DOMINGO TRIGÉSIMO SEGUNDO.TIEMPO ORDINARIO. CICLO B
11 DE NOVIEMBRE 2018
11 DE NOVIEMBRE 2018
AYUDAR A LA IGLESIA EN SUS NECESIDADES
Desgraciadamente en nuestros tiempos, la fuerza
obligatoria del quinto mandamiento: ayudar
a la Iglesia en sus necesidades ha perdido su vigor para la mayor parte de
los cristianos. Hoy no se valoran socialmente las leyes de la Iglesia, con el
agravante de que no pocos católicos las
rechazan sin escrúpulo. Es una realidad que hay que reconocer con humildad y
tristeza.
Los mandamientos de la Santa Madre Iglesia, digamos,
están de capa caída. Muchos, llamados hombres de fe, no cumplen ya el precepto
dominical. Se limitan simplemente a ir a Misa por apetencias personales del
gusto religioso o cuando tienen que cumplir una obligación social. La
confesión, por ejemplo, se ha infravalorado, descuidado o abandonado hasta el
punto de que hay cristianos, comprometidos con la “Iglesia”, que comulgan
habitualmente y no reciben el Sacramento del perdón. Diariamente vemos filas
interminables de comulgantes en nuestras Eucaristías, mientras que los
sacerdotes están en paro sentados en el confesionario.
El ayuno y la abstinencia, prácticas vigentes en el
Derecho Canónico, se consideran normas penitenciales desfasadas, que han
quedado reservadas a un grupo limitado, más o menos numeroso, de antiguos
cristianos consecuentes con la fe tradicional.
El mandamiento de ayudar a la Iglesia en sus
necesidades es una obligación que se quiere cumplir tacañamente, echando una
limosna en la bandeja o cestos en la misa dominical, o depositando una moneda
en un cepillo de la Iglesia, o dando un donativo con ocasión de recibir un sacramento o un servicio religioso.
En los antiguos catecismos el precepto de ayudar a
la Iglesia en sus necesidades aparecía redactado con inspiración bíblica del
Antiguo Testamento: “Pagar diezmos y primicias a la Iglesia de Dios”. Con estas
palabras se imponía a los cristianos la obligación de contribuir a la
financiación de la Iglesia con el diezmo de sus cosechas y las primicias de sus
ganados.
Diezmos y primicias son dos palabras que, teniendo
distinto significado etimológico, eran utilizadas en el Antiguo Testamento con
un mismo sentido: contribuir a las necesidades del templo con los bienes
propios. Diezmos significaba la
décima parte, moralmente considerada, de los productos del campo: “Llevarás a
la casa del Señor, tu Dios, lo más florido de tu tierra” (Ex 34,26); y primicias eran los frutos primeros de
la vida humana o animal. Los primeros nacidos, hombres o animales, eran
propiedad exclusiva de Dios. Los primogénitos de mujer debían ser consagrados a
Dios, de una manera que no se sabe con seguridad en qué consistía; y los de los
animales tenían que ser sacrificados para expiar los pecados del pueblo de
Dios. “Yo inmolo al Señor todo animal primogénito y rescato al primer nacido
entre mis hijos” (Ex 13,1-2).
Los frutos de la tierra se destinaban para el
mantenimiento del templo, manutención
de sacerdotes, ministros, servidores y obras sociales religiosas para ancianos,
viudas, huérfanos y pobres.
El antiguo pueblo de Israel cumplía preferentemente
el precepto de los diezmos y primicias, con ocasión de celebraciones religiosas
como la Fiesta de las semanas y la Fiesta de las primicias de la recolección al
terminar el año (Ex 34,22).
La primitiva comunidad de Jerusalén, secundando el
precepto bíblico del Antiguo Testamento, vivía el Evangelio de Jesucristo con
desprendimiento de corazón, prácticamente como si tuviera voto de pobreza,
aunque no existía entonces este vínculo jurídico de consagración a Dios. La fe
en Cristo resucitado hacía que todos escucharan las enseñanzas de los
Apóstoles, vivieran unidos, fueran constantes en la oración, en la celebración
de la Eucaristía y en la unión fraterna, de manera que todo lo tenían en común.
Vendían las posesiones y haciendas y las distribuían entre todos, según la
necesidad de cada uno (Hch 2, 41-47;4,32-35).
Pero no todo era jauja, pues como aquella comunidad
cristiana estaba compuesta por hombres, y dicen que “en todas partes se cuecen
habas”, tenía también sus cosas, como sucede y sucederá siempre en todas las
instituciones humanas. Un tal Ananías, de acuerdo con Safira, su mujer, vendió
una propiedad y se quedó con parte del dinero. Pedro le reprendió por este
grave pecado. Y, no pudiendo resistir las palabras del Apóstol, cayó muerto; y
lo mismo le sucedió a Safira, cómplice de este robo (Hch 5,1-10).
Tomando el buen ejemplo de la primera comunidad
apostólica, los cristianos de los cinco primeros siglos cumplían el deber de
los diezmos y primicias espontáneamente, motivados por la Palabra de Dios y sin
estar obligados por ley. Cada uno contribuía con lo que podía para el
sostenimiento del culto, sus ministros y obras benéficas, de manera que se
podía decir que no existía problema económico importante en las primeras
comunidades católicas.
A partir del siglo VI, cuando el cristianismo se fue
extendiendo por todas partes, se enfriaron los primeros fervores de los
cristianos, y muchos, paganizados, dejaron de cumplir el deber sagrado de pagar
los diezmos. Fue entonces cuando la Iglesia se vio obligada a empezar a poner
paulatinamente leyes sobre las ofrendas, inspirándose en las normativas del
Antiguo Testamento, y copiando los impuestos de las sociedades civiles.
