sábado, 29 de mayo de 2021

Santísima Trinidad. Ciclo B

Celebramos hoy la solemnidad de la Santísima Trinidad, misterio absoluto que ninguna criatura puede entender, revelado en el Nuevo Testamento por Jesucristo.

No pretendo en esta homilía explicar en qué consiste esta verdad dogmática, porque las realidades de fe transcienden la capacidad intelectiva de los seres creados, ángeles y hombres, y, por consiguiente, no se entienden, sino que se creen y se viven, en espera de poderlas contemplar un día en el Cielo por medio de la visión intuitiva. Entonces veremos a Dios, Uno y Trino, tal cual es en sí mismo, porque la fe con la que ahora creemos, se convertirá eternamente en visión y gozo.

Tampoco es mi propósito explicar el misterio de la Santísima Trinidad con términos teológicos, porque este tema es más bien propio de catequesis o de estudios teológicos. Simplemente recuerdo lo que todos sabemos por el catecismo de primera comunión: Existe un solo Dios, y en Dios tres Personas realmente distintas, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, que tienen una sola naturaleza divina. Y nada más. ¿Cómo se explica este misterio? Nadie lo sabe. En el Cielo lo veremos y entenderemos con claridad divina en toda su profundidad.

Yo quiero hoy hablar de una verdad muy consoladora y provechosa para la vida cristiana y santificación personal: La inhabitación de la Santísima Trinidad dentro del alma del justo, por medio de la gracia santificante.

Es un hecho indiscutible que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo moran en el alma que está en gracia de Dios, es decir sin pecado mortal. Son muchos los textos del Nuevo Testamento que prueban esta sublime realidad, que vivida con fe y fomentada con amor nos puede llevar con rapidez a la cumbre de la santidad. No se trata de una metáfora mística para afirmar que Dios Uno y Trino, la transcendente Trinidad, está siempre, de una manera u otra, con el hombre, sino que habita o convive o inhabita en el alma por medio de la gracia.

A título de ejemplo voy a reseñar el texto más claro del Evangelio, que afirma esta verdad transcendente, que si no hubiera sido revelada, parecería poética o imaginaria:

-“Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él (J, 14,23). En este texto Jesús habla en plural, vendremos y haremos morada en él; y no vendré y haré, como pide la lógica del texto: Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y yo vendré a él y moraré en él.

Este misterio, vivido con fe esperanzadora de amor operativo, no se puede explicar con palabras humanas, pero es una verdad clara y contundente, que hace vibrar la sensibilidad mística del alma del creyente. En efecto, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, la Santísima Trinidad, mora o convive dentro del alma que está unida a Dios por la gracia santificante. ¡Qué maravilla, qué gozo, ser partícipe de la vida trinitaria de Dios en el alma!

¿Cómo se explica esta transcendente realidad mística?

Sabemos por la doctrina de la Iglesia que ”la gracia es una participación en la vida de Dios. Nos introduce en intimidad de la vida trinitaria: por el bautismo el cristiano participa de la gracia de Cristo, cabeza de su cuerpo. Como “hijo adoptivo” puede llamar “Padre” a Dios, en unión con el Hijo único, y recibe la vida del Espíritu” (Cat 1997).

Es evidente que la naturaleza única de Dios, Uno y Trino, solamente puede ser participada totalmente por las tres divinas Personas, y no por ninguna criatura. Pero sí puede ser participada sobrenaturalmente, de modo creado y analógico. De la misma manera que el sol no cabe dentro de una habitación de la Tierra, pero sí puede ser participado analógicamente por su luz y calor, así también la naturaleza divina es participada por la luz y el calor de su gracia.

La Santísima Trinidad se nos comunica principalmente para tres finalidades: para convivir con el hombre, potenciar sobrenaturalmente sus actos y regalarle experiencias místicas.

La Santísima Trinidad convive con el hombre

El cristiano que está en gracia de Dios convive en verdad con la Santísima Trinidad, no simplemente está con Ella, como quien “está” con una persona sin otra relación que la de presencia; ni vive, como un interno en un colegio o un huésped en un hotel o una casa; sino que el justo convive con la Santísima Trinidad en intercomunicación de vidas.

