sábado, 26 de junio de 2021
Décimo tercer domingo. Tiempo ordinario. Ciclo B
sábado, 19 de junio de 2021
Décimo segundo domingo. Tiempo ordinario. Ciclo B
San Juan Bautista
SEMBLANZA
Juan Bautista era hijo de Zacarías, sacerdote, e Isabel, santos esposos que vivían en la presencia del Señor en Ain Karin, ciudad a siete kilómetros y medio de Jerusalén. Ambos eran de edad avanzada e Isabel además estéril. Existían en ellos impedimentos naturales para ser padres, juntos y por separado pedían a Dios con ilusión y esperanza el milagro de que su matrimonio fuera agraciado con la bendición de un hijo. Sucedió que un año le tocó a Zacarías presidir la ceremonia religiosa en el templo de Jerusalén, y por razón de su cargo tuvo la suerte de poder entrar en el Sancta Santorum a ofrecer el incienso, cosa que ocurría alguna vez que otra en la vida, por los muchos sacerdotes que había al servicio del altar en el templo de Jerusalén. En el mismo instante en que Zacarías se disponía a incensar, cerró los ojos y en oración silenciosa y con devoción profunda pidió a Dios la gracia milagrosa de tener un hijo, creyendo que aquel era el momento más apropiado para que su oración fuera escuchada. Al abrirlos para empezar la incensación, se le apareció un ángel del Señor de pie a la derecha del altar, en medio de una aureola de rayos que lo envolvía. Al verlo, Zacarías se sobresaltó y quedó emocionadamente desconcertado. El ángel le dijo:
“Tranquilízate, Zacarías, que tu ruego ha sido escuchado: Isabel, tu mujer, te dará un hijo y le pondrás por nombre Juan. Será para ti una grandísima alegría y serán muchos los que se alegren de su nacimiento… Se llenará de Espíritu Santo. Él irá por delante del Señor, preparándole un pueblo bien dispuesto” (Lc 1,13 – 17).
Zacarías dudó de las palabras del ángel y le dijo:
“¿Cómo estaré seguro de eso? Porque yo ya soy viejo y mi mujer de edad avanzada” (Lc 1,18).
Como castigo por su falta de fe, el ángel, que era Gabriel, le anunció que quedaría mudo desde ese momento hasta el nacimiento de su hijo.
Al terminar los días del servicio religioso en el templo, Zacarías volvió a su casa, y poco tiempo después Isabel, su mujer, quedó embarazada. Terminado el período de gestación dio a luz un hijo. A los ocho días, cuando fueron a circuncidar al niño, para resolver la problemática que surgió sobre el nombre que se le había de poner, Zacarías escribió en una tablilla el nombre de Juan, que era el que el ángel le había dicho que se le pusiera. Y en ese momento se le soltó la lengua, y en un arrebato místico pronunció la poesía profética del “Benedictus”, una de las composiciones más bellas de la Sagrada Escritura (Lc 1,67-79).
Niñez y juventud de Juan
Basándome en el precioso libro “Vida y Misterio de Jesús de Nazaret” de Martín Descalzo. Juan se educaría en el ambiente religioso de su propia familia. Durante ese tiempo, Juan y Jesús se verían con alguna frecuencia, sobre todo cuando cada año los santos esposos José y María acudirían con el Niño Jesús al templo de Jerusalén a celebrar la Pascua; y aprovechando esta circunstancia, se acercarían a ver a Isabel, parienta de la Virgen.
A los doce años, edad en que sus ancianos padres podrían haber fallecido, Juan impulsado por el Espíritu Santo pudo internarse en algún monasterio de monjes, junto a la orilla occidental del mar Muerto, a 13 kilómetros de Jericó. En su juventud pasaría al desierto de Judea a completar su formación monástica con una vida eremítica de oración y penitencia, como nos da a entender el Evangelio: “Vivió en el desierto hasta que se presentó a Israel” (Lc 1,80).
Juan vestido de piel de camello, con una correa a la cintura y alimentado con miel silvestre (Mt 3, 4), como austero profeta del Altísimo (Lc 1,76), en un lugar desconocido del Jordán predicó la conversión como preparación para la inmediata llegada del Mesías: “¡Convertíos que ya llega el reinado de Dios!” (Mt 3,2); y consiguió con su predicación muchas conversiones y discípulos, algunos de ellos se hicieron discípulos de Jesús, como Pedro, Andrés, Santiago y Juan.
Herodes, Rey, vivía maritalmente con Herodías, mujer de su hermano Filipo. Juan le reprendió este hecho y por esta causa, Herodías, su concubina, consiguió del Rey lo metiera en la cárcel porque le odiaba a muerte. Sucedió que Herodes en un cumpleaños suyo dio un banquete a sus magnates, a los tribunos y principales de Galilea, y en esa fiesta la hija de Herodías bailó con gracia, arte y ademanes provocativos con el aplauso y gusto de todos, principalmente del rey. Entonces Herodes mandó llamar a la muchacha y le dijo: Te juro que te daré todo lo que me pidas, aunque sea la mitad de mi reino. Ella preguntó a su madre qué le pedía al rey, le contestó: Pídele la cabeza de Juan Bautista. El rey se llenó de tristeza porque en el fondo de su corazón lo apreciaba, pero por no incumplir su juramento, llamó a uno de su guardia y le ordenó que trajera inmediatamente la cabeza de Juan. Poco tiempo después el soldado decapitó a Juan en la cárcel, trajo su cabeza en una bandeja, y se la dio a la muchacha, y ella se la entregó a su madre. Al enterarse sus discípulos, vinieron a recoger el cadáver y le dieron sepultura (Mc 6,17-29).
