jueves, 31 de octubre de 2024

Solemnidad de Todos los Santos

 


Todos podemos ser santos

 Estamos celebrando la fiesta litúrgica de todos los santos que están en el Cielo,  a quienes veneramos en los altares por definición de la Iglesia. La Palabra de Dios nos ofrece una oportunidad para hablar de la santidad en los santos, con el fin de animarnos todos a ser santos, que es el fin del cristiano. Es la enseñanza de Jesucristo en el Evangelio: “Sed perfectos como mi Padre celestial es perfecto”.

 ¿Quién es santo?

 Santo es, en primer lugar, un hombre que pisa tierra, con cualidades y defectos, equilibrado, no necesariamente inteligente, pero bueno,  que vive  la gracia bautismal, colabora con ella,  cumple los mandamientos y acepta la voluntad de Dios, de cualquier manera que se manifieste en los distintos acontecimientos de la vida.

 Solemos tener un fallo radical que consiste en querer imitar a los santos de nuestra devoción copiando sus actos; y nos equivocamos, pues tenemos que imitar a los santos en sus virtudes o actitudes, ya que hay muchos santos que son admirables pero no imitables. Nadie puede imitar María Santísima nada más que en sus virtudes y no en el amor que vivió en los actos que realizó. De la misma manera que sucede en las ciencias, que puede uno elegir la carrera de las matemáticas, amando las matemáticas, pero no todos pueden llegar a ser matemáticos como los de la NASA. Así también podemos imitar los actos virtuosos de los santos en su actitudes y no en los actos, porque no es siempre posible.

 La causa eficiente de la santidad es la Santísima Trinidad: Dios Padre por medio de Jesucristo y con la fuerza de la gracia del Espíritu Santo. El sujeto de la santificación es el hombre y los medios son los sacramentos, la oración, el ejercicio de las virtudes cristianas en toda la vida cristianizada, que es el taller donde se transforma el hombre pecador en santo.

Los santos no nacen, se hacen, pero se hacen como nacen, según han sido creados por Dios en su propia constitución de personas concretas, de manera que cada santo, poseyendo las virtudes comunes de todos, es único, con su propia santidad personalizada. La santidad tiene su raíz y fundamento en la gracia del bautismo, es una exigencia del sacramento que comunica a todo bautizado la potencia de santificación sustancial, que resulta diferente en cada santo, según el grado de gracia que ha recibido del Espíritu Santo y la correspondencia a la gracia en obras santas.

Algunos cristianos nacen con tanta facilidad para el bien que, por naturaleza y gracia, llegan a ser santos, sin mayor esfuerzo, y con cierta naturalidad sobrenatural, mientras que otros nacen con ciertas taras psíquicas y rebeldías instintivas que les dificultan seriamente el progreso de la santidad, pero no se lo impiden, pues pueden llegar a sr santos como otros.

Dios juzga la santidad de los cristianos no sólo por los actos realizados, sino principalmente por el amor que ponen en cada acto, teniendo en cuenta la realidad de las personas que se santifica.

No existe una serie de actos para conseguir mayor santidad, por los que  se clasifican los santos, de manera que unos son más santos que otros, dependiendo del sacrificio y de las obras costosas que realizan: los santos, muy penitentes, como San Francisco de Paula, los muy elevados y versados en las altas esferas de la mística, como San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Jesús,  los muy apóstoles como San Francisco Javier al que se caían los brazos por el cansancio te tanto bautizar, o como el Papa Juan Pablo II, que ha recorrido el mundo entero con sacrificios heroicos de celo apostólico.

A los hombres nos gustan lo santos de relumbrón, santos espectaculares, santos excepcionales, milagrosos, heroicos, con nota de sobresaliente o matrícula de honor, y no los santos de a pie, que caen y se levantan, que aprobaron la carrera de la santidad por los pelos. Son las actitudes de los santos o virtudes del amor, con actos comunes o heroicos, las que juzga Dios, con la nota  que  cada santo merezca.

Dios ama a todos los hombres por igual, en el sentido de que ama a cada uno tanto cuanto puede ser amado totalmente, según ha sido creado, aunque pueda parecer que ama más a unos que a otros, porque los hombres juzgamos la santidad por actos externos y obras importantes para el mundo, en cambio Dios evalúa a los santos por el amor del corazón con obras, de cualquier índole que sean.