Dios se da al cristiano con su propia vida; y el cristiano, al recibir la vida Dios, le devuelve esa misma vida divina con sus buenas obras. Existe, realmente, una mutua convivencia de vidas, en la que, al intercomunicarse la vida, forman como una misma vida mezclada, conservando cada una la suya propia. Por eso, San Pablo llegó a decir: “Ya no vivo yo; es Cristo quien vive en mí” (Gál 2,20).

Es, en verdad, una intercomunicación de amor y gracia. Se podría decir que esta sublime realidad se parece al embrión, que siendo una persona distinta a la madre, recibe de ella su vida constantemente.

Dios Uno y Trino, es participado en el alma, tal como es en si mismo en el seno íntimo de la Santísima Trinidad. Allí, en el fondo íntimo del alma, el Padre engendra al Hijo y el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo; y desde el cielo del alma divinizada, la Trinidad realiza su obra de glorificación de los bienaventurados y la santificación de los hombres.

La Santísima Trinidad potencia sobrenaturalmente los actos del hombre

La vida es esencialmente movimiento, dinamismo, actividad. Siendo la gracia una forma divina, también es divina su actuación, dice Santo Tomás de Aquino. El hombre en estado de gracia, por efecto de la presencia trinitaria, actúa humanamente al modo divino, y sus actos resultan materialmente humanos, pero formalmente divinos. El motor divino es Dios, quien pone en marcha los hábitos de los dones, y el hombre justificado es utilizado por El Espíritu Santo, arrancando de él mociones y actos sobrenaturales, algo así como el violinista arranca de las cuerdas del violín melodías artísticas.

La Santísima Trinidad regala al hombre experiencias místicas

La Santísima Trinidad, en la mutua convivencia de vida divina con la vida humana, además de potenciar sobrenaturalmente los actos del hombre “endiosado”, se convierte en objeto fruitivo de experiencias místicas en grados muy diferentes, según la medida del don que se recibe y la correspondencia a los dones del Espíritu Santo.

Algunas almas llegaron a conocer la existencia de la Santísima Trinidad, y en cierto sentido su naturaleza y funciones, por experiencias místicas. Hay teólogos que opinan que la mística es el desarrollo normal de la gracia, como la beata Isabel de la Trinidad. Algunos teólogos opinan que si el cristiano no llega a experimentar gozos místicos es porque no corresponde a los dones del Espíritu Santo, y con el pecado o apegos a cosas o personas impide la evolución del gracia y su desarrollo, que fructifica en experiencias místicas.

Lo que sí es cierto es que el que vive siempre en gracia y trabaja por la perfección, consigue la santidad, es decir vive cada vez con más fe, con ráfagas de consuelos del Espíritu Santo y con espacios aislados o habituales de ciertas experiencias místicas de diferente índole.

Esta sublime realidad nos lleva a la conclusión de luchar por vivir siempre en gracia de Dios, a no echar por el pecado mortal fuera del corazón a los divinos huéspedes, Dueños y Señores de la vida del hombre; a no tener por el pecado venial a las tres divinas personas, que moran en nuestra alma, prisioneras con un trato descuidado, frío y superficial; sino a tratar a la Santísima Trinidad con convivencia de amor operativo, trabajando por conservar su divina presencia trinitaria con progresiva intensidad de gracia, aunque no se nos regale ninguna experiencia mística, pues solamente el hecho de morar en nosotros por su “presencia graciosa” es la mayor paga que se puede esperar.

sábado, 22 de mayo de 2021

Pentecostés. Ciclo B

 

Pentecostés tiene su origen en el Antiguo Testamento. Era una fiesta religiosa de sentido popular, conocida con el nombre de la fiesta de la recolección y de las siete semanas o Pentecostés, en la que los judíos ofrecían a Dios las primicias de todos los frutos del campo (Éx 23,16; 34,22).

En la primera lectura de la liturgia de la Palabra que estamos celebrando se nos narra el hecho evangélico de la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles, reunidos en el Cenáculo. Sucedió de modo espectacular. De repente se oyó un ruido del cielo, como de un viento recio, que resonó en toda la casa, como anuncio sensible de la venida del Espíritu Santo.

Después aparecieron unas lenguas, como llamaradas de fuego, que se posaron sobre la cabeza de cada uno de los apóstoles; y mediante estos signos recibieron el Espíritu Santo que los transformó totalmente, y les comunicó dones especiales y carismas extraordinarios con el acompañamiento de milagros sorprendentes, como el don de lenguas.

