sábado, 31 de agosto de 2013


Domingo vigésimo segundo
Tiempo ordinario, ciclo c
1 de Septiembre

“El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido” (Lc 14,11).
Nos cuenta San Lucas que Jesús entró  un sábado a comer a casa de uno de los principales fariseos  y todos estaban espiando su comportamiento, mientras que Él observaba que los comensales escogían los primeros puestos en la mesa. Reprochando interiormente este comportamiento, enseñó a sus discípulos a observar cada uno el puesto que le corresponde en la Sociedad y a ser humildes, porque el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido. Estas palabras me ofrecen una oportunidad para hablar de la virtud de la humildad.
Naturaleza de la humildad
Virtud de la humildad
La humildad, fruto de la humillación

 

            Naturaleza de la humildad

La humildad no es una cualidad humana temperamental, la manera de ser de una persona: calladita, apocada, tímida, débil de carácter, pobre, pues la manera natural de ser no define su virtud. Se puede ser humilde con cualquier temperamento; ni tampoco es un estado social de pobreza o un puesto insignificante  en la Sociedad.
“La humildad, en cuanto virtud especial, mira principalmente a la sujeción del hombre a Dios, por el cual se somete también a los demás humillándose ante ellos”, dice Santo Tomás de Aquino (II-II 161, 1-5). La humildad es una virtud natural o sobrenatural. Santa Teresa de Jesús la define con estas palabras profundamente teológicas con sentido práctico: “Humildad es andar en verdad” (Mor. Sexta 10,7), En verdad somos lo que somos  delante de Dios, pues delante de los hombres parecemos. Estructuralmente somos la nada, y personalmente miseria, debilidad y pecado.  “El hombre ve las apariencias, y Dios ve el corazón” (I Sm 16,7). Eres, en verdad, un pecador con cualidades, defectos y virtudes que has recibido de Dios o con su gracia. 
La humildad se fundamenta en el conocimiento propio, que uno tiene de sí mismo en relación a Dios. Cuando uno se conoce a sí mismo a fondo, se humilla, porque comprueba la grandeza y fortaleza de Dios en relación con su pequeñez y debilidad. Quien se mira a sí mismo desde la cima de Dios Altísimo, siente el vértigo de su propia miseria. Arrójate con los ojos cerrados a los brazos de Dios Padre, infinitamente sabio y santo, y caerás en los brazos de Cristo crucificado.
La humildad no es ciertamente la principal de las virtudes, que es la caridad, pero es el fundamento de todas ellas. Lo que es el cimiento al edificio es la humildad a la santidad: principio de unidad y consistencia de todas las virtudes. Si quieres tener santidad de rascacielos, necesitas tener humildad de cimentación de subsuelo.

