sábado, 29 de enero de 2022

Cuarto domingo. Tiempo ordinario. Ciclo C

 

EL AMOR, VIRTUD  PRINCIPAL

En una palabra: quedan la fe, la esperanza, el amor: estas tres.   La más grande es el amor (Cor 13,13)

En la segunda lectura de la liturgia de la Palabra, Dios por medio de San Pablo nos dice que la virtud más grande que existe es el amor, tema sobre el que voy a hacer unas reflexiones espirituales en cuatro apartados:

¿Qué es el amor?

Silogismo sobre las virtudes:

El amor es superior a todos los dones 

Cualidades del amor


¿Qué es el amor?

“El término amor se ha convertido hoy en una de las palabras más utilizadas y también de las que más se abusa, a la que damos acepciones totalmente diferentes, dice el Papa Benedicto XVI en su encíclica Deus charitas est” (n 2).    

El Diccionario de la Real Academia Española dice que el amor es un sentimiento que mueve a desear la realidad amada, otra persona, grupo humano o alguna cosa como un bien propio. Generalmente se entiende como una inclinación sensible a una persona por sus cualidades corporales o espirituales, a una vocación, oficio o cosa.  Sin fe se utiliza  frecuentemente en sentido de pasión sexual.

El Papa Benedicto XVI  nos enseña que  “el amor es ocuparse del otro y preocuparse por el otro” (n 6). El verdadero amor no consiste sólo en amar a Dios, sino principalmente en sentirse amado por Dios que nos envió a su Hijo para redimirnos: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo, como propiciación por nuestros pecados” (1 Jn 4,10).  Se ama a la persona amada  como ella es: con sus cualidades, virtudes, limitaciones, defectos y pecados, propios de la fragilidad humana, pero con  obras, que son amores y no buenas razones, como dice un refrán castellano.  

Al amor se opone al egoísmo en sus múltiples versiones, que es buscarse a sí mismo en el otro o en las cosas.   

Silogismo sobre las virtudes

El amor es la virtud más grande de todas las virtudes 

Para demostrar esta tesis San Pablo enumera los dones más estimados de este mundo: el dominio de lenguas, el don de predicación, el conocimiento de los secretos de todo el saber, la fe que mueve montañas, la generosidad de dar a los pobres todos los bienes  propios, y hasta dejarse quemar vivo. Y afirma que todos estos dones sin amor son como un metal que resuena o un címbalo que aturde (1 Cor 13,1).  Y al final de su razonamiento concluye: En una palabra, quedan la fe, la esperanza y el amor: estas tres. La más grande es el amor,  porque no pasa nunca (1 Cor 12, 31;13,1-13). Su pensamiento podría estructurarse en forma escolástica de la siguiente manera:

La  virtud que más dura es la más grande.

Es así que la virtud que más dura es el amor.

Luego el amor es la virtud más grande. 

Todas las virtudes cardinales: prudencia, justicia, fortaleza  y templanza y sus derivadas, incluso las virtudes teologales de la fe y esperanza, son temporales, pues existen en las personas de este mundo mientras viven. La fe, necesaria para la salvación eterna,  permanece en el hombre mientras vive, pues en el Cielo no hay fe sino visión, ni tampoco esperanza, sino posesión y gozo de Dios eternamente.  En cambio, el amor  es la virtud más grande en el tiempo, la forma esencial de todas las virtudes  y en la eternidad es el Cielo,  visión y gozo de Dios, que es Amor. 

Cualidades del amor

El amor verdadero según San Pablo tiene ocho cualidades importantes.

Es  comprensivo  en la manera de ser, pensar y obrar del prójimo, comprende y excusa  sus defectos   por razones de amor o caridad, y no condena a nadie en el corazón; servicial porque el amor por su propia naturaleza es difusivo, inclina a darse y dar; no tiene envidia de los bienes del otro porque el bien es objetivo y no subjetivo; no presume ni se engríe de sus propios bienes porque el cristiano sabe que no son suyos, sino recibidos  de Dios en la naturaleza o en la gracia; no es mal educado ni egoísta porque el amor exige comportamiento privado y social; no se irrita pues el amor verdadero es equilibrado, paciente, en el que no caben broncas, alteraciones nerviosas, impaciencias, resentimientos;   no lleva cuentas del mal que recibe y se ocupa  en hacer el bien sin mirar a quien, aunque sea de raza distinta, nacionalidad diferente, de ideología religiosa y política contrarias a la propia; no se alegra de la injusticia, pues el que ama cristianamente sufre la injusticia que no se puede remediar y goza con la verdad. En alguna cárcel leí alguna vez esta sentencia: odia el delito y compadece al delincuente; goza con la verdad; disculpa sin límites, cree sin límites, espera sin límites, aguanta sin límites pues el amor cristiano ama y vive la verdad; disculpa siempre los defectos y  pecados con comprensión; cree en la bondad íntima del corazón del hombre que la confunde con la maldad; espera la corrección o el perdón; aguanta sin medida todo dolor y prueba, sin doblegarse ante las dificultades y tristes realidades de la vida. Porque el cristiano ama con el corazón de Dios.

