Contribución
de los israelitas al templo
Los
israelitas acudían generalmente tres veces al año al Templo de
Jerusalén para cumplir sus principales obligaciones religiosas: la
fiesta de la Pascua, la fiesta de la siega y la fiesta de la
recolección (12x
23,14-17);
o como mínimo una vez, para el sacrificio de la Pascua (Ex
12).
Además de estas obligaciones legales y otras muchas, existían para
las madres israelitas religiosas dos prescripciones de la Ley
mosaica: la Purificación después del parto y la Presentación del
hijo recién nacido en el templo. Los dos preceptos solían cumplirse
en una misma ceremonia. La ley mandaba la purificación de la mujer
después del parto (Lev
12).
Cuarenta días después del alumbramiento de un niño, (o después de
ochenta, si se trataba de una niña). Las madres debían presentarse
en el templo para ser purificadas de la impureza legal que habían
contraído. La ruptura de la integridad física impedía a la madre
bajo pecado participar en el culto y tocar cualquier objeto sagrado.
El hecho de ser madre no fue antes, ni es ahora en el concepto
bíblico ninguna cosa impura, pues es una colaboración a la obra
creadora de Dios. San Pablo llegó a decir que la maternidad virtuosa
es garantía de salvación:"La
mujer se salvará por su condición de madre, si persevera con
modestia en la fe, en el amor y en la santidad" (1
Tim 2,15).
La
ley de Moisés no dice que la madre pecaba al tener un hijo, sino que
quedaba legalmente "impura". La mujer israelita, que había
sido madre, tenía que ser purificada en una celebración litúrgica,
y aportar, como tributo para la financiación del templo, un cordero
primal, si tenía una condición social desahogada, o un par de
tórtolas o dos pichones, si era pobre.
María
fue desde Belén a Jerusalén a cumplir la ley del Señor, aunque no
necesitaba purificación, porque era virgen en la concepción de su
Hijo y virgen en su maternidad divina. Pero estos privilegios
personales estaban escondidos para el mundo, y Ella, fervorosa
israelita, debía dar ejemplo en el cumplimiento de la ley.
La
Sagrada Familia atravesó la gran Ciudad, sin hacer caso a los
impertinentes vendedores oportunistas, y llegó al templo. Me imagino
que San José se acercaría a un puesto de una viejecita que tenía
parejas de tórtolas blancas con pintas negras en el plumaje, metidas
en jaulas de madera. Le dio lástima y le compró el par de tórtolas
que su esposa tenía que ofrecer a Dios para su purificación, por un
siclo, a precio de saldo. María dejó en los brazos de José al
Niño, cogió entre sus manos las dos tórtolas, acarició sus alas,
y tocándoles el pico, les dio un beso cariñosamente silencioso en
sus blancas plumas salpicadas de lunares negros. Era la hora de
tercia. El sacrificio del cordero se ofrecía a Dios dos veces cada
día, una por la mañana y otra por la tarde (Lev
29,38-39).
Encuentro
de la Sagrada Familia con el profeta Simeón
Cuando
José y María caminaban en dirección al atrio de las mujeres para
esperar allí la hora de la ceremonia, apareció un extraño
personaje: un anciano, llamado Simeón, fervoroso israelita que se
pasaba prácticamente todo el día en el templo y asistía a la
ceremonia de la purificación de las madres. Se acercó a María, y,
como si fuera amigo de Ella de toda la vida, tomó a Jesús en sus
brazos, lo bendijo y profetizó que ese Niño sería luz de las
gentes, gloria de Israel y signo de contradicción de todos los
tiempos; y también, mediante una viva metáfora profetizó que María
sería Corredentora del género humano. San Lucas nos lo cuenta de
esta manera: "Había
entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, justo y piadoso,
que esperaba la liberación de Israel: el Espíritu Santo estaba en
él, y le había anunciado que no moriría sin ver al Mesías del
Señor. Movido por el Espíritu fue al templo, y, al entrar los
padres con el Niño para cumplir lo establecido por la ley acerca de
Él, lo recibió en sus brazos y bendijo a Dios diciendo: Ahora,
Señor, puedes dejar morir en paz a tu siervo, porque tu promesa se
ha cumplido. Mis propios ojos han visto al Salvador que has preparado
ante todos los pueblos, luz para iluminar a las naciones y gloria de
tu pueblo, Israel... Este Niño será signo de contradicción; y a ti
una espada te atravesará el corazón" (Lc
2,25-35).
