sábado, 5 de junio de 2021

Corpus Christi. Ciclo B


El sacramento de la Eucaristía es conocido con diversos nombres que expresan cada uno de ellos algún aspecto de este sacrosanto misterio. Hoy, primer día del triduo en honor del Corpus Christi, vamos a explicar el título de Acción de gracias, porque la Eucaristía es, sin duda, la acción de gracias litúrgica por excelencia.

Dice un refrán castellano que “el que no es agradecido, no es bien nacido”. Todos los hombres unas veces somos bienhechores de los demás y otras beneficiarios, porque nadie es suficiente para sí mismo. Solamente, Dios Trinitario, en el Espíritu Santo es dador de todo bien y no necesita nada, porque es eterno, infinitamente perfecto.

Jesucristo en el Evangelio nos dice: “Dad gratis porque todo lo habéis recibido gratis”. Es cierto que la justicia es una virtud que exige dar otro lo que realmente merece, pagar a cada uno lo que le corresponde por sus obras. Pero además de la justicia, y por encima de ella, está la caridad, que es la virtud formal de todas las virtudes, sin la cual no existe virtud alguna; y la caridad, que es amor de Dios, exige dar sin recibir nada a cambio. El que sólo obra en virtud de la justicia, no se puede considerar verdaderamente cristiano, pues si de Dios todo lo hemos recibido, debemos dar cosas gratis a los demás para obrar al estilo divino y compartir entre todos lo que es de Dios en última instancia.

La creación del ser humano es un privilegio entre todas las criaturas existentes, pues podríamos haber sido cualquier otra criatura, una piedra, una planta, un animal, y no un hombre o una mujer; y nada hubiera pasado y nada hubiera faltado a la perfecta Creación. Sin embargo, Dios fue infinitamente bueno para con todos nosotros. Nos predestinó, desde la eternidad, a ser hijos suyos en la Iglesia Católica, nos proporcionó unos padres que nos dieron la vida causada por Dios; unos padres que nos regalaron, según ellos entendieron, todo lo mejor que supieron y pudieron, aunque por excepción, tal vez, se diera el caso de que nos hubieran ocasionado males, debido a su desequilibrio personal o por muchas causas justificables; males que en su corazón fueron bienes subjetivos, pues nadie quiere el mal para sí mismo; y los padres responsables, de ninguna manera quieren hacerse mal a ellos mismos en los hijos.

Podríamos haber sido hijos de padres indiferentes a la fe, u opuestos a ella; o haber nacido en un país primitivo, de una cultura pagana, materialista, humanista, o acaso atea. Sin embargo, tanto nos amó Dios que volcó sobre cada uno de nosotros un amor singular, repleto de dones naturales y gracias sobrenaturales.

Siguiendo esta línea de gratitud a Dios por los beneficios recibidos, cada uno haga ahora, o en otro momento de más tiempo y soledad, el recuento de gracias que de Dios ha recibido; y no tendrá otra opción que rendir gracias a Dios, entonando un Tedeum por los muchos regalos que de Él ha recibido.

Además de esta gracia natural, que es la suprema entre todas las cosas creadas, podemos considerar, aunque sólo sea de paso, el hecho de ser cristiano, hijo de Dios por la gracia del bautismo en la Iglesia católica, haber conocido a Dios, desde siempre, haber sido arropado de muchas circunstancias y factores, que contribuyeron a mi vocación cristiana, en mi caso vocación sacerdotal, o en el tuyo vocación de vida consagrada o sacramental del matrimonio, o de vida cristiana en cualquier estado de la vida.

Todo es gracia, nos dice el apóstol San Pablo en la carta a los Romanos. Todavía se acrecienta más la gratitud a Dios, si cada uno en particular reconsidera los dones espirituales que ha recibido y los guarda en el secreto íntimo de su corazón. Y más aún, si recuerda los pecados que ha cometido en la vida pasada, o sigue cometiendo tal vez en la vida presente, que son expresión de ingratitud para con Dios, de quien ha recibido todo bien. Por si esto fuera poco, el Señor es tan infinitamente misericordioso que, a cambio de la ingratitud del pecado, te perdona y te regala el don inestimable de su amor.

Siempre podemos dar gracias a Dios por los beneficios recibidos en la oración personal o comunitaria, en cualquier momento sobre la marcha de la vida ordinaria, con una simple acción de gracias, a modo de jaculatoria, en momento transitorio, que debería ser permanente. Cualquier ocasión es buena para agradecer a Dios el diluvio de gracias recibidas de Él, sin mérito alguno de nuestra parte y sólo por su bondad infinita. Pero el momento más oportuno, oficial y litúrgico es en la celebración de la Santa misa o de la Eucaristía.

La Eucaristía es en sí misma acción de gracias al Padre por el Hijo que se inmola de nuevo por nosotros y nos sigue redimiendo, perpetuando el mismo sacrificio que ofreció al Padre en el altar de la cruz, ministerialmente por medio del sacerdote. Por consiguiente, nuestra misa no debe ser solamente un acto de culto eucarístico, una obligación legal para librarnos del pecado mortal, un cumplimiento de la ley de Dios y de la Iglesia, sino el acto teológico y litúrgico de acción de gracias.

Damos gracias a Dios en el acto penitencial en el que pedimos perdón por nuestros pecados con gratitud eterna; damos gracias a Dios cuando rezamos o cantamos el himno del gloria o de alabanza; cuando escuchamos la Palabra, que nos prepara para la liturgia eucarística; en la presentación del pan y del vino, en el que nos ofrecemos como somos y cuanto tenemos, para que cuando el pan deje de ser sustancia de pan y se convierta en el cuerpo de Cristo y el vino deje des sustancia de vino y se convierta en la sangre de Cristo, nuestra vida y todas nuestras cosas se conviertan en eucaristía; cuando recitemos la plegaria eucarística, con el cuerpo y la sangre de Cristo, presentes en el altar, pidamos por la Iglesia y los difuntos dando gracias a Dios por toda la creación, redención y santificación.

Y, por fin, con el rezo del padre nuestro en el que pedimos a Dios el perdón de nuestros pecados, con el propósito de perdonar a los que nos han ofendido, al estilo de Dios; y con el rito de la paz que entre los hermanos nos damos, y con la comunión al recibir el Cuerpo y la Sangre del Señor, que es acción suprema de gracias, que no tiene parangón.



















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