sábado, 26 de junio de 2021

Décimo tercer domingo. Tiempo ordinario. Ciclo B

 

   

    El Evangelio que acabamos de proclamar en el nombre del Señor, hoy domingo décimo tercero del tiempo ordinario, ciclo b, nos habla de la fe de dos grandes personajes, que han pasado a la Historia de la Iglesia como modelos de fe para el cristiano: la fe de Jairo y la fe de una mujer conocida con el nombre de Hemorroísa.

    La homilía de hoy va a consistir en hacer un comentario espiritual sobre el texto del Evangelio.

    No se sabe cuándo ocurrieron estos dos milagros, que nos cuentan los evangelistas Mateo (Mt 9,20-26); Marcos (Mc 5,25-43; y Lucas (Lc 8,43-56) con pequeñas diferencias en la narración. Es probable que Jesús se encontrara ya en el segundo año de su vida pública, teniendo por residencia Cafarnaúm, sede central desde donde realizó su apostolado en Galilea. En distintos lugares y en diferentes ocasiones Jesús predicó las principales parábolas del Evangelio. Después hizo una breve expedición a Gerasa donde curó a dos posesos , y luego, acompañado de sus discípulos, se dirigió en barca a la ribera de Cafarnaúm. Apenas desembarcaron, observaron que en la orilla había una gran muchedumbre. Estaba todavía Jesús junto al mar, cuando un personaje, presidente de una de las sinagogas de la ciudad, con expresión de suma tristeza en el rostro, se acercó a Jesús, se postró a sus pies, le adoró y le hizo la siguiente apremiante súplica:

- Mi niña está en las últimas; ven, pon las manos sobre ella, para que se cure y viva.

    Y Jesús, compadecido de este padre que tenía el corazón partido de pena, acompañado de sus discípulos y de una gran multitud se encaminó hacia la casa de Jairo con el fin de curar a su hija, que tenía 12 años. Y sucedió que en el camino, irrumpió una mujer conocida por los comentaristas del Evangelio por el nombre de la hemorroísa. Estaba enferma de hemorragias durante doce años, y había gastado todo su capital en médicos, y cada día se encontraba peor. A empujones y tratando de no molestar, esta buena mujer de fe intentaba acercarse a Jesús, a quien sólo conocía de oídas, pensando para sí que si lograba tocar el manto de Jesús, se curaría. Y lo consiguió, pues silenciosamente por detrás tocó su manto, sin que nadie lo advirtiera. Inmediatamente se secó la fuente de sus hemorragias y notó que su cuerpo estaba curado.

    Jesús, notando que había salido fuerza de Él, se volvió a la turba entre la que se encontraba la hemorroísa, y preguntó:

-¿Quién es el que ha tocado el manto?

    Pedro, los discípulos y los que con Él estaban, alborotados le contestaron:

- ¡Qué cosas tienes, Señor! ¡Qué preguntas! Estás viendo que todos te tocamos porque no puedes rebullirte, y preguntas: ¿Quién me ha tocado?

    Entonces Jesús echó una mirada sobre la turba buscando a la persona que le había tocado, mientras decía:

- Alguien me ha tocado, porque de mí ha salido una fuerza curativa.

    Jesús debió posar su mirada, de manera significativa, sobre la hemorroísa de tal manera que quedó descubierta. Entonces la pobre mujer temiendo y temblando se postró a los pies de Jesús y le confesó todo. Y Jesús con semblante bondadoso y mirada agradecida, le dijo:

- Hija, tu fe te ha curado. Vete en paz y con salud.

    Todavía estaba hablando cuando llegaron de la casa de Jairo, jefe de la sinagoga, unos criados para decirle un poco en privado:

- Jairo, tu hija se ha muerto. ¿Para qué molestar más al Maestro?

    Jesús alcanzó a oír esta misiva y dijo a Jairo:

- No temas, basta que tengas fe.

