sábado, 30 de noviembre de 2024

Primer domingo de Adviento. Ciclo C

 


En el primer domingo de Adviento, ciclo C, en la segunda lectura del apóstol San Pablo  a los Tesalonicenses  se nos manda pedir al Señor que “nos colme y nos haga rebosar de amor mutuo y de amor a todos, y nos fortalezca internamente, para que cuando Jesús nuestro Señor vuelva, acompañado de sus santos, os presentéis santos e irreprochables ante Dios, nuestro Padre” (1 Tes 3,12).

Con estas palabras la Iglesia nos invita a vivir el adviento santamente con amor mutuo y fortaleza espiritual para presentarnos santos e irreprochables ante Dios, nuestro Padre en el tiempo de Adviento y durante toda la vida para celebrar la Navidad litúrgica y la eterna en el Cielo.

Voy a tratar sucintamente el tema  del Adviento en cinco consideraciones: Adviento en sentido profano, origen del adviento, adviento del Antiguo Testamento y del Nuevo Testamento, Adviento litúrgico y distintos advientos cristianos

Adviento en sentido profano

La palabra adviento proviene de la palabra latina adventus que significa venida o llegada. Es el tiempo de espera de la llegada de una persona o de un acontecimiento.

En la época romana del tiempo de Jesucristo, el adviento era un tiempo de preparación para la venida de un Emperador o de un personaje importante, durante el cual se hacían muchas obras y reformas: se construían caminos, se allanaban baches en las carreteras para preparar el paso por donde tenían que pasar los ilustres visitantes esperados, y se programaban diversos actos para celebrar el solemne acontecimiento.

En los tiempos inmediatos a la venida del Mesías, Juan Bautista utilizó el estilo romano de adviento para anunciar la venida del Mesías, el Señor, invitando al pueblo judío a prepararse a este acontecimiento mediante la conversión: “Allanad el camino del Señor, como dijo el profeta Isaías, convertíos y preparad el camino para la venida del Señor, el Mesías” (Mt 3,1-2; 4,17; 10,7). 

Origen del adviento cristiano

El origen del Adviento es casi desconocido en la historia de la liturgia de la Iglesia. Parece que desde finales del siglo IV y durante el siglo V en España y Francia los cristianos empezaron a celebrar el tiempo de adviento con una intensa vida de oración y penitencia. En Francia, por normativa del Concilio de Tours, los monjes se preparaban para la Navidad ayunando todos los días del mes de Diciembre, intensificando su vida de piedad y penitencia. Los clérigos, y probablemente bastantes fieles ayunaban y cantaban el oficio divino tres días por semana: lunes, miércoles y viernes, desde el 11 de Noviembre, fiesta de San Martín, hasta Navidad. Con el decurso del tiempo el adviento revistió un carácter tan oracional y penitente que llegó a considerarse como una segunda cuaresma; y se celebraba en un tono gozoso, lleno de esperanza inefable ante la venida litúrgica de la Navidad con proyección escatológica. El tiempo del adviento en concreto fue muy variado, duraba desde cinco a seis semanas. Pero durante el pontificado de S. Gregorio Magno, el año 604, el adviento quedó definido en cuatro semanas o domingos, tal como se celebra hoy, aunque la liturgia de la Palabra varió mucho en el paso de los siglos.

La Historia de la Iglesia se puede conceptuar en dos advientos distintos: el adviento del Antiguo Testamento y el del Nuevo Testamento.

Adviento del Antiguo Testamento

El adviento del Antiguo Testamento empezó en el mismo momento en que el primer hombre, Adán, pecó, a quien Dios después de castigarle quitándole  el estado original, sobrenatural y preternatural en que lo creó, hizo la profecía de la venida o adviento del Mesías, Redentor en  el protoevangelio en términos enigmáticos, como explican los teólogos bíblicos: “Pongo hostilidad entre ti y la mujer, entre su descendencia y su descendencia: esta te aplastará la cabeza, cuando tú hieras el talón” (Gn 3,13).    Esta promesa fue interpretada por el Pueblo de Dios, por inspiración divina, desde el principio, como profecía mesiánica, y propagada oralmente hasta que se constituyó el antiguo Pueblo de Dios con Abrahán. A partir de esa época surgieron muchas profecías escritas en la Biblia: en el tiempo de los patriarcas, en los salmos y profetas en varias etapas hasta que llegó la plenitud de los tiempos,  cuando  el Hijo de Dios, la segunda  Persona divina de la Santísima Trinidad encarnó en las entrañas purísimas de la Virgen María y asumió de ella la naturaleza humana, quedando Jesucristo,  Dios y hombre verdadero, Redentor del pecado del hombre. Nacido virginalmente de Santa  María Virgen, vivió treinta años oculto en Nazaret, dedicado a la oración y a la vida ordinaria en obediencia realizando la redención; después durante tres años predicó el Evangelio en vida pública con milagros para demostrar que Él era Dios e instituir la Iglesia; y, por fin, padeció, murió en la cruz, resucitó y ascendió a los Cielos con la promesa de volver al fin de los tiempos. Y terminó el adviento del Antiguo Testamento.