El efecto del ruido fue tan sorprendente que muchos de los que se encontraban en Jerusalén en aquel momento acudieron en masa al cenáculo y quedaron desconcertados, porque cuando los apóstoles empezaron a predicar, cada uno los oía hablar en su propio idioma, habiendo entre ellos judíos devotos de todas las naciones de la tierra, y hombres venidos de Mesopotamia, Judea, Frigia, Egipto, Libia, romanos y árabes.

En el Antiguo Testamento, desde las primeas páginas, se nos habla del Espíritu de Dios, presente en la Creación y actuando en los profetas y en toda la Historia de la Salvación. Pero la revelación del Espíritu Santo, como Persona Divina, distinta a la del Padre y a la del Hijo, sólo es revelada en el Nuevo Testamento.

La acción de la santificación en la Iglesia y la de cada uno de los fieles se atribuye al Espíritu Santo, dador de todo bien; la acción creadora al Padre y la acción redentora al Hijo; pero toda acción divina es común a las tres divinas Personas de la Santísima Trinidad.

Con el hecho histórico de la venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles se inaugura oficialmente la Iglesia, que tuvo un origen eterno en el seno íntimo de la Santísima Trinidad. Fue prefigurada en el Antiguo Testamento en los Patriarcas y profetas; y cuando llegó la plenitud de los tiempos, en la concepción del Hijo de Dios en las entrañas purísimas de Santa María, por obra del Espíritu Santo, se concibió la Iglesia en su Cabeza y en sus miembros místicamente.

Después, cuando nació Jesucristo, nació la Iglesia en su Cabeza con sus miembros en potencia. Luego, durante treinta y tres años Jesucristo fue estructurando su Iglesia en cuatro etapas principales.

En su vida oculta con el ejemplo de la oración, silencio, trabajo y obediencia; en su vida pública con la predicación del Evangelio, realización de signos y milagros, la formación del Colegio apostólico, y la institución de la Eucaristía; y en su pasión y muerte derramando su sangre divina. Resucitado Cristo, estuvo con sus discípulos durante cuarenta días perfilando los últimos detalles de la constitución jerárquica de la Iglesia; y después de encomendar a sus apóstoles la misma misión que recibió del Padre, subió a los Cielos para seguir desde allí, ministerialmente el gobierno de la Iglesia.

Por fin, a los cincuenta días de su resurrección, envió al Espíritu Santo para inaugurar oficialmente la Iglesia hasta la Parusía o final de los tiempos. Cuando este mundo se acabe, se clausurará la Iglesia peregrina en la tierra y se establecerá en el Cielo la Iglesia triunfante por los siglos que no tienen fin.

El Espíritu Santo reparte entre los hombres, a quienes quiere, cuando quiere y de la manera que quiere, diversidad de dones, para diversidad de servicios, y diversidad de funciones, como hemos escuchado en la segunda lectura de la liturgia de la Palabra (1 Co 12,3b-7.12-13), para el bien común de la Iglesia. Son innumerables y no se pueden conocer, pero teniendo en cuenta el Nuevo Testamento y la Tradición de la Iglesia, se pueden clasificar en siete: don de sabiduría, don de entendimiento, don de ciencia, don de consejo, don de fortaleza, don de piedad y don de temor a Dios. Los frutos principales del Espíritu Santo, entre otros, son amor, alegría, paz, comprensión, agrado, generosidad, lealtad, sencillez y dominio de sí (Gá 5,22-23), según nos enseña San Pablo.

Siguiendo la doctrina teológica de Santo Tomás de Aquino, vertida en muchos documentos del magisterio de la Iglesia, existen dos vidas con ciertas analogías: la natural y la sobrenatural.

El hombre, en la vida natural, es un ser misterioso, compuesto de cuerpo y alma, materia y espíritu, que íntimamente asociados forman una sola naturaleza y una sola persona. Con razón se dice que es un microcosmos, síntesis admirable de la creación entera. El alma humana es una sustancia que en su ser y en su obrar es, de suyo, independiente de la materia. Separada del cuerpo, como es el caso de los santos en el Cielo, el alma actúa sin la materia, en virtud de la visión intuitiva, pero está exigiendo la unión con el cuerpo para ser y actuar de manera completa actuación, como persona resucitada. Mientras el alma permanece unida al cuerpo, para operar se sirve de las potencias espirituales de entendimiento y de voluntad, y de los órganos corporales.