El momento histórico culminante de la institución
legislativa de la contribución a la Iglesia mediante los diezmos y primicias
tuvo lugar en los siglos del XI al XIII, coincidiendo con el feudalismo. La
crisis de los diezmos sobrevino cuando en la Edad Moderna la economía agraria
se transformó en capitalista. Las causas fundamentales fueron la ruptura de la
unidad religiosa en Europa con el resurgimiento del protestantismo y la
industrialización. Estas circunstancias hicieron que los diezmos desaparecieran
en Francia durante la revolución en el año 1789. En España fueron abolidos por
la desamortización de Mendizábal el año 1837.
Desamortización de
Mendizábal
Juan Álvarez Mendizábal nació en Cádiz el 25 de
Febrero de 1790, y murió en Madrid en Noviembre de 1853. Era descendiente de
judíos. Sus padres fueron comerciantes de objetos viejos, ropavejeros. Desde
muy joven mostró especiales cualidades para el mundo de las finanzas. Era
político independiente, liberal y anticlerical. Exiliado por el gobierno español
en 1823, vivió en Londres doce años, donde montó un gran negocio y se hizo
inmensamente rico, consiguiendo un gran prestigio entre los ingleses. Más tarde
fue repatriado por el Gobierno español, afín a sus ideas políticas, y llegó a
ser ministro de Hacienda tres veces, terminando por ser jefe del Gobierno desde
el 15 de Septiembre de 1835 al 15 de Mayo de 1836, es decir ocho meses.
El 11 de Octubre de 1835 declaró disueltas todas las
Órdenes religiosas existentes en España, excepto las dedicadas a la pública
beneficencia. El 19 de Febrero de 1836 declaró la venta de los bienes de la
Iglesia para pagar la deuda nacional y solucionar el gravísimo problema social
que existía entonces en España. La desamortización eclesiástica fue un expolio
de los bienes de la Iglesia, difícilmente justificable desde el punto de vista
legal y moral. Usurpadas las posesiones eclesiásticas, fueron subastadas públicamente con el resultado que se
preveía: conseguir que los ricos se hicieran más ricos y los pobres más pobres.
Los gobernantes y políticos engordaron sus bolsillos, y el Estado se quedó con las
mismas o más trampas que antes tenía.
El volumen total de los bienes expropiados a la
Iglesia está todavía por precisar. En el siglo pasado Santaella, especialista
en esta materia, calculó la expoliación en unos 2.700 millones de pesetas y en
un 8% de las tierras cultivadas en España. Pero probablemente las propiedades
expoliadas fueron muchas más y el perjuicio económico de la Iglesia
incalculable. La desamortización terminó prácticamente el año 1890, en el que
empieza la restitución del Estado a la Iglesia por asignaciones anuales.
En sustitución de los diezmos surgieron los
aranceles eclesiásticos, obligaciones económicas con las que los fieles aportaban una ayuda en metálico a la
Iglesia, con ocasión de recibir un sacramento o un servicio religioso. En
muchos pueblos de León y Castilla la Vieja los fieles ayudaban a la Iglesia y
al mantenimiento de sus sacerdotes con aportaciones de fanegas de legumbres y
cereales, aceite, vino y otros productos, y de esta manera cumplían el quinto
precepto de la Iglesia.
La legislación antigua del Derecho Canónico de
Benedicto XV, año 1917, en el canon 1.502, establecía la obligación cristiana
de ayudar a financiar la Iglesia con la bíblica expresión de pagar diezmos y
primicias, dejando el modo de cumplir este precepto a los peculiares estatutos
o costumbres laudables de cada región. El vigente Derecho Canónico, publicado
por el Papa Juan Pablo II en 1983, recuerda en el canon 222 el quinto
mandamiento de la Santa Madre Iglesia con estas palabras: “Los fieles tienen el
deber de ayudar a la Iglesia en sus necesidades, de modo que disponga de lo
necesario para el culto divino, las obras de apostolado y de caridad y el
conveniente sustento de los ministros”. El canon no especifica ni el sistema de
aportación económica ni la cuantía. Deja a la autoridad del Obispo o de las
Conferencias Episcopales el sistema de contribución a la Iglesia. Este precepto
puede cumplirse también con prestaciones personales.
En la Archidiócesis de Madrid se suprimieron los
aranceles el año 1965, siendo Arzobispo D. Casimiro Morcillo. Desde entonces
hasta nuestros días los fieles ayudan al sostenimiento de la Iglesia mediante
aportaciones económicas voluntarias, con ocasión de los sacramentos o servicios
religiosos recibidos; y también por medio de donativos en colectas, cepillos o
suscripciones periódicas.
La financiación de la Iglesia es una obligación que
incumbe principalmente a los cristianos, y también al Gobierno porque, aun en
el caso hipotético de que el Estado haya restituido ya los bienes usurpados con
motivo de la desamortización de Mendizábal, la Iglesia, la Institución más
importante de la Sociedad española, contribuye como ninguna otra a solucionar
los problemas sociales de educación cívica, atención sanitaria, pobreza y
marginación de los españoles. Y, por tanto, debe ser subvencionada al igual que
otras instituciones sociales que prestan servicios públicos a una sociedad
pluralista y democrática. En España, en concreto, una inmensa mayoría de
ciudadanos se confiesan católicos; y todos,
de cualquier signo político o religioso que sean, se benefician de un bien
social, material y humano que presta la Iglesia Católica.
El Estado no regala a la Iglesia nada con las
asignaciones económicas que le concede, sino que cumple una obligación de
justicia, invirtiendo parte de los fondos de los españoles para un bien común
de la Sociedad.
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