sábado, 12 de octubre de 2024

Vigésimo octavo domingo. Tiempo ordinario. Ciclo B

 


En el camino, Jesús observó que venía hacia Él un joven corriendo, demostrando en su carrera una alegría indescriptible.  Era un joven  rico,  judío íntegro por los cuatro costados, fiel cumplidor de la ley de Moisés, amante de las tradiciones de su pueblo, y que había escuchado varias veces la doctrina de Jesús. Desde el primer momento que lo vio,  quedó prendado de su persona, que le atraía irresistiblemente, y  sintió en su corazón una llamada especial que le impulsaba a querer ser discípulo de Jesús, el nuevo Profeta de Nazaret. Y sin más, ni pensarlo dos veces, echó a correr a su encuentro, y tan pronto como llegó a su presencia, venciendo todo respeto humano, se arrodilló ante Él y con sentida emoción  le dijo: 

¿Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?

Jesús le contestó:

Ya sabes, cumple los mandamientos: No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no estafarás, honra a tu padre y a tu madre...

El joven, orgulloso de ser fiel y ejemplar cumplidor de la ley divina, le respondió:

— Todos estos mandamientos los cumplo desde joven.


Efectivamente, el piadoso joven cumplía la Ley de Dios según él sabía y conforme había aprendido en las escuelas bíblicas y en las Sinagogas. Y sintió una gran alegría porque cumplía  los requisitos esenciales para heredar la vida eterna.

Jesús al escuchar esta respuesta, clavó sus ojos en él, y con especial ternura le invitó a algo más que a conseguir la vida eterna: a ser su discípulo. Y le dijo:

Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dale el dinero a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo, y luego sígueme.

El joven al escuchar estas palabras tan exigentes, se entristeció, frunció el ceño, bajó la cabeza, y se marchó expresando pena en su rostro y  en su lento modo de andar,  porque tenía muchos bienes. No se imaginaba que para seguir a Jesús muy de cerca y ser su discípulo de verdad había que dejarlo todo.

Jesús al ver marchar al joven rico, cabizbajo y pensativo, miró a sus discípulos para observar qué reacción había causado en ellos sus palabras, y dijo:

¡Qué difícil les va ser a los ricos entrar en el Reino de Dios!


Los discípulos se extrañaron de estas palabras. Jesús añadió:

Hijos, ¡Qué difícil les es entrar en el Reino de Dios a los que ponen su confianza en el dinero! Más fácil  le es a un camello pasar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en el Reino de Dios.

 Ellos se espantaron y comentaban:

Entonces ¿quién puede salvarse?

Jesús se les quedó mirando y les dijo:

Es imposible para los hombres, no para Dios. Dios lo puede todo.

Pedro se puso a decirle:

Ya ves que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido.

Jesús dijo:

Os aseguro que quien deje casa, o hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o tierra por mí y por el Evangelio, recibirá ahora, en este tiempo, cien veces más, casas, y hermanos y hermanas, y madre e hijos, y tierras, con persecuciones, y en la edad futura vida eterna.

 Hagamos unas reflexiones sobre estas palabras.

 Santidad elemental

La santidad esencial para heredar la vida eterna consiste en el cumplimiento de  los mandamientos de la Ley de Dios y en la aceptación de las cosas que suceden por voluntad de Dios o permisión divina.  No un mero y legal cumplimiento obligatorio de la ley sino con fe, que supone sacrificios y renuncias, que se superan fácilmente con la gracia de Dios, dependiendo de la constitución de la persona. No es más meritorio a los ojos de Dios el gusto que el rechazo que se siente en el cumplimiento, porque lo que más vale es el amor con que se cumplen los mandamientos.

Santidad específica

Para conseguir la vida eterna especialmente, es necesaria una vocación específica, don que Dios regala a quien quiere, porque quiere, cuando quiere y en la medida que quiere. Consiste en ser discípulo de Cristo con una vocación bautismal consagrada: vivir el cristianismo con más perfección evangélica. 

SER DISCÍPULO ESPECIAL DE CRISTO 

El cristiano no elige ser discípulo de Cristo por propia cuenta, sino es  Cristo quien elige al cristiano. La vocación consagrada es una iniciativa de Dios que llama a seguirle a quien quiere, valiéndose de muchos medios humanos, manejados por la providencia divina. Cristo es la causa y los hombres y las cosas son los medios. Una vocación venida directa e inmediatamente de Dios, sin medios, es monomanía, enfermedad psíquica, iluminismo humano, porque Dios actúa en los hombres por medio de los hombres.

La llamada de Dios a ser su discípulo exige respuesta libre, que se escucha con cierta naturalidad en el fondo del corazón, sin palabras, y empuja un poco a ciegas a lo desconocido que se quiere, sin saberlo.   Los empujes de la  vocación, excesivamente sensibles, suelen ser exaltaciones de la sensibilidad, que se esfuman con el tiempo y las contrariedades, como la estela que dibujan en el firmamento los aviones a propulsión a chorro, que dura el rato de una visión, o el estampido de los fuegos artificiales que meten ruido, iluminan aparatosamente, fascinan, y pronto se apagan. 

La verdadera vocación exige dejarlo  todo por Cristo: familia, riquezas, amistades, y bienes de este mundo que esclavizan. Es decir utilizar las cosas de este mundo sin apegos, con rectitud evangélica. No es renunciar a la familia para siempre sino utilizarla tanto cuanto lleve a Dios, como manda la Iglesia; ni es despreciar los bienes de este mundo, sino administrarlos en relación a Cristo. Si se abraza un Instituto, cumplir con toda fidelidad los estatutos, aprobados por la Iglesia, las reglas y normas disciplinarias, vivir la oración de estar con Dios, aunque en ese tiempo no se esté con los hombres actualmente, pues también se está con ellos místicamente, desempeñar el trabajo que encomienda la Obediencia, y vivir la vida fraterna,  costosa, que es la forja de virtudes, taller donde se esculpe la imagen de Cristo en la santidad. Nos quejamos con razón de los defectos de los hombres que conviven con nosotros, menos edificantes que molestan y nos hacen daño, pero no damos gracias a Dios, porque gracias a sus defectos, podemos nosotros conseguir las virtudes que no tenemos, y ver los pecados que me sobran.

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