En la primera
lectura de la liturgia de la Palabra que estamos celebrando se nos describe
poéticamente la creación del hombre. Y en ese mismo estilo fantástico de
narración se nos cuenta que Dios hizo pasar delante de Adán a todos los
animales que había creado para que les pusiera nombre. Cuando Adán iba poniendo
el nombre que se le iba ocurriendo a cada animal, sintió una gran tristeza y
soledad porque no encontró ningún animal semejante a él. Entonces Dios, el
creador de todo, al observar la pena de Adán, dijo:
- No está bien que el hombre esté solo; voy a hacerle alguien como él que
le ayude, creo la mujer de una costilla
del hombre, rellenándola de carne, y se la presentó al hombre. Y Adán,
asombrado ante tal maravilla semejante a él, no comparable con ninguna otra
criatura, dijo:
- ¡Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne! Su nombre
será Mujer, porque ha salido del hombre. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer
y serán los dos una sola carne. Y con estas
palabras Dios instituyó el matrimonio, que Jesús elevó a la categoría de sacramento.
Repetimos que
tanto la narración de la creación del hombre como la de la mujer es poética
y no puede ser interpretada al pie de la
letra. El contenido sustancial de las verdades de fe reveladas en esta
descripción se puede se puede resumir en dos principios:
- Dios
ha creado al hombre y a la mujer: el cuerpo de la tierra y el alma
directamente. El modo de la creación pertenece a la ciencia y no a la teología.
- Dios instituyó el matrimonio y Jesucristo lo elevó a la dignidad de sacramento.
Voy, queridos
hermanos, a tratar en esta homilía de la naturaleza matrimonio cristiano,
dejando otros aspectos para las ocasiones oportunas que se me vayan
presentando. Para que las ideas
queden claras al respecto, me parece un método positivo empezar por explicar la
naturaleza negativa del matrimonio, es decir, lo que no es el matrimonio.
El matrimonio
cristiano no es:
- un compromiso privado de un hombre y una mujer en el que acuerdan
vivir juntos en condiciones determinadas
por ellos, sin ningún vínculo oficial: unión de pareja;
- ni una unión de un hombre con una mujer, privada o legal, por
motivaciones puramente religiosas para compartir una misma vida desde la fe: matrimonio
religioso;
- ni un negocio que un hombre y una mujer montan para ganar dinero
viviendo juntos con libertad y con ciertos compromisos acordados;
- ni una colocación que busca una pareja para buscar compañía,
ayudarse mutuamente y matar la soledad;
- ni un contrato humano, legal, que un hombre hace con una mujer para
vivir unidos y formar una familia: matrimonio civil.
El matrimonio
no puede concebirse como un simple compromiso privado de convivencia, ni como
un matrimonio religioso, ni como un
negocio, ni como una colocación, ni como un contrato civil. Cuando el
matrimonio se construye sobre estos cimientos falsos de pasión o egoísmo va a
la deriva, se profana, se hunde y es nulo por su propia naturaleza.
El matrimonio
cristiano “es una íntima comunidad de
vida y de amor de los contrayentes, instaurada por la alianza o por el
irrevocable consentimiento personal de los cónyuges..., vínculo sagrado con
miras tanto al bien de los esposos y de la prole como de la sociedad” (GS 48).
Dicho lo mismo con palabras del Derecho canónico “es una alianza matrimonial, por la que el
varón y la mujer constituyen entre sí un consorcio de toda la vida, ordenado
por su misma índole natural al bien de los cónyuges y a la generación y
educación de la prole, elevada por Cristo Nuestro Señor a la dignidad de
sacramento entre bautizados” (CIC c. 1055,1).
Es por tanto,
un contrato sacramental por el que el hombre y la mujer consagran a Dios el
consorcio de toda la vida para el bien de los contrayentes y la generación y
educación de los hijos. Es sacramento de fe y de gracia para el bien de los
contrayentes y la transmisión de la vida y signo de la unión indisoluble de
Cristo con la Iglesia.