 

sábado, 22 de enero de 2022

Tercer domingo. Tiempo ordinario. Ciclo C

 

“Vosotros sois el cuerpo de Cristo, y cada uno es un miembro”  (1 Co 12, 27).

Voy a fijar mi atención en el misterio del Cuerpo Místico, la Iglesia, que nos propone la liturgia de la Palabra en la segunda lectura de este domingo, exponiendo brevemente el tema en tres pequeños capítulos: figuras de la Iglesia, el cuerpo humano, analogía del Cuerpo Místico y la Intercomunicación de actos en los miembros del Cuerpo Místico.

Figuras de la iglesia   

En la Biblia, tanto en el Antiguo como en el Nuevo testamento, la Iglesia a la que pertenecen todos los hombres del mundo, de diversas maneras, especialmente los bautizados,  está figurada por varios símbolos, tomados de la vida pastoril, de la agricultura, de la construcción, de la familia y de los esponsales: redil (Jn 10,1-10);  grey,  cuyo pastor es el mismo Dios (Is 40,11; Ez 34, 11ss)agricultura o arada de Dios (1 Cor 3,9)edificación de Dios (1 Cor 3,9); casa de Dios (1 Tim 3,15) en la que habita la familia, habitación de Dios en el Espíritu (Ef 2,19-22); tienda de Dios con los hombres (Ap 21,3); templo santo; Jerusalén de arriba y madre nuestra (Gál 4,26), Pueblo de Dios, entre otros, y, sobre todo Cuerpo místico de Cristo (L.G. 6) 

  El cuerpo humano, analogía del Cuerpo Místico

La Iglesia, que es Cristo, es un cuerpo moral, no humano ni eclesial, como por ejemplo el cuerpo moral de los diputados de un Gobierno, ni  el  cuerpo diplomático del Vaticano, ni el cuerpo eucarístico de Cristo, sino es un cuerpo moral, pero místico o misterioso, realidad sobrenatural que trasciende todos los conceptos humanos. San Pablo nos explica este misterio revelado comparándolo analógicamente con el cuerpo humano. “Lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así también es Cristo.  (1Cor 12, 12-13).         

El cuerpo humano es un organismo que tiene cabeza y miembros, y todos ellos reciben de la cabeza  toda la vida y actividad. Unos miembros son más necesarios o útiles que otros, pero cada uno, por pequeño que sea, realiza su propia función con plena conexión con los demás  en bien de todo el cuerpo. Así Cristo, Dios humanado, Cabeza del género humano, como Redentor, comunica a todos lo hombres la vida humana y espiritual, principalmente  a los bautizados por medio de la Iglesia; a los creyentes de cualquier confesión religiosa por su fe que viven con buena voluntad; y a los no creyentes por la recta conciencia del bien obrar, circunstancias que sólo Dios valora. 

Cristo comunica a los bautizados la vida sobrenatural  por medio de los sacramentos: Por el Bautismo los hace cristianos, hijos de Dios para formar parte de la Familia de la Santísima Trinidad;  por la Confirmación  les regala la fortaleza del Espíritu Santo para vivir la  fe,  luchar contra el pecado y conseguir la santificación; por la Penitencia concede la vida sobrenatural  a los que han perdido la amistad con Dios por el pecado mortal, y a los que la han enfriado por la tibieza el vigor espiritual; por la Eucaristía  los alimenta con el cuerpo y la sangre de Cristo para que sean cristificados en orden a la vida eterna con miras a la resurrección; por la Unción de Enfermos les da el salvoconducto para la vida eterna  a los que mueren en el Señor; por el Orden Sacerdotal  comunica a  algunos cristianos especiales el sacramento de los poderes de Cristo para predicar la Palabra de Dios, administrar los sacramentos, dirigir comunidades cristianas; y por el Matrimonio consagra a los esposos  para propagar la especie, complementarse con comprensión y sacrificios y ayudarse mutuamente.

Cristo comunica también su gracia a todos los bautizados por medio de la oración, del cumplimiento del deber, del ejercicio de virtudes y de la vida ordinaria santificada.   

Intercomunicación de actos en los miembros del cuerpo místico

Todos los actos de cada uno de los miembros del Cuerpo Místico de la Iglesia, aunque son principalmente personales, a la vez son comunitarios en bien de todos.  Cuando alguien hace un bien o un mal a cualquier miembro del Cuerpo Místico de la Iglesia, se lo hace  a sí mismo y a todos los miembros. “Y si un miembro sufre, todos sufren con él; y si un miembro es honrado, todos se alegran con él. Pues bien, vosotros sois el cuerpo de Cristo, y cada uno es un miembro” (1 Cor 12,12-27).  