El Espíritu Santo reparte sus dones naturales y sobrenaturales a quienes quiere, en la medida e intensidad que quiere y cuando quiere. Así como hay diversidad de seres creados y cada uno es un ser único, hombres iguales y no existe uno igual, así pasa con la diversidad de santos, que cada santo es él mismo. En esto se demuestra la infinita sabiduría de Dios que nunca se repite en sus obras.

Hoy, fiesta de los santos canonizados, por extensión, podemos decir que celebramos también la fiesta de los santos canonizables, santos del silencio, santos sencillos, santos de a pie, que llegaron a la meta de la santidad paso a paso y no en carreras  de competición de santidad. Seamos tan santos como debemos y no como nos gustaría ser, porque querer ser tan santos como otros es vanidad. Que todos sean más santos que nosotros con tal que nosotros seamos tan santos como debemos.

sábado, 26 de octubre de 2024

Trigésimo domingo. Tiempo ordinario. Ciclo B

 

Probablemente, Jesús realizó el milagro del ciego de Jericó a finales del tercer año de su vida pública, cuando se dirigía a Jerusalén para consumar el sacrificio de la cruz. Pero antes de llegar a la Ciudad Santa, hizo escala en Betania, donde tuvo lugar el episodio de María, de Marta y Lázaro, que ungió los pies de Jesús y los secó con sus cabellos.

 Según nos cuenta el Evangelio de hoy (Mc 10.46-52), al salir Jesús de Jericó con sus discípulos y bastante gente, había un ciego llamado Bartimeo, hijo de Timeo, pidiendo limosna a los que pasaban. Como los que seguían a Jesús armaban un alboroto espectacular, Bartimeo preguntó quién pasaba. Al saber que era Jesús Nazareno, el Mesías, a quien él ya conocía de oídas, empezó a gritar:

“Hijo de David, ten misericordia de mí”

Muchos de los que acompañaban a Jesús regañaban a Bartimeo para que se callara, pues tal personaje merecía un respeto especial que no podía ser perturbado por los desagradables gritos de un pobre mendigo ciego. Pero Bartimeo, en lugar de guardar silencio, como parece lo más natural del mundo en estos casos, empezó a gritar con mayor fuerza, porque nació en su corazón una fe grande en el poder milagroso de Jesús:

“Hijo de David, ten misericordia de mí”

Mientras tanto, Jesús seguía su camino dando la impresión de no oir los gritos de súplica de aquel pobre ciego, con molestia de casi todos, extrañeza de muchos y posiblemente escándalo de algunos, al ver que el llamado Mesías, a quien la gente llamaba misericordioso, se desentendía del caso. De repente se detuvo y dijo:

Llamadlo”             

Tan pronto como Bartimeo supo que el Maestro le llamaba, dice el Evangelio de San Marcos con expresividad de garra literaria:

“Soltó el manto, dio un salto y se acercó a Jesús”

Cuando Jesús lo tuvo delante, se compadeció de él y le dijo:

¿Qué quieres que haga por ti?

Él le respondió:

“¡Señor, que vea!”

Jesús le dijo:

“Anda, tu fe te ha curado”.

Y al momento recobró la vista y lo seguía por el camino.

Hagamos unas reflexiones acerca de este bonito milagro, que nos hagan vivir consecuentemente nuestra fe en el poder milagroso de Jesús.

Bartimeo acudió a Jesús a pedirle un milagro de dos maneras: una, desde lejos, al borde del camino, y a gritos: “Hijo de David, ten misericordia de mí”; y otra con humildad en su presencia: "¡Señor, que vea!"

Todos los que estamos escuchando la palabra de Dios en la celebración de la Eucaristía estamos ciegos, de una u otra manera, y necesitamos acudir a Jesús para pedirle que tenga misericordia de nosotros y cure nuestra ceguera.

En la ceguera de Bartimeo podemos ver el símbolo de tres clases de ceguera: ceguera material, ceguera espiritual y ceguera moral.