Adviento del Nuevo Testamento

El adviento del Nuevo Testamento empezó después de la Ascensión de Jesús a los Cielos. Cuando Jesús desapareció de la vista de los apóstoles, dos ángeles,  revestidos en figura de hombres blancos, les anunciaron la segunda y definitiva venida de Jesús al fin de los tiempos que vendrá a consumar eternamente la Obra de la Redención con estas palabras aseverativas: “Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al Cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir al Cielo, volverá como le habéis visto marcharse. (Hch 1,8-11).

¿Cuándo y cómo aparecerá Jesús?

En el prefacio tercero de Adviento se nos anuncia, de manera genérica, la venida de Jesús con estas palabras: “Cristo, tu Hijo, Señor y Juez de la historia, aparecerá, revestido de poder y gloria, sobre las nubes del Cielo. En aquel día terrible y glorioso pasará la figura de este mundo y nacerán los cielos nuevos y la nueva tierra”. Entonces Cristo Rey juzgará a todos los hombres y consumará el misterio de la redención humana, entregando al Padre un reino eterno y universal. (Cat 2816-2821)

Los cristianos del siglo I creyeron firmemente que la segunda venida del Señor iba a ser un acontecimiento inminente, como aparece claramente en la segunda carta del Apóstol San Pablo a los Tesalonicenses (2 Ts 2,1-3).  Pero “el día y la hora nadie lo sabe, ni los ángeles del Cielo ni el Hijo del hombre, sólo el Padre” (Mc 13,32).

Adviento litúrgico

La Iglesia celebra el Adviento litúrgico en cuatro semanas antes de Navidad con perspectiva personal de la venida del Señor a la hora de la muerte de cada hombre  con sentido escatológico del fin de los tiempos.

 Distintos advientos cristianos

Cada cristiano debe vivir el adviento personal preparándose   para la navidad del Señor a la hora de su muerte con el adviento sacramental para la navidad de la gracia en cada sacramento, principalmente en el de la Eucaristía, en el que nace sacramentalmente Jesucristo resucitado y glorioso, y en cada sacramento en el que nace su gracia; con  el adviento teológico durante todo el año litúrgico con el fiel y riguroso cumplimiento de la Ley de Dios, la aceptación de la cruz que sucede, aceptada y ofrecida a Dios, la  oración, la penitencia, la caridad, y  cada obra buena que haga para celebrar la Navidad litúrgica en el tiempo la eterna en el Cielo.   

La Iglesia pide la venida gozosa y esperanzadora del Señor en su Reino en la celebración de la Eucaristía, después de la consagración del pan y del vino, cuando el celebrante anuncia al pueblo: Este es el sacramento de nuestra fe; y el pueblo responde: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor, Jesús! Y los cristianos también pedimos la venida del Reino cuando rezamos el padrenuestro: “Venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo”.

Cuando las realidades de este mundo terminen, y toda la creación haya sido renovada, ya no habrá adviento, porque  todo será Navidad eterna, visión  y gozo de Dios con plenitud de felicidad totalmente desconocida humanamente, que satisfará en plenitud las aspiraciones inimaginables del ser humano

 

sábado, 23 de noviembre de 2024

Solemnidad de Cristo Rey. Ciclo B

 


Como todos sabemos, hoy celebramos la fiesta litúrgica de la solemnidad de Cristo Rey. Aprovechamos esta ocasión para explicar el significado del nombre de Cristo Rey.

Los conceptos humanos no pueden aplicarse en sentido literal a las realidades divinas, sino en sentido metafórico o acomodaticio. Por consiguiente. Cristo Rey no tiene el mismo sentido que Juan Carlos I, Rey de España, por ejemplo.

¿Por qué decimos que Cristo es Rey?

Por dos razones principales: porque Cristo es Dios y es Redentor de todos los hombres. Por ser Dios, es Creador de todas las cosas, y, por consiguiente, dueño y señor de todo, rey, que tiene dominio total y universal sobre toda la creación visible e invisible que gobierna con omnipotente sabiduría y bondad misteriosa: y, por ser Redentor, gobierna por medio de la Iglesia a todos los hombres a quienes redimió con su sangre divina para la salvación eterna.