            Virtud de la humildad

Sé humilde delante de Dios en la oración y delante de los hombres en la acción, con virtuoso temperamento, siendo tú mismo. No te importe demasiado lo que puedas parecer. “Vale más un acto de humildad que toda la ciencia del mundo”, dice Santa Teresa de Jesús (Vida 15, 8).
No me gusta el estilo de ser humilde que tienes: tirarte por tierra, porque puede ser o parecer una artimaña vanidosa de  explotar tu amor propio. Procede con sencillez y no te eches flores a la cara ni te tires tierra sobre las espaldas. Las alabanzas y vituperios ni envanecen ni humillan al que es verdaderamente humilde, porque se conoce de verdad como es por dentro, y no le importa lo que digan de él los demás con humildad.  “No eres más porque te alaben, ni menos porque te vituperen” dice el Kempis. 
En  la carrera de la santidad  se avanza al paso, al trote o a galope. Anda o corre en el maratón de la humildad a tu paso, tratando de conseguir la meta que Dios te ha señalado, sin que te importe el puesto que llevas en la carrera, ni que otros te lleven la delantera, pues el caso es llegar a tu meta. No hay cosa más difícil en este mundo que conocerse a sí mismo y conocer a los demás, pues pocos aprueban esta asignatura con buena nota. Eres tan miope en el conocimiento propio, que aumentas el escaso número de virtudes que tienes  y no ves la montaña de tus defectos. “¿Cómo es que ves la paja en el ojo de tu hermano si no adviertes la viga en el tuyo?” (Mt 7,3), dice el Evangelio. Si conoces a Dios y te estudias a ti mismo en la oración y en las realidades de la vida, te haces forzosamente humilde. 
Vives en la inopia, envuelto en vanidad, si piensas que todo el mundo te quiere y crees lo que te dicen, y equivocado si piensas que nadie te quiere. Si los que conviven contigo te  dijeran lo que piensan de ti con verdad, te sentirías profundamente humillado. Conviene que tengas en cuenta los defectos que te dicen los que conviven contigo, aunque te parezcan mentira o exagerados, porque  tienen algún fondo de verdad. Pocas veces se pueden decir las verdades a los familiares, amigos y personas, aunque sean espirituales. Si tienes la mala costumbre de hablar mucho y bien de ti, te colocas falsamente en un altar, como falso santo, ante quien  sólo tú te pones de rodillas.
Para conseguir la virtud de la humildad debes empezar por aceptarte a ti mismo, tal como Dios te ha hecho y tú te has deshecho.  Aceptar, sufrir y ofrecer los acontecimientos de la convivencia humana es un método virtuoso de la santidad.  La convivencia es escuela de humillaciones, donde se aprenden las virtudes, especialmente la caridad, humildad y paciencia. Gracias a la vida comunitaria ves los muchos defectos que tienes y las virtudes que te faltan. Por santo que seas, resultarás molesto para algunos, ocasión de sufrimiento para bastantes,  e indiferente para casi todos.

            La humildad, fruto de la humillación

“Humildar” no es lo mismo que humillar. “Humildar” es la virtud de hacer humildes, y humillar es el pecado de hacer soberbios. Sé humilde sin ejercer el oficio de humillar a nadie. Humillar a otro ni es táctica psicológica para corregir ni  medio espiritual para hacer humildes. Sin humillación toda humildad es aparente. La virtud, como la ciencia, no se supone, se demuestra. La humildad no se consigue solamente con actos piadosos de devoción, sino con actos costosos de humillación. Necesitas las humillaciones que vienen de las personas y provienen de las cosas para conocer a Dios, conocerte a ti mismo y conocer a los demás. Las humillaciones son gracias que Dios permite para conocer los defectos propios y ajenos, comprobar la realidad de las virtudes supuestas, descubrir la necesidad para conocerte a ti mismo, y comprender las debilidades de los hombres.
Principales humillaciones más costosas son:
- Las limitaciones del propio ser;
- las repetidas caídas en el mismo pecado, que difícilmente se pueden evitar;
-los vencimientos continuos de la convivencia familiar y social;
- y las circunstancias adversas de la vida.

No consideres demasiado la vida pecadora de tu pasado, de la que ahora te arrepientes. El antes pecaminoso, arrepentido de ayer, y llorado hoy, es refuerza para la santidad del ahora. Las humillaciones son como los golpes que da el escultor con el cincel sobre la piedra o el mármol para transformar la materia en obra artística.  

sábado, 24 de agosto de 2013


Domingo vigésimo primero
Ciclo c          

“¿Serán pocos los que se salven?”  

“Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim 2,3-4), dice la Palabra se Dios. El número de los que se salvan ha sido, es y será siempre el gran interrogante para todos los cristianos porque nada hay revelado sobre este particular, preocupante o angustioso problema. 
En uno de los lugares donde Jesús estableció su centro de predicación, tal vez en una sinagoga, el Maestro debió tratar el tema de la salvación que estaba hasta en la sopa  de los judíos, principalmente estudiosos y creyentes. Un oyente, interrumpiendo el discurso de Jesús, le preguntó: Señor, ¿son pocos los que se salvan?
El Maestro no respondió directamente a la pregunta  sino que se limitó a enseñar la necesidad de esforzarse para entrar en el Reino de Dios con estas palabras: “Esforzaos en entrar por la puerta estrecha, porque os digo que muchos intentarán entrar y no podrán” (Lc 13,24). Esta frase no significa que muchos no se salvarán por propia cuenta, porque la salvación no depende sólo del esfuerzo humano, sino principalmente de la gracia de Dios. La contestación de Jesús contiene dos enseñanzas importantes:
1ª La salvación exige esfuerzo personal en el ejercicio de las buenas obras;
2ª También, y de manera principal, de la gracia de Dios.
La salvación del hombre, tal como es en si misma, con debilidades espirituales y orgánicas sin cuento, es un misterio que  corresponde solamente a la  justicia de Dios,  Creador y Padre de cada hombre, infinitamente misericordiosa. 

