—¿Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?
Jesús le contestó:
— Ya sabes, cumple los
mandamientos: No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso
testimonio, no estafarás, honra a tu padre y a tu madre...
El joven, orgulloso de ser fiel y ejemplar cumplidor de la ley divina,
le respondió:
— Todos estos mandamientos los cumplo desde joven.
Efectivamente,
el piadoso joven cumplía la Ley de Dios según él sabía y conforme había
aprendido en las escuelas bíblicas y en las Sinagogas. Y sintió una gran
alegría porque cumplía los requisitos
esenciales para heredar la vida eterna.
Jesús al escuchar esta respuesta, clavó sus ojos en él, y con especial ternura le invitó a algo más que a conseguir la vida eterna: a ser su discípulo. Y le dijo:
— Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dale el dinero a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo, y luego sígueme.
El joven al escuchar estas
palabras tan exigentes, se entristeció, frunció el ceño, bajó la cabeza, y se
marchó expresando pena en su rostro y en
su lento modo de andar, porque tenía
muchos bienes. No se imaginaba que para seguir a Jesús muy de cerca y ser su
discípulo de verdad había que dejarlo todo.
Jesús al ver marchar al joven
rico, cabizbajo y pensativo, miró a sus discípulos para observar qué reacción
había causado en ellos sus palabras, y dijo:
—¡Qué difícil les va ser a los ricos entrar en el
Reino de Dios!
Los discípulos se extrañaron de estas palabras. Jesús añadió:
—Hijos, ¡Qué difícil les es entrar en el Reino de Dios a los que ponen
su confianza en el dinero! Más fácil le
es a un camello pasar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en el Reino
de Dios.
Ellos se
espantaron y comentaban:
— Entonces ¿quién puede salvarse?
Jesús se les quedó mirando y les dijo:
—Es imposible para los hombres, no para Dios. Dios lo puede todo.
Pedro se puso a decirle:
—Ya ves que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido.
Jesús dijo:
—Os aseguro que quien deje casa, o hermanos o hermanas, o madre o
padre, o hijos o tierra por mí y por el Evangelio, recibirá ahora, en este
tiempo, cien veces más, casas, y hermanos y hermanas, y madre e hijos, y
tierras, con persecuciones, y en la edad futura vida eterna.
La santidad esencial para heredar la vida eterna consiste en el cumplimiento de los mandamientos de la Ley de Dios y en la aceptación de las cosas que suceden por voluntad de Dios o permisión divina. No un mero y legal cumplimiento obligatorio de la ley sino con fe, que supone sacrificios y renuncias, que se superan fácilmente con la gracia de Dios, dependiendo de la constitución de la persona. No es más meritorio a los ojos de Dios el gusto que el rechazo que se siente en el cumplimiento, porque lo que más vale es el amor con que se cumplen los mandamientos.
Santidad específica
Para conseguir la vida eterna especialmente, es necesaria una vocación específica, don que Dios regala a quien quiere, porque quiere, cuando quiere y en la medida que quiere. Consiste en ser discípulo de Cristo con una vocación bautismal consagrada: vivir el cristianismo con más perfección evangélica.
SER DISCÍPULO ESPECIAL DE CRISTO
El cristiano no elige ser discípulo de
Cristo por propia cuenta, sino es Cristo
quien elige al cristiano. La vocación consagrada es una iniciativa de Dios que
llama a seguirle a quien quiere, valiéndose de muchos medios humanos, manejados
por la providencia divina. Cristo es la causa y los hombres y las cosas son los
medios. Una vocación venida directa e inmediatamente de Dios, sin medios, es
monomanía, enfermedad psíquica, iluminismo humano, porque Dios actúa en los
hombres por medio de los hombres.
La llamada de Dios a ser su discípulo
exige respuesta libre, que se escucha con cierta naturalidad en el fondo del
corazón, sin palabras, y empuja un poco a ciegas a lo desconocido que se
quiere, sin saberlo. Los empujes de
la vocación, excesivamente sensibles,
suelen ser exaltaciones de la sensibilidad, que se esfuman con el tiempo y las
contrariedades, como la estela que dibujan en el firmamento los aviones a
propulsión a chorro, que dura el rato de una visión, o el estampido de los
fuegos artificiales que meten ruido, iluminan aparatosamente, fascinan, y
pronto se apagan.
La verdadera vocación exige dejarlo todo por Cristo: familia, riquezas,
amistades, y bienes de este mundo que esclavizan. Es decir utilizar las cosas
de este mundo sin apegos, con rectitud evangélica. No es renunciar a la familia
para siempre sino utilizarla tanto cuanto lleve a Dios, como manda la Iglesia;
ni es despreciar los bienes de este mundo, sino administrarlos en relación a
Cristo. Si se abraza un Instituto, cumplir con toda fidelidad los estatutos,
aprobados por la Iglesia, las reglas y normas disciplinarias, vivir la oración
de estar con Dios, aunque en ese tiempo no se esté con los hombres actualmente,
pues también se está con ellos místicamente, desempeñar el trabajo que
encomienda la Obediencia, y vivir la vida fraterna, costosa, que es la forja de virtudes, taller
donde se esculpe la imagen de Cristo en la santidad. Nos quejamos con razón de
los defectos de los hombres que conviven con nosotros, menos edificantes que
molestan y nos hacen daño, pero no damos gracias a Dios, porque gracias a sus
defectos, podemos nosotros conseguir las virtudes que no tenemos, y ver los
pecados que me sobran.
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