sábado, 4 de septiembre de 2021

Vigésimo tercer domingo. Tiempo ordinario. Ciclo B

     Con cierta explicación humana, que tiene su lógica, solemos dejarnos llevar de las apariencias en el trato con los hombres. Si un hombre bien vestido y con buena presencia se nos acerca a pedirnos un favor o a ofrecernos alguna cosa, confiamos en él; pero si está mal vestido y tiene mal aspecto, nos comportamos con él en situación de alerta, porque el timo ya no es una sorpresa, desgraciadamente es una artimaña de la picaresca. Y, por consiguiente, andamos prevenidos para no caer en la trampa del engaño. Este comportamiento de prevención es humano y cristiano, porque hoy no te puedes fiar de nadie, tienes que tener bien abiertos los ojos para no tropezar con quien te puede poner la zancadilla maliciosamente.

    El apóstol Santiago no condena este proceder sensato y prudente, fundado en las apariencias, que es sabiduría de la psicología humana y virtud cristiana, sino reprueba la actitud de los cristianos que atienden a los ricos por su condición social económica con el buen trato, y reprueba a los pobres por su situación de indigencia.

    Este estilo de comportamiento es inconsecuente y de mal criterio cristiano, nos dice el apóstol, sobre todo si principalmente se adopta en las celebraciones litúrgicas, reservando sitiales a los ricos y dejando a los pobres que se sienten en el suelo o que permanezcan en pie. Estas son sus palabras:

 “Por ejemplo: llegan  dos hombres a la reunión litúrgica. Uno va bien vestido y hasta con anillos en los dedos; el otro es un pobre andrajoso. Veis al bien vestido y le decís:

- Por favor, siéntate aquí, en el puesto reservado. Al otro en cambio:

- Estáte ahí de pie o siéntate en el suelo. Si hacéis eso, ¿no sois inconsecuentes y juzgáis con criterios malos?


  En la Iglesia y fuera de ella todos los hombres somos iguales en naturaleza, personas humanas, hijos de Dios. No nos distinguimos unos de otros por nuestra condición social de riqueza o pobreza, como sucede en el mundo, sino por las buenas obras, que sólo Dios conoce. Por tanto, el trato cristiano para todos los hombres debe ser igual, siempre y en todo lugar, sin mirar en ellos su ideología, raza, religión, cultura, color de piel, país, sino la dignidad de la persona. Pero de una manera especial en las celebraciones litúrgicas, y consecuentemente religiosas de culto, en las que no debe haber sitiales para los ricos y el suelo para que se sienten los pobres o permanezcan en pie. Si obramos de esta manera, somos inconsecuentes porque juzgamos a los hombres con criterios humanos, nos dice el apóstol Santiago.      

    Pensamos equivocadamente si creemos que Dios ama más a los ricos que a los pobres, porque les regala más y mejores bienes, como si los dones humanos fueran siempre premio de las obras humanas, y los males signo del castigo de Dios. Generalmente no es así, porque los bienes y los males vienen a los hombres por distintas causas y no son siempre pruebas de amor o castigo de Dios. Lo que sí es cierto es que Dios elige a los pobres de este mundo que le aman para hacerlos ricos en la fe y herederos del Reino. El apóstol Santiago nos dice: ¿Acaso no ha elegido Dios a los pobres del mundo para hacerlos ricos en la fe y herederos del Reino?

    Los grandes teólogos, ricos en el conocimiento científico de la fe, no conocen mejor a Jesucristo y tendrán un puesto privilegiado en el reino de los Cielos, que los pobres, ignorantes en el saber humano y simples conocedores de la doctrina cristiana.  No es así, pues los pobres cristianos, sencillos y humildes, que apenas saben el catecismo elemental, y suspenderían quizás en un examen elemental de primera comunión, pueden ser ricos en la fe, si conocen a Jesús en una profunda vivencia experimental de oración y santificación de obras. Porque la fe  no cosiste en saber mucho, sino en vivirla consecuentemente en el cumplimiento de la ley y en la aceptación de los acontecimientos de la vida que suceden. San Ignacio de Loyola decía: “No el mucho saber harta y satisface el alma sino el gustar las cosas de Dios internamente”. “Dios elige a los pobres de este mundo para hacerlos ricos en la fe y herederos del Reino”. Una pobre mujer, que solamente sabe rezar y hablar con Dios, a su manera, y realiza las cosas más sencillas de este mundo, como pueden ser las labores domésticas, o desempeña un puesto humilde en la Sociedad, puede conocer más a Dios y tener más fe quizás que los obispos que ocupan cargos importantes en la Iglesia o sacerdotes de prestigio que desempeñan ministerios encumbrados en  la docencia teológica de la fe. 

    El reino de Dios no se consigue por la buena nota que se saca en las obras que se realizan, como pasa en las oposiciones a puestos de trabajo, que el que tiene mejor nota gana la plaza, y el que no aprueba, se queda en la calle. Dios no evalúa las obras en sí mismas, sino el amor que se pone en las obras, grandes o pequeñas que se hacen. Sabemos por el Evangelio que Dios ama y regala sus dones a los sencillos y humildes de corazón, a los que, siendo mayores,  se hacen como niños: “Si no os hacéis como niños, no entraréis en el Reino de los Cielos. El que se humillare, como ese niño, ese es el mayor en el Reino de los Cielos” (Mt 18,3-4); y son “bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos” (Mt 5,3).

    En consecuencia de todo lo que llevamos dicho, podemos resumir el contenido de esta homilía en las siguientes frases:

- Tratemos con educación y amor cristiano a todos los hombres, sin mirar su condición humana de riqueza y sabiduría, porque todos somos hijos de Dios, cuidando de que no se nos engañe  por nuestra inexperiencia o inocencia;

- no juzguemos por las apariencias, pero  las tengamos en cuenta, pues aunque no siempre la gente es como parece, el comportamiento externo es algún signo de la bondad interior, por aquello que la cara es el espejo del alma;

- y no olvidemos que Dios reparte sus dones a los pobres de espíritu para hacerlos ricos en la fe.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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