Alguien ha dicho que en los tiempos actuales no conviene utilizar el título de Cristo Rey, porque la gente lo identifica con un partido político extremista en ideas y acciones, que lleva este nombre: Guerrilleros de Cristo Rey. Pero esta propuesta es antibíblica. Este apelativo está inspirado en la Biblia y no puede sustituirse, sino explicarse en el sentido espiritual y místico que le corresponde.

Si Cristo es Rey es porque tiene un Reino. ¿Cuál es el Reino de Cristo?

El reino de Cristo Rey es distinto a todos los reinos del mundo en su naturaleza, composición, gobierno y fines. Es el misterio de la Iglesia. Realidad sobrenatural humanamente inconcebible, que puede estructurarse en ocho etapas sucesivas:

1ª CONCEPCIÓN

Hablando en lenguaje teológico, la Iglesia tiene origen trinitario, fue concebida eternamente por la Santísima Trinidad en la planificación de la creación del hombre. Dios previó el pecado del hombre, y determinó eternamente enviar a su Hijo Unigénito al mundo, para que haciéndose hombre realizara la Redención universal de todos los hombres, mediante la Iglesia, Reino de Cristo.

2ª PREPARACIÓN EN LA CREACIÓN

Dios, después de la creación de los ángeles, seres espirituales celestes que formarían parte integrante de la Iglesia, preparó el lugar donde se iba a desarrollar la Historia de la Iglesia, creando el maravilloso mundo en que vivimos, escenario del gran misterio de la Redención.

Creó luego al hombre en estado de gracia, elevado al orden sobrenatural y con los privilegios de la integridad, sin la concupiscencia pecaminosa, impasibilidad, libre de la muerte “El Padre eterno creó el mundo por una decisión totalmente libre y misteriosa de su sabiduría y bondad. Pero el hombre pecó y perdió la gracia y los dones que Dios le había regalado.

Entonces Dios le perdonó y decidió elevar a todos los hombres a la participación de la vida divina en su Hijo "y dispuso convocar a los creyentes en Cristo en la santa Iglesia". Esta “familia de Dios” se constituye y realiza a lo largo de las etapas de la historia humana, según las disposiciones del Padre.

Por consiguiente, el reino de Cristo o la Iglesia fue “prefigurada” ya desde el origen del mundo y preparada maravillosamente en la historia del pueblo de Israel y en la Antigua Alianza: se constituyó en los últimos tiempos, se manifestó por la efusión del Espíritu, y llegará gloriosamente a su plenitud al final de los siglos (LG 2: Cat 759).

3ª INICIO

En un sentido amplio la Iglesia empezó a existir en el mismo momento en que el hombre cometió el pecado original y se le anunció la venida del Redentor, Jesucristo, con estas palabras: “Pongo hostilidades entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo: ella herirá tu cabeza cuando tú hieras su talón” (Gén 3,15). Es, por así decirlo, la reacción de Dios al caos provocado por el pecado (Cat 761).

4ª PREPARACIÓN

Se empezó a preparar con la vocación de Abrahán y la elección de Israel como Pueblo de Dios (Gn 12, 2; 15, 5-6). Durante siglos, a lo largo de la historia del pueblo de Israel, Dios fue anunciando en el Antiguo Testamento la Buena noticia en las Escrituras (LG 5), es decir la llegada del Reino de Dios. Primero lo hizo por medio de los patriarcas y después por los profetas, hasta que llegó la plenitud de los tiempos con el nacimiento de Jesús.

5ª NACIMIENTO

Se puede decir con propiedad teológica que la Iglesia empezó a existir en su inicio cuando el Hijo de Dios fue engendrado en las entrañas purísimas de Santa María por obra del Espíritu Santo; y nació en su cabeza con el nacimiento de Jesús en Belén.

6ª FORMACIÓN

Cristo, durante su vida pública, fue formando la estructura de la Iglesia empezando por la elección del Colegio Apostólico con Pedro a la cabeza.

Promulgó, luego las Bienaventuranzas en el sermón de la Montaña, que son la Constitución esencial de la Iglesia: y con su Palabra, explicada principalmente en parábolas, y la realización de milagros probó su condición de Hijo de Dios, Mesías, Redentor de todos los hombres.