El concepto
del sacramento del matrimonio incluye dos fines esenciales: el bien de los
cónyuges y la procreación de los hijos. Ambos fines son objetivos y esenciales,
no sólo la generación y educación de la prole, sino también el elemento personal
del bien de los cónyuges. Y esto de tal manera que si en el momento inicial de
la celebración del matrimonio se excluyera cualquiera de ellos, el matrimonio
sería nulo.
Dios, que es
Amor, creó al ser humano, hombre y mujer, para que en el matrimonio el amor
mutuo se convirtiera entre ellos en imagen del amor absoluto de Dios y fuera
fecundo: “Y los bendijo Dios y les dijo:
Sed fecundos y multiplicaos, y llenad la tierra y sometedla” (Gn 1,28).
Se podría
decir, en términos comparativos, que el amor en el matrimonio es como el
fundamento al edificio: el principio de unidad y firmeza. Cuanto más altura se
quiera para el edificio más consistente tiene que ser el fundamento. Si se
quiere construir un rascacielos es necesario una profunda cimentación de subsuelo.
Así también, si se quiere construir un hogar de casilla baja, basta con un
cimiento común de amor y convivencia, pero si se quiere construir un matrimonio
de rascacielos, un hogar bueno y cristiano, es necesario echar una cimentación
firme de amor mutuo, comprensivo y sacrificado.
El amor en el
matrimonio no debe confundirse con la pasión sexual que puede ser
complementación del amor, pero no desahogo egoísta de la pasión, pues la
sexualidad que se realiza desde el amor lo conserva y lo aumenta, pero ejercida
desde el egoísmo apasiona, esclaviza y
lo destruye.
El amor en el
matrimonio implica dos conceptos importantes: conocimiento de la persona con la
que se tiene que convivir y comprensión de su manera de ser, que exige
aceptación y sacrificio. Cada persona, siendo igual a otra en naturaleza y
dignidad, es en concreto distinta a todas, única, pues tiene su identidad
física, psicológica y espiritual. Cada
hombre, siendo igual al resto de los hombres en sus factores comunes de varón,
tiene su personalidad propia y específica; y lo mismo sucede con cada mujer.
Por consiguiente, el contrayente no es igual en todo a la contrayente, no tiene
por qué ser como ella, ni pensar de la misma manera en cosas indiferentes y
extrañas al amor y fines del matrimonio, ni tener los mismos ideales, ni
gustos; ni la contrayente tampoco. Por eso, los novios antes de contraer
matrimonio deben conocerse en el período del noviazgo, pero el conocimiento más
perfecto de la pareja se consigue en la convivencia.
El
conocimiento de los esposos tiene que ser comprensivo. Comprender significa entender al otro o a la otra y
aceptar su manera de ser, sus ideales, gustos,
cualidades propias y sus defectos. Cada persona es como ha sido creada,
pero condicionada de alguna manera por el sexo en algunas cosas. El esposo tiene que saber que se ha casado
con una mujer que tiene los factores comunes de su propio sexo, y además su
propia personalidad. Y de la misma manera la mujer no debe ignorar que se ha
casado con un hombre que tiene los factores propios de varón y su personalidad
única. Teniendo en cuenta estos principios de psicología experimental, el
esposo y la esposa se deben amar aceptándose mutuamente con comprensión y
sacrificio, con amor de entrega en lo
esencial y respeto y libertad en lo accidental. Por amor deben darse gusto en pequeñas cosas, detalles significativos,
que demuestran el amor y lo fortalecen, sin que lleguen al extremo de cultivar
caprichos sin fundamento.
La
comprensión en el matrimonio tiene que abarcar también el amor de corazón o de
reflexión en actos de comportamientos sociales y cristianos a los padres,
hermanos, familiares.
Para
terminar, remarcando ideas, y tratando de resumir todo lo que hasta ahora hemos
dicho en pocas palabras, concluimos:
El matrimonio
cristiano no es un acuerdo mutuo de convivencia de una pareja por fines de
compañía, lucro, ideología, sexualidad; ni tampoco un contrato civil de fundar
una familia. Es un sacramento de
amor y gracia, una alianza que un hombre hace con una mujer por la que se unen para la procreación y educación de
los hijos y ayudarse mutuamente para el bien común de los esposos, cuyo
fundamento es el amor mutuo comprensivo y sacrificado.