Ceguera material

Probablemente haya entre nosotros algunos que padezcan una ceguera corporal de algún dolor o enfermedad física o psíquica, propia o de sus hijos, familiares y amigos; o tal vez sufran algún grave problema material o laboral de tipo económico que necesite misericordia del Señor. En este supuesto, este es el momento de gritar a Jesús que está presente en la celebración de la Palabra y de la Eucaristía:

“Hijo de David, ten misericordia de mí o de nosotros”.

Pero esta súplica se debe hacer con humilde confianza de fe, sabiendo que Jesús te va a conceder lo que necesitas, que tal vez no es lo que tú deseas y pides. Dios escucha nuestras oraciones siempre y cuando estén de acuerdo con su divina voluntad y sean un bien para nosotros, pues las cosas materiales son, de suyo, indiferentes para la salvación.

Pueden ser buenas o malas, según sean medios para la salvación o para la condenación, como dice San Ignacio de Loyola en el principio y fundamento de los Ejercicios espirituales: El hombre ha sido creado para dar gloria a Dios y mediante esto salvar el alma. Por lo tanto debe hacerse indiferente a las cosas de este mundo y usar de ellas con la medida de oro del tanto cuanto le ayuden a la salvación; y desprenderse de ellas si le estorban para la salvación, porque lo mismo da enfermedad que salud, vida larga que vida corta, riqueza que pobreza, pues estas cosas no son medios necesarios para la salvación; y son buenas, si nos ayudan a salvarnos; y malas, si nos perjudican y nos ayudan a condenarnos.

Ceguera espiritual

Acaso tu ceguera es espiritual: la falta de fe, porque no tienes fe o tu fe es imperfecta, insegura, débil, y se tambalea. Es posible que tengas fe, pero ves las cosas de este mundo con los ojos del corazón, no con los ojos de Dios. Entonces pide al Señor con humildad y confianza:

"¡Señor, que vea!" Sabiendo que todo concurre para el bien de los que ama el Señor, como nos enseña el apóstol en la carta a los Romanos; que vea, Señor, porque estoy demasiado apegado a la tierra y mis ojos tienen las cataratas de la razón, que me impiden ver las realidades de la vida con la visión clara de la fe.

Ceguera moral

Tal vez tu ceguera sea la ceguera moral del pecado, y no puedes ver porque la pasión del poder, del dinero, de la sexualidad, de la ira, de la soberbia, del egoísmo, de la avaricia, o del placer te ciega de tal manera que ves las cosas de la vida con los ojos del mundo y de la carne, y no con os ojos de Dios. Y por eso, estás ciego y viendo no ves. En este caso, grita en la presencia de Jesús:

Jesús, Hijo de David, ten misericordia de mí, y Señor, que vea.

sábado, 19 de octubre de 2024

Vigésimo noveno domingo. Tiempo ordinario. ciclo B

 


Los hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, pidieron a Jesús  una gracia presuntuosa: sentarse en la gloria en los primeros puestos, uno a la derecha y otro a la izquierda, sin saber lo que pedían, pero dispuestos a todo.

Los discípulos del Señor fueron hombres normales, de carne y hueso, como nosotros, y no superdotados,  lumbreras  en cualidades y virtudes en lo humano, ni genios de este mundo. Tenían sus defectos temperamentales, miserias y debilidades en el ser y en el obrar: ambiciones, envidias, sentimientos de rencores, celos, impaciencias, flaquezas temperamentales, miserias y pecados, como aparece claramente en el Evangelio. Pero tenían también un corazón de oro, buena voluntad y deseos de seguir a Jesucristo a pie juntillas con todas las consecuencias.  Era una postura justificable, comprensible, humana, y en cierto sentido cristiana, como le pasa a cualquier persona  virtuosa, querer ser el primero  en el colegio, en el Instituto, en la Universidad, en el trabajo, en la Sociedad y hasta en la política dentro de los propios límites virtuosos de la justicia y caridad, pero ocupar los dos primeros puestos en el Reino de los Cielos es un designio de Dios, Padre.