¿Asistiría Simeón a la ceremonia de la purificación de María? No
lo dice el Evangelio, pero parece lo más probable.
Ceremonia
de la purificación y presentación del Niño
En
el momento oportuno llegó el sacerdote de turno con una túnica
blanca, ribeteada con bordados dorados en las mangas, cuello y orla
del bajo de la túnica. Sobre ella un manto de color rojo rebajado, y
encima el efod, vestidura litúrgica corta y sin mangas, parecida a
una dalmática, de color púrpura. Sobre su cabeza brillaba una tiara
labrada con ricas piedras preciosas, signo de la dignidad del
celebrante. Colgado del cuello llevaba un cordón dorado del que
pendía un pectoral de oro reposando sobre el pecho.
María
no pudo evitar el escalofrío de la cuchillada del primer cordero que
se sacrificaba. Sintió la sensación de que le estaban rasgando el
corazón, pensando en el cruento sacrificio de su Hijo, que estaba
simbolizado en aquel cordero. Contuvo las lágrimas con entereza,
mientras que luchaba por sobreponerse a las circunstancias.
Terminada
la ceremonia bajó las escaleras sobrecogida, emocionada, con el
rostro demudado y los ojos bañados en lágrimas. Cogió de los
brazos de José al Niño Jesús, y, acompañada de su esposo, se
dirigió hacia el altar de la presentación para ofrecer a su Hijo al
Señor, después de haber entregado para el templo la ofrenda
económica establecida.
El
Evangelio destaca el hecho de la purificación de María silenciando
la presentación del Niño Jesús en el Templo. Nos refiere el
evangelista que "su padre y su madre estaban admirados de las
cosas que decían de Él" (Lc
2,33).
La
perfección consiste en el cumplimiento de la voluntad de Dios
Cada
ser creado, por pequeño que sea, aunque parezca raro, extraño e
inexplicable, tiene su función específica, su razón de ser y estar
en el mundo creado por Dios para ser objeto de la Redención de
Jesucristo. La ley tanto física como moral es necesaria para que la
cosa sea lo que tiene que ser en la esencia misma de su perfección.
La ley moral natural está dictada por Dios en la conciencia de cada
hombre, revelada en el Decálogo en diez mandamientos, resumida por
Jesucristo en el amor a Dios y al prójimo, y explicada por el
Magisterio auténtico y perenne de la Iglesia. "La ley es la
plenitud del amor" (Rm
13,10). El
santo es el ser perfecto que cumple con perfección la voluntad de
Dios.
María,
modelo para el cristiano en el cumplimiento de la ley eclesiástica
Desgraciadamente,
en nuestros tiempos, la fuerza obligatoria de los mandamientos se la
Santa Madre Iglesia ha perdido su vigor para muchos cristianos con el
agravante de que no pocos católicos los rechazan sin escrúpulo. Es
una triste realidad, que hay que reconocer con humildad y tristeza.
Muchos, llamados hombres de fe, no cumplen ya el precepto dominical.
Se limitan simplemente a ir a Misa por apetencias personales o por
obligaciones sociales. La confesión, por ejemplo, se ha
infravalorado, descuidado o abandonado hasta el punto de que hay
cristianos, comprometidos con la "Iglesia", que comulgan
habitualmente y no reciben el sacramento del perdón. El ayuno y la
abstinencia, prácticas vigentes en el Derecho canónico, se
consideran normas penitenciales desfasadas, que han quedado
reservadas a un grupo limitado, más o menos numeroso, de antiguos
cristianos consecuentes con la fe tradicional. El mandamiento de
ayudar a la Iglesia en sus necesidades es una obligación que se
quiere cumplir roñosamente con limosnas en las colectas de la misas,
donativos esporádicos de raquítico corazón y con ocasión de
recibir un sacramento o un servicio religioso.