Llevada esta doctrina hasta las últimas consecuencias, merece la pena hacer el bien  para santificarse y santificar a todos los miembros la Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo; y, por el contrario, no hacer el mal a nadie para no hacerse mal a sí mismo ni a ninguno de los miembros de la Iglesia.

sábado, 15 de enero de 2022

Segundo domingo. Tiempo ordinario. Ciclo C

 

No tienen vino, símbolo de la oración de  exposición

 Boda en Caná de Galilea

          Jesús, después de haber pasado cuarenta días y cuarenta noches en rigurosa y austera  oración y penitencia en el desierto,    pasó por el Jordán y recabó  a seis novicios de discípulos para formar la Iglesia: Andrés, Juan, discípulos de Juan, el Bautista, a quienes se sumaron después Pedro, Santiago, Natanael y Felipe. Y empezó su vida pública oficiosamente predicando el Evangelio por las plazas públicas y casas. Luego se dirigió a  Caná de Galilea, que dista 7 Km. de Nazaret y 23 de Tiberíades, para asistir  a una boda  a la que estaba invitado.  A la entrada de esa aldea, hoy convertida en una ciudad de estilo europeo, sigue manando la fuente de la que los sirvientes sacaron el agua que Jesús convirtió en vino.

En el mismo lugar, donde se celebró el banquete, existe hoy una Iglesia griega de franciscanos, donde se exhibe un viejo cántaro, que es viva imagen de las tinajas de agua que había entonces  destinadas para la purificación de los judíos. A la entrada hay una inscripción en latín que dice: “Santificados sean los lugares pisados por sus pies”.

 El evangelista San Juan, autor de este relato, fue testigo de este milagro, como se deduce de tantos detalles y pormenores que nos cuenta. El matrimonio en Israel era símbolo de las relaciones personales del hombre con Dios. Tenía un carácter totalmente religioso en todo: en el atavío de los contrayentes, en los preparativos de la boda, en la celebración litúrgica del acto, en el banquete y hasta en el baile y diversión. Era considerado como una obra de amor al prójimo, el gran acontecimiento festivo de la Sociedad, la gran noticia gozosa de un pueblo; y, sobre todo, un acto sagrado del que Dios se valía para propagar la raza, de la que vendría el esperado Mesías, liberador del pueblo de Israel.

Matrimonio

El matrimonio en Galilea comprendía cuatro actos: ceremonia religiosa, ofrenda de obsequios, banquete y baile. Se escogía generalmente para la celebración el miércoles por la noche, y solía prolongarse por espacio de siete días, si los novios eran de clase social desahogada. En el corralón que cercaba la vivienda propia, generalmente la del novio, o  en pleno campo, se celebraba  la ceremonia religiosa. Los invitados debían estar presentes en el acto religioso, a ser posible. La liturgia empezaba con unas    bendiciones solemnes. El  salón o el campo era el lugar del banquete. Todos se sentaban en el suelo o sobre esteras en pequeños grupos formando corros, bien separados los hombres de  las mujeres, que se situaban de la misma manera con los niños en otros lugares discretos. Durante los siete días de la boda los comensales iban y venían, comían y se divertían, sin abandonar sus trabajos, las obligaciones domésticas y sociales. Antes del banquete, todos los invitados acudían al lugar donde estaban situados los novios para hacerles sus propias ofrendas  en medio de entusiastas vivas y calurosos aplausos. Los obsequios solían ser en especie: animales, corderos, aceite, legumbres, verduras, y, sobre todo, vino, que no podía faltar en una buena celebración de boda. Después tenía lugar  el banquete que consistía en carnero hervido en leche, legumbres frescas y frutos secos. El vino no era una bebida de placer, ni una ayuda para facilitar la regulada digestión, pues se consideraba como propio alimento. No se registraban excesos de vino ni borracheras, pues los judíos guardaban las normas de urbanidad, procurando comportarse bien en la convivencia social y en las diversiones públicas.

Los invitados que llegaban rezagados, como parece que sucedió en el caso de Jesús y sus discípulos, entregaban sus propios regalos después de la bendición nupcial, que se repetía  tantas cuantas veces llegaba un grupo nuevo, relativamente numeroso. El maestresala, director del convite, hoy maître en nuestro tiempo, procuraba que el banquete fuera selecto y abundante en exquisitos manjares y en el servicio esmerado y diligente. Solía desempeñar este oficio un familiar o amigo de alguno de los novios, que cumplía sus funciones con estudiada solemnidad y esmerada delicadeza, siguiendo rigurosamente el ritual y las costumbres. Se encargaba de hacer las mezclas de vino con agua, pues no estaba bien visto beber vino puro. A las órdenes de él estaban los sirvientes que solían ser familiares o amigos de los novios. Las mujeres se dedicaban a cocinar, preparar los manjares en los platos, echar el vino en las jarras y fregar los cacharros en la cocina. María estaba en medio de ellas, como una criada más. El baile era una diversión  en el que todos bailaban al compás de música pegadiza popular y pastoril con la que todos se divertían a placer honestamente.

La boda a la que asistió Jesús con sus discípulos y su madre me parece de clase media, y con numerosos invitados, a juzgar por los 600 litros de agua, (seis tinajas de 100 litros cada una) convertidos en vino por Jesús.  

