DOMINGO XII DEL TIEMPO ORDINARIO (ciclo b)
24 de Junio Natividad de San Juan Bautista
San Juan Bautista
Hoy en el domingo duodécimo del tiempo ordinario se celebra la solemnidad de San Juan Bautista. Sobre el evangelio voy a facilitar brevemente dos temas principales: semblanza sobre San Juan Bautista, el Precursor del Mesías, y mensaje como tema sugerente para la homilía.
SEMBLANZA
Juan Bautista era hijo de Zacarías, sacerdote, e Isabel, santos esposos que vivían en la presencia del Señor en Ain Karin, ciudad a siete kilómetros y medio de Jerusalén. Ambos eran de edad avanzada e Isabel además estéril. Existían en ellos impedimentos naturales para ser padres, juntos y por separado pedían a Dios con ilusión y esperanza el milagro de que su matrimonio fuera agraciado con la bendición de un hijo. Sucedió que un año le tocó a Zacarías presidir la ceremonia religiosa en el templo de Jerusalén, y por razón de su cargo tuvo la suerte de poder entrar en el Sancta Santorum a ofrecer el incienso, cosa que ocurría alguna vez que otra en la vida, por los muchos sacerdotes que había al servicio del altar en el templo de Jerusalén. En el mismo instante en que Zacarías se disponía a incensar, cerró los ojos y en oración silenciosa y con devoción profunda pidió a Dios la gracia milagrosa de tener un hijo, creyendo que aquel era el momento más apropiado para que su oración fuera escuchada. Al abrirlos para empezar la incensación, se le apareció un ángel del Señor de pie a la derecha del altar, en medio de una aureola de rayos que lo envolvía. Al verlo, Zacarías se sobresaltó y quedó emocionadamente desconcertado. El ángel le dijo:
“Tranquilízate, Zacarías, que tu ruego ha sido escuchado: Isabel, tu mujer, te dará un hijo y le pondrás por nombre Juan. Será para ti una grandísima alegría y serán muchos los que se alegren de su nacimiento… Se llenará de Espíritu Santo. Él irá por delante del Señor, preparándole un pueblo bien dispuesto” (Lc 1,13 – 17).
Zacarías dudó de las palabras del ángel y le dijo:
“¿Cómo estaré seguro de eso? Porque yo ya soy viejo y mi mujer de edad avanzada” (Lc 1,18).
Como castigo por su falta de fe, el ángel, que era Gabriel, le anunció que quedaría mudo desde ese momento hasta el nacimiento de su hijo.
Al terminar los días del servicio religioso en el templo, Zacarías volvió a su casa, y poco tiempo después Isabel, su mujer, quedó embarazada. Terminado el período de gestación dio a luz un hijo. A los ocho días, cuando fueron a circuncidar al niño, para resolver la problemática que surgió sobre el nombre que se le había de poner, Zacarías escribió en una tablilla el nombre de Juan, que era el que el ángel le había dicho que se le pusiera. Y en ese momento se le soltó la lengua, y en un arrebato místico pronunció la poesía profética del “Benedictus”, una de las composiciones más bellas de la Sagrada Escritura (Lc 1,67-79).
Niñez y juventud de Juan
Basándome en el precioso libro “Vida y Misterio de Jesús de Nazaret” de Martín Descalzo. Juan se educaría en el ambiente religioso de su propia familia. Durante ese tiempo, Juan y Jesús se verían con alguna frecuencia, sobre todo cuando cada año los santos esposos José y María acudirían con el Niño Jesús al templo de Jerusalén a celebrar la Pascua; y aprovechando esta circunstancia, se acercarían a ver a Isabel, parienta de la Virgen.
A los doce años, edad en que sus ancianos padres podrían haber fallecido, Juan impulsado por el Espíritu Santo pudo internarse en algún monasterio de monjes, junto a la orilla occidental del mar Muerto, a 13 kilómetros de Jericó. En su juventud pasaría al desierto de Judea a completar su formación monástica con una vida eremítica de oración y penitencia, como nos da a entender el Evangelio: “Vivió en el desierto hasta que se presentó a Israel” (Lc 1,80).
Austero profeta del desierto
Juan vestido de piel de camello, con una correa a la cintura y alimentado con miel silvestre (Mt 3, 4), como austero profeta del Altísimo (Lc 1,76), en un lugar desconocido del Jordán predicó la conversión como preparación para la inmediata llegada del Mesías: “¡Convertíos que ya llega el reinado de Dios!” (Mt 3,2); y consiguió con su predicación muchas conversiones y discípulos, algunos de ellos se hicieron discípulos de Jesús, como Pedro, Andrés, Santiago y Juan.
Muerte de San Juan
Herodes, Rey, vivía maritalmente con Herodías, mujer de su hermano Filipo. Juan le reprendió este hecho y por esta causa, Herodías, su concubina, consiguió del Rey lo metiera en la cárcel porque le odiaba a muerte. Sucedió que Herodes en un cumpleaños suyo dio un banquete a sus magnates, a los tribunos y principales de Galilea, y en esa fiesta la hija de Herodías bailó con gracia, arte y ademanes provocativos con el aplauso y gusto de todos, principalmente del rey. Entonces Herodes mandó llamar a la muchacha y le dijo: Te juro que te daré todo lo que me pidas, aunque sea la mitad de mi reino. Ella preguntó a su madre qué le pedía al rey, le contestó: Pídele la cabeza de Juan Bautista. El rey se llenó de tristeza porque en el fondo de su corazón lo apreciaba, pero por no incumplir su juramento, llamó a uno de su guardia y le ordenó que trajera inmediatamente la cabeza de Juan. Poco tiempo después el soldado decapitó a Juan en la cárcel, trajo su cabeza en una bandeja, y se la dio a la muchacha, y ella se la entregó a su madre. Al enterarse sus discípulos, vinieron a recoger el cadáver y le dieron sepultura (Mc 6,17-29).