    Y luego, acompañado solamente por Pedro, Santiago y Juan llegaron a casa del jefe de la sinagoga y encontró el alboroto de los que lloraban y se lamentaban a gritos. Y dijo:

- La niña no está muerta, está dormida. Y se reían de Él. Entró donde estaba la niña con sus padres y acompañantes y cogiéndola de la mano, le dijo:

- Niña levántate.

    Y la niña se levantó y echó a andar. Y todos se quedaron viendo visiones.

    ¿Cómo era la fe de estos dos personajes?

    Tanto la fe de la hemorroísa como la de Jairo era una fe en Jesús, popular, religiosa, un tanto supersticiosa, considerado como profeta taumaturgo de Galilea, y no como verdadero Dios. Para que la hemorroísa pudiera ser curada, tenía que tocar el manto de Jesús; y para que la hija de Jairo fuera sanada, tenía que ir Jesús a su casa e imponer las manos. Más perfecta fue la fe del Centurión que creía en el poder de la palabra de Jesús, sin necesidad de tocar al enfermo:

- “Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa, más di una sola palabra y mi criado quedará sano”. Sabía que no era necesario el tacto de Jesús, aunque Él solía hacer siempre un gesto, imponer las manos, tocar, como hizo con un leproso que le pedía:

- “Señor, si quieres, puedes curarme”. Bastaba para que fuera curado que Jesús quisiera. Y Jesús quiso, pero extendió su mano y le tocó para curarlo.

    La fe de los personajes del Evangelio no era teológica, como la que tenemos nosotros, heredada y estructurada en definiciones dogmáticas, debido a una formación catequética o teológica. Pero era fe del corazón bueno y creyente.

    También en nuestros días los cristianos acuden a Jesús a pedirle gracias o milagros, y para conseguir estos favores tienen que ir y tocar, como por ejemplo a Jesús de Medinacelli. Aunque esta fe sea primaria y no teológica, hay que respetarla y jamás ridiculizarla, pero sí educarla, pues sólo Dios premia la fe del corazón sencillo y no la fe de la cabeza. Para que Jesús nos escuche, no hace falta tocarle, sino tocarle con fe. Cuando comulgamos, tocamos el Cuerpo de Jesús, que es más que tocar el manto, como hizo la hemorroísa, y no nos curamos.





sábado, 19 de junio de 2021

Décimo segundo domingo. Tiempo ordinario. Ciclo B

         San Juan Bautista

SEMBLANZA

Juan Bautista era hijo de Zacarías, sacerdote, e Isabel, santos esposos que vivían en la presencia del Señor en Ain Karin, ciudad a siete kilómetros y medio de Jerusalén. Ambos eran de edad avanzada e Isabel además estéril. Existían en ellos impedimentos naturales para ser padres, juntos y por separado pedían a Dios con ilusión y esperanza el milagro de que su matrimonio fuera agraciado con la bendición de un hijo. Sucedió que un año le tocó a Zacarías  presidir  la ceremonia religiosa en el templo de Jerusalén, y por razón de su cargo tuvo la suerte de poder entrar en el Sancta Santorum a ofrecer el incienso, cosa que ocurría alguna vez que otra en la vida, por los muchos sacerdotes que había al servicio del altar en el templo de Jerusalén.  En el mismo instante en que Zacarías se disponía a incensar, cerró los ojos y en oración silenciosa y con devoción profunda  pidió a Dios la gracia milagrosa de tener un hijo, creyendo que aquel era el momento más apropiado para que su oración  fuera escuchada. Al abrirlos para empezar la incensación, se le apareció un ángel del Señor de pie a la derecha del altar, en medio de una aureola de rayos que lo envolvía. Al verlo, Zacarías se sobresaltó  y quedó emocionadamente desconcertado. El ángel le dijo:

“Tranquilízate, Zacarías, que tu ruego ha sido escuchado: Isabel, tu mujer, te dará un hijo y le pondrás por nombre Juan. Será para ti una grandísima alegría y serán muchos los que se alegren de su nacimiento… Se llenará de Espíritu Santo. Él irá por delante del Señor, preparándole un pueblo bien dispuesto” (Lc 1,13 – 17).  

