurría alguna vez que otra en la vida, por los muchos sacerdotes que había al servicio del altar. Mientras tanto, la muchedumbre del pueblo estaba fuera participando en la liturgia con las oraciones y cánticos rituales. Es de suponer que entre la gente estaba también Isabel, como una piadosa israelita más, emocionada por el acontecimiento religioso, y también por la dicha de que su esposo presidiera esta vez el culto solemne.
En el mismo instante en que Zacarías se disponía a incensar, cerró los ojos y, en oración silenciosa y privada, pidió a Dios la gracia milagrosa de tener un hijo, creyendo que aquel era el momento más apropiado para que su fervorosa oración fuera escuchada. Al abrirlos para empezar la incensación, se le apareció un ángel del Señor de pie a la derecha del altar, en medio de una aureola de rayos que lo envolvía. Al verlo, Zacarías se sobresaltó y quedó sobrecogido. El ángel le dijo:
“Tranquilízate, Zacarías, que tu ruego ha sido escuchado: Isabel, tu mujer, te dará un hijo y le pondrás por nombre Juan. Será para ti una grandísima alegría, y serán muchos los que se alegren de su nacimiento ... Se llenará de Espíritu Santo. Él irá por delante del Señor, preparándole un pueblo bien dispuesto” (Lc 1,13 – 17).
Un sudor frío empapó todo su cuerpo; y con los ojos clavados en aquella misteriosa visión, quedó desconcertado, transportado, atónito, paralizado por la presencia resplandeciente del mensajero de Dios. Zacarías, pensando con la razón, dudó de las palabras del ángel:
- “¿Qué garantía me das de eso? Porque yo ya soy viejo y mi mujer de edad avanzada” (Lc 1,18).
Como castigo por su falta de fe, el ángel que era Gabriel, le anunció que quedaría mudo desde ese momento hasta que se cumpliera la palabra de Dios con el nacimiento de su hijo.
El pueblo, que estaba esperando a que Zacarías saliera del “sancta sanctorum”, se extrañaba de que tardase tanto tiempo en una ceremonia, que sólo duraba unos cuantos minutos. Cuando Zacarías salió del sagrado recinto, los sacerdotes y el pueblo comprobaron que no podía hablar nada más que con gestos, porque estaba mudo. Y todos comprendieron que en el santuario había sucedido alguna cosa.
Al terminar los días de servicio religioso en el templo, volvió a su casa. Poco después concibió Isabel, su mujer; y cuando se cumplió el tiempo del embarazo, dio a luz un hijo. A los ocho días fueron a circuncidar al niño; y al ponerle el nombre de Juan, que Zacarías escribió en una tablilla, se le soltó la lengua y empezó a hablar bendiciendo a Dios, y en un momento de arrebato místico, se sintió inspirado y compuso la poesía profética del “Benedictus”, una de las composiciones más bellas de la Sagrada Escritura (Lc 1,67-79). La noticia se extendió por toda la sierra de Judea (Lc 1,5-25.57-65).
NIÑEZ Y JUVENTUD DE JUAN
No tenemos datos históricos para saber dónde se educó Juan, ni en qué parte vivió su niñez. Pero podemos imaginar que de niño se educaría en el ambiente religioso de su propia familia. Durante ese tiempo, Juan y Jesús se verían con alguna frecuencia, sobre todo cuando cada año los santos esposos José y María acudían con el niño al templo de Jerusalén a celebrar la Pascua. Entonces, de paso, se acercarían a ver a Isabel, parienta de la Virgen, que vivía en Ain Karim, ciudad situada a siete kilómetros y medio de Jerusalén. En estas ocasiones, y quizás en otras, los dos primitos jugarían juntos bajo la tierna mirada de ambas madres, como aparece en algunas pinturas occidentales.
A los doce años, edad en que sus ancianos padres podrían haber muerto, impulsado por el Espíritu Santo, pudo internarse en algún monasterio de monjes, como supone Martín Descalzo en su precioso libro “Vida y Misterio de Jesús de Nazaret”.
Hoy ningún científico pone en duda que en el desierto de Judá, junto a la orilla occidental del mar Muerto, a 13 kilómetros de Jericó, existieron once grutas en las que estuvieron ubicados varios monasterios con cierta vida regulada en obediencia y virginidad, dos siglos antes del nacimiento de Jesús.
Según los recientes descubrimientos arqueológicos, realizados entre los años 1947-1956, en los famosos manuscritos del Qumram se encontraron algunos pasajes bíblicos del Antiguo Testamento. Por lo que podemos imaginar que Juan podría haber sido educado en algún monasterio de vida comunitaria de ambiente precristiano inspirado.
Quizás en su juventud pasaría al desierto de Judea a completar su formación monástica con una vida eremítica de oración y penitencia, como nos da a entender el Evangelio: “Vivió en el desierto hasta que se presentó a Israel” (Lc 1,80).