            Opiniones sobre la salvación

Entre los misioneros, predicadores y sacerdotes,  principalmente antiguos, existía sobre la salvación una opinión rigorista que afirmaba que son muchos, muchísimos, los hombres que no se salvan, porque según se aprecia pocos, poquísimos, son los que trabajan por vivir en gracia.  La mayor parte de la gente vive de espaldas a Dios, obcecada en el pecado, alucinada por el mundo, el dinero, el poder y la carne, sin cumplir los mandamientos de la Ley de Dios.  Luego son pocos los hombres que se salvan.

            Opinión optimista

La opinión optimista, muy común hoy, consiste en creer que casi todo el mundo se salva, pues, los hombres por sus debilidades constitucionales, educación y cultura  diferente, problemas familiares y sociales no ofenden a Dios tan gravemente como para merecer el infierno eterno. Luego son mayoría los hombres que se salvan. Hay muchos hombres buenos, de sincero corazón, cumplidores de sus deberes en la familia, en el trabajo y en la Sociedad, que no pisan la Iglesia o la frecuentan solamente en casos de compromiso por diversas razones, y, sin embargo, son mejores que muchos cristianos practicantes, incluso piadosos. Luego son muchos los que se salvan por el misterio de la misericordia de Dios teniendo en cuenta la condición de la miseria humana.

            Opinión misericordiosa

Sin duda alguna la opinión más aceptable es la de la infinita misericordia de Dios que conoce a cada hombre y su malicia en el pecado. Nadie sabe, ni siquiera la Iglesia, el número de los que se condenan. Sin embargo sabemos que son muchísimos los que se salvan, como nos consta por el libro de las canonizaciones de los santos y mártires de la Santa Iglesia, El santo Papa Juan Pablo II en su libro “Cruzando el umbral de la esperanza” nos dice textualmente que “cuando Jesús dice de Judas, el traidor, sería mejor para ese hombre no haber nacido, la afirmación no puede ser entendida en el sentido de una eterna condenación” (Pág. 187).
Creo que lo mejor que podemos hacer para tranquilizar nuestra inquietud sobre este espinoso y agobiante tema es establecer cinco principios generales que nos puedan dar luz a nuestros interrogantes y aquietar nuestros miedos y temores.
1º La Iglesia jamás ha hablado ni puede hablar del número de los que no se salvan, porque no está revelado.
2º Según la doctrina de la Iglesia se salva el que muere en gracia y se condena el que muere en pecado mortal (Cat 1035). “Morir en pecado mortal sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de Él para siempre  por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra “infierno” (Cat 1034). ¿Pero quién sabe el que está en gracia de Dios o muere en pecado mortal? Muchos pecados, estimados en teoría en la moral católica  materialmente graves no son pecados formales, que ofenden a Dios gravemente y merecen la condenación eterna por infinitas causas excusantes: taras constitucionales o adquiridas, desequilibrios temperamentales, condicionamientos de todo tipo, fuertes tentaciones, a veces insuperables, culturas diversas, educación familiar y social, ambiente y otros muchos factores.  
3ª Es cierto que hay en el mundo hombres muy malos, satánicos, como lo atestigua la triste experiencia de nuestros días. Pero sólo Dios sabe quiénes cometen el pecado grave que merezca el infierno.
4ª Dios Padre juzga con su infinita misericordia al hombre, que es su hijo, criatura suya, y no a un extraño. ¿Cómo el hijo de Dios ofenderá a su Padre y qué pecados, actos humanos, limitados y temporales, por muy graves que sean, merecerán el infierno? ¿Quiénes serán los que realmente se condenen? ¡Misterio!
Y, por último, hay que considerar que la redención fue universal, realizada por Jesucristo, Dios, hecho hombre,  que derramó su sangre divina por todos sus hijos, los hombres. Se condenan los que rechazan conscientemente las gracias de Dios ¿Quiénes? ¿Cuántos? La salvación tiene que ser un éxito de Dios, y no un fracaso o triunfo de diablo.