            Zacarías dudó de las palabras del ángel y le dijo:

“¿Cómo estaré seguro de  eso? Porque yo ya soy viejo y mi mujer  de edad avanzada” (Lc 1,18).

Como castigo por su falta de fe, el ángel, que era Gabriel, le anunció que quedaría mudo desde ese momento hasta  el nacimiento de su hijo.

Al terminar los días del servicio religioso en el templo, Zacarías volvió a su casa, y poco tiempo después Isabel, su mujer, quedó embarazada. Terminado el período de gestación dio a luz un hijo. A los ocho días, cuando fueron a circuncidar al niño,  para resolver la problemática que surgió sobre el nombre que se le había de poner, Zacarías escribió en una tablilla el nombre de Juan, que era el que el ángel le había dicho que se le pusiera. Y en ese momento  se le soltó la lengua, y  en un arrebato místico pronunció la poesía profética del “Benedictus”, una de las composiciones más bellas de la Sagrada Escritura (Lc 1,67-79).  

Niñez y juventud de Juan

Basándome   en el precioso libro “Vida y Misterio de Jesús de Nazaret” de Martín Descalzo. Juan se educaría en el ambiente religioso de su propia familia. Durante ese tiempo, Juan y Jesús se verían con alguna frecuencia, sobre todo cuando cada año los santos esposos José y María acudirían con el Niño Jesús al templo de Jerusalén a celebrar la Pascua; y aprovechando esta circunstancia, se acercarían a ver a Isabel, parienta de la Virgen.  

A los doce años, edad en que sus ancianos padres podrían haber fallecido, Juan  impulsado por el Espíritu Santo pudo internarse en algún monasterio de monjes, junto a la orilla occidental del mar Muerto, a 13 kilómetros de Jericó.  En su juventud pasaría al desierto de Judea a completar su formación monástica con una vida eremítica de oración y penitencia, como nos da a entender el Evangelio: “Vivió en el desierto hasta que se presentó a Israel” (Lc 1,80).

Austero profeta del desierto

Juan vestido de piel de camello, con una correa a la cintura y alimentado con miel silvestre (Mt 3, 4), como austero profeta del Altísimo (Lc 1,76), en un lugar desconocido del Jordán predicó la conversión como preparación para la inmediata llegada del Mesías: “¡Convertíos que ya llega el reinado de Dios!” (Mt 3,2); y consiguió con su predicación muchas conversiones y discípulos, algunos de ellos se hicieron discípulos de Jesús, como Pedro, Andrés, Santiago y Juan.

Muerte de San Juan

Herodes, Rey, vivía maritalmente con Herodías, mujer de su hermano Filipo. Juan le reprendió este hecho y por esta causa, Herodías, su concubina,  consiguió del Rey lo metiera en la cárcel porque le odiaba a muerte. Sucedió que  Herodes en un cumpleaños suyo dio un banquete a sus magnates, a los tribunos y principales de Galilea, y en esa fiesta la hija de Herodías  bailó con gracia, arte y ademanes provocativos con el aplauso y gusto de todos, principalmente del rey. Entonces Herodes mandó llamar a la muchacha y le dijo: Te juro que te daré todo lo que me pidas, aunque sea la mitad de mi reino. Ella  preguntó a su madre qué le pedía al rey, le contestó: Pídele la cabeza de Juan Bautista. El rey se llenó de tristeza porque en el fondo de su corazón lo apreciaba, pero por no incumplir su juramento, llamó a uno de su guardia y le ordenó que trajera inmediatamente  la cabeza de Juan. Poco tiempo después el soldado decapitó a Juan en la cárcel, trajo su cabeza en una bandeja, y se la dio a la muchacha, y ella se la entregó a su madre. Al enterarse sus discípulos, vinieron a recoger el cadáver y le dieron sepultura (Mc 6,17-29).