Hay una estrecha analogía entre el orden natural y el sobrenatural. La gracia es como el alma de la vida sobrenatural. De manera parecida a como el alma actúa en la persona humana valiéndose de las potencias espirituales y corporales, así, en sentido analógico, se puede decir que en el organismo sobrenatural la gracia santificante, que es en sí misma estática y no operativa, actúa mediante las virtudes y dones del Espíritu Santo.

Toda esta doctrina teológica es puramente humana, y está concebida con fundamentos teológicos razonables. Pero la realidad sobrenatural de la acción del Espíritu Santo es inimaginable, actúa, de modo misterioso que supera la ciencia ficción, el discurso del hombre y la imaginación. El modo como el Espíritu Santo comunica sus dones y carismas a todos los hombres, sin excepción, es realmente misterioso, desconocido, personal, múltiple, y entra dentro del misterio de la salvación del amor misericordioso de la Santísima Trinidad.

sábado, 15 de mayo de 2021

Ascensión del Señor. Solemnidad. Ciclo B


En la primera lectura de los Hechos de los Apóstoles (Hch 1,1-11) de la solemnidad de la Ascensión, que estamos celebrando, se nos dice que mientras los Apóstoles miraban fijos al Cielo, viendo cómo Jesús se marchaba, una nube se lo quitó de la vista, y dos ángeles, en forma de hombres vestidos de blanco, se les aparecieron diciendo:
- Galileos, ¿Qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que osha dejado para subir al cielo volverá como le habéis visto marcharse

LOS CIELOS NUEVOS Y LA TIERRA NUEVA

Está revelado y es doctrina de la Iglesia Católica que al fin de los tiempos, todas las cosas creadas del Universo serán transformadas en Cristo (Ef 1,10). La Creación entera se convertirá en “los nuevos cielos y la nueva Tierra”, de los que nos habla la Palabra de Dios (2 P 3,13;Apoc 21,1). Es decir vendrá el fin del mundo.

El Evangelio nos habla de este espectacular acontecimiento con imágenes vivas y espeluznantes que explican analógicamente la realidad de este suceso revelado, que ni siquiera se puede imaginar. ¿Cómo será? ¿Cuándo tendrá lugar? Nadie lo sabe, como nos dice el Evangelio:

“El sol se hará tinieblas, la luna no dará su esplendor, las estrellas caerán del Cielo, los astros se tambalearán... El día y la hora nadie los sabe, ni siquiera los ángeles del Cielo ni el Hijo, sólo y únicamente el Padre” (Mt 24,29-30.36)

Será, sin duda, ese singular acontecimiento un cambio radical y total del Cosmos y del mundo entero, cuya realidad deberá ser espantosa. Todos los astros: estrellas, planetas, satélites y demás cuerpos celestes que hay en el firmamento, que desconocemos y conocemos, sufrirán un cambio brusco en su ser y en su funcionamiento. Cesarán sus leyes físicas y serán sustituidas por otras metafísicas materiales de naturaleza desconocida, que el más sabio de los astrónomos no puede ni siquiera imaginar. La Tierra, el hermoso planeta azul en el que vivimos, santificado por la presencia de Jesús, en el que nació, vivió, murió y resucitó, sufrirá en sus entrañas una transformación espantosa en su constitución, en sus leyes y en su estructura exterior. La Tierra de entonces será sustancialmente la misma, pero perfeccionada al máximo, con características tal vez acomodadas para ser el habitáculo de los cuerpos gloriosos, como imaginan algunos teólogos.

Veamos lo que nos dice el Catecismo de la Iglesia Católica sobre este tema:

“La Sagrada Escritura llama “cielos nuevos y tierra nueva” a esta renovación misteriosa que transformará la humanidad y el mundo (2 P 3,13;Ap 21,1)...En cuanto al cosmos, la Revelación afirma la profunda comunidad de destino del mundo material y del hombre... Así pues, el universo visible también está destinado a ser transformado, “a fin de que el mundo mismo restaurado a su primitivo estado, ya sin ningún obstáculo esté al servicio de los justos”, participando en su glorificación en Jesucristo resucitado” (Cat 1046-1047).