No sabemos lo que pedimos, pues lo mejor no es lo que uno quiere, desea, pide o le gusta, sino lo que Dios quiere en orden a la vida eterna. La felicidad no consiste  en ser alguien importante en este mundo, tener riquezas, poder, poseer honores,  sino en cumplir la voluntad de Dios de cualquier manera que se manifieste. Es lícito, bueno, cristiano y obligatorio trabajar por ser lo que uno pueda ser en bien propio, de la familia, de la Iglesia y de la Sociedad,  como medio de santificación  con sacrificios y renuncias.  Pero Dios no siempre nos concede lo que queremos sino lo que necesitamos porque  “nosotros no sabemos pedir como conviene” (Rm 8,26)Nuestra vida está planificada  con la sabiduría y bondad de Dios por su providencia divina, que maneja todos los acontecimientos con arreglo a un fin establecido eternamente en orden a la Creación y Redención y bien de todos los hombres.  Los hijos de Zebedeo no entendieron el sentido completo de lo que pedían a Jesús, por eso les preguntó: ¿Sois capaces de beber el cáliz que yo he de beber? Jesús les hace ver que lo que pedían era el martirio y no un puesto en el Reino de los Cielos. Los discípulos respondieron resueltamente con verdad pero con ignorancia de lo que pedían: “Lo somos”. Respuesta acertada porque el amor que profesaban a Jesús  era auténtico y con disposición a seguir al Maestro pase lo que pase y pese a quien pese.

La vocación cristiana, y sobre todo la consagrada, consiste en seguir a Cristo con los ojos cerrados, y agarrado de su mano correr la aventura de lo desconocido. Cuando una persona decide seguir a Jesucristo, acepta todo lo que le pueda pasar, sin arrepentirse después de lo que vaya  a pasar. Pero si una persona cristiana o consagrada, cuando viene la contrariedad o el dolor dice: si yo hubiera sabido lo que tenía que pasar  no hubiera dado el paso de seguir a Jesucristo, se trata de una equivocación, ilusión o tentación pasajera vencible, pues hay que vivir  contento y alegre con la vocación que se ha recibido del Espíritu Santo en todo lo que suceda,  pues sufrir con Cristo es identificarse con Él en su vida, pasión y muerte.

    “Los otros diez, al oír aquello, se indignaron contra Santiago y Juan”.

Es humana y comprensiva esta reacción de enfado envidioso de sus compañeros con ellos, porque sus ambiciones chocaban con las suyas, porque eran las mismas o parecidas. Jesús respondió diciendo que el puesto en el Cielo era misión del Padre y no suya. La Gloria que  merecemos en el Cielo es esencialmente la misma para todos los bienaventurados: la visión y gozo de Dios, Uno y Trino total, pero la visión y gozo personal es distinta, según los méritos de cada uno ha merecido, según la justicia misericordiosa de Dios Padre.

sábado, 12 de octubre de 2024

Vigésimo octavo domingo. Tiempo ordinario. Ciclo B

 


En el camino, Jesús observó que venía hacia Él un joven corriendo, demostrando en su carrera una alegría indescriptible.  Era un joven  rico,  judío íntegro por los cuatro costados, fiel cumplidor de la ley de Moisés, amante de las tradiciones de su pueblo, y que había escuchado varias veces la doctrina de Jesús. Desde el primer momento que lo vio,  quedó prendado de su persona, que le atraía irresistiblemente, y  sintió en su corazón una llamada especial que le impulsaba a querer ser discípulo de Jesús, el nuevo Profeta de Nazaret. Y sin más, ni pensarlo dos veces, echó a correr a su encuentro, y tan pronto como llegó a su presencia, venciendo todo respeto humano, se arrodilló ante Él y con sentida emoción  le dijo: 

¿Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?

Jesús le contestó:

Ya sabes, cumple los mandamientos: No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no estafarás, honra a tu padre y a tu madre...

El joven, orgulloso de ser fiel y ejemplar cumplidor de la ley divina, le respondió:

— Todos estos mandamientos los cumplo desde joven.


Efectivamente, el piadoso joven cumplía la Ley de Dios según él sabía y conforme había aprendido en las escuelas bíblicas y en las Sinagogas. Y sintió una gran alegría porque cumplía  los requisitos esenciales para heredar la vida eterna.

Jesús al escuchar esta respuesta, clavó sus ojos en él, y con especial ternura le invitó a algo más que a conseguir la vida eterna: a ser su discípulo. Y le dijo:

Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dale el dinero a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo, y luego sígueme.

