AYUDAR A
LA IGLESIA EN SUS NECESIDADES
Desgraciadamente
en nuestros tiempos, la fuerza obligatoria del quinto mandamiento:
ayudar a la Iglesia en sus necesidades ha perdido su vigor
para la mayor parte de los cristianos. Hoy no se valoran socialmente
las leyes de la Iglesia, con el agravante de que no pocos
católicos/as rechazan sin escrúpulo. Es una realidad que hay que
reconocer con humildad y tristeza.
Los
mandamientos de la Santa Madre Iglesia, digamos, están de capa
caída. Muchos, llamados hombres de fe, no cumplen ya el precepto
dominical. Se limitan simplemente a ir a Misa por apetencias
personales del gusto religioso o cuando tienen que cumplir una
obligación social. La confesión, por ejemplo, se ha infravalorado,
descuidado o abandonado hasta el punto de que hay cristianos,
comprometidos con la “Iglesia”, que comulgan habitualmente y no
reciben el Sacramento del perdón. Diariamente vemos filas
interminables de comulgantes en nuestras Eucaristías, mientras que
los sacerdotes están en paro sentados en el confesionario.
El ayuno y la
abstinencia, prácticas vigentes en el Derecho Canónico, se
consideran normas penitenciales desfasadas, que han quedado
reservadas a un grupo limitado, más o menos numeroso, de antiguos
cristianos consecuentes con la fe tradicional.
El
mandamiento de ayudar a la Iglesia en sus necesidades es una
obligación que se quiere cumplir tacañamente, echando una limosna
en la bandeja o cestos en la misa dominical, o depositando una moneda
en un cepillo de la Iglesia, o dando un donativo con ocasión de
recibir un sacramento o un servicio religioso.
En los
antiguos catecismos el precepto de ayudar a la Iglesia en sus
necesidades aparecía redactado con inspiración bíblica del Antiguo
Testamento: “Pagar diezmos y primicias a la Iglesia de Dios”. Con
estas palabras se imponía a los cristianos la obligación de
contribuir a la financiación de la Iglesia con el diezmo de sus
cosechas y las primicias de sus ganados.
Diezmos
y primicias son dos palabras que, teniendo distinto significado
etimológico, eran utilizadas en el Antiguo Testamento con un mismo
sentido: contribuir a las necesidades del templo con los bienes
propios. Diezmos
significaba
la décima parte, moralmente considerada, de los productos del campo:
“Llevarás a la casa del Señor, tu Dios, lo más florido de tu
tierra” (Ex 34,26); y primicias
eran
los frutos primeros de la vida humana o animal. Los primeros nacidos,
hombres o animales, eran propiedad exclusiva de Dios. Los
primogénitos de mujer debían ser consagrados a Dios, de una manera
que no se sabe con seguridad en qué consistía; y los de los
animales tenían que ser sacrificados para expiar los pecados del
pueblo de Dios. “Yo inmolo al Señor todo animal primogénito y
rescato al primer nacido entre mis hijos” (Ex 13,1-2).
Los frutos de
la tierra se destinaban para el mantenimiento del templo, manutención
de sacerdotes, ministros, servidores y obras sociales religiosas para
ancianos, viudas, huérfanos y pobres.
El antiguo
pueblo de Israel cumplía preferentemente el precepto de los diezmos
y primicias, con ocasión de celebraciones religiosas como la Fiesta
de las semanas y la Fiesta de las primicias de la recolección al
terminar el año (Ex 34,22).
La primitiva
comunidad de Jerusalén, secundando el precepto bíblico del Antiguo
Testamento, vivía el Evangelio de Jesucristo con desprendimiento de
corazón, prácticamente como si tuviera voto de pobreza, aunque no
existía entonces este vínculo jurídico de consagración a Dios. La
fe en Cristo resucitado hacía que todos escucharan las enseñanzas
de los Apóstoles, vivieran unidos, fueran constantes en la oración,
en la celebración de la Eucaristía y en la unión fraterna, de
manera que todo lo tenían en común. Vendían las posesiones y
haciendas y las distribuían entre todos, según la necesidad de cada
uno (Hch 2, 41-47;4,32-35).
Pero no todo
era jauja, pues como aquella comunidad cristiana estaba compuesta por
hombres, y dicen que “en todas partes se cuecen habas”, tenía
también sus cosas, como sucede y sucederá siempre en todas las
instituciones humanas. Un tal Ananías, de acuerdo con Safira, su
mujer, vendió una propiedad y se quedó con parte del dinero. Pedro
le reprendió por este grave pecado. Y, no pudiendo resistir las
palabras del Apóstol, cayó muerto; y lo mismo le sucedió a Safira,
cómplice de este robo (Hch 5,1-10).
Tomando el
buen ejemplo de la primera comunidad apostólica, los cristianos de
los cinco primeros siglos cumplían el deber de los diezmos y
primicias espontáneamente, motivados por la Palabra de Dios y sin
estar obligados por ley. Cada uno contribuía con lo que podía para
el sostenimiento del culto, sus ministros y obras benéficas, de
manera que se podía decir que no existía problema económico
importante en las primeras comunidades católicas.
A partir del
siglo VI, cuando el cristianismo se fue extendiendo por todas partes,
se enfriaron los primeros fervores de los cristianos, y muchos,
paganizados, dejaron de cumplir el deber sagrado de pagar los
diezmos. Fue entonces cuando la Iglesia se vio obligada a empezar a
poner paulatinamente leyes sobre las ofrendas, inspirándose en las
normativas del Antiguo Testamento, y copiando los impuestos de las
sociedades civiles.