“Ignoramos el momento de la consumación de la tierra y de la humanidad, y no sabemos cómo se transformará el universo. Ciertamente, la figura de este mundo, deformada por el pecado, pasa, pero se nos enseña que Dios ha preparado una nueva morada y una nueva tierra en la que habita la justicia y cuya bienaventurada llenará y superará todos los deseos de paz que se levantan en los corazones de los hombres” (GS,1)

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LA RESURRECCIÓN DE LOS MUERTOS

La creencia en la resurrección de los muertos forma parte integral de los artículos de la fe, como afirmamos en el Credo de la iglesia Católica que rezamos en la Santa Misa: “Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro” Nadie que se considere católico de manera consecuente puede negar la verdad revelada de que Cristo nos resucitará en el último día (Jn 6,39-40).

Cuando morimos, el alma se separa del cuerpo y es juzgada por Dios en juicio particular con sentencia eterna, que será confirmada públicamente delante de todos los hombres en el día del juicio universal, al final de los tiempos. Y el cuerpo, muerto para la vida, volverá a la tierra, de la que fue hecho, para esperar el día de la resurrección de los muertos.

Cuando llegue el último día, el fin del mundo, todos los muertos “resucitarán con su propio cuerpo, que tienen ahora” (Conc de Letrán IV: DS 801), transformado en cuerpo de gloria (Flp 3,21), “en cuerpo espiritual” (1 Co 15,44; Cat 999).

La resurrección de los muertos está íntimamente asociada a la Parusía de Cristo:

El Señor mismo, a la señal dada por la voz de un arcángel y al son de la trompeta de Dios, bajará del Cielo, y los muertos unidos a Cristo resucitarán (1 Ts 4,16; Cat 1001).

Nadie sabe el día en que este acontecimiento espectacular tendrá lugar, ni tampoco cómo, porque no ha sido revelado. Este hecho sobrepasa nuestra imaginación y nuestro entendimiento; no es accesible más que en la fe” (Cat 1000).

Esta es la sustancia de la fe católica respecto del dogma de la resurrección de los muertos. Todas las demás explicaciones son teorías de teólogos que hacen sus propios discursos, más o menos fundados, sobre estas verdades innegables.

Santo Tomás de Aquino, y con él la mayoría de los teólogos, piensa que resucitará el mismo cuerpo que tenemos ahora con su propia materia, numéricamente la misma. “Para que resucite el mismo hombre numéricamente, no se requiere que todo cuanto estuvo materialmente en él durante la vida se tome de nuevo, sino solamente lo suficiente para completar su debida cantidad”.

El Catecismo de San Pío V que recoge las doctrinas del Concilio de Trento, dice que los cuerpos gloriosos gozarán de cuatro dotes principales:

- "Impasibilidad” , “esto es una gracia y dote que hará que los cuerpos no puedan padecer ninguna molestia ni sentir dolor o incomodidad alguna; pues nada les podrá hacer daño, ni el rigor del frío, ni la fuerza del calor, ni el furor ni de las aguas”.

-“Sutileza” o dote por el que el cuerpo glorioso “se sujetará completamente al imperio del alma, y le servirá y estará pronto a su arbitrio.

-“Agilidad” “en virtud de la cual el cuerpo se verá libre de la carga que ahora le oprime; y tan fácilmente podrá moverse adonde quisiere el alma, que no será posible hallarse nada más veloz que su movimiento”.
El cuerpo glorioso podrá trasladarse a sitios remotísimos, atravesando distancias fabulosas con la velocidad del pensamiento. Sin embargo, este movimiento, aunque rapidísimo, no será instantáneo.

- “Claridad” por la que brillarán como el sol los cuerpos de los santos.
Será un resplandor supranatural con más luminosidad que la más brillante de las estrellas.

Al estar resucitado el cuerpo, los sentidos tendrán su propia gloria, de modo que cada uno podrá ejercer, si quiere, su propia función, en grado eminente con gozo accidental, pues la glorificación esencial consistirá en la visión, posesión y gozo de Dios totalmente y para siempre. Santo Tomás de Aquino llegó a decir que las cicatrices de las llagas de Cristo y las de los mártires resplandecerán en el Cielo como focos que proyectarán luz sin deslumbrar con brillo especial.

