“Perdonad y seréis perdonados” (Lc 6,37).
A Pedro, el gran apóstol de los contrastes temperamentales, le resultó difícil entender esta lección evangélica. Y, apasionado, como siempre, en un arranque de corazonada instintiva preguntó al Maestro:
• Señor,
y si mi hermano me sigue ofendiendo, ¿cuántas veces lo tendré que perdonar?
¿Hasta siete veces?
Suponía el bueno de Pedro que había exagerado los límites de la
generosidad en el perdón a los enemigos, determinando el número de veces hasta
siete. Y su sorpresa llegó a su colmo, cuando oyó la respuesta de Jesús:
No siete veces, sino setenta veces
siete. Es decir siempre.
El Evangelio que Jesús predicaba producía efectos sorprendentes en los
que lo escuchaban con fe, porque Él era consecuente con su Palabra: cumplía a
la perfección lo que enseñaba. Donde quizás aparece este ejemplo con un
argumento contundente de claridad meridiana fue en el momento de la cruz, en el
que perdonó con amor inconcebible a sus mismos enemigos que le habían
crucificado:
“Padre, perdónalos porque no saben
lo que hacen” (Lc 23,34).
El amor a los enemigos no es un consejo evangélico que propuso Jesús a
una casta privilegiada de cristianos, vocacionados para una santidad heroica;
ni una invitación a la máxima perfección del amor cristiano. Es un precepto del
Señor, que ya existía en el Antiguo Testamento (Lev 19,17 -18;Éx 23,4-5; Prov
25,21), entendido humanamente con condicionamientos.
Jesucristo, que es la plenitud de la Ley, nos lo explica en el
Evangelio en la parábola del siervo que debía millones a su rey (Mt 18,23-35).
Y nos lo manda en muchos textos, de los que seleccionamos tres importantes:
• “Amad
a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen, para que seáis hijos de
vuestro Padre celestial, que hace salir el sol sobre buenos y malos y hace
llover sobre justos e injustos. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué mérito
tendréis? ¿No hacen eso mismo los paganos?”. Y si saludáis solamente a vuestros hermanos ¿qué hacéis de especial?
(Mt 5,44-47; Lc 6,27-35).
• “Porque
si vosotros perdonáis a los hombres sus ofensas, también os perdonará a
vosotros vuestro Padre celestial; pero si no perdonáis a los hombres sus
ofensas, tampoco vuestro Padre perdonará las vuestras” (Mt 6,14-15).
• “Perdonad
y seréis perdonados” (Lc 6,37).
Es condición indispensable para ser verdaderamente hijos de Dios amar
a nuestros enemigos y rezar por ellos, si queremos distinguirnos de los paganos
que suelen tratar a los demás como ellos son tratados. Es, además, necesario
perdonar a los que nos ofenden para recibir el perdón de Dios, conforme pedimos
en la oración dominical: “Perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a
los que nos ofenden”.
Para cumplir el precepto del amor al enemigo son necesarias dos
condiciones esenciales: la oración y el perdón de las ofensas.
Es evidente que la oración por los enemigos no puede ser igual que la que se hace por familiares y
amigos; ni tampoco el perdón de las ofensas. Basta con que la oración sea
sobrenatural, de la manera que cristianamente sea posible, aunque se sienta
rechazo instintivo y revolución pasional en el interior. Como norma general se
podría cumplir esta costosa obligación rezando consecuentemente la oración del
Padre nuestro, en la que condicionamos el perdón de Dios al modo como nosotros
perdonamos a los que nos ofenden.
El perdón de las ofensas consiste esencialmente en erradicar del
corazón el odio y la venganza. Es decir en no tomarse la justicia por mano
propia. El odio es irreconciliable con
la Palabra de Dios: “El que odia a su hermano es un homicida, y vosotros sabéis
que ningún homicida tiene la vida eterna en sí mismo” (1 Jn 3,15). “Si alguno
dice que ama a Dios y odia a su hermano es un mentiroso. El que no ama a su
hermano, al que ve, no puede amar a Dios, al que no ve. Éste es el mandamiento
que hemos recibido de Él: que el que ame a Dios, ame también a su hermano” (1
Jn 4,20-21).
El fundamento teológico del amor al enemigo no puede ser más claro y
sencillo: Todo hombre, de cualquier color, raza, país, ideología, credo, es
hijo de Dios, incluso mi enemigo, que es también hermano mío. Por consiguiente,
el enemigo es mi prójimo, objeto del amor evangélico del mandamiento nuevo del
Señor. Sin embargo, esto no quiere decir que hay que amar al enemigo de la
misma manera en sentimientos y obras que al amigo, cosa que es un contrasentido
humano y un precepto cristiano imposible de cumplir. Y es natural, pues la
ofensa levanta la piel del alma, resquebraja el corazón, revoluciona las
pasiones, provoca la ira y puede suscitar el odio y la venganza.