El desierto era entonces una estepa con montañas calcáreas, rocosas y áridas, de suelo rugoso, quebrado y reseco, ubicado en una región agreste y desolada de Judá, que se divisaba en gran parte desde lo alto del Monte de los Olivos.
En primavera brotaban de entre las rendijas de las peñas hierbas que servían de pasto para los carneros y cabras de los beduinos. Allí abundaban serpientes, lagartos, saltamontes, animales salvajes en libertad, buitres y unos cuantos pájaros silvestres que pasaban el día jugueteando y entonando rústicos gorjeos de acción de gracias a Dios Creador, y dormían luego acurrucados entre matorrales hasta el alba.
En esta parte septentrional del desierto pudo vivir el anacoreta Juan la íntima experiencia de Dios en solitario, desde su adolescencia hasta una edad estimada de treinta años.
EL AUSTERO PROFETA DEL DESIERTO
Después de la vida eremítica en el desierto, Juan aparece, de manera sorprendente, como austero profeta del Altísimo (Lc 1,76), en un lugar desconocido del Jordán, situado acaso muy cerca del castillo de Maqueronte, justamente en frente de Qumram, donde la tradición coloca su trágica muerte.
En aquella época los eremitas eran frecuentes, sobre todo en los parajes austeros bañados por el Jordán. Este río sagrado, centro geográfico del bautismo de Juan, nace al sur de la cordillera del Hermón, atraviesa el lago de Tiberíades y desemboca en el mar Muerto, después de un recorrido de 260 kilómetros.
Se dice que, en tiempos muy anteriores a Juan, eran numerosos los peregrinos que se bañaban en sus privilegiadas aguas, porque la fe popular creía que contenían una virtud especial para purificar el cuerpo y el alma. Hoy es un gran río de aguas sucias que visitan los cristianos de todo el mundo para recordar que en un lugar desconocido de su curso Jesús fue bautizado por Juan.
Hacía ya quinientos años que en Israel no surgía un profeta auténtico que predicara la ley de Moisés, denunciara la degradación moral del pueblo judío, combatiera la idolatría y condenara a los invasores extranjeros que tenían al pueblo de Israel oprimido en un puño, cometiendo injusticias sociales que clamaban al Cielo. Los que se presentaban como enviados por Dios eran predicadores oportunistas, que engañaban al pueblo con mitos religiosos y carismas falsos de naturaleza socio-política.
De repente, de la manera que no se sabe, se hizo presente en las riberas del Jordán un profeta estrafalario, llamado Juan, que vivía la pobreza heroica en grado extremo, sin ser conocido por nadie. Cubría su esquelético cuerpo con un vestido de pelo de camello, ceñido a la cintura con una correa de cuero, y se alimentaba de saltamontes y miel silvestre (Mt 3,4).
Hoy todavía en Arabia, Etiopía y Palestina se encuentran estos insectos ortópteros, de la familia de los acrídidos, que a veces arrasan comarcas enteras. Tostados sobre las brasas, son el alimento común de los pobres en algunos lugares de aquellos países. La miel amarga y aromática, distinta de la que elaboran las abejas, se halla en los troncos de ciertos árboles, como la palmera, la higuera, el tamarindo y en las hendiduras de las rocas.
La predicación del extraño profeta del desierto se centraba en proclamar la llegada del Mesías, “anunciada muchas veces y en diversas formas a nuestros padres por medio de los profetas” en el Antiguo Testamento (Hb 1,1).
En la temática de sus sermones repetía frecuentemente el estribillo de su constante predicación: “Preparadle el camino al Señor, allanad sus senderos” (Lc 3,4), aludiendo a la profecía de Isaías (40,3-5). Esta frase profética recordaba la antigua costumbre de los reyes orientales que, antes de ir a visitar sus estados, enviaban a sus criados para que preparasen los caminos, allanando los baches y acondicionando el paso por donde el cortejo real tenía que pasar.
El argumento único de su predicación era la conversión: “¡Convertíos que ya llega el reinado de Dios!” (Mt 3,2), gritaba constantemente y a pleno pulmón el Pregonero del desierto. Con esa frase repetida y palabras de fuego reprendía enérgicamente a los fariseos, saduceos y escribas que acudían a él por malsana curiosidad, y a quienes llamaba camada de víboras (Lc 3,7). Con el pueblo, sin embargo, se mostraba complaciente y comprensivo, invitando a la conversión perfecta de compartir con el pobre los propios bienes (Lc 3,11).
La conversión exigía dos actos importantes: la confesión de los pecados y el bautismo por inmersión en las aguas del Jordán, que prefiguraba el bautismo sacramental que Jesucristo había de instituir en su momento histórico con agua y Espíritu Santo. El rito sagrado judío, celebrado con salmos penitenciales, exigía una transformación total del hombre: la ruptura con el pecado y el cumplimiento de la voluntad divina, manifestada principalmente en la Ley divina.