EL JUICIO FINAL

Transformadas todas las cosas, es decir, convertidas en los nuevos Cielos y la nueva Tierra, los vivos y muertos, justos y pecadores, resucitados, serán juzgados en un juicio universal para que toda la persona humana (cuerpo y alma) participe de la suerte eterna que haya merecido el día de su muerte en el juicio particular: Cielo o Infierno, pues el Purgatorio ya no existirá. Los que entonces vivan morirán y serán resucitados al momento, y los muertos anteriormente resucitarán también. Y, todos, sin saber cómo, compareceremos delante de Jesucristo para ser juzgados públicamente. No se conocen ni el lugar del juicio ni sus características. Será una confirmación de la sentencia definitiva del juicio particular, que será presenciada por todos los hombres. Todo sucederá en fracciones de segundos, sin sucesión de tiempo. Entonces resplandecerá claramente la infinita y bondadosa sabiduría de Dios, Creador y Redentor de todos los hombres y de todas las cosas. Luego, se clausurará el Reino de Cristo en la Tierra, que comenzó al principio del tiempo, preparado en el Antiguo Testamento, fundado por Jesucristo, consolidado con la venida del Espíritu Santo y continuado por la Iglesia hasta la Parusía. Y, por fin, Cristo Rey instaurará la Iglesia eterna, cuyo reino no tendrá fin.

Entonces, se revelarán todos los secretos de este mundo y misterios de los hombres y se comprobará con clarividencia que todo lo que sucedió en el tiempo fue según los designios de Dios y en conformidad con la libre elección del hombre. Conoceremos el sentido último de toda la obra de la creación y de toda la economía de la salvación, y comprenderemos los caminos admirables por los que su Providencia condujo todas las cosas a su último fin.

Este gran acontecimiento final del tiempo, lo describe así el Catecismo de la Iglesia Católica:

“La resurrección de todos los muertos, de los justos y de los pecadores” (Hech 24,15), precederá al juicio final. Este será la hora en que todos los que estén en los sepulcros oirán su voz y los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación” (Jn 5,28-29;Cat 1038).

“El juicio final revelará hasta sus últimas consecuencias lo que cada uno haya hecho de bien o haya dejado de hacer durante su vida terrena” (Cat 1039).































sábado, 8 de mayo de 2021

Sexto domingo. Pascua. Ciclo B

 



La palabra amor es quizás una de las palabras que más utilizamos los hombres y más manipulamos para distintos fines y en diversos sentidos. El amor se vive y difícilmente se define.

El amor, en sentido humano, es una pasión, una fuerza interior o un sentimiento que nos inclina a querer a otro por muchos motivos, de manera desinteresada, por sus cualidades físicas subjetivadas: por su belleza en general o particular, por su cara, sus ojos, su expresión, su mirada, su tipo, su porte, su estilo; por sus cualidades espirituales morales, como, por ejemplo, la bondad, dulzura, amabilidad, trato, buen corazón, generosidad, o intelectuales como, por ejemplo, ciencia, sabiduría, inteligencia y otras.

Cuando uno se siente atraído por esas cualidades, sin ningún interés, te amo porque te amo, sin esperar nada a cambio, existe el fundamento del amor o el enamoramiento. Pero si el amor no es correspondido, si en él no existe un intercambio de bienes, no hay verdadero amor, pues el amor que no es correspondido es más dolor que gozo.

El verdadero amor requiere la necesidad de amar y la correspondencia de ser amado. Es causal te amo porque me amas; es final te amo para que me ames; es temporal te amo cuando me ames. El amor que no tiene el alimento del amor, no de cosas, es enamoramiento o frustración del amor.

El amor más puro que existe es el amor de la madre al hijo a quien ama porque le ama, sin esperar nada, aunque es un amor de sano egoísmo, porque el amor al hijo es en el fondo un amor a sí misma: te amo porque amándote me estoy amando yo en ti.

Cuando el amor se fundamenta en motivos de interés, por ejemplo, el dinero, la clase social, el sexo, el negocio, es egoísmo más que amor: te amo porque me amo, porque en ti me siento amado, por contigo aumenta mi felicidad personal.

El amor espiritual es otra cosa, es amar al otro por motivos sobrenaturales: por amor a Dios. Tiene por fin primario Dios y por objeto el hombre.