Teniendo en cuenta estas alteraciones sensibles en el cuerpo con
repercusiones en el alma, conviene saber que no se opone al precepto del amor
al enemigo:
- Sentir instintivamente repulsión hacia él.
- Revolverse por dentro.
- Desearle algún correctivo temporal, que no sea un mal espiritual en sí mismo, con el fin de que valore el daño que ha hecho, se arrepienta, y deje de hacer más el mal socialmente.
- Exigir que se cumpla con él la justicia.
¿Cómo tiene que ser el amor al enemigo?
Es suficiente que sea sobrenaturalmente humano, expresado de manera
educada, diplomática, virtuosa, pues se supone que el enemigo quiere para ti el
mal, aunque él lo considere subjetivamente un bien y equivocadamente hasta un
derecho.
Si tu enemigo te ha ofendido gravemente, perdónalo con corazón
cristiano, pero si antes fue tu amigo, salvo raras excepciones, es preferible
que no renueves la amistad que antes tuviste con él, pues “quien hace un cesto
hace ciento”. Regálale el trato que merece un conocido o, como mínimo un
extraño.
En las ofensas que existen entre padres, hijos, hermanos y amigos de
verdad, es difícil averiguar quién tiene la razón, pues cada uno suele tener
alguna parte de culpabilidad, a causa del carácter o la pasión del amor propio,
si bien algunas veces hay inocentes. Difícilmente se concilia con el Evangelio
que padres, hijos, hermanos, familiares íntimos y amigos de verdad no se
hablen. Sin embargo, pueden existir razones para tratarse solamente en
acontecimientos nucleares de familia y con las debidas cautelas, como, por
ejemplo, en bautizos, bodas, enfermedades, entierros y otros actos sociales de
importancia. El egoísmo ciega al hombre y le hacer ver las cosas bajo la óptica
de intereses personales, “llevando las aguas a su molino”. ¿Quién llevará
verdaderamente la razón a los ojos de Dios? ¿Quién será culpable o inocente?
Sólo Dios Padre puede evaluar, desde su infinita misericordia, los frecuentes
casos de familiares íntimos y amigos que, sin razones de peso, se niegan la
palabra.
Escudriñando las ofensas que recibimos con un buceo profundo de
espiritualidad, se llega a la conclusión de que las ofensas son gracias de Dios
que nos ocasionan la oportunidad de llegar a conocernos íntimamente, pues
remueven en nuestro interior las pasiones que esconden el veneno potencial de
maldad que llevamos dentro; y hacen que se nos caigan las escamas que cubren la
presunta santidad que no tenemos. Gracias a las adversidades de la vida, a las
miserias humanas, al pecado, a las ofensas y roces en la convivencia social
vamos conociendo al ídolo falso de amor propio a quien damos culto en el templo
de nuestro corazón vanidoso.
El perdón total que tú puedes regalar a tu mayor enemigo es un modo
heroico de perdonar, al estilo de Jesucristo.
No te preocupes porque habiendo perdonado a tu enemigo, no puedes
olvidar su ofensa. La frase popular de “perdono pero no olvido” puede tener
doble interpretación. “Si perdono pero no olvido” significa para ti que tienes
en cuenta lo que el enemigo te ha hecho para cobrarte de una deuda que te debe,
no perdonas, te vengas. En cambio, “si perdono pero no olvido” quiere decir que
no puedes borrar de tu memoria las ofensas que te hacen, por causas humanas,
pero no quieres hacer el mismo mal que a ti se te ha hecho, perdonas aunque no
olvides.
¿Cómo puedes negarte a perdonar a tu hermano, habiendo sido tú
perdonado muchas veces por Dios?
Comprende con el corazón los pecados y miserias de los hombres,
pensando que cada uno es distinto a los demás y ama y perdona con distinta
medida. Pide perdón a quien sabes que has ofendido. Algunas veces el buen
comportamiento con quien has ofendido vale tanto o más que un rito de palabras.
Aunque no te sientas formalmente culpable, si has ocasionado
molestias, presenta con educación disculpas y lamenta el daño que hayas
producido, sin tú quererlo, reparando los daños que has causado; y procura
poner todos los medios que tienes a tu alcance para evitar otros.
Si pides perdón a tu enemigo y él te lo niega, quedas perdonado por
Dios, pues Él es, en verdad, quien juzga la malicia del corazón del hombre.
Puede ser que tú conscientemente nunca hagas mal a nadie. Pero no
puedes evitar que otros se hagan daño contigo sin tu culpa. Es necesario
revisar constantemente nuestros actos para ver con ojos humildes la visión
objetiva de las cosas, pues la miopía del amor propio nos hace ver en otras
ofensas que no nos hacen. Convéncete de que muchos no te ofenden tanto como tú
te sientes ofendido. La ofensa no es como tú la recibes, ni tal vez como otros
te la hacen, sino realmente como es en la presencia de Dios que valora los
actos morales en verdadera justicia misericordiosa.