La oración no es un “concesionario” de gracias que se pueden conseguir observando rigurosamente ciertas normas de ciencia experimental; ni un soborno espiritual por el que se pretende conseguir de Dios favores a cambio de oraciones, sacrificios y limosnas, de modo condicional, final o causal: “te doy, si me das, te doy para que me des, y te doy porque me has dado”.
Penitencia
La penitencia es un precepto evangélico que Jesucristo ejerció para efectuar la Redención, y enseñó a los hombres como un medio indispensable para la vida cristiana santificadora y apostólica. La razón teológica es porque el hombre quedó deformado por el pecado original; y en consecuencia devino la concupiscencia o inclinación al mal, el pecado y todos los males del mundo.
- la humillación de los propios pecados;
- la renuncia constante a la propia voluntad;
- y la aceptación de todos los acontecimientos como gracias de Dios. Todo lo que sucede, por voluntad de Dios, o querido por los hombres, entra dentro de la Providencia divina en el misterio de la Salvación, que sólo se entiende, si se acepta por fe.
sábado, 12 de junio de 2021
Décimo primer domingo. Tiempo Ordinario. Ciclo B
La esperanza es una actitud firme o perfección habitual del entendimiento y de la voluntad que regula nuestros actos, ordena nuestras pasiones, guía nuestra conducta según la razón y la fe, proporciona facilidad, dominio y gozo para llevar una vida moralmente buena (Cat 1804)
La virtud
natural de la esperanza es distinta de
la virtud sobrenatural, que es infundida por Dios en el bautismo
juntamente con la gracia santificante. La esperanza es una virtud teologal,
infundida por Dios en la voluntad por la que confiamos con plena certeza
alcanzar la vida eterna y los medios necesarios para conseguirla, si somos
fieles a Dios. Con ella aspiramos a la vida eterna como felicidad nuestra,
poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en
nuestras fuerzas, sino en los auxilios del Espíritu Santo (Cat 1817).
Por culpa del pecado, el hombre está sometido a la esclavitud del pecado con todo tipo de debilidades, dolores, enfermedades y condicionamientos mientras vive; y necesita la virtud de la esperanza para superar las dificultades de la vida, vencer las tentaciones y sufrir con Cristo, que asumió todas las debilidades del hombre, menos el pecado.
Los
acontecimientos de esta vida, tanto buenos como malos, hay que aceptarlos de
manera subordinada a la vida eterna, porque todos son bienes espirituales,
aunque muchos tengan apariencia de males. La tierra es un lugar de destierro,
un valle de lágrimas, como rezamos en la salve, un espacio de miserias que nos
acompañan hasta la sepultura. Merece la pena sufrir con la esperanza de gozar
eternamente de la visión y gozo de Dios en el Cielo, porque “los sufrimientos del tiempo presente no son
comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros” (Rm 8,18); y si sabemos
soportarlos santamente, nos preparan el pesado caudal de gloria
eterna (2 Co, 4,17).
Los cristianos padecemos con esperanza todos los sufrimientos de esta vida con los ojos puestos en el Cielo.
Hay que vivir con esperanza. Es lícito y, a
veces obligatorio, procurar, a todo precio, la salud que se ha perdido, en
cumplimiento del quinto mandamiento de la ley de Dios en su sentido positivo,
que manda conservar la salud, aplicar los adelantos modernos de la ciencia y de
la técnica, y recuperar la integridad
física, si esa es la voluntad de Dios. Es un pecado atentar contra el don de la
vida, regalo de Dios, rehusando los medios necesarios para conservarla y
recuperarla. Se puede luchar con esperanza por conseguir bienes materiales,
merecer cargos y honores humanos con sacrificios y esfuerzos, cultivar las
vocaciones artísticas, recreativas y deportivas con fines personales,
familiares o sociales, y, mejor aún, en estado de gracia, que hace meritorias
sobrenaturalmente todas las acciones del hombre. Las obras humanas, grandes o
pequeñas, realizadas con la gracia y el esfuerzo humano gracia merecen Cielo.
La gracia de Dios hace grandes las cosas pequeñas, y el desamor pequeñas las
cosas grandes.
El Señor llega
a nosotros, como quiere y de la manera que más nos conviene, tanto en los
buenos y agradables sucesos como en los dolorosos que la naturaleza humana
rechaza. Hay que aceptar la voluntad de Dios, que es el bien supremo del hombre
en la tierra, porque como todo depende de la fe, todo es gracia (Rm 4,13).
La virtud de
la esperanza nos hace vivir ya en la tierra los bienes del Cielo. Por
naturaleza nos gusta más esperar la venida del Jesús milagroso de la vida
pública, que llega a nosotros en acontecimientos sorprendentes y milagrosos que
la llegada del Cristo en su Pasión y muerte en la cruz, que se hace presente en
nosotros con el signo del dolor, que parece castigo más que amor.