sábado, 12 de junio de 2021

Décimo primer domingo. Tiempo Ordinario. Ciclo B

  

        La esperanza es una actitud firme o perfección habitual del entendimiento y de la voluntad que regula nuestros actos, ordena nuestras pasiones, guía nuestra conducta según la razón y la fe, proporciona facilidad, dominio y gozo para llevar una vida moralmente buena (Cat 1804)

 La virtud natural de la esperanza es distinta de  la virtud sobrenatural, que es infundida por Dios en el bautismo juntamente con la gracia santificante. La esperanza es una virtud teologal, infundida por Dios en la voluntad por la que confiamos con plena certeza alcanzar la vida eterna y los medios necesarios para conseguirla, si somos fieles a Dios. Con ella aspiramos a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas, sino en los auxilios del Espíritu Santo (Cat 1817)

Por culpa del pecado, el hombre está sometido a la esclavitud del pecado con todo tipo de debilidades, dolores, enfermedades y condicionamientos mientras vive; y necesita la virtud de la esperanza para superar las dificultades de la vida, vencer las tentaciones y sufrir con Cristo, que asumió todas las debilidades del hombre, menos el pecado.

Los acontecimientos de esta vida, tanto buenos como malos, hay que aceptarlos de manera subordinada a la vida eterna, porque todos son bienes espirituales, aunque muchos tengan apariencia de males. La tierra es un lugar de destierro, un valle de lágrimas, como rezamos en la salve, un espacio de miserias que nos acompañan hasta la sepultura. Merece la pena sufrir con la esperanza de gozar eternamente de la visión y gozo de Dios en el Cielo, porque “los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros” (Rm 8,18); y si sabemos soportarlos  santamente,  nos preparan el pesado caudal de gloria eterna (2 Co, 4,17).

Los cristianos padecemos con esperanza todos los sufrimientos de esta vida con los ojos puestos en el Cielo.

 Hay que vivir con esperanza. Es lícito y, a veces obligatorio, procurar, a todo precio, la salud que se ha perdido, en cumplimiento del quinto mandamiento de la ley de Dios en su sentido positivo, que manda conservar la salud, aplicar los adelantos modernos de la ciencia y de la técnica, y  recuperar la integridad física, si esa es la voluntad de Dios. Es un pecado atentar contra el don de la vida, regalo de Dios, rehusando los medios necesarios para conservarla y recuperarla. Se puede luchar con esperanza por conseguir bienes materiales, merecer cargos y honores humanos con sacrificios y esfuerzos, cultivar las vocaciones artísticas, recreativas y deportivas con fines personales, familiares o sociales, y, mejor aún, en estado de gracia, que hace meritorias sobrenaturalmente todas las acciones del hombre. Las obras humanas, grandes o pequeñas, realizadas con la gracia y el esfuerzo humano gracia merecen Cielo. La gracia de Dios hace grandes las cosas pequeñas, y el desamor pequeñas las cosas grandes.

El Señor llega a nosotros, como quiere y de la manera que más nos conviene, tanto en los buenos y agradables sucesos como en los dolorosos que la naturaleza humana rechaza. Hay que aceptar la voluntad de Dios, que es el bien supremo del hombre en la tierra, porque como todo depende de la fe, todo  es gracia (Rm 4,13).

La virtud de la esperanza nos hace vivir ya en la tierra los bienes del Cielo. Por naturaleza nos gusta más esperar la venida del Jesús milagroso de la vida pública, que llega a nosotros en acontecimientos sorprendentes y milagrosos que la llegada del Cristo en su Pasión y muerte en la cruz, que se hace presente en nosotros con el signo del dolor, que parece castigo más que amor.

            Esperamos muchas cosas que queremos y no llegan, y nos lamentamos; y nos alegramos cuando suceden las cosas que nos gustan, ignorando la razón última de los sucesos, que están manejados por la providencia divina. Todo lo que no depende de la libertad del hombre acontece no por el azar o por casualidad, sino por la causalidad de la voluntad divina, que rige el destino de todas las cosas para el bien de los que aman

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