Celebramos hoy la solemnidad de la Santísima Trinidad, misterio absoluto que ninguna criatura puede entender, revelado en el Nuevo Testamento por Jesucristo.
No pretendo en esta homilía explicar en qué consiste esta verdad dogmática, porque las realidades de fe transcienden la capacidad intelectiva de los seres creados, ángeles y hombres, y, por consiguiente, no se entienden, sino que se creen y se viven, en espera de poderlas contemplar un día en el Cielo por medio de la visión intuitiva. Entonces veremos a Dios, Uno y Trino, tal cual es en sí mismo, porque la fe con la que ahora creemos, se convertirá eternamente en visión y gozo.
Tampoco es mi propósito explicar el misterio de la Santísima Trinidad con términos teológicos, porque este tema es más bien propio de catequesis o de estudios teológicos. Simplemente recuerdo lo que todos sabemos por el catecismo de primera comunión: Existe un solo Dios, y en Dios tres Personas realmente distintas, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, que tienen una sola naturaleza divina. Y nada más. ¿Cómo se explica este misterio? Nadie lo sabe. En el Cielo lo veremos y entenderemos con claridad divina en toda su profundidad.
Yo quiero hoy hablar de una verdad muy consoladora y provechosa para la vida cristiana y santificación personal: La inhabitación de la Santísima Trinidad dentro del alma del justo, por medio de la gracia santificante.
Es un hecho indiscutible que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo moran en el alma que está en gracia de Dios, es decir sin pecado mortal. Son muchos los textos del Nuevo Testamento que prueban esta sublime realidad, que vivida con fe y fomentada con amor nos puede llevar con rapidez a la cumbre de la santidad. No se trata de una metáfora mística para afirmar que Dios Uno y Trino, la transcendente Trinidad, está siempre, de una manera u otra, con el hombre, sino que habita o convive o inhabita en el alma por medio de la gracia.
A título de ejemplo voy a reseñar el texto más claro del Evangelio, que afirma esta verdad transcendente, que si no hubiera sido revelada, parecería poética o imaginaria:
-“Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él (J, 14,23). En este texto Jesús habla en plural, vendremos y haremos morada en él; y no vendré y haré, como pide la lógica del texto: Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y yo vendré a él y moraré en él.
Este misterio, vivido con fe esperanzadora de amor operativo, no se puede explicar con palabras humanas, pero es una verdad clara y contundente, que hace vibrar la sensibilidad mística del alma del creyente. En efecto, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, la Santísima Trinidad, mora o convive dentro del alma que está unida a Dios por la gracia santificante. ¡Qué maravilla, qué gozo, ser partícipe de la vida trinitaria de Dios en el alma!
¿Cómo se explica esta transcendente realidad mística?
Sabemos por la doctrina de la Iglesia que ”la gracia es una participación en la vida de Dios. Nos introduce en intimidad de la vida trinitaria: por el bautismo el cristiano participa de la gracia de Cristo, cabeza de su cuerpo. Como “hijo adoptivo” puede llamar “Padre” a Dios, en unión con el Hijo único, y recibe la vida del Espíritu” (Cat 1997).
Es evidente que la naturaleza única de Dios, Uno y Trino, solamente puede ser participada totalmente por las tres divinas Personas, y no por ninguna criatura. Pero sí puede ser participada sobrenaturalmente, de modo creado y analógico. De la misma manera que el sol no cabe dentro de una habitación de la Tierra, pero sí puede ser participado analógicamente por su luz y calor, así también la naturaleza divina es participada por la luz y el calor de su gracia.
La Santísima Trinidad se nos comunica principalmente para tres finalidades: para convivir con el hombre, potenciar sobrenaturalmente sus actos y regalarle experiencias místicas.
La Santísima Trinidad convive con el hombre
El cristiano que está en gracia de Dios convive en verdad con la Santísima Trinidad, no simplemente está con Ella, como quien “está” con una persona sin otra relación que la de presencia; ni vive, como un interno en un colegio o un huésped en un hotel o una casa; sino que el justo convive con la Santísima Trinidad en intercomunicación de vidas.
Dios se da al cristiano con su propia vida; y el cristiano, al recibir la vida Dios, le devuelve esa misma vida divina con sus buenas obras. Existe, realmente, una mutua convivencia de vidas, en la que, al intercomunicarse la vida, forman como una misma vida mezclada, conservando cada una la suya propia. Por eso, San Pablo llegó a decir: “Ya no vivo yo; es Cristo quien vive en mí” (Gál 2,20).
Es, en verdad, una intercomunicación de amor y gracia. Se podría decir que esta sublime realidad se parece al embrión, que siendo una persona distinta a la madre, recibe de ella su vida constantemente.
Dios Uno y Trino, es participado en el alma, tal como es en si mismo en el seno íntimo de la Santísima Trinidad. Allí, en el fondo íntimo del alma, el Padre engendra al Hijo y el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo; y desde el cielo del alma divinizada, la Trinidad realiza su obra de glorificación de los bienaventurados y la santificación de los hombres.
La Santísima Trinidad potencia sobrenaturalmente los actos del hombre
La vida es esencialmente movimiento, dinamismo, actividad. Siendo la gracia una forma divina, también es divina su actuación, dice Santo Tomás de Aquino. El hombre en estado de gracia, por efecto de la presencia trinitaria, actúa humanamente al modo divino, y sus actos resultan materialmente humanos, pero formalmente divinos. El motor divino es Dios, quien pone en marcha los hábitos de los dones, y el hombre justificado es utilizado por El Espíritu Santo, arrancando de él mociones y actos sobrenaturales, algo así como el violinista arranca de las cuerdas del violín melodías artísticas.
La Santísima Trinidad regala al hombre experiencias místicas
La Santísima Trinidad, en la mutua convivencia de vida divina con la vida humana, además de potenciar sobrenaturalmente los actos del hombre “endiosado”, se convierte en objeto fruitivo de experiencias místicas en grados muy diferentes, según la medida del don que se recibe y la correspondencia a los dones del Espíritu Santo.
Algunas almas llegaron a conocer la existencia de la Santísima Trinidad, y en cierto sentido su naturaleza y funciones, por experiencias místicas. Hay teólogos que opinan que la mística es el desarrollo normal de la gracia, como la beata Isabel de la Trinidad. Algunos teólogos opinan que si el cristiano no llega a experimentar gozos místicos es porque no corresponde a los dones del Espíritu Santo, y con el pecado o apegos a cosas o personas impide la evolución del gracia y su desarrollo, que fructifica en experiencias místicas.
Lo que sí es cierto es que el que vive siempre en gracia y trabaja por la perfección, consigue la santidad, es decir vive cada vez con más fe, con ráfagas de consuelos del Espíritu Santo y con espacios aislados o habituales de ciertas experiencias místicas de diferente índole.
Esta sublime realidad nos lleva a la conclusión de luchar por vivir siempre en gracia de Dios, a no echar por el pecado mortal fuera del corazón a los divinos huéspedes, Dueños y Señores de la vida del hombre; a no tener por el pecado venial a las tres divinas personas, que moran en nuestra alma, prisioneras con un trato descuidado, frío y superficial; sino a tratar a la Santísima Trinidad con convivencia de amor operativo, trabajando por conservar su divina presencia trinitaria con progresiva intensidad de gracia, aunque no se nos regale ninguna experiencia mística, pues solamente el hecho de morar en nosotros por su “presencia graciosa” es la mayor paga que se puede esperar.
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