La
financiación de la iglesia
Fundamento
bíblico
El
comportamiento religioso de María en el templo, con ocasión de su
Purificación como madre y Presentación del Niño a Dios Padre, nos
facilita la oportunidad de tratar de pasada este tema, para imitar a
María en el cumplimiento cristiano del quinto mandamiento de la
Santa Madre Iglesia. En los antiguos catecismos el precepto de ayudar
a la Iglesia en sus necesidades aparecía redactado con inspiración
bíblica del Antiguo Testamento:"Pagar
diezmos y primicias a la Iglesia de Dios".Con
estas palabras se imponía a los cristianos la obligación de
contribuir a la financiación de la Iglesia, que pocas veces se hacía
como Dios manda, sino como limosna a nuestra madre la Iglesia.
Diezmo
significaba la décima parte de los productos del campo. "Llevarás
a la casa del Señor, tu Dios, lo más florido de tu tierra" (Ex
34,26).
Y se llamaban primicias los frutos primeros de la vida humana o
animal: los primeros nacidos, hombres o animales eran propiedad
exclusiva de Dios. Los primogénitos de mujer debían ser consagrados
a Dios; y los de los animales tenían que ser sacrificados para
expiar los pecados del pueblo de Dios. "Yo
inmolo al Señor todo animal primogénito y rescato al primer nacido
entre mis hijos" (Ex
13,1-2).
Los
frutos de la tierra se destinaban para la financiación del templo:
culto, manutención de sacerdotes, ministros, servidores y obras
sociales de ancianos, viudas, huérfanos y pobres. El antiguo pueblo
de Israel cumplía preferentemente el precepto de los diezmos y
primicias con ocasión de celebraciones religiosas como la fiesta de
las semanas y la fiesta de las primicias de la recolección, al
terminar el año (Ex
34,22).
Fundamento
histórico
La
primitiva comunidad de Jerusalén vivía el Evangelio de Jesucristo
con desprendimiento de corazón, prácticamente como si tuvieran voto
de pobreza, aunque no existía entonces este vínculo jurídico de
consagración a Dios. La fe en Cristo resucitado hacía que todos
escucharan las enseñanzas de los Apóstoles, vivieran unidos, fueran
constantes en la oración, en la celebración de la Eucaristía y en
la unión fraterna, de manera que todo lo tenían en común. Vendían
las posesiones y haciendas y las distribuían entre todos, según la
necesidad de cada uno (Hch
2, 41-47;4,32-35).Pero
no todo era jauja, pues como aquella comunidad cristiana estaba
compuesta por hombres, y dicen que "en todas partes se cuecen
habas", tenía también sus cosas, como sucede y sucederá
siempre en todas las instituciones humanas. Un tal Ananías, de
acuerdo con Safira, su mujer, vendió una propiedad y se quedó con
parte del dinero. Pedro le reprendió por este grave pecado. Y, no
pudiendo resistir las palabras del Apóstol, cayó muerto. Y lo mismo
le sucedió a su mujer Safira, cómplice de este robo (Hch
5,1-10).