El joven al escuchar estas palabras tan exigentes, se entristeció, frunció el ceño, bajó la cabeza, y se marchó expresando pena en su rostro y  en su lento modo de andar,  porque tenía muchos bienes. No se imaginaba que para seguir a Jesús muy de cerca y ser su discípulo de verdad había que dejarlo todo.

Jesús al ver marchar al joven rico, cabizbajo y pensativo, miró a sus discípulos para observar qué reacción había causado en ellos sus palabras, y dijo:

¡Qué difícil les va ser a los ricos entrar en el Reino de Dios!


Los discípulos se extrañaron de estas palabras. Jesús añadió:

Hijos, ¡Qué difícil les es entrar en el Reino de Dios a los que ponen su confianza en el dinero! Más fácil  le es a un camello pasar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en el Reino de Dios.

 Ellos se espantaron y comentaban:

Entonces ¿quién puede salvarse?

Jesús se les quedó mirando y les dijo:

Es imposible para los hombres, no para Dios. Dios lo puede todo.

Pedro se puso a decirle:

Ya ves que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido.

Jesús dijo:

Os aseguro que quien deje casa, o hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o tierra por mí y por el Evangelio, recibirá ahora, en este tiempo, cien veces más, casas, y hermanos y hermanas, y madre e hijos, y tierras, con persecuciones, y en la edad futura vida eterna.

 Hagamos unas reflexiones sobre estas palabras.

 Santidad elemental

La santidad esencial para heredar la vida eterna consiste en el cumplimiento de  los mandamientos de la Ley de Dios y en la aceptación de las cosas que suceden por voluntad de Dios o permisión divina.  No un mero y legal cumplimiento obligatorio de la ley sino con fe, que supone sacrificios y renuncias, que se superan fácilmente con la gracia de Dios, dependiendo de la constitución de la persona. No es más meritorio a los ojos de Dios el gusto que el rechazo que se siente en el cumplimiento, porque lo que más vale es el amor con que se cumplen los mandamientos.

Santidad específica

Para conseguir la vida eterna especialmente, es necesaria una vocación específica, don que Dios regala a quien quiere, porque quiere, cuando quiere y en la medida que quiere. Consiste en ser discípulo de Cristo con una vocación bautismal consagrada: vivir el cristianismo con más perfección evangélica. 

SER DISCÍPULO ESPECIAL DE CRISTO 

El cristiano no elige ser discípulo de Cristo por propia cuenta, sino es  Cristo quien elige al cristiano. La vocación consagrada es una iniciativa de Dios que llama a seguirle a quien quiere, valiéndose de muchos medios humanos, manejados por la providencia divina. Cristo es la causa y los hombres y las cosas son los medios. Una vocación venida directa e inmediatamente de Dios, sin medios, es monomanía, enfermedad psíquica, iluminismo humano, porque Dios actúa en los hombres por medio de los hombres.

La llamada de Dios a ser su discípulo exige respuesta libre, que se escucha con cierta naturalidad en el fondo del corazón, sin palabras, y empuja un poco a ciegas a lo desconocido que se quiere, sin saberlo.   Los empujes de la  vocación, excesivamente sensibles, suelen ser exaltaciones de la sensibilidad, que se esfuman con el tiempo y las contrariedades, como la estela que dibujan en el firmamento los aviones a propulsión a chorro, que dura el rato de una visión, o el estampido de los fuegos artificiales que meten ruido, iluminan aparatosamente, fascinan, y pronto se apagan. 

La verdadera vocación exige dejarlo  todo por Cristo: familia, riquezas, amistades, y bienes de este mundo que esclavizan. Es decir utilizar las cosas de este mundo sin apegos, con rectitud evangélica. No es renunciar a la familia para siempre sino utilizarla tanto cuanto lleve a Dios, como manda la Iglesia; ni es despreciar los bienes de este mundo, sino administrarlos en relación a Cristo. Si se abraza un Instituto, cumplir con toda fidelidad los estatutos, aprobados por la Iglesia, las reglas y normas disciplinarias, vivir la oración de estar con Dios, aunque en ese tiempo no se esté con los hombres actualmente, pues también se está con ellos místicamente, desempeñar el trabajo que encomienda la Obediencia, y vivir la vida fraterna,  costosa, que es la forja de virtudes, taller donde se esculpe la imagen de Cristo en la santidad. Nos quejamos con razón de los defectos de los hombres que conviven con nosotros, menos edificantes que molestan y nos hacen daño, pero no damos gracias a Dios, porque gracias a sus defectos, podemos nosotros conseguir las virtudes que no tenemos, y ver los pecados que me sobran.