MENSAJE

El mensaje de San Juan Bautista era la conversión para la venida del Mesías, que se tenía que conseguir mediante la oración y la penitencia. Propongo en breves enunciados estos  tres temas con algunas reflexiones espirituales.

Conversión  

La conversión es un fin común para todos los hombres:

- los infieles  están llamados a la conversión a la fe mediante la fuerza omnipotente de la gracia del Espíritu Santo y la colaboración de todos los cristianos de la Iglesia en vanguardia en misiones o retaguardia en el mundo con la oración, penitencia y ayudas económicas;

- los pecadores muertos en el alma por el pecado a la vida de la gracia;

- los cristianos  en gracia a la conversión de la santidad bautismal progresiva;

- los consagrados a la santidad de la vida evangélica para conseguir  la mayor perfección posible en el cumplimiento de los estatutos, reglas,  normas disciplinares, vida comunitaria establecida y el trabajo dentro de la Comunidad o fuera de ella. Son los que más tienen que convertirse por la profesión de votos o compromisos  a Dios al servicio de la Iglesia. 

 
Oración

 La oración no es un “concesionario” de gracias que se pueden conseguir observando rigurosamente ciertas normas de ciencia experimental; ni un soborno espiritual por el que se pretende conseguir de Dios favores a cambio de oraciones, sacrificios y limosnas, de modo condicional, final o causal: “te doy, si me das, te doy para que me des, y te doy porque me has dado”.           

           La oración es hablar con Dios para pedirle las gracias necesarias sobrenaturales para ir al cielo, que no se pueden conseguir con las fuerzas naturales. Santo Tomás de Aquino definió la oración con estas palabras: “La oración es la elevación de la mente a Dios para alabarle y pedirle cosas convenientes a la vida eterna”. Y Santa Teresa de Jesús, maestra en oración práctica, dijo: “es tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama”.

         El Catecismo de la Iglesia Católica de Juan Pablo II dice que “la oración es la elevación del alma a Dios o la petición al Señor de bienes conformes a su voluntad. La oración cristiana es relación personal y viva de los hijos de Dios con su Padre infinitamente bueno, con su Hijo Jesucristo y con el Espíritu Santo, que habita en sus corazones” (Compendio nº 534; 2558-2565. 2590).

        La  oración es un acto personal de hablar o comunicarse con Dios. La tradición cristiana ha expresado tres modos principales de hacer la oración: la oración vocal, la meditación y la oración contemplativa, según enseña el Catecismo de la Iglesia Católica (Cat compendio 568).

Fin de la oración

        El fin principal de la oración es triple:

- alabar a Dios, Creador de todas las cosas y Dador de todo bien por el que todo  sucede envuelto en la presencia de la Providencia amorosa de Dios Padre, pues todo es gracia, aunque parezca desgracia. El Creador de todas las cosas,   merece toda alabanza por los siglos sin fin;

- pedirle  todo tipo de gracias, debidamente ordenadas a la salvación eterna y el perdón por los pecados.

Penitencia

 La penitencia es un precepto evangélico que Jesucristo ejerció para efectuar la Redención, y enseñó a los hombres como un medio indispensable para la vida cristiana santificadora y apostólica.  La razón teológica es porque el hombre quedó deformado por el pecado original; y en  consecuencia devino la concupiscencia o inclinación al mal, el pecado y todos los males del mundo.

          San Pablo enseñó que la Penitencia es el complemento que faltó a la Pasión de Cristo en los miembros de su  Cuerpo Místico: “Ahora me alegro de sufrir por vosotros, y por mi parte completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1,24); y  “domino mi cuerpo, no sea que después de predicar a los demás, yo quede descalificado” (1 Co 9,27).

 
Obligación de la penitencia

        La penitencia es una obligación que impone la Iglesia.  Recuerdo la ley penitencial de la Iglesia.

“En la Iglesia universal son días y tiempos penitenciales todos los viernes del año y el tiempo de Cuaresma (c 1250).