Cuando el banquete estaba más que mediado, María observó que faltaba vino y oyó cuchicheos  de protesta en algunos grupos; y se le ocurrió la extraña y feliz idea de  acudir a su Hijo para exponer el problema: No tienen vino, con la insinuación del milagro de la conversión del agua en vino. Jesús respondió a su madre con la evasiva de que no había llegado su hora, pero sí la hora de María, prevista desde la eternidad, que era la hora de Dios. María  observó en la mirada expresiva de Jesús que iba a acceder a su petición, y por eso acudió a los sirvientes a decirles: Haced lo que él os diga. Y ellos llenaron de agua hasta el borde las seis tinajas  destinadas para las abluciones de los judíos.

Me llama poderosamente la atención la omnipotente intercesión de  María ante su Hijo, Dios, a quien le expone  un problema humano, trivial: la falta de vino en una boda, para que hiciera un  milagro, no necesario, como sería  curar una enfermedad terminal de una persona que se está muriendo, que tiene  explicación lógica, humana y milagrosa.

No tienen vino: Oración de exposición y desahogo

Aprovechando esta maternal ocurrencia divina de María que acude a su Hijo para pedir un milagro, se me ocurre exponer el modo más perfecto de la oración de exposición y desahogo, que consiste en no pedir nada en concreto, sino que se cumpla siempre y en todas las cosas  la voluntad divina.

Algunas veces sabemos que nuestros problemas no tienen humanamente más solución que el milagro, que generalmente  no sucede. En esos casos debemos exponer al Señor nuestra irremediable necesidad con la oración del desahogo,  como Jesús en el huerto de Getsemaní, que sabía que tenía padecer y morir en la cruz para salvarnos, y oró al Padre diciendo: “Padre, si este cáliz no puede pasar sin que yo lo beba, hágase tu voluntad (Mt 26,42).  Fue un modelo perfecto de confianza plena en la voluntad divina. Este modelo llegó a su colmo de perfección, cuando Jesús, en estado agónico de crucifixión, recurre al Padre para desahogarse: “¿Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado?” (Mt 27,46), que terminó encomendando su vida al Padre: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23,46).

Orar es necesario para pedir a Dios lo que el hombre no puede conseguir por sus propias fuerzas naturales, el Cielo. Existen muchas clases de oración: oración de petición, meditación, contemplación, a la que hay que dedicar un tiempo, cada día, para  estar con Dios para pedirle, de muchas maneras,  las gracias necesarias para la salvación eterna; y luego complementar la oración de estar con la oración de hacer y la de la vida ordinaria, comunicándose siempre con Dios, cada uno como sabe y puede personalmente.

 

sábado, 8 de enero de 2022

Bautismo de Jesús. Ciclo C

 

 Bautismo de Jesús

 Cuando Jesús terminó la primera etapa redentora  de su vida oculta, se despidió de su Madre y se dirigió al Jordán para ser bautizado por Juan con el fin de continuar y completar la Redención.

La palabra bautismo, de origen griego, en sentido  religioso  significa acción de lavado o purificación. No era un acto religioso exclusivamente judío, pues en los pueblos paganos de la antigüedad se celebraba, de diversas maneras, en muchas religiones politeístas. Los egipcios se bautizaban en las aguas del río Nilo, los babilonios en las del Eúfratres y los indios en las del Ganges. En algunos lugares el bautismo consistía en sacrificar víctimas humanas, ofrecidas a los dioses. Cuenta Papini en su vida de Jesús  que en Curio de Chipre, en Terracina, Marsella, en tiempos históricos indefinidos se arrojaba todos los años un hombre al mar, para que mediante el sacrificio expiatorio de su bautismo de agua el pueblo quedara purificado de sus pecados.

Bautismo en el Antiguo Testamento

El bautismo judío en el Antiguo Testamento consistía en un rito de ablución corporal, símbolo de limpieza interior o purificación de impurezas legales. Los judíos lo recibían después de escuchar la Palabra de Dios, y con el bautismo se comprometían a cumplir la Ley y se incorporaban al pueblo de Israel. Los bautizados que sentían una vocación especial para dedicarse al apostolado profético cursaban estudios bíblicos.

Bautismo de Jesús

El bautismo que Jesús  recibió fue un hecho real de visión sobrenatural, y no una alegoría contada poéticamente por autores de los primeros siglos del cristianismo con cierto simbolismo místico, como dicen algunos intérpretes  racionalistas.

Los evangelistas sinópticos solamente narran el bautismo de Jesús en el río Jordán con dos particularidades especiales: el rechazo de Juan para bautizar a Jesús y la revelación oficial del misterio de la Santísima Trinidad. 

No se sabe dónde sucedió este gran acontecimiento. Una antiquísima tradición que data del año 333 señala el lugar a unos doce kilómetros de Beisán, cerca de la desembocadura del Jordán en el Mar Muerto, junto al convento griego de San Juan Bautista.