El momento
histórico culminante de la institución legislativa de la
contribución a la Iglesia mediante los diezmos y primicias tuvo
lugar en los siglos del XI al XIII, coincidiendo con el feudalismo.
La crisis de los diezmos sobrevino cuando en la Edad Moderna la
economía agraria se transformó en capitalista. Las causas
fundamentales fueron la ruptura de la unidad religiosa en Europa con
el resurgimiento del protestantismo y la industrialización. Estas
circunstancias hicieron que los diezmos desaparecieran en Francia
durante la revolución en el año 1789. En España fueron abolidos
por la desamortización de Mendizábal el año 1837.
Desamortización de Mendizábal
Juan Álvarez
Mendizábal nació en Cádiz el 25 de Febrero de 1790, y murió en
Madrid en Noviembre de 1853. Era descendiente de judíos. Sus padres
fueron comerciantes de objetos viejos, ropavejeros. Desde muy joven
mostró especiales cualidades para el mundo de las finanzas. Era
político independiente, liberal y anticlerical. Exiliado por el
gobierno español en 1823, vivió en Londres doce años, donde montó
un gran negocio y se hizo inmensamente rico, consiguiendo un gran
prestigio entre los ingleses. Más tarde fue repatriado por el
Gobierno español, afín a sus ideas políticas, y llegó a ser
ministro de Hacienda tres veces, terminando por ser jefe del Gobierno
desde el 15 de Septiembre de 1835 al 15 de Mayo de 1836, es decir
ocho meses.
El 11 de
Octubre de 1835 declaró disueltas todas las Órdenes religiosas
existentes en España, excepto las dedicadas a la pública
beneficencia. El 19 de Febrero de 1836 declaró la venta de los
bienes de la Iglesia para pagar la deuda nacional y solucionar el
gravísimo problema social que existía entonces en España. La
desamortización eclesiástica fue un expolio de los bienes de la
Iglesia, difícilmente justificable desde el punto de vista legal y
moral. Usurpadas las posesiones eclesiásticas, fueron subastadas
públicamente con el resultado que se preveía: conseguir que los
ricos se hicieran más ricos y los pobres más pobres. Los
gobernantes y políticos engordaron sus bolsillos, y el Estado se
quedó con las mismas o más trampas que antes tenía.
El volumen
total de los bienes expropiados a la Iglesia está todavía por
precisar. En el siglo pasado Santaella, especialista en esta materia,
calculó la expoliación en unos 2.700 millones de pesetas y en un 8%
de las tierras cultivadas en España. Pero probablemente las
propiedades expoliadas fueron muchas más y el perjuicio económico
de la Iglesia incalculable. La desamortización terminó
prácticamente el año 1890, en el que empieza la restitución del
Estado a la Iglesia por asignaciones anuales.
En
sustitución de los diezmos surgieron los aranceles eclesiásticos,
obligaciones económicas con las que los fieles aportaban una ayuda
en metálico a la Iglesia, con ocasión de recibir un sacramento o un
servicio religioso. En muchos pueblos de León y Castilla la Vieja
los fieles ayudaban a la Iglesia y al mantenimiento de sus sacerdotes
con aportaciones de fanegas de legumbres y cereales, aceite, vino y
otros productos, y de esta manera cumplían el quinto precepto de la
Iglesia.
La
legislación antigua del Derecho Canónico de Benedicto XV, año
1917, en el canon 1.502, establecía la obligación cristiana de
ayudar a financiar la Iglesia con la bíblica expresión de pagar
diezmos y primicias, dejando el modo de cumplir este precepto a los
peculiares estatutos o costumbres laudables de cada región. El
vigente Derecho Canónico, publicado por el Papa Juan Pablo II en
1983, recuerda en el canon 222 el quinto mandamiento de la Santa
Madre Iglesia con estas palabras: “Los fieles tienen el deber de
ayudar a la Iglesia en sus necesidades, de modo que disponga de lo
necesario para el culto divino, las obras de apostolado y de caridad
y el conveniente sustento de los ministros”. El canon no especifica
ni el sistema de aportación económica ni la cuantía. Deja a la
autoridad del Obispo o de las Conferencias Episcopales el sistema de
contribución a la Iglesia. Este precepto puede cumplirse también
con prestaciones personales.
En la
Archidiócesis de Madrid se suprimieron los aranceles el año 1965,
siendo Arzobispo D. Casimiro Morcillo. Desde entonces hasta nuestros
días los fieles ayudan al sostenimiento de la Iglesia mediante
aportaciones económicas voluntarias, con ocasión de los sacramentos
o servicios religiosos recibidos; y también por medio de donativos
en colectas, cepillos o suscripciones periódicas.
La
financiación de la Iglesia es una obligación que incumbe
principalmente a los cristianos, y también al Gobierno porque, aun
en el caso hipotético de que el Estado haya restituido ya los bienes
usurpados con motivo de la desamortización de Mendizábal, la
Iglesia, la Institución más importante de la Sociedad española,
contribuye como ninguna otra a solucionar los problemas sociales de
educación cívica, atención sanitaria, pobreza y marginación de
los españoles. Y, por tanto, debe ser subvencionada al igual que
otras instituciones sociales que prestan servicios públicos a una
sociedad pluralista y democrática. En España, en concreto, una
inmensa mayoría de ciudadanos se confiesan católicos; y todos, de
cualquier signo político o religioso que sean, se benefician de un
bien social, material y humano que presta la Iglesia Católica.
El Estado no
regala a la Iglesia nada con las asignaciones económicas que le
concede, sino que cumple una obligación de justicia, invirtiendo
parte de los fondos de los españoles para un bien común de la
Sociedad.