sábado, 17 de agosto de 2013

            Domingo vigésimo
            Tiempo ordinario, ciclo c


            “¿Pensáis que he venido a traer al mundo la paz?  No, sino división”.
           
            Este pensamiento tan profundo del evangelista San Lucas debe explicarse para ser bien entendido, porque tiene un sentido místico. ¿No es Cristo, el Amor increado, perfecto y eterno, Rey de la Paz, que, siendo Dios, se rebajó de su dignidad divina y se hizo hombre  para que los hombres se reconciliaran con Dios? ¿Cómo se entiende que San Lucas diga que Jesús no ha venido al mundo a traer la paz sino la división? ¿Cómo se coordina esta frase con el hecho  de la vida, excepcional, única, pasión horripilante con dolores extremos de Jesús, que no se pueden imaginar, muerte inhumana  y resurrección gloriosa, conceptos que no caben dentro de las capacidades intelectuales del hombre? ¿No canta la Iglesia en la santa misa el himno de la paz: gloria a Dios en el Cielo y en la tierra paz a los hombres que ama al Señor? Entonces ¿por qué San Lucas afirma  que Jesús dijo que ha venido al mundo no a traer la paz sino la división en contra de la doctrina de la Iglesia?
            La solución está en saber distinguir la intención de Jesús al pronunciar estas palabras, porque hay  dos verbos causar y ocasionar que muchas veces se utilizan con el mismo o parecido significado.
Jesús, que es Dios, por ser sabio y santo no puede causar la división, que es un mal. Todo lo que Jesús hizo durante toda su vida fue el bien, como no podía ser de otra manera. Sin embargo, ocasionó, sin querer, en sus enemigos el odio, su pasión y muerte que en su última instancia fue la Redención. Pensando teológicamente el bien debería causar siempre el bien, pero como el hombre está corrompido por el pecado, ocasiona o causa en los hombres el mal, que en definitiva resulta siempre un bien, por aquello que dice la teología popular: “no hay mal que por bien no venga”. La teología católica enseña que el bien y el mal tienen su providencia divina de bien. Gracias al mal que hay en el mundo han existido, existen  y existrán muchos buenos cristianos, santos sin cuento, y multitud de mártires en la Iglesia. Los que seguimos a Cristo producimos en las familias separación o división en sus miembros: “tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos: el  padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra”. Jesús ha venido al mundo a traer la paz a todos los hombres, pero muchos arman la guerra por ignorancia, confusión o malicia, pero el mal en su desenlace final resulta un bien universal.   