Es universal, de manera que del amor cristiano no se puede excluir a nadie, ni siquiera al enemigo. Hay que amar a todos, aunque de distinta manera.

El amor verdadero, humano, sensible, para que sea cristiano hay que sobrenaturalizarlo. Se puede dar verdadero amor cristiano sin sentimiento, porque es el cumplimiento de un deber, de una obligación.

El amor cristiano es el cumplimiento de un mandamiento, como nos enseña San Juan en el evangelio de hoy: Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado.

El amor del hombre a Dios es lógico: se ama a Dios porque en su amor esperamos la felicidad. Sin embargo el amor de Dios al hombre es ilógico, pues nos ama gratuitamente, no para esperar nada de nosotros, sino para enriquecernos con su amor. “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo, como propiciación por nuestros pecados” El amor de Dios al hombre es porque sí; y el amor del hombre a Dios es porque todo.

El amor a Dios se demuestra en el cumplimiento de los mandamientos: mandamientos de la ley de Dios, como hombres; mandamientos de la Santa Madre Iglesia, como cristianos; y mandamientos del propio estado, trabajo, social y de convivencia.

Es la esencia de la felicidad como es en Dios la esencia de su ser trinitario, según nos dice el apóstol San Juan en la segunda lectura: Dios es Amor.

sábado, 1 de mayo de 2021

Quinto domingo. Pascua. Ciclo B

La pasión y muerte de Jesús, máximo dolor que se puede imaginar, porque es Dios quien sufre, es la prueba más clara de que el sufrimiento es necesario para ir al Cielo, porque el amor de Dios se hizo dolor humano para la redención de los hombres. El modo mejor de sufrir con Cristo es aceptar el dolor que nos viene de parte de Dios, que es amor con apariencia de desamor o castigo. 

Estoy seguro de que todos los que estamos en estos momentos escuchando la Palabra de Dios tenemos nuestra cruz, que no nos gusta, que nos hace sufrir lo indecible, que no nos podemos quitar de encima de nuestras espaldas. Y la mayor pena que podemos tener es saber que, algunas veces, el dolor es irreversible, tenemos que convivir con él para siempre y sin esperanzas de curación o solución ¿Qué hacer?

Ante esta encrucijada sin salida, solamente tenemos importantes respuestas de fe. 

En primer lugar, la creencia de que la cruz es necesaria para seguir a Cristo y conseguir la vida eterna, como nos dijo Jesús en el Evangelio: “El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz y me siga” (Mt 16,24). No es la cruz una opción para seguir a Cristo, sino una necesidad para conseguir la vida eterna, pues todos la tenemos, tanto los que tenemos fe como los que no la tienen. 

Consecuentemente, los cristianos tenemos que seguir a Cristo con la cruz a cuestas, sabiendo que delante de nosotros va Él estimulándonos a llevarla y haciendo con cada uno de nosotros las veces de cirineo. 

Con el dolor aprendemos el conocimiento propio de nuestro ser y valer: nuestra debilidad, nuestra impotencia o nuestra capacidad limitada, y acudimos a quien todo lo puede para que nos ayude y fortalezca. 

Con ella comprendemos a los demás, que sufren como nosotros o quizás más, y, como hermanos e hijos de un mismo Padre, rezamos juntos para conseguir la gracia de la fortaleza del Espíritu Santo para todos. 

Con la cruz se fortalece nuestra fe en la vida eterna, se aumenta nuestra esperanza y ponemos totalmente nuestro corazón en los bienes de Arriba, que son eternos e imperecederos, despegándonos de las criaturas, a las que estamos esclavizados. 

La cruz nos sirve para redimir las culpas y penas de nuestros pecados, que no han sido suficientemente reparados en la vida, y nos ahorra las penas temporales del Purgatorio; y los sufrimientos nos ayudan también a merecer la vida eterna, pues por muchos y graves que sean, son mayores los premios que, a cambio de ellos, recibiremos en el cielo eterno. 

Además de estos consuelos sobrenaturales, existe la esperanza humana de saber que el mal tiene su fin, pues no hay mal que cien años dure. El mensaje de la cruz es sustancial para la vida del cristiano, sin embargo no nos gusta, no lo entendemos, lo rechazamos instintivamente. 

