La esperanza es una actitud firme o perfección habitual del entendimiento y de la voluntad que regula nuestros actos, ordena nuestras pasiones, guía nuestra conducta según la razón y la fe, proporciona facilidad, dominio y gozo para llevar una vida moralmente buena (Cat 1804)
La virtud
natural de la esperanza es distinta de
la virtud sobrenatural, que es infundida por Dios en el bautismo
juntamente con la gracia santificante. La esperanza es una virtud teologal,
infundida por Dios en la voluntad por la que confiamos con plena certeza
alcanzar la vida eterna y los medios necesarios para conseguirla, si somos
fieles a Dios. Con ella aspiramos a la vida eterna como felicidad nuestra,
poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en
nuestras fuerzas, sino en los auxilios del Espíritu Santo (Cat 1817).
Por culpa del pecado, el hombre está sometido a la esclavitud del pecado con todo tipo de debilidades, dolores, enfermedades y condicionamientos mientras vive; y necesita la virtud de la esperanza para superar las dificultades de la vida, vencer las tentaciones y sufrir con Cristo, que asumió todas las debilidades del hombre, menos el pecado.
Los
acontecimientos de esta vida, tanto buenos como malos, hay que aceptarlos de
manera subordinada a la vida eterna, porque todos son bienes espirituales,
aunque muchos tengan apariencia de males. La tierra es un lugar de destierro,
un valle de lágrimas, como rezamos en la salve, un espacio de miserias que nos
acompañan hasta la sepultura. Merece la pena sufrir con la esperanza de gozar
eternamente de la visión y gozo de Dios en el Cielo, porque “los sufrimientos del tiempo presente no son
comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros” (Rm 8,18); y si sabemos
soportarlos santamente, nos preparan el pesado caudal de gloria
eterna (2 Co, 4,17).
Los cristianos padecemos con esperanza todos los sufrimientos de esta vida con los ojos puestos en el Cielo.
Hay que vivir con esperanza. Es lícito y, a
veces obligatorio, procurar, a todo precio, la salud que se ha perdido, en
cumplimiento del quinto mandamiento de la ley de Dios en su sentido positivo,
que manda conservar la salud, aplicar los adelantos modernos de la ciencia y de
la técnica, y recuperar la integridad
física, si esa es la voluntad de Dios. Es un pecado atentar contra el don de la
vida, regalo de Dios, rehusando los medios necesarios para conservarla y
recuperarla. Se puede luchar con esperanza por conseguir bienes materiales,
merecer cargos y honores humanos con sacrificios y esfuerzos, cultivar las
vocaciones artísticas, recreativas y deportivas con fines personales,
familiares o sociales, y, mejor aún, en estado de gracia, que hace meritorias
sobrenaturalmente todas las acciones del hombre. Las obras humanas, grandes o
pequeñas, realizadas con la gracia y el esfuerzo humano gracia merecen Cielo.
La gracia de Dios hace grandes las cosas pequeñas, y el desamor pequeñas las
cosas grandes.
El Señor llega
a nosotros, como quiere y de la manera que más nos conviene, tanto en los
buenos y agradables sucesos como en los dolorosos que la naturaleza humana
rechaza. Hay que aceptar la voluntad de Dios, que es el bien supremo del hombre
en la tierra, porque como todo depende de la fe, todo es gracia (Rm 4,13).
La virtud de
la esperanza nos hace vivir ya en la tierra los bienes del Cielo. Por
naturaleza nos gusta más esperar la venida del Jesús milagroso de la vida
pública, que llega a nosotros en acontecimientos sorprendentes y milagrosos que
la llegada del Cristo en su Pasión y muerte en la cruz, que se hace presente en
nosotros con el signo del dolor, que parece castigo más que amor.
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