Instruyó a sus Apóstoles sobre los secretos fundamentales del misterio de la Iglesia, y luego, antes de subir a los Cielos, les encomendó la misma misión que Él recibió del Padre: “Como el Padre me ha enviado, os envío yo también” (Jn 20,21), y por fín les confirió plenos poderes para anunciar el Evangelio: santificar la Iglesia y gobernarla hasta el fin de los tiempos con la garantía de su presencia: “Se me ha dado plena autoridad en el Cielo y en la Tierra. Id y haced discípulos de todas las naciones, bautizadlos, consagradlos al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo, y enseñadles a guardar todo lo que he mandado: mirad que yo estoy con vosotros cada día, hasta el fin del mundo” (Mt 28,18-20).

“La Iglesia, enriquecida con los dones de su Fundador y guardando fielmente sus mandamientos del amor, humildad y renuncia, recibió la misión de anunciar y establecer en todos los pueblos el Reino de Cristo y de Dios” (LG 5)

7ª CONSTITUCIÓN

“Cuando el Hijo terminó la obra que el Padre le encargó realizar en la Tierra, envió al Espíritu Santo, el día de Pentecostés, para que santificara continuamente a la Iglesia, la constituyera y la dirigiera con diversos dones jerárquicos y carismáticos”. (LG 4).

8ª CONSUMACIÓN

La Iglesia “sólo llegará a su perfección en la gloria del Cielo” (LG 48), cuando Cristo vuelva glorioso. Hasta ese día “avanza en su peregrinación a través de las persecuciones del mundo y de los consuelos de Dios (S. Agustín) en exilio. “y espera y desea con todas sus fuerzas reunirse con su Rey en la gloria” (LG 5). Entonces, cuando las cosas de este mundo terminen y el Universo entero sea transformado, vendrán los nuevos Cielos y la nueva Tierra, morada eterna de los bienaventurados, se consumará la Historia de la Iglesia en el tiempo, y se convertirá en el Reino celeste de visión, gozo y gloria de Dios eternamente.

sábado, 16 de noviembre de 2024

Trigésimo tercer domingo. Tiempo ordinario. Ciclo B

 


La Palabra de Dios en el evangelio de hoy nos dice que  después de una gran tribulación, el sol se hará tinieblas, la luna no dará su resplandor, las estrellas caerán del cielo, los ejércitos celestes temblarán”. 
Con estas señales  apocalípticas nos  habla del fin del mundo.

Voy a sintetizar  en este documento el tema del Fin del mundo, dejando para otra ocasión, si se me presenta, los trágicos sucesos sobrenaturales que sucederán después: la resurrección de los muertos y el Juicio final.  

Este mundo en que vivimos, llamado también  Cosmos o Universo no  es eterno, fue creado, pues tuvo su principio y tendrá su fin. Algunos cristianos, hermanos nuestros, piensan con buena voluntad pero sin fundamento científico ni teológico,  que el fin del mundo está a la vuelta de la esquina. También algunos tesalonicenses en tiempo de San Pablo  pensaban  que el mundo estaba a punto de terminar, y por eso vivían en la ociosidad, muy ocupados en no hacer nada, a quienes el apóstol recomendó en nombre del Señor que trabajaran pacíficamente y así ganaran para comer, porque el que no quiera trabajar que no coma (2ª Tes, 3, 10-12).

La doctrina del Fin del Mundo está revelada en la Sagrada Escritura tanto en el Antiguo como Nuevo Testamento: (Is 65,17; cf 66,22; Mt 24,29;Lc 21,23; 1 Co 15-24; 1 Pe 4,7; 2 Pe 3,12-13; Ap 21,1) y en la Tradición de la Iglesia. Las ciencias naturales afirman también este acontecimiento.

Recientemente el Catecismo de la Iglesia Católica del beato Papa Juan Pablo II resume la doctrina sobre el Fin del Mundo en estos términos:

“En cuanto al cosmos, la Revelación afirma la profunda comunidad de destino del mundo y del hombre.

El Universo visible está destinado a ser transformado, “a fin de que el mismo mundo restaurado a su primitivo origen,   ya sin ningún obstáculo esté al servicio de los justos” participando en su glorificación en Jesucristo resucitado.