Tan espectacular llegó a ser la figura ascética de este extraño misionero, y tan sorprendente y exigente su doctrina, que se acercaban a él turbas numerosas de toda Judea y de toda la región del Jordán para oír la buena noticia que predicaba. Y, a consecuencia del fuego de su palabra y del imán de su arrebatadora conducta, muchos confesaban sus pecados y se bautizaban (Mc,1,5), incluso pecadores, publicanos, soldados y prostitutas (Mt 21,32;Lc 3,12-14); y algunos de los que escuchaban la palabra de Juan se hacían sus discípulos, como Pedro, Andrés, Santiago y Juan, que más tarde se hicieron discípulos de Jesús.
Pero como de todo hay en la Viña del Señor, otros, en cambio, rechazaron la nueva doctrina de Juan, el Bautista, y se mantuvieron en sus ideas religiosas tradicionales. Tampoco faltaron manifestaciones celosas por parte de algunos discípulos de Juan que condenaron la actitud de Jesús, porque bautizaba y se llevaba la gente de calle (Jn 3,26). Y, como es lógico, bastantes fariseos y doctores de la ley no se convirtieron y se negaron a recibir el bautismo (Lc 7,30).
La fama de Juan empezó a difundirse por todas partes, incluso mucho tiempo después de ser bautizado Jesús y haber pasado cuarenta días y cuarenta noches en el desierto en oración y penitencia, preparándose para la vida pública.
Y esto hasta tal punto que cundió por el pueblo el rumor de que Juan, tal vez, podría ser el Mesías (Lc 3,15). Los mismos sacerdotes y levitas empezaron a pensar si realmente había llegado ya la plenitud de los tiempos mesiánicos.
¿Quién sería aquel tan extraño personaje, vestido rudimentariamente de anacoreta descuidado, que predicaba una doctrina nueva y bautizaba sin título de profeta? ¿Será acaso, de verdad, el mismo Mesías?
Para salir de dudas, el Sanedrín ejerció su perfecto derecho de investigar el caso y cerciorarse de la identidad de tan singular profeta. Eligió sacerdotes, levitas y fariseos, expertos en Sagrada Escritura, conocedores de las profecías, y los mandó a preguntar a Juan quién era en realidad. ¿Acaso Elías? (Jn 1,19-23). Según un oráculo antiquísimo, que fue pasando de generación en generación como una creencia firme de los judíos, reflejada en el Evangelio, Elías subió al cielo arrebatado en un carro de fuego, y vendría al fin de los tiempos. (Mt 16,14;Jn 1,21).
La respuesta de Juan a los curiosos investigadores que querían saber la identidad de su persona y de su misión profética, no pudo ser más humilde:
- Yo no soy el Mesías, ni Elías, ni un profeta. Yo soy una voz que grita desde el desierto: Allanadle el camino al Señor (Jn 1,20-23).
La doctrina y comportamiento de Juan tuvo también repercusión en el Gobierno, porque el valiente Profeta del Jordán reprendió abiertamente a Herodes Agripa por su concubinato público con Herodías, la mujer de su hermano Filipo. A pesar de ello, el tetrarca no lo odiaba, sino que le escuchaba con gusto, lo respetaba y protegía, pues reconocía que era un hombre justo y santo (Mc 6,20).
Estando encarcelado Juan, envió una embajada formada por algunos de sus discípulos para preguntar a Jesús si realmente era Él el Mesías. Volvieron con la respuesta afirmativa, comprobada por los muchos milagros que Jesús hacía, y con la misiva del mayor elogio que jamás se ha hecho en la Tierra sobre criatura alguna acerca de la persona de Juan, el Bautista: “os aseguro que no ha nacido de mujer nadie más grande que Juan Bautista”, dijo el Señor (Mt 11,11;Lc 7,28).
Sucedió que Herodes en su cumpleaños dio un banquete a sus magnates, a los tribunos y principales de Galilea. La hija de Herodías danzó en la fiesta con el aplauso y gusto de todos, principalmente del rey. Entonces Herodes mandó llamar a la muchacha y le dijo: Te juro que te daré todo lo que me pidas, aunque sea la mitad de mi reino. La muchacha preguntó a su madre qué le pedía al rey. Y ella le dijo: Pide la cabeza de Juan Bautista. El rey se llenó de tristeza, pero no quiso desairarla a causa del juramento y de los comensales. Y al instante llamó a uno de su guardia y le ordenó traerle la cabeza de Juan. Se fue y le decapitó en la cárcel y trajo su cabeza en una bandeja, y se la dio a la muchacha, y la muchacha se la dio a su madre. Al enterarse sus discípulos, vinieron a recoger el cadáver y le dieron sepultura (Mc 6,17-29).