Sustentación
de los diezmos y primicias
A
partir del siglo VI, cuando el cristianismo se fue extendiendo por
todas partes, se enfriaron los primeros fervores de los cristianos, y
muchos, paganizados, dejaron de cumplir el deber sagrado de pagar los
diezmos. Fue entonces cuando la Iglesia se vio obligada a poner
paulatinamente leyes sobre las ofrendas, inspirándose en las
normativas del Antiguo Testamento. El momento histórico culminante
de la institución legislativa de la contribución a la Iglesia
mediante los diezmos y primicias tuvo lugar en los siglos del XI al
XIII, coincidiendo con el feudalismo. La crisis de los diezmos
sobrevino cuando en la Edad Moderna la economía agraria se
transformó en capitalista. Las causas fundamentales fueron la
ruptura de la unidad religiosa en Europa con el resurgimiento del
protestantismo y la industrialización. Estas circunstancias hicieron
que los diezmos desaparecieran en Francia durante la revolución, en
el año 1789. En España fueron abolidos por la desamortización de
Mendizábal el año 1837. En sustitución de los diezmos surgieron
los aranceles eclesiásticos, obligaciones económicas con las que
los fieles aportaban una ayuda en metálico a la Iglesia, con ocasión
de recibir un sacramento o un servicio religioso. La legislación
antigua del Derecho Canónico de Benedicto XV, año 1917, en el canon
1.502 establecía la obligación cristiana de ayudar a financiar la
Iglesia con la bíblica expresión de pagar diezmos y primicias,
dejando el modo de cumplir este precepto a los peculiares estatutos o
costumbres laudables de cada región. El vigente Derecho Canónico,
publicado por el Papa Juan Pablo II en 1983, recuerda en el canon 222
el quinto mandamiento de la Santa Madre Iglesia con estas
palabras:"Los
fieles tienen el deber de ayudar a la Iglesia en sus necesidades, de
modo que disponga de lo necesario para el culto divino, las obras de
apostolado y de caridad y el conveniente sustento de los ministros".
El
canon no especifica ni el sistema de aportación económica ni la
cuantía. Deja a la autoridad del Obispo o de las Conferencias
Episcopales el sistema de contribución a la Iglesia. Este precepto
puede cumplirse también con prestaciones personales.
En
la Archidiócesis de Madrid se suprimieron los aranceles el año
1965, siendo Arzobispo D. Casimiro Morcillo. Desde entonces hasta
nuestros días los fieles ayudan al sostenimiento de la Iglesia
mediante aportaciones económicas voluntarias, con ocasión de
recibir los sacramentos o servicios religiosos; y también por medio
de donativos, colectas, cepillos o suscripciones periódicas.
Desamortización
de Mendizábal
Juan
Álvarez Mendizábal nació en Cádiz el 25 de Febrero de 1790, y
murió en Madrid en Noviembre de 1853. Era descendiente de judíos.
Sus padres fueron comerciantes de objetos viejos, ropavejeros. Desde
muy joven mostró especiales cualidades para el mundo de las
finanzas. Era político independiente, liberal y anticlerical.
Exilado por el gobierno español en 1823, vivió en Londres doce
años, donde montó un gran negocio y se hizo inmensamente rico,
consiguiendo un gran prestigio entre los ingleses. Más tarde fue
repatriado por el Gobierno español, afín a sus ideas políticas, y
fue ministro de Hacienda tres veces, llegando a ser jefe del Gobierno
desde el 15 de Septiembre de 1835 al 15 de Mayo de 1836, es decir
ocho meses. El 11 de Octubre de 1835 declaró disueltas todas las
Órdenes religiosas existentes en España, excepto las dedicadas a la
pública beneficencia. El 19 de Febrero de 1836 declaró la venta de
los bienes de la Iglesia para pagar la deuda nacional y solucionar el
gravísimo problema social que existía entonces en España.
La
desamortización eclesiástica fue un expolio de los bienes de la
Iglesia, difícilmente justificable desde el punto de vista legal y
moral. Usurpadas las posesiones eclesiásticas, fueron subastadas
públicamente con el resultado que se preveía: conseguir que los
ricos, gobernantes y políticos compraran más posesiones subastadas,
así se hicieran más ricos y los pobres más pobres y el Estado se
quedó con las mismas o más trampas que antes tenía.
Ayuda
económica del gobierno a la Iglesia
El
Gobierno debe seguir contribuyendo a la financiación de la Iglesia,
aun en el caso hipotético de que haya restituido ya los bienes
usurpados con motivo de la desamortización de Mendizábal, porque la
Iglesia es una Institución social importante y una Sociedad benéfica
que contribuye, como ninguna otra, a solucionar los problemas
sociales de educación cívica, atención sanitaria, pobreza y
marginación del Mundo. Por tanto, queda suficientemente probado que
el Estado no regala a la Iglesia nada con las asignaciones económicas
que le concede, sino que cumple una obligación de justicia,
invirtiendo parte de los fondos de los españoles para un bien común
de la Sociedad.
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