        El ayuno y la abstinencia se guardarán solamente el miércoles de Ceniza y el viernes Santo. Todos los viernes del año son días penitenciales. La abstinencia de carne que obliga solamente todos los viernes de Cuaresma, se puede cambiar en los demás viernes del año por un acto de piedad, caridad o limosna. Para mayor seguridad en cumplir el precepto penitencial de todos los viernes del año es aconsejable guardar la abstinencia de carne todos los viernes del año, porque si se quiere cumplir de la manera que permite la Iglesia española, no se cumple o se cumple mal. La ley de la abstinencia obliga a los que han cumplido catorce años; la del ayuno a todos los mayores de edad, dieciocho años  hasta que hayan cumplido cincuenta y nueve (c 1252).

Principales penitencias

        Las principales penitencias son:

- Recibir el sacramento de la Penitencia;

- el cumplimiento del deber;

- la aceptación total de sí mismo con la limitación de las cualidades personales;

- la humillación de los propios pecados;

-  la renuncia constante a la propia voluntad;

- el sacrificio costoso de la convivencia en comunidad, familiar, laboral, social, amistad y consagrada;

- y la aceptación de todos los acontecimientos como gracias de Dios. Todo lo que sucede, por voluntad de Dios, o querido por los hombres, entra dentro de la Providencia divina en el misterio de la Salvación, que sólo se entiende, si se acepta por fe.    

 

sábado, 12 de junio de 2021

Décimo primer domingo. Tiempo Ordinario. Ciclo B

  

        La esperanza es una actitud firme o perfección habitual del entendimiento y de la voluntad que regula nuestros actos, ordena nuestras pasiones, guía nuestra conducta según la razón y la fe, proporciona facilidad, dominio y gozo para llevar una vida moralmente buena (Cat 1804)

 La virtud natural de la esperanza es distinta de  la virtud sobrenatural, que es infundida por Dios en el bautismo juntamente con la gracia santificante. La esperanza es una virtud teologal, infundida por Dios en la voluntad por la que confiamos con plena certeza alcanzar la vida eterna y los medios necesarios para conseguirla, si somos fieles a Dios. Con ella aspiramos a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas, sino en los auxilios del Espíritu Santo (Cat 1817)

Por culpa del pecado, el hombre está sometido a la esclavitud del pecado con todo tipo de debilidades, dolores, enfermedades y condicionamientos mientras vive; y necesita la virtud de la esperanza para superar las dificultades de la vida, vencer las tentaciones y sufrir con Cristo, que asumió todas las debilidades del hombre, menos el pecado.

Los acontecimientos de esta vida, tanto buenos como malos, hay que aceptarlos de manera subordinada a la vida eterna, porque todos son bienes espirituales, aunque muchos tengan apariencia de males. La tierra es un lugar de destierro, un valle de lágrimas, como rezamos en la salve, un espacio de miserias que nos acompañan hasta la sepultura. Merece la pena sufrir con la esperanza de gozar eternamente de la visión y gozo de Dios en el Cielo, porque “los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros” (Rm 8,18); y si sabemos soportarlos  santamente,  nos preparan el pesado caudal de gloria eterna (2 Co, 4,17).

Los cristianos padecemos con esperanza todos los sufrimientos de esta vida con los ojos puestos en el Cielo.

 Hay que vivir con esperanza. Es lícito y, a veces obligatorio, procurar, a todo precio, la salud que se ha perdido, en cumplimiento del quinto mandamiento de la ley de Dios en su sentido positivo, que manda conservar la salud, aplicar los adelantos modernos de la ciencia y de la técnica, y  recuperar la integridad física, si esa es la voluntad de Dios. Es un pecado atentar contra el don de la vida, regalo de Dios, rehusando los medios necesarios para conservarla y recuperarla. Se puede luchar con esperanza por conseguir bienes materiales, merecer cargos y honores humanos con sacrificios y esfuerzos, cultivar las vocaciones artísticas, recreativas y deportivas con fines personales, familiares o sociales, y, mejor aún, en estado de gracia, que hace meritorias sobrenaturalmente todas las acciones del hombre. Las obras humanas, grandes o pequeñas, realizadas con la gracia y el esfuerzo humano gracia merecen Cielo. La gracia de Dios hace grandes las cosas pequeñas, y el desamor pequeñas las cosas grandes.