Reconoce humildemente que todos somos unas veces ofensores y otros
ofendidos. Mala señal es ver siempre malicia en los hombres, pues hay mucha
bondad oculta en los santos del silencio; y gran ingenuidad es también ver que
todo el mundo es bueno. El valor moral de los actos buenos o malos de los
hombres es una exclusiva de Dios infinitamente misericordioso, únicamente.
En la convivencia familiar, amistosa, laboral y social, tu manera de
ser, aunque sea muy virtuosa en la presencia de Dios, molestará siempre a
algunos. No hay santo que guste a todos. Tú no tienes que ser como el otro, ni
el otro como tú. Cada uno debe ser virtuosamente él mismo. En una comunidad de
santos canonizables todos tienen que sufrir unos con otros los defectos
temperamentales, miserias y debilidades, propias de la naturaleza humana. El
modo personal con que cada miembro de una Comunidad vive un mismo modelo de
santidad carismática, en régimen interno disciplinario, es para una ocasión de
admiración y ejemplo; para otros extrañeza, desedificación o escándalo; y para toda
oportunidad para una virtuosa y santificadora mortificación más o menos
molesta.
El bien que tú haces puede ser conceptuado por algunos como un mal,
sin ninguna responsabilidad tuya; y el mal que haces puede convertirse para
otros en vehículo del bien, sin mérito tuyo. Cada uno tiene un concepto
diferente del bien y del mal, pues, aunque sea católico, la moralidad objetiva
de la Iglesia queda en definitiva subjetivada en cada hombre. Te aconsejo que
hagas la siguiente petición: Perdona, Señor, a quien se hizo mal con mi bien,
sin yo saberlo ni quererlo, y premia a quien recibió bien por medio de mi mal.
No te hagas la víctima pensando que son otros los culpables del mal
que te sucede, porque no es así. En las ofensas unas veces somos ofensores y
otras ofendidos en porcentajes de culpabilidad o inocencia que habría que
demostrar. Provienen muchas veces de desequilibrios psíquicos, celos, envidias,
venganzas y otras causas fundadas en el egoísmo, que es el monopolio del amor
propio. Procura tú no hacer daño a nadie a sabiendas y aprende a excusar con
generoso corazón cristiano a quienes te ofenden o molestan, buscando una
caritativa justificación en la intención y en la acción de los que te ofenden.
Pero en los casos de quebrantamiento grave de la justicia, defiende tus
derechos para evitar el mal que repercute en el bien común.
Perdona como tú quieres ser perdonado, pues el
perdón es amor multiplicado por dos. No te pido que me disculpes, te ruego
simplemente que me comprendas y perdones, porque estoy necesitando el perdón de
Dios y la reconciliación con la Iglesia. Te agradezco sinceramente el perdón
que me has regalado, pero tengo contra ti la manera brusca de perdonarme, que
me hace daño. Tu perdón me parece más que un acto de caridad un ejercicio de la
justicia. Te agradezco que me hagas los cargos, moniciones, avisos y
correcciones oportunas, pero si no lo puedes hacer en un clima pacífico y tono
de amor comprensivo y cariñosamente exigente, perdóname en silencio.
No esperes a que se corrija de sus defectos el que convive contigo,
corrígete tú de los tuyos y evitarás muchos disgustos. Como lo que se discute
en familia o ambiente de amistad suele ser intrascendente, es preferible muchas
veces el silencio a la defensa de tu verdad, pues dice un refrán castellano que
“dos no riñen si uno se calla. Si realmente te consideras inocente de la ofensa
que te inculpan, por amor a la paz es preferible pasar por culpable, siendo
inocente, antes que defender derechos tontos por justicia, engendrando guerra.
El enfado que proviene del egoísmo o de la cerrazón enturbia o corrompe el
amor.
Cuando tu interlocutor con quien discutes es incapaz de dialogar,
porque tiene la cabeza cuadriculada y no entra en razones, déjale con su
“razón”, aunque no la tenga, pues tratar de defender la verdad con quien no es
capaz de dialogar, es una tontería y una pérdida de tiempo.
A medida que vayas siendo mejor, te parecerá que muchos hombres no son
tan malos como a ti te parece. El prójimo, aunque sea un gran pecador, en su
ser ontológico es Cristo. El santo no critica a nadie y a todos excusa, porque
está convencido de que él podría haber sido tan malo como el primero, si no
hubiera contado, desde siempre, con el diluvio de gracias que Dios le regaló,
desde el primer instante de su ser.
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