miércoles, 14 de agosto de 2013


ASUNCIÓN DE LA VIRGEN MARÍA AL CIELO
           
            Asunción de la Virgen María  no es lo mismo que  Ascensión de Jesucristo al Cielo, porque Jesucristo, por ser Dios,  subió al Cielo por su propia virtud divina, mientras que María fue asunta o subida al Cielo por el poder de Dios.
            La Asunción de la Virgen María es el colofón de su historia, el último título dogmático de sus privilegios: Inmaculada, Virginidad perpetua, Madre de Dios, Corredentora del género humana y Asunción en cuerpo y alma al  Cielo, complementados por los títulos evangélicos y teológicos.
            Desde toda la eternidad Dios en consenso mutuo  trinitario determinó que el Hijo de Dios, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, se hiciera hombre en una mujer única, que se llamaría María, para ser la Madre de Dios; y por esa razón tendría que ser especial;  Inmaculada, santísima, llena en plenitud de gracia, sin pecado original ni personal, Madre Virgen que concibiera sobrenaturalmente  a su Hijo, Jesús, no por obra de varón sino del Espíritu Santo; Madre de Dios y de todos los hombres, y Corredentora del género humano mediante una vida  sencilla de las cosas  ordinarias de la vida, que comprende las mayores perfecciones del ser creado, angélico y humano. Después conviviría entre los hombres en silencio, sin protagonismos, sufriría, moriría, como  todos los hombres y también su Hijo, Jesucristo, como Redentor, y como Corredentora; y por fin fue Asunta a los Cielos en cuerpo y alma para ser  Reina, Señora y abogada de todo lo creado.
            Cuando llegó la plenitud de los tiempos, las cosas planificadas por Dios eternamente, se cumplieron al pie de la letra.
            De los muchos títulos con los que los cristianos veneramos a la Santísima Virgen María, a mí el que más me gusta y es lema de mi vida espiritual es Santa María del Silencio, no en el sentido de que es Madre de los mudos, que no hablan con palabras, porque María no fue muda, sino Madre de la Palabra y Modelo en obras, siendo silencio del amor de Dios en el Corazón de la Iglesia, que nos enseña a a los cristianos a hacer el bien y con amor lo que tenemos que hacer; la eficacia apostólica de la oración y del trabajo de las  cosas sencillas y ordinarias de la vida; el valor místico del dolor sufrido y ofrecido a Dios; y el secreto divino de saber guardar en el corazón  todas las cosas para la gloria del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo.     





viernes, 9 de agosto de 2013

DOMINGO DÉCIMO NOVENO
TIEMPO ORDINARIO CICLO C
11 de agosto
“Estad. preparados, porque a la hora que menos penséis, viene el Hijo del Hombre”


    La Historia de la Revelación en la parte dogmática nos enseña, entre otras muchas verdades, que la muerte es consecuencia del misterio del pecado original, porque “Dios no es un Dios de muertos sino de vivos” (Lc 20,38); y Jesucristo, que es Dios y hombre, en el Evangelio nos afirma: Yo soy, el camino, la vedad y la Vida. No un camino, uno más entre los muchos que existen, sino el Camino, único, en el que desembocan todos los caminos verdaderos y buenos; ni una verdad más, sino la Verdad, con artículo determinado, exclusivo, pues las otras verdades múltiples, grandes y pequeñas, están subordinas la Verdad eterna (Jn 14,6).
La  muerte, catástrofe del hombre, no puede venir de Dios, sino misteriosamente del pecado de Adán, que tantos males han traído traen y traerán al mundo hasta el fin de los tiempos. ¿Por qué? La fe nos dice que en la providencia eterna de la creación del hombre Dios previó que Adán, el primer hombre, creado en santidad y justicia en un estado sobrenatural de gracia con dones preternaturales de inmunidad al dolor, inmortalidad e integridad, tentado por el demonio, cometería inimaginablemente el pecado original, causa de todos los males del mundo. Y a la vez, previó la solución a este problema: la Redención.
En mutuo consenso de las tres divinas Personas, Dios determinó que el Hijo, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, sin dejar de ser Dios, se encarnaría en una mujer especial, única, llamada María, Inmaculada, Madre de Jesucristo, Dios, Redentor para que juntamente con Él fuera Corredentora del género humano. En efecto, el Hijo de Dios en su tiempo asumió la naturaleza humana de la Virgen María; fue engendrado no por obra de varón sino del Espíritu Santo  y se hizo hombre en todo menos en pecado; nació virginalmente de Santa María Virgen;  vivió, siendo también Dios, padeció y murió como todo hombre, y resucitó  para ser modelo de todos los hombres. ¿Qué hubiera sido mejor que el hombre no pecara, y superada la prueba que Dios le puso a Adán en el Paraíso, fuera trasladado al Cielo, o como sucedieron las cosas con el pecado y la Redención? Entre las muchas posibilidades pienso que la Redención fue la mejor, pues  ocasionó la oportunidad de que Dios se hiciera hombre para que el hombre se hiciera dios. El hecho del pecado original que tantos males ha causado, causa y causará hasta el fin de los tiempos han sido son y serán menos males que bienes, porque la mayoría de los pecados que se han cometido, se cometen  y se cometerán en la Historia de la salvación son males materiales, no formales,  con finalidad de bienes últimos,  y no ofensas a Dios. Y tener a Dios, hecho hombre,  desde que fue engendrado hasta toda la eternidad, como centro y fin de la Creación, es una realidad inimaginable que no se puede  agradecer.
     ¿La muerte para el hombre es un bien o un mal? ¿Hay que temerla, desearla o  esperarla?   
    La muerte es un bien humano para quien sufre sin  fe ni esperanza, porque es dejar de sufrir; un mal para el creyente pecador que vive habitualmente de espaldas a Dios, porque puede condenarse; y un bien para quien vive  siempre en gracia, como si en cualquier momento tuviera que morir, haciendo que su vida sea una muerte lenta con la esperanza en la vida eterna  con Dios; la desea el santo que trabaja con todas sus fuerzas por ver a Dios y gozar de Él en plenitud por toda la eternidad;  
Por consiguiente, todos los que vivimos tenemos que estar preparados para cuando  llegue el Hijo del hombre que vendrá cuando menos lo pensemos. La vida debe ser una espera gozosa, sin miedos ni complejos, evitando todo pecado, y llena de obras santas, esperando la llegada del Señor, Cuando abramos los ojos en la otra vida, todo va a ser agradable sorpresa, porque la realidad de las verdades eternas va a ser mejor que pensamos en este mundo.  Todo va a ser distinto, porque las cosas no se conocerán humanamente desde la fe, sino desde la visión sobrenatural con conceptos divinos. Los misterios que ahora creemos con fe serán evidencias de  visión celeste.  El mal y el bien, el pecado, la ofensa y la gracia se verán como realmente son  a los ojos de Dios, que evalúa todas las cosas con infinita sabiduría de misericordia, teniendo en cuenta  las miserias del hombre, frágil, imperfecto, desequilibrado, miserable con infinitas secuelas físicas, psíquicas, que son inculpables. Estoy personalmente convencido de que la Redención  tiene que ser un triunfo, un éxito y no un fracaso, y la mayor parte de los hombres, hijos de Dios se salvan.