Según se deduce del Evangelio de San Lucas (Lc 3,21), Jesús fue bautizado en una celebración comunitaria. Pudo suceder como yo imagino:

Los judíos que se iban a bautizar se situaban en fila india esperando su turno. El bautismo se solía administrar  por inmersión en el agua o por el baño de la cabeza y gran parte del cuerpo hasta la cintura. En una de las celebraciones comunitarias Jesús, de figura esbelta y elegante, que destacaba sobre los demás judíos devotos, se colocó en fila con porte exterior de profundo recogimiento, esperando su turno. Vestía  una túnica blanca de lino, que llegaba hasta los pies, sujeta a la cintura con un cíngulo. Tenía los pies desnudos, calzados con unas sandalias de tirillas de cuero atadas con hebillas. Un manto, de color granate, cubría desde sus hombros todo el cuerpo por la espalda, y se prolongaba hasta los talones de manera que los extremos caían por ambos lados con  picos desiguales. Cuando a Jesús le tocó su vez, se despojó de las vestiduras necesarias para recibir el bautismo simple, no por inmersión. Cuando Juan iba a bautizarlo clavó la mirada en sus ojos y sintió la corazonada de encontrarse en la presencia del Mesías. Entonces se resistió a bautizar a Jesús y le dijo: “¿Tú acudes a mí? Si soy yo quien necesito que tú me bautices”. Jesús le contestó: “Déjalo ya, que así es como nos toca a nosotros cumplir todo lo que Dios quiera” (Mt 3,14-15)Entonces Juan obediente a Jesús lo bautizó. En el momento en que el agua regaba la cabeza y parte de su cuerpo, el cielo se  rompió en dos mitades, como si fuera el telón de un escenario que se abre, y un rayo de luz celeste, muy potente, enfocó toda la Persona  de Jesús, quedando la Naturaleza en penumbra; y del espacio luminoso descendió una blanca paloma en ágil y rápido vuelo que se posó por encima de la cabeza de Jesús, sin tocarla, quedando en posición estática. Se hizo un impresionante y majestuoso silencio, y en medio de un ambiente sobrecogedor se dejó oír una voz sonora que decía: “Tú eres mi Hijo, a quien yo quiero, mi predilecto” (Mc 1,11), haciendo eco al chocar contra las montañas,

Todos los que estaban presentes en el río clavaron sus ojos en la Persona  de Jesús, y lo vieron rodeado en un círculo luminoso, como si desde el espacio un foco lo iluminara. Y todos quedaron ofuscados por la visión y con el corazón reventando de un gozo interior indescriptible.

La interpretación común de los Santos Padres y la Tradición entienden que en esta escena se reveló el misterio de la Santísima Trinidad, no conocido en el Antiguo Testamento. La primera Persona del Padre estaba simbolizada en la voz que hablaba; la segunda, la del Hijo, Jesús que se estaba bautizando; y la tercera, el Espíritu Santo en la paloma misteriosa de naturaleza desconocida de belleza sin igual. 

 La Iglesia resume perfectamente el significado del bautismo de Jesús con estas palabras: “El bautismo de Jesús es, por su parte, la aceptación y la inauguración de su misión de Siervo doliente... y es anticipo del bautismo de su muerte sangrienta” (Cat 536).

            ¿Por qué fue bautizado Jesús?

No se puede admitir católicamente la teoría de los ebionitas y adopcionitas del siglo II que afirmaban que “Jesús fue un pecador, como cualquier hombre, que se purificó y “divinizó” al ser adoptado por Dios en el bautismo.  También es rechazable la opinión de aquellos herejes que ven en el bautismo de Jesús solamente un signo de conversión de pecador. Estas suposiciones son contrarias a la fe católica, pues Jesús, como Dios no pecó ni pudo pecar.

La doctrina común de la Iglesia  es que el bautismo de Jesús fue un rito ejemplar de perfección, necesario a los ojos de los judíos para poder ejercer el oficio de profeta en Israel;  un símbolo del bautismo de sangre que Él iba a recibir con su muerte en la cruz; un signo del bautismo sacramental que Jesús instituiría en su momento; y el acto misterioso de comunicar al agua la virtualidad de servir de instrumento para borrar el pecado de origen y personal del hombre.  Así lo expresa la Iglesia Católica en el prefacio de la liturgia del martirio de San Juan Bautista: “Él bautizó en el Jordán al Autor del bautismo, y el agua viva tiene, desde entonces, poder de salvación para los hombres.

Bautismo, sacramento instituido por Jesucristo

El bautismo instituido por Jesucristo no es: una costumbre religiosa, familiar, local o social; un requisito esencial para poder pertenecer a la Iglesia; ni mucho menos una acción sagrada instituida por la Iglesia para poder ejercer en ella ciertos actos religiosos o  apostólicos.

Es un sacramento instituido por Jesucristo: una generación sobrenatural por la que el hombre, nacido de Adán con el pecado original, recibe la misma vida sobrenatural de Dios por el baño del agua y de la palabra de vida (Ef 5,26);  una participación de la naturaleza divina (1P 1,4) por la que el hombre se hace verdaderamente hijo de Dios (Rm, 8,15; Ga 4,5). El cristiano nace dos veces: a la vida natural por la generación de sus padres por la que es engendrado hombre; y a la vida sobrenatural por la gracia del bautismo por el que es engendrado hijo de Dios. El bautizado tiene, por consecuencia, dos naturalezas: una humana, engendrada de la carne, y otra divina, engendrada del Espíritu Santo por el agua y la palabra.  