MENSAJE
El mensaje de San Juan Bautista era la conversión para la venida del Mesías, que se tenía que conseguir mediante la oración y la penitencia. Propongo en breves enunciados estos tres temas con algunas reflexiones espirituales.
Conversión
La conversión es un fin común para todos los hombres:
- los infieles están llamados a la conversión a la fe mediante la fuerza omnipotente de la gracia del Espíritu Santo y la colaboración de todos los cristianos de la Iglesia en vanguardia en misiones o retaguardia en el mundo con la oración, penitencia y ayudas económicas;
- los pecadores muertos en el alma por el pecado a la vida de la gracia;
- los cristianos en gracia a la conversión de la santidad bautismal progresiva;
- los consagrados a la santidad de la vida evangélica para conseguir la mayor perfección posible en el cumplimiento de los estatutos, reglas, normas disciplinares, vida comunitaria establecida y el trabajo dentro de la Comunidad o fuera de ella. Son los que más tienen que convertirse por la profesión de votos o compromisos a Dios al servicio de la Iglesia.
Oración
La oración no es un “concesionario” de gracias que se pueden conseguir observando rigurosamente ciertas normas de ciencia experimental; ni un soborno espiritual por el que se pretende conseguir de Dios favores a cambio de oraciones, sacrificios y limosnas, de modo condicional, final o causal: “te doy, si me das, te doy para que me des, y te doy porque me has dado”.
La oración es hablar con Dios para pedirle las gracias necesarias sobrenaturales para ir al cielo, que no se pueden conseguir con las fuerzas naturales. Santo Tomás de Aquino definió la oración con estas palabras: “La oración es la elevación de la mente a Dios para alabarle y pedirle cosas convenientes a la vida eterna”. Y Santa Teresa de Jesús, maestra en oración práctica, dijo: “es tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama”.
El Catecismo de la Iglesia Católica de Juan Pablo II dice que “la oración es la elevación del alma a Dios o la petición al Señor de bienes conformes a su voluntad. La oración cristiana es relación personal y viva de los hijos de Dios con su Padre infinitamente bueno, con su Hijo Jesucristo y con el Espíritu Santo, que habita en sus corazones” (Compendio nº 534; 2558-2565. 2590).
La oración es un acto personal de hablar o comunicarse con Dios. La tradición cristiana ha expresado tres modos principales de hacer la oración: la oración vocal, la meditación y la oración contemplativa, según enseña el Catecismo de la Iglesia Católica (Cat compendio 568).
Fin de la oración
El fin principal de la oración es triple:
- alabar a Dios, Creador de todas las cosas y Dador de todo bien por el que todo sucede envuelto en la presencia de la Providencia amorosa de Dios Padre, pues todo es gracia, aunque parezca desgracia. El Creador de todas las cosas, merece toda alabanza por los siglos sin fin;
- pedirle todo tipo de gracias, debidamente ordenadas a la salvación eterna y el perdón por los pecados.
Penitencia
La penitencia es un precepto evangélico que Jesucristo ejerció para efectuar la Redención, y enseñó a los hombres como un medio indispensable para la vida cristiana santificadora y apostólica. La razón teológica es porque el hombre quedó deformado por el pecado original; y en consecuencia devino la concupiscencia o inclinación al mal, el pecado y todos los males del mundo.
San Pablo enseñó que la Penitencia es el complemento que faltó a la Pasión de Cristo en los miembros de su Cuerpo Místico: “Ahora me alegro de sufrir por vosotros, y por mi parte completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1,24); y “domino mi cuerpo, no sea que después de predicar a los demás, yo quede descalificado” (1 Co 9,27).
Obligación de la penitencia
La penitencia es una obligación que impone la Iglesia. Recuerdo la ley penitencial de la Iglesia.
“En la Iglesia universal son días y tiempos penitenciales todos los viernes del año y el tiempo de Cuaresma (c 1250).
El ayuno y la abstinencia se guardarán solamente el miércoles de Ceniza y el viernes Santo. Todos los viernes del año son días penitenciales. La abstinencia de carne que obliga solamente todos los viernes de Cuaresma, se puede cambiar en los demás viernes del año por un acto de piedad, caridad o limosna. Para mayor seguridad en cumplir el precepto penitencial de todos los viernes del año es aconsejable guardar la abstinencia de carne todos los viernes del año, porque si se quiere cumplir de la manera que permite la Iglesia española, no se cumple o se cumple mal. La ley de la abstinencia obliga a los que han cumplido catorce años; la del ayuno a todos los mayores de edad, dieciocho años hasta que hayan cumplido cincuenta y nueve (c 1252).
Principales penitencias
Las principales penitencias son:
- Recibir el sacramento de la Penitencia;
- el cumplimiento del deber;
- la aceptación total de sí mismo con la limitación de las cualidades personales;
- la humillación de los propios pecados;
- la renuncia constante a la propia voluntad;
- el sacrificio costoso de la convivencia en comunidad, familiar, laboral, social, amistad y consagrada;
- y la aceptación de todos los acontecimientos como gracias de Dios. Todo lo que sucede, por voluntad de Dios, o querido por los hombres, entra dentro de la Providencia divina en el misterio de la Salvación, que sólo se entiende, si se acepta por fe.
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