sábado, 3 de agosto de 2013

DOMINGO DÉCIMO OCTAVO CICLO C
4 DE AGOSTO

“Aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra”

En la segunda lectura de la liturgia de la Palabra de este domingo, el apóstol San Pablo escribiendo a los Colosenses les enseña cual es el fin  del cristiano: aspirar a los bienes de arriba, del Cielo, donde está Cristo,  y no a los de la tierra,
El hombre por su propia naturaleza está inclinado a los bienes humanos y terrenos, pero por razones varias personales, familiares, culturales, sociales y ambientales confunde el mal con el bien, y por confusión o enfermedad aspira a los males, como bienes psicológicos o patológicos. Es cierto que existen hombres malos, cuya malicia en relación al castigo Dios sólo sabe, pues un hombre normalmente equilibrado y bien educado no puede querer el mal para sí mismo. El cristiano, en virtud del bautismo, es un ser elevado al orden sobrenatural y capacitado para obrar los bienes de arriba, del cielo, y también convertir las obras buenas de la tierra e indiferentes   en sobrenaturales, porque viviendo en gracia de Dios, todo lo que el cristiano hace, que no sea malo, es, en cierto modo sobrenatural, y merece premio. Y si tiene la triste desgracia de cometer el pecado mortal, con el sacramento de la Confesión se le perdona, recupera la gracia perdida en mayor grado que la que tenía antes de pecar, como si nada hubiera pasado;  y el bien que hizo, en estado de pecado, perdonado, recupera su mérito por efectos retroactivos en la medida justa que Dios sólo sabe. En consecuencia, el cristiano debe emplear toda su vida en hacer todo el bien que pueda, para aspirar a los bienes del Cielo, trabajando por vivir siempre en gracia haciendo que todas sus obras sean buenas en un grado o en otro sobrenaturales.