 

miércoles, 5 de enero de 2022

Epifanía del Señor. ciclo C

 

EPIFANÍA

Epifanía es una palabra griega que significa en su sentido etimológico manifestación. En la liturgia es la manifestación de Dios, encarnado, para la salvación de todos los hombres, como nos asegura el apóstol San Pablo en su carta a los Efesios en  la liturgia de la Palabra de este día: “Que también los gentiles son coherederos, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la Promesa en Jesucristo, por el Evangelio”.

Muchos judíos, principalmente en los tiempos inmediatos al nacimiento de Jesús, apoyados en falsas interpretaciones de las profecías mesiánicas del Antiguo Testamento, escritas en estilo enigmático y apocalíptico de difícil interpretación, pensaban que la salvación era una exclusiva para el Pueblo de Israel, sometido en ese tiempo principalmente a la invasión de Roma. La salvación  para ellos consistía en la instauración de un reino de justicia y paz, humano, temporal y político con sentido religioso con abundancia de bienes materiales y espirituales. Sin embargo, es una verdad de fe que Dios, infinitamente misericordioso, quiere que  todos los hombres se salven (1 Tim 2,3) por medio de la Iglesia católica o de otras muchas maneras en su suplencia.

Los Magos

El día de la Epifanía es entendido popularmente en España como la Fiesta de los Reyes Magos en que los niños, y también mayores, reciben regalos, en recuerdo de los dones de oro, incienso y mirra que los Magos regalaron al Niño Jesús en Belén.

En una descripción poética, de pura fantasía oriental, el evangelista San Mateo nos describe el relato de unos magos que vinieron de Oriente, guiados por una estrella, que llegaron a Belén; y allí, de rodillas, ofrecieron al Niño Dios oro, incienso y mirra.  Los Magos no eran reyes porque no fueron tratados como tales por Herodes, rey de Judea en Jerusalén en aquella época; ni magos, prestidigitadores que hacían magia. Eran  científicos dedicados a la astronomía. Sucedió que acostumbrados a estudiar la ciencia de los astros, un día observaron en el firmamento una estrella singular, fenómeno diferente a las estrellas que ellos conocían por su  ciencia. Impulsados por una revelación sobrenatural, guiados por esa estrella misteriosa, se pusieron en camino hacia Belén, con la certeza  de que había nacido el Mesías, el Salvador.  

No se sabe el lugar de donde vinieron. Una tradición fundada en el profeta Isaías (60,1-6), sin credibilidad histórica,  dice que procedían de Madián y de Efá, lugares que no conoce la ciencia geográfica; ni tampoco se sabe  el número de magos, ni sus nombres, aunque la tradición popular nos dice que eran tres y sus nombres Melchor, Gaspar y Baltasar. Su fundamento ilusorio se basaba en que como fueron tres los regalos que ofrecieron al Niño Jesús, oro, incienso y mirra, tres eran los Magos, en contra del sentido común, pues  tres personas pueden hacer un solo regalo y una sola tres. Tampoco se sabe el tiempo que los Magos tardaron en el viaje hasta llegar a Belén. Se piensa que el trayecto como mínimo duró seis meses y como máximo un año o año y medio.


Significados del oro, incienso y mirra

La peregrinación que los Magos hicieron desde Oriente a Occidente puede significar la travesía que nosotros hacemos desde el oriente de nuestro nacimiento hasta el occidente de nuestra muerte, y el camino el tiempo que vivimos en la Tierra hasta llegar al Cielo.

Como peregrinos debemos caminar en marcha hacia la meta de la eternidad, cargados siempre con los dones de oro, incienso,  y mirra que debemos  regalar constantemente  a Jesús hasta que llegue la hora de verlo y adorarlo en el Cielo con gozo eterno.   

El oro puede ser  símbolo de un corazón limpio de pecado grave que impide la perfecta unión con Dios; y  símbolo también del ejercicio de la verdad, sin engaños, ni dobleces, ni intenciones egoístas; del cumplimiento del deber en todas sus amplitudes; y de la práctica de obras buenas realizadas por amor a Dios y al prójimo.

Es posible que algunos digan: Yo no puedo regalar al Niño Dios un corazón de oro, porque mi vida pasada ha estado manchada de pecado, o acaso lo está ahora en el presente; o mi vida espiritual ha estado o está marcada por la tibieza, la indiferencia o la apatía cristiana o apostólica. ¿Cómo voy a regalar a Dios un corazón de oro dañado por el pecado y sin el brillo de una piedad, evangélicamente auténtica? Quizás ese sea tu caso. Hay dos caminos por los que se puede ir al Cielo: por el camino de la inocencia con un corazón de oro puro, desde siempre, o por el camino del oro de la penitencia, del arrepentimiento y de la conversión. Si no eres inocente porque has pecado mucho, de muchas maneras y tal vez gravemente, puedes convertir el barro de tu vida en un corazón de oro por una conversión permanente de santas obras.

