sábado, 1 de enero de 2022

Domingo segundo después de Navidad. Ciclo C

 

Hacía ya quinientos años que en Israel no surgía un profeta auténtico que predicara la ley de Moisés, denunciara la degradación moral del pueblo judío, combatiera la idolatría y condenara a los invasores extranjeros que tenían al pueblo de Israel oprimido en un puño, cometiendo injusticias sociales que clamaban al Cielo. Los que se presentaban como enviados por Dios eran predicadores oportunistas, que engañaban al pueblo con mitos religiosos y carismas falsos de naturaleza socio-política.

De repente, de la manera que no se sabe, se hizo presente en las riberas del Jordán un profeta estrafalario, llamado Juan, que vivía la pobreza heroica en grado extremo, sin ser conocido por nadie. Cubría su esquelético cuerpo con un vestido de pelo de camello, ceñido a la cintura con una correa de cuero,  y se alimentaba de saltamontes y miel silvestre (Mt 3,4). Hoy todavía en Arabia, Etiopía y Palestina se encuentran estos insectos ortópteros, de la familia de los acrídidos, que a veces arrasan comarcas enteras. Tostados sobre las brasas, son el alimento común de los pobres en algunos lugares de aquellos países. La miel amarga y aromática, distinta de la que elaboran las abejas, se halla en los troncos de ciertos árboles, como la palmera, la higuera, el tamarindo y en las hendiduras de las rocas.

La predicación del extraño profeta del desierto se centraba en proclamar la llegada del Mesías, “anunciada muchas veces y en diversas formas a nuestros padres por medio de los profetas” en el Antiguo Testamento (Hb 1,1).  En la temática de sus sermones repetía frecuentemente el estribillo de su constante predicación: “Preparadle el camino al Señor, allanad sus senderos” (Lc 3,4), aludiendo a la profecía de Isaías (40,3-5). Esta frase profética recordaba la antigua costumbre de los reyes orientales que, antes de ir a visitar sus estados, enviaban a sus criados para que preparasen los caminos, allanando los baches y acondicionando el paso por donde el cortejo real tenía que pasar. El argumento único de su predicación era la conversión: “¡Convertíos que ya llega el reinado de Dios!” (Mt 3,2), gritaba constantemente y a pleno pulmón el Pregonero del desierto. Con esa frase repetida y palabras de fuego reprendía enérgicamente a los fariseos, saduceos y escribas que acudían a él por malsana curiosidad, y  a quienes llamaba camada de víboras (Lc 3,7). Con el pueblo, sin embargo, se mostraba complaciente y comprensivo, invitando a la conversión perfecta de compartir con el pobre los propios bienes (Lc 3,11). 

La conversión exigía dos actos importantes: la confesión de los pecados y el bautismo por inmersión en las aguas del Jordán, que prefiguraba el bautismo sacramental que Jesucristo había de instituir en su momento histórico con agua y  Espíritu Santo. El rito sagrado judío, celebrado con salmos penitenciales, exigía una transformación total del hombre: la ruptura del pecado y el cumplimiento de la voluntad divina, manifestada principalmente en la Ley divina.

Tan espectacular llegó a ser la figura ascética de este extraño misionero, y tan sorprendente y exigente su doctrina, que se acercaban a él turbas numerosas de toda Judea y de toda la región del Jordán para oír la buena noticia que predicaba. Y, a consecuencia del fuego de su palabra y del imán de su arrebatadora conducta, muchos confesaban sus pecados y se bautizaban (Mc, 1,5), incluso pecadores, publicanos, soldados y prostitutas (Mt 21,32; Lc 3,12-14); y algunos de los que escuchaban la palabra de Juan se hicieron discípulos de Jesús, como Pedro, Andrés, Santiago y Juan. Pero como de todo hay en la Viña del Señor, otros,  en cambio, rechazaron la nueva doctrina de Juan, el Bautista, y se mantuvieron en sus ideas religiosas tradicionales, y no faltaron quienes se hicieron enemigos suyos, como sucede siempre en este mundo. Tampoco faltaron manifestaciones celosas por parte de algunos discípulos de Juan que condenaron la actitud de Jesús, porque bautizaba y se llevaba la gente de calle (Jn 3,26). Y, como es lógico, bastantes fariseos y doctores de la ley no se convirtieron y se negaron a recibir el bautismo (Lc 7,30).

La fama de Juan empezó a difundirse por todas partes, incluso mucho tiempo después de ser bautizado Jesús y haber pasado cuarenta días y cuarenta noches en el desierto en oración y penitencia, preparándose para la vida pública. Los mismos sacerdotes y levitas empezaron a pensar si realmente había llegado ya la plenitud de los tiempos mesiánicos y sería aquel  anacoreta, profeta del desierto,  el mismo Mesías. (Lc 3,15). Para salir de dudas, el Sanedrín ejerció su perfecto derecho de investigar el caso y cerciorarse de la identidad de tan singular profeta. Eligió sacerdotes, levitas y fariseos, expertos en Sagrada Escritura, conocedores de las profecías, y los mandó a preguntar a Juan quién era en realidad. (Jn 1,19-23). Según un oráculo antiquísimo, que fue pasando de generación en generación como una creencia firme de los judíos, reflejada en el Evangelio, Elías subió al cielo arrebatado en un carro de fuego, y vendría al fin de los tiempos, podría ser también el Mesías (Mt 16,14; Jn 1,21).

La respuesta de Juan a los curiosos investigadores que querían saber la identidad  de su persona y de su misión profética, no pudo ser más humilde:

Yo no soy el Mesías, ni Elías, ni un profeta. Yo soy una voz que grita desde el desierto: Allanadle el camino al Señor (Jn 1,20-23).

 La doctrina y comportamiento de Juan tuvo también repercusión en el Gobierno, porque el valiente Profeta del Jordán reprendió abiertamente a Herodes Agripa por su concubinato público con Herodías, la mujer de su hermano Filipo. A pesar de ello, el tetrarca no lo odiaba, sino que le escuchaba con gusto, lo respetaba y protegía, pues reconocía que era un hombre justo y santo (Mc 6,20).

Estando encarcelado Juan, envió una embajada formada por algunos de sus discípulos para preguntar a Jesús si realmente era Él el Mesías. Volvieron con la respuesta afirmativa, comprobada por los muchos milagros que Jesús hacía, y con la misiva de que Juan el mayor de los nacidos: “Os aseguro que no ha nacido de mujer nadie más grande que Juan Bautista”, dijo el Señor (Mt 11,11; Lc 7,28).

 

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