Hacía ya quinientos años que en
Israel no surgía un profeta auténtico que predicara la ley de Moisés,
denunciara la degradación moral del pueblo judío, combatiera la idolatría y
condenara a los invasores extranjeros que tenían al pueblo de Israel oprimido
en un puño, cometiendo injusticias sociales que clamaban al Cielo. Los que se
presentaban como enviados por Dios eran predicadores oportunistas, que
engañaban al pueblo con mitos religiosos y carismas falsos de naturaleza
socio-política.
De repente, de la manera que no se
sabe, se hizo presente en las riberas del Jordán un profeta estrafalario,
llamado Juan, que vivía la pobreza heroica en grado extremo, sin ser conocido
por nadie. Cubría su esquelético cuerpo con un vestido de pelo de camello,
ceñido a la cintura con una correa de cuero,
y se alimentaba de saltamontes y miel silvestre (Mt 3,4). Hoy todavía en Arabia, Etiopía y Palestina se encuentran
estos insectos ortópteros, de la familia de los acrídidos, que a veces arrasan
comarcas enteras. Tostados sobre las brasas, son el alimento común de los
pobres en algunos lugares de aquellos países. La miel amarga y aromática,
distinta de la que elaboran las abejas, se halla en los troncos de ciertos
árboles, como la palmera, la higuera, el tamarindo y en las hendiduras de las
rocas.
La predicación del extraño profeta
del desierto se centraba en proclamar la llegada del Mesías, “anunciada muchas veces y en diversas formas
a nuestros padres por medio de los profetas” en el Antiguo Testamento (Hb 1,1). En la temática de sus sermones repetía
frecuentemente el estribillo de su constante predicación: “Preparadle el camino al Señor, allanad sus senderos” (Lc 3,4),
aludiendo a la profecía de Isaías (40,3-5).
Esta frase profética recordaba la antigua costumbre de los reyes orientales
que, antes de ir a visitar sus estados, enviaban a sus criados para que
preparasen los caminos, allanando los baches y acondicionando el paso por donde
el cortejo real tenía que pasar. El argumento único de su predicación era la
conversión: “¡Convertíos que ya llega el
reinado de Dios!” (Mt 3,2),
gritaba constantemente y a pleno pulmón el Pregonero del desierto. Con esa
frase repetida y palabras de fuego reprendía enérgicamente a los fariseos,
saduceos y escribas que acudían a él por malsana curiosidad, y a quienes llamaba camada de víboras (Lc 3,7). Con el pueblo, sin embargo,
se mostraba complaciente y comprensivo, invitando a la conversión perfecta de
compartir con el pobre los propios bienes (Lc
3,11).
La conversión exigía dos actos
importantes: la confesión de los pecados y el bautismo por inmersión en las
aguas del Jordán, que prefiguraba el bautismo sacramental que Jesucristo había
de instituir en su momento histórico con agua y
Espíritu Santo. El rito sagrado judío, celebrado con salmos penitenciales,
exigía una transformación total del hombre: la ruptura del pecado y el
cumplimiento de la voluntad divina, manifestada principalmente en la Ley
divina.
Tan
espectacular llegó a ser la figura ascética de este extraño misionero, y tan
sorprendente y exigente su doctrina, que se acercaban a él turbas numerosas de
toda Judea y de toda la región del Jordán para oír la buena noticia que
predicaba. Y, a consecuencia del fuego de su palabra y del imán de su
arrebatadora conducta, muchos confesaban sus pecados y se bautizaban (Mc, 1,5), incluso pecadores,
publicanos, soldados y prostitutas (Mt
21,32; Lc 3,12-14); y algunos de los que escuchaban la palabra de Juan se
hicieron discípulos de Jesús, como Pedro, Andrés, Santiago y Juan. Pero como de
todo hay en la Viña del Señor, otros, en
cambio, rechazaron la nueva doctrina de Juan, el Bautista, y se mantuvieron en
sus ideas religiosas tradicionales, y no faltaron quienes se hicieron enemigos
suyos, como sucede siempre en este mundo. Tampoco faltaron manifestaciones
celosas por parte de algunos discípulos de Juan que condenaron la actitud de
Jesús, porque bautizaba y se llevaba la gente de calle (Jn 3,26). Y, como es lógico, bastantes fariseos y doctores de la
ley no se convirtieron y se negaron a recibir el bautismo (Lc 7,30).
La fama de Juan empezó a
difundirse por todas partes, incluso mucho tiempo después de ser bautizado
Jesús y haber pasado cuarenta días y cuarenta noches en el desierto en oración
y penitencia, preparándose para la vida pública. Los mismos sacerdotes y
levitas empezaron a pensar si realmente había llegado ya la plenitud de los
tiempos mesiánicos y sería aquel
anacoreta, profeta del desierto,
el mismo Mesías. (Lc 3,15).
Para salir de dudas, el Sanedrín ejerció su perfecto derecho de investigar el
caso y cerciorarse de la identidad de tan singular profeta. Eligió sacerdotes,
levitas y fariseos, expertos en Sagrada Escritura, conocedores de las
profecías, y los mandó a preguntar a Juan quién era en realidad. (Jn 1,19-23). Según un oráculo antiquísimo,
que fue pasando de generación en generación como una creencia firme de los
judíos, reflejada en el Evangelio, Elías subió al cielo arrebatado en un carro
de fuego, y vendría al fin de los tiempos, podría ser también el Mesías (Mt 16,14; Jn 1,21).
La respuesta de Juan a los curiosos investigadores
que querían saber la identidad de su
persona y de su misión profética, no pudo ser más humilde:
Yo no soy el Mesías, ni Elías, ni un profeta. Yo soy una voz que grita desde el desierto: Allanadle el camino al Señor (Jn 1,20-23).
Estando encarcelado Juan, envió
una embajada formada por algunos de sus discípulos para preguntar a Jesús si
realmente era Él el Mesías. Volvieron con la respuesta afirmativa, comprobada
por los muchos milagros que Jesús hacía, y con la misiva de que Juan el mayor
de los nacidos: “Os aseguro que no ha
nacido de mujer nadie más grande que Juan Bautista”, dijo el Señor (Mt 11,11; Lc 7,28).
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