Cuando nos visita la tribulación, cuando el Señor nos acaricia con la cruz, cuando el dador de todo bien pone sobre nosotros el pesado madero, cuando nos parece que Dios nos castiga, nos abandona, digamos con el santo Job: “Dios me lo ha dado, Dios me lo ha quitado, bendito sea su santo nombre”. 

Acongojados por el dolor y desconcertados por la cruz solemos formular una infinidad de porqués para los que no encontramos respuestas humanas: ¿Qué pecado habré cometido yo para que el Señor me trate de esta manera? ¿Por qué Dios me abandona tanto? ¿Qué he hecho yo para que los hombres se porten tan mal conmigo? ¿Por qué...? En lugar de concluir que estamos en línea con Jesucristo y aceptar la cruz que Dios nos manda o permite, nos rebelamos y nos convertimos en murmuradores de la cruz que el Señor nos manda para nuestro bien, con miras a la vida eterna. 

Cuando nos vemos solos, abandonados, sin el amparo de los nuestros; cuando sufrimos en nuestra carne la enfermedad larga, costosa e insoportable; cuando somos perseguidos por parte de familiares y amigos; cuando nos sentimos despreciados, desconcertados en el fondo del corazón, expresamos al exterior nuestro sentimiento y nos olvidamos de que hay que padecer mucho para ganarse a pulso el Reino de Dios. El camino del Cielo está sembrado de espinas, y no de rosas; hay que tener siempre presente que la distinción de un hijo de Dios elegido de Jesucristo es la cruz, la persecución. 

Si nos encontramos solos, si tenemos dolores físicos, psíquicos o morales, si estamos padeciendo depresiones, soledades y angustias, si estamos despreciados, o menos preciados por los demás, la conclusión de fe no es otra que la que venimos comentando: es muy clara: “hay que pasar mucho para entrar en el reino de Dios” 

Para las almas espirituales, para los santos, el padecer es sufrir con esperanza del gozo de la vida eterna. Muchas veces, cuando leemos en la vida de los santos lo mucho que padecieron, decimos: ¡pobrecitos, cuánto sufrieron! Y no es así, porque Dios da fortaleza suficiente para sufrir con gozo espiritual, no con gozo humano, la cruz, que se aguanta con la fortaleza del Espíritu Santo. El santo experimenta el dolor físico, a veces humanamente inaguantable, con la seguridad de que se identifica con Cristo que nos salvó por el amor hecho dolor, y con la esperanza de conseguir el Cielo. 

El amor integrado en el dolor es el mandamiento grande del Señor: amor a Dios, objetivo prioritario y único, y desde Dios descendiendo, amor a mí mismo, a los hermanos y a todas las cosas. El mandamiento nuevo del Señor tiene unos aspectos y matices totalmente desconocidos en el Antiguo Testamento. 

Es nuevo por dos conceptos: nuevo por el modo y nuevo por su extensión. Por el modo, porque tenemos que amarnos los unos a los otros al modo divino como Jesús gratuitamente nos amó, sin esperar nada a cambio. 

La esencia íntima del amor es amar, aunque no se sienta uno amado, como es el amor de la madre. La madre ama a su hijo con todos sus “aunques” y con todos sus “sin embargos”, aunque no reciba nada. (aunque reciba desprecios del hijo). Este es el amor puro, el modo divino, con que Dios nos ha amado y nos ama. 

Este amor, que es al modo divino, se extiende a todos los hombres en palabras y obras, tiene una dimensión universal, si bien no hay que amar a todos de la misma manera, como es evidente. 

No debe amar la madre cristiana, de igual manera y con la misma intensidad a su hijo que al enemigo de su hijo. Pero un cristiano de verdad, no debe excluir de su corazón a ningún hombre de la tierra. Cómo tiene que ser el amor al enemigo, es tema de otra homilía. 

Tengo que amar a los hermanos, aunque sienta repugnancia, aunque no me gusten, aunque me repelan, con obras y palabras, con amor efectivo, al menos, es decir, con el comportamiento que requiera cada caso. 

En consecuencia, y resumiendo, hermanos, hay que padecer mucho para ganarse a pulso el Reino de Dios. Y el modo de conseguir esta meta es con el amor a Dios y en Dios a uno mismo, a los hermanos y hasta las mismas cosas.