El oro puede estar significado también por el amor en su máxima expresión, que es la comprensión, que no significa ver bueno lo que es malo, ni justificar el mal,  sino excusar al pecador, al estilo de Jesús en la cruz que perdonó a los que lo crucificaron: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”. Es decir: no condenar a nadie en el corazón, porque desconocemos la realidad del mal que hace el pecador en su corazón delante de Dios.

San Pablo nos enseña que el amor todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta” (1 Co 13,4-7). La comprensión consiste en aceptar  a los hombres buenos y malos, como son, y  no como a nosotros nos gustaría que fueran. No pensemos que nosotros, por ser cristianos, somos delante de Dios mejores que los que no lo son; ni los fervorosos que viven la fe de una manera extraordinaria, ejemplar  son mejores que los que la viven de otra manera; ni que unos santos son más santos que otros por el modo de vivir la santidad en oración, penitencias y obras apostólica.  Solamente Dios lo sabe.

El oro de la compresión podría resumirse en tres frases: no hacer mal a nadie, no desear mal a nadie y no pensar mal de nadie. Dicho esto de manera positiva: hacer todo el bien que debemos y podemos a todos, desear el bien a todos y pensar bien de todos. 

 El incienso puede ser símbolo del reconocimiento de   la dignidad de Dios, a quien se le inciensa, como a los dioses falsos; y también de la oración teológica, eucarística y sacramental, alimento del alma. La oración privada es necesaria para estar en línea directa con Dios y se realiza de muchas formas. Hay que buscar un tiempo para estar de muchas maneras con Dios, nuestro Padre, que sabemos nos ama, como decía Santa Teresa de Jesús. Es conveniente, y muy fructuosa  la oración comunitaria, porque nos asegura Jesús en el Evangelio que cuando dos o tres se reúnen en su nombre, en medio está Él. Cuando oramos, de modo personal, nos preparamos para la oración litúrgica por excelencia, que es la celebración del sacrificio de la Santa Misa. Ora como tú eres, con tu estilo personal, de la manera que sepas y puedas, sin imitar a nadie en el modo, sin ceñirte necesariamente a un método determinado, con la ayuda de un libro o sin él, comunicándote con Dios con el pensamiento, deseo o palabra, con recogimiento o distracciones, con pena o alegría, despierto o dormido, con turbaciones, tentaciones o en paz, aburrido o entusiasmado, con el sacrificio de la fe o con el gozo del Espíritu Santo.  Ora, sabiendo que tu pobre y humilde oración de pura fe o de altura mística sube al Cielo como el incienso.

La mirra que los Magos ofrecieron al Niño Dios puede estar significada por nuestro dolor, nuestra cruz, debilidades físicas, psíquicas propias o de un familiar o amigo, y por los problemas que inevitablemente existen en la convivencia familiar y social.

Ofrécele al Señor la mirra de tu cruz sabiendo que es un bien que te purifica y santifica. Hay que presumir la buena voluntad de los que nos causan u ocasionan el mal, porque la cruz es gracia y hay que dar gracias a Dios por ella. Es humano y cristiano dar gracias a Dios por lo bienes recibidos, y es heroico, propio de santos, dar gracias a Dios por las cruces que sobrevienen, que son medios para la santificación, porque todo es gracia menos el pecado.  Te hacen mal si tú lo consideras así, y mucho bien si haces que el mal se convierta en bien. Estos son los regalos que podemos hacer al Niño Dios: el oro de la bondad del corazón estando siempre en estado de una vida de gracia expresada en santas obras y en la comprensión, el incienso de nuestra oración en sus múltiples formas; y la mirra de nuestro dolor. 

 

sábado, 1 de enero de 2022

Domingo segundo después de Navidad. Ciclo C

 

Hacía ya quinientos años que en Israel no surgía un profeta auténtico que predicara la ley de Moisés, denunciara la degradación moral del pueblo judío, combatiera la idolatría y condenara a los invasores extranjeros que tenían al pueblo de Israel oprimido en un puño, cometiendo injusticias sociales que clamaban al Cielo. Los que se presentaban como enviados por Dios eran predicadores oportunistas, que engañaban al pueblo con mitos religiosos y carismas falsos de naturaleza socio-política.

De repente, de la manera que no se sabe, se hizo presente en las riberas del Jordán un profeta estrafalario, llamado Juan, que vivía la pobreza heroica en grado extremo, sin ser conocido por nadie. Cubría su esquelético cuerpo con un vestido de pelo de camello, ceñido a la cintura con una correa de cuero,  y se alimentaba de saltamontes y miel silvestre (Mt 3,4). Hoy todavía en Arabia, Etiopía y Palestina se encuentran estos insectos ortópteros, de la familia de los acrídidos, que a veces arrasan comarcas enteras. Tostados sobre las brasas, son el alimento común de los pobres en algunos lugares de aquellos países. La miel amarga y aromática, distinta de la que elaboran las abejas, se halla en los troncos de ciertos árboles, como la palmera, la higuera, el tamarindo y en las hendiduras de las rocas.