sábado, 5 de octubre de 2024

Vigésimo séptimo domingo. Tiempo ordinario. ciclo B

 


En la primera lectura de la liturgia de la Palabra que estamos celebrando se nos describe poéticamente la creación del hombre. Y en ese mismo estilo fantástico de narración se nos cuenta que Dios hizo pasar delante de Adán a todos los animales que había creado para que les pusiera nombre. Cuando Adán iba poniendo el nombre que se le iba ocurriendo a cada animal, sintió una gran tristeza y soledad porque no encontró ningún animal semejante a él. Entonces Dios, el creador de todo, al observar la pena de Adán, dijo:

- No está bien que el hombre esté solo; voy a hacerle alguien como él que le ayude,  creo la mujer de una costilla del hombre, rellenándola de carne, y se la presentó al hombre. Y Adán, asombrado ante tal maravilla semejante a él, no comparable con ninguna otra criatura, dijo:

- ¡Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne! Su nombre será Mujer, porque ha salido del hombre. Por eso dejará el hombre  a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne. Y con estas palabras Dios instituyó el matrimonio, que Jesús elevó a la categoría de sacramento.           

Repetimos que tanto la narración de la creación del hombre como la de la mujer es poética y  no puede ser interpretada al pie de la letra. El contenido sustancial de las verdades de fe reveladas en esta descripción se puede se puede resumir en dos principios:

- Dios ha creado al hombre y a la mujer: el cuerpo de la tierra y el alma directamente. El modo de la creación pertenece a la ciencia y no a la teología. 

- Dios instituyó el matrimonio y Jesucristo lo elevó a  la dignidad de sacramento. 

Voy, queridos hermanos, a tratar en esta homilía de la naturaleza matrimonio cristiano, dejando otros aspectos para las ocasiones oportunas que se me vayan presentando. Para que las ideas queden claras al respecto, me parece un método positivo empezar por explicar la naturaleza negativa del matrimonio, es decir, lo que no es el matrimonio. 

El matrimonio cristiano no es:

- un compromiso privado de un hombre y una mujer en el que acuerdan vivir juntos  en condiciones determinadas por ellos, sin ningún vínculo oficial: unión de pareja;

- ni una unión de un hombre con una mujer, privada o legal, por motivaciones puramente religiosas para compartir una misma vida desde la fe: matrimonio religioso;

- ni un negocio que un hombre y una mujer montan para ganar dinero viviendo juntos con libertad y con ciertos compromisos acordados;

- ni una colocación que busca una pareja para buscar compañía, ayudarse mutuamente y matar la soledad;

- ni un contrato humano, legal, que un hombre hace con una mujer para vivir unidos y formar una familia: matrimonio civil. 

El matrimonio no puede concebirse como un simple compromiso privado de convivencia, ni como un  matrimonio religioso, ni como un negocio, ni como una colocación, ni como un contrato civil. Cuando el matrimonio se construye sobre estos cimientos falsos de pasión o egoísmo va a la deriva, se profana, se hunde y es nulo por su propia naturaleza.

El matrimonio cristiano “es una íntima comunidad de vida y de amor de los contrayentes, instaurada por la alianza o por el irrevocable consentimiento personal de los cónyuges..., vínculo sagrado con miras tanto al bien de los esposos y de la prole como de la sociedad” (GS 48). Dicho lo mismo con palabras del Derecho canónico  “es una alianza matrimonial, por la que el varón y la mujer constituyen entre sí un consorcio de toda la vida, ordenado por su misma índole natural al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole, elevada por Cristo Nuestro Señor a la dignidad de sacramento entre bautizados” (CIC c. 1055,1).

Es por tanto, un contrato sacramental por el que el hombre y la mujer consagran a Dios el consorcio de toda la vida para el bien de los contrayentes y la generación y educación de los hijos. Es sacramento de fe y de gracia para el bien de los contrayentes y la transmisión de la vida y signo de la unión indisoluble de Cristo con la Iglesia.