El Señor llega a nosotros, como quiere y de la manera que más nos conviene, tanto en los buenos y agradables sucesos como en los dolorosos que la naturaleza humana rechaza. Hay que aceptar la voluntad de Dios, que es el bien supremo del hombre en la tierra, porque como todo depende de la fe, todo  es gracia (Rm 4,13).

La virtud de la esperanza nos hace vivir ya en la tierra los bienes del Cielo. Por naturaleza nos gusta más esperar la venida del Jesús milagroso de la vida pública, que llega a nosotros en acontecimientos sorprendentes y milagrosos que la llegada del Cristo en su Pasión y muerte en la cruz, que se hace presente en nosotros con el signo del dolor, que parece castigo más que amor.

            Esperamos muchas cosas que queremos y no llegan, y nos lamentamos; y nos alegramos cuando suceden las cosas que nos gustan, ignorando la razón última de los sucesos, que están manejados por la providencia divina. Todo lo que no depende de la libertad del hombre acontece no por el azar o por casualidad, sino por la causalidad de la voluntad divina, que rige el destino de todas las cosas para el bien de los que aman

sábado, 5 de junio de 2021

Corpus Christi. Ciclo B


El sacramento de la Eucaristía es conocido con diversos nombres que expresan cada uno de ellos algún aspecto de este sacrosanto misterio. Hoy, primer día del triduo en honor del Corpus Christi, vamos a explicar el título de Acción de gracias, porque la Eucaristía es, sin duda, la acción de gracias litúrgica por excelencia.

Dice un refrán castellano que “el que no es agradecido, no es bien nacido”. Todos los hombres unas veces somos bienhechores de los demás y otras beneficiarios, porque nadie es suficiente para sí mismo. Solamente, Dios Trinitario, en el Espíritu Santo es dador de todo bien y no necesita nada, porque es eterno, infinitamente perfecto.

Jesucristo en el Evangelio nos dice: “Dad gratis porque todo lo habéis recibido gratis”. Es cierto que la justicia es una virtud que exige dar otro lo que realmente merece, pagar a cada uno lo que le corresponde por sus obras. Pero además de la justicia, y por encima de ella, está la caridad, que es la virtud formal de todas las virtudes, sin la cual no existe virtud alguna; y la caridad, que es amor de Dios, exige dar sin recibir nada a cambio. El que sólo obra en virtud de la justicia, no se puede considerar verdaderamente cristiano, pues si de Dios todo lo hemos recibido, debemos dar cosas gratis a los demás para obrar al estilo divino y compartir entre todos lo que es de Dios en última instancia.

La creación del ser humano es un privilegio entre todas las criaturas existentes, pues podríamos haber sido cualquier otra criatura, una piedra, una planta, un animal, y no un hombre o una mujer; y nada hubiera pasado y nada hubiera faltado a la perfecta Creación. Sin embargo, Dios fue infinitamente bueno para con todos nosotros. Nos predestinó, desde la eternidad, a ser hijos suyos en la Iglesia Católica, nos proporcionó unos padres que nos dieron la vida causada por Dios; unos padres que nos regalaron, según ellos entendieron, todo lo mejor que supieron y pudieron, aunque por excepción, tal vez, se diera el caso de que nos hubieran ocasionado males, debido a su desequilibrio personal o por muchas causas justificables; males que en su corazón fueron bienes subjetivos, pues nadie quiere el mal para sí mismo; y los padres responsables, de ninguna manera quieren hacerse mal a ellos mismos en los hijos.