La predicación del extraño profeta del desierto se centraba en proclamar la llegada del Mesías, “anunciada muchas veces y en diversas formas a nuestros padres por medio de los profetas” en el Antiguo Testamento (Hb 1,1).  En la temática de sus sermones repetía frecuentemente el estribillo de su constante predicación: “Preparadle el camino al Señor, allanad sus senderos” (Lc 3,4), aludiendo a la profecía de Isaías (40,3-5). Esta frase profética recordaba la antigua costumbre de los reyes orientales que, antes de ir a visitar sus estados, enviaban a sus criados para que preparasen los caminos, allanando los baches y acondicionando el paso por donde el cortejo real tenía que pasar. El argumento único de su predicación era la conversión: “¡Convertíos que ya llega el reinado de Dios!” (Mt 3,2), gritaba constantemente y a pleno pulmón el Pregonero del desierto. Con esa frase repetida y palabras de fuego reprendía enérgicamente a los fariseos, saduceos y escribas que acudían a él por malsana curiosidad, y  a quienes llamaba camada de víboras (Lc 3,7). Con el pueblo, sin embargo, se mostraba complaciente y comprensivo, invitando a la conversión perfecta de compartir con el pobre los propios bienes (Lc 3,11). 

La conversión exigía dos actos importantes: la confesión de los pecados y el bautismo por inmersión en las aguas del Jordán, que prefiguraba el bautismo sacramental que Jesucristo había de instituir en su momento histórico con agua y  Espíritu Santo. El rito sagrado judío, celebrado con salmos penitenciales, exigía una transformación total del hombre: la ruptura del pecado y el cumplimiento de la voluntad divina, manifestada principalmente en la Ley divina.

Tan espectacular llegó a ser la figura ascética de este extraño misionero, y tan sorprendente y exigente su doctrina, que se acercaban a él turbas numerosas de toda Judea y de toda la región del Jordán para oír la buena noticia que predicaba. Y, a consecuencia del fuego de su palabra y del imán de su arrebatadora conducta, muchos confesaban sus pecados y se bautizaban (Mc, 1,5), incluso pecadores, publicanos, soldados y prostitutas (Mt 21,32; Lc 3,12-14); y algunos de los que escuchaban la palabra de Juan se hicieron discípulos de Jesús, como Pedro, Andrés, Santiago y Juan. Pero como de todo hay en la Viña del Señor, otros,  en cambio, rechazaron la nueva doctrina de Juan, el Bautista, y se mantuvieron en sus ideas religiosas tradicionales, y no faltaron quienes se hicieron enemigos suyos, como sucede siempre en este mundo. Tampoco faltaron manifestaciones celosas por parte de algunos discípulos de Juan que condenaron la actitud de Jesús, porque bautizaba y se llevaba la gente de calle (Jn 3,26). Y, como es lógico, bastantes fariseos y doctores de la ley no se convirtieron y se negaron a recibir el bautismo (Lc 7,30).

La fama de Juan empezó a difundirse por todas partes, incluso mucho tiempo después de ser bautizado Jesús y haber pasado cuarenta días y cuarenta noches en el desierto en oración y penitencia, preparándose para la vida pública. Los mismos sacerdotes y levitas empezaron a pensar si realmente había llegado ya la plenitud de los tiempos mesiánicos y sería aquel  anacoreta, profeta del desierto,  el mismo Mesías. (Lc 3,15). Para salir de dudas, el Sanedrín ejerció su perfecto derecho de investigar el caso y cerciorarse de la identidad de tan singular profeta. Eligió sacerdotes, levitas y fariseos, expertos en Sagrada Escritura, conocedores de las profecías, y los mandó a preguntar a Juan quién era en realidad. (Jn 1,19-23). Según un oráculo antiquísimo, que fue pasando de generación en generación como una creencia firme de los judíos, reflejada en el Evangelio, Elías subió al cielo arrebatado en un carro de fuego, y vendría al fin de los tiempos, podría ser también el Mesías (Mt 16,14; Jn 1,21).

La respuesta de Juan a los curiosos investigadores que querían saber la identidad  de su persona y de su misión profética, no pudo ser más humilde:

Yo no soy el Mesías, ni Elías, ni un profeta. Yo soy una voz que grita desde el desierto: Allanadle el camino al Señor (Jn 1,20-23).

 La doctrina y comportamiento de Juan tuvo también repercusión en el Gobierno, porque el valiente Profeta del Jordán reprendió abiertamente a Herodes Agripa por su concubinato público con Herodías, la mujer de su hermano Filipo. A pesar de ello, el tetrarca no lo odiaba, sino que le escuchaba con gusto, lo respetaba y protegía, pues reconocía que era un hombre justo y santo (Mc 6,20).

Estando encarcelado Juan, envió una embajada formada por algunos de sus discípulos para preguntar a Jesús si realmente era Él el Mesías. Volvieron con la respuesta afirmativa, comprobada por los muchos milagros que Jesús hacía, y con la misiva de que Juan el mayor de los nacidos: “Os aseguro que no ha nacido de mujer nadie más grande que Juan Bautista”, dijo el Señor (Mt 11,11; Lc 7,28).