El concepto del sacramento del matrimonio incluye dos fines esenciales: el bien de los cónyuges y la procreación de los hijos. Ambos fines son objetivos y esenciales, no sólo la generación y educación de la prole, sino también el elemento personal del bien de los cónyuges. Y esto de tal manera que si en el momento inicial de la celebración del matrimonio se excluyera cualquiera de ellos, el matrimonio sería nulo.

Dios, que es Amor, creó al ser humano, hombre y mujer, para que en el matrimonio el amor mutuo se convirtiera entre ellos en imagen del amor absoluto de Dios y fuera fecundo:  “Y los bendijo Dios y les dijo: Sed fecundos y multiplicaos, y llenad la tierra y sometedla” (Gn 1,28). 

Se podría decir, en términos comparativos, que el amor en el matrimonio es como el fundamento al edificio: el principio de unidad y firmeza. Cuanto más altura se quiera para el edificio más consistente tiene que ser el fundamento. Si se quiere construir un rascacielos es necesario una profunda cimentación de subsuelo. Así también, si se quiere construir un hogar de casilla baja, basta con un cimiento común de amor y convivencia, pero si se quiere construir un matrimonio de rascacielos, un hogar bueno y cristiano, es necesario echar una cimentación firme de amor mutuo, comprensivo y sacrificado.

El amor en el matrimonio no debe confundirse con la pasión sexual que puede ser complementación del amor, pero no desahogo egoísta de la pasión, pues la sexualidad que se realiza desde el amor lo conserva y lo aumenta, pero ejercida desde el egoísmo apasiona, esclaviza  y lo destruye.

El amor en el matrimonio implica dos conceptos importantes: conocimiento de la persona con la que se tiene que convivir y comprensión de su manera de ser, que exige aceptación y sacrificio. Cada persona, siendo igual a otra en naturaleza y dignidad, es en concreto distinta a todas, única, pues tiene su identidad física, psicológica y espiritual. Cada hombre, siendo igual al resto de los hombres en sus factores comunes de varón, tiene su personalidad propia y específica; y lo mismo sucede con cada mujer. Por consiguiente, el contrayente no es igual en todo a la contrayente, no tiene por qué ser como ella, ni pensar de la misma manera en cosas indiferentes y extrañas al amor y fines del matrimonio, ni tener los mismos ideales, ni gustos; ni la contrayente tampoco. Por eso, los novios antes de contraer matrimonio deben conocerse en el período del noviazgo, pero el conocimiento más perfecto de la pareja se consigue en la convivencia.

El conocimiento de los esposos tiene que ser comprensivo. Comprender significa entender al otro o a la otra y aceptar su manera de ser, sus ideales, gustos,  cualidades propias y sus defectos. Cada persona es como ha sido creada, pero condicionada de alguna manera por el sexo en algunas cosas. El esposo tiene que saber que se ha casado con una mujer que tiene los factores comunes de su propio sexo, y además su propia personalidad. Y de la misma manera la mujer no debe ignorar que se ha casado con un hombre que tiene los factores propios de varón y su personalidad única. Teniendo en cuenta estos principios de psicología experimental, el esposo y la esposa se deben amar aceptándose mutuamente con comprensión y sacrificio, con amor de entrega  en lo esencial y respeto y libertad en lo accidental. Por amor deben darse gusto en pequeñas cosas, detalles significativos, que demuestran el amor y lo fortalecen, sin que lleguen al extremo de cultivar caprichos sin fundamento.

La comprensión en el matrimonio tiene que abarcar también el amor de corazón o de reflexión en actos de comportamientos sociales y cristianos a los padres, hermanos, familiares.

Para terminar, remarcando ideas, y tratando de resumir todo lo que hasta ahora hemos dicho en pocas palabras, concluimos:

El matrimonio cristiano no es un acuerdo mutuo de convivencia de una pareja por fines de compañía, lucro, ideología, sexualidad; ni tampoco un contrato civil de fundar una familia. Es un sacramento de amor y gracia, una alianza que un hombre hace con una mujer por la que  se unen para la procreación y educación de los hijos y ayudarse mutuamente para el bien común de los esposos, cuyo fundamento es el amor mutuo comprensivo y sacrificado.