Podríamos haber sido hijos de padres indiferentes a la fe, u opuestos a ella; o haber nacido en un país primitivo, de una cultura pagana, materialista, humanista, o acaso atea. Sin embargo, tanto nos amó Dios que volcó sobre cada uno de nosotros un amor singular, repleto de dones naturales y gracias sobrenaturales.

Siguiendo esta línea de gratitud a Dios por los beneficios recibidos, cada uno haga ahora, o en otro momento de más tiempo y soledad, el recuento de gracias que de Dios ha recibido; y no tendrá otra opción que rendir gracias a Dios, entonando un Tedeum por los muchos regalos que de Él ha recibido.

Además de esta gracia natural, que es la suprema entre todas las cosas creadas, podemos considerar, aunque sólo sea de paso, el hecho de ser cristiano, hijo de Dios por la gracia del bautismo en la Iglesia católica, haber conocido a Dios, desde siempre, haber sido arropado de muchas circunstancias y factores, que contribuyeron a mi vocación cristiana, en mi caso vocación sacerdotal, o en el tuyo vocación de vida consagrada o sacramental del matrimonio, o de vida cristiana en cualquier estado de la vida.

Todo es gracia, nos dice el apóstol San Pablo en la carta a los Romanos. Todavía se acrecienta más la gratitud a Dios, si cada uno en particular reconsidera los dones espirituales que ha recibido y los guarda en el secreto íntimo de su corazón. Y más aún, si recuerda los pecados que ha cometido en la vida pasada, o sigue cometiendo tal vez en la vida presente, que son expresión de ingratitud para con Dios, de quien ha recibido todo bien. Por si esto fuera poco, el Señor es tan infinitamente misericordioso que, a cambio de la ingratitud del pecado, te perdona y te regala el don inestimable de su amor.

Siempre podemos dar gracias a Dios por los beneficios recibidos en la oración personal o comunitaria, en cualquier momento sobre la marcha de la vida ordinaria, con una simple acción de gracias, a modo de jaculatoria, en momento transitorio, que debería ser permanente. Cualquier ocasión es buena para agradecer a Dios el diluvio de gracias recibidas de Él, sin mérito alguno de nuestra parte y sólo por su bondad infinita. Pero el momento más oportuno, oficial y litúrgico es en la celebración de la Santa misa o de la Eucaristía.

La Eucaristía es en sí misma acción de gracias al Padre por el Hijo que se inmola de nuevo por nosotros y nos sigue redimiendo, perpetuando el mismo sacrificio que ofreció al Padre en el altar de la cruz, ministerialmente por medio del sacerdote. Por consiguiente, nuestra misa no debe ser solamente un acto de culto eucarístico, una obligación legal para librarnos del pecado mortal, un cumplimiento de la ley de Dios y de la Iglesia, sino el acto teológico y litúrgico de acción de gracias.

Damos gracias a Dios en el acto penitencial en el que pedimos perdón por nuestros pecados con gratitud eterna; damos gracias a Dios cuando rezamos o cantamos el himno del gloria o de alabanza; cuando escuchamos la Palabra, que nos prepara para la liturgia eucarística; en la presentación del pan y del vino, en el que nos ofrecemos como somos y cuanto tenemos, para que cuando el pan deje de ser sustancia de pan y se convierta en el cuerpo de Cristo y el vino deje des sustancia de vino y se convierta en la sangre de Cristo, nuestra vida y todas nuestras cosas se conviertan en eucaristía; cuando recitemos la plegaria eucarística, con el cuerpo y la sangre de Cristo, presentes en el altar, pidamos por la Iglesia y los difuntos dando gracias a Dios por toda la creación, redención y santificación.

Y, por fin, con el rezo del padre nuestro en el que pedimos a Dios el perdón de nuestros pecados, con el propósito de perdonar a los que nos han ofendido, al estilo de Dios; y con el rito de la paz que entre los hermanos nos damos, y con la comunión al recibir el Cuerpo y la Sangre del Señor, que es acción suprema de gracias, que no tiene parangón.