Ignoramos el momento de la consumación de la tierra y de la humanidad y no sabemos cómo se transformará el Universo. Ciertamente, la figura de este mundo, deformada por el pecado, pasa, pero se nos enseña que Dios ha preparado una nueva morada y una nueva tierra en la que habita la justicia y cuya bienaventuranza llenará y superará los deseos de paz  que se levantan en los corazones de los hombres (GS 39,1; Cat 1046-1049)- 

Este texto contiene tres  principios generales:

        1º El Universo visible que conocemos será transformado a su primitivo origen que desconocemos en su amplitud, para que participe de la glorificación de Jesucristo resucitado, porque toda la Creación forma parte de la Redención

       2º No sabemos el momento de la consumación de la Tierra y el de la Humanidad, ni cómo se transformará el Universo. En cuanto al día y a la hora de estos trágicos acontecimientos, nos dice el Evangelio: “nadie lo conoce, ni los ángeles ni el Hijo, entendido en cuanto hombre, sino solo el Padre 

         3º Este mundo deformado por el pecado terminará y será cambiado por una nueva morada y una nueva tierra donde habite la justicia y sea la total y plena bienaventuranza  de los justos, que superará los deseos de felicidad y paz que habitan en el corazón del hombre.

Este mundo que habitamos no será aniquilado o convertido en un caos, pues  todo el Universo,  creado por Dios para el hombre,  será transformado en otra realidad diferente, infinitamente superior y mejor. La Sagrada Escritura llama a esa transformación “cielos nuevos y nueva tierra”.  En esta morada, que será el Cielo definitivo, estarán:

  •  La Santísima Trinidad.
  • Jesucristo resucitado y glorioso en cuerpo y alma, como Cabeza del Cuerpo Místico de la Iglesia y de toda la Creación renovada.
  • Toda la corte celestial de ángeles y arcángeles.
  • María Santísima resucitada en cuerpo y alma, como Madre de los Bienaventurados y Reina y Señora de todo lo creado.
  • Los resucitados con Cristo en condiciones de lugar y estado que no conocemos, viendo y gozando de Dios eternamente de su Ser Trinitario.

En este Universo nuevo Cristo tendrá su morada entre los hombres como objeto de gozo para todos los resucitados y toda la Creación.  Sus características  no están reveladas, por lo que todo lo que se piense, diga, escriba sobre esta morada sobrenatural y mística de los nuevos Celos y la Nueva Tierra supera las categorías humanas del entendimiento humano y de la imaginación.

Resurrección de los muertos y juicio final

Después del fin del mundo todos los muertos resucitarán y Jesús resucitado vendrá acompañado de todos los ángeles juzgará a todos los hombres y revelará hasta sus últimas consecuencias: lo que cada uno haya hecho de bien o haya dejado de hacer durante su vida terrena. Entonces todos los hombres resucitados, condenados y gloriosos,  de todos los tiempos conoceremos el sentido último de toda la obra de la Creación y de toda la economía de la salvación; y comprenderemos los caminos admirables por los que su Providencia habrá conducido todas las cosas a su último fin (Cat 1038-1040). Los malos irán al castigo eterno y los justos al Cielo. Terminará el Purgatorio y sólo quedarán eternamente el Cielo y el infierno.

Cuando el tiempo esté fuera de juego, todo será eternidad, y ya no existirán hechos, pues todo será SIEMPRE, DIVINIDAD: amor y gozo que superan toda ciencia de ficción, humana, teológica  y sobrenatural.

sábado, 9 de noviembre de 2024

Trigésimo segundo domingo. Tiempo ordinario. Ciclo B

 

Desgraciadamente en nuestros tiempos, la fuerza obligatoria del quinto mandamiento: ayudar a la Iglesia en sus necesidades ha perdido su vigor para la mayor parte de los cristianos. Hoy no se valoran socialmente las leyes de la Iglesia, con el agravante de que no pocos católicos/as rechazan sin escrúpulo. Es una realidad que hay que reconocer con humildad y tristeza.

Los mandamientos de la Santa Madre Iglesia, digamos, están de capa caída. Muchos, llamados hombres de fe, no cumplen ya el precepto dominical. Se limitan simplemente a ir a Misa por apetencias personales del gusto religioso o cuando tienen que cumplir una obligación social. La confesión, por ejemplo, se ha infravalorado, descuidado o abandonado hasta el punto de que hay cristianos, comprometidos con la “Iglesia”, que comulgan habitualmente y no reciben el Sacramento del perdón. Diariamente vemos filas interminables de comulgantes en nuestras Eucaristías, mientras que los sacerdotes están en paro sentados en el confesionario.

El ayuno y la abstinencia, prácticas vigentes en el Derecho Canónico, se consideran normas penitenciales desfasadas, que han quedado reservadas a un grupo limitado, más o menos numeroso, de antiguos cristianos consecuentes con la fe tradicional.

El mandamiento de ayudar a la Iglesia en sus necesidades es una obligación que se quiere cumplir tacañamente, echando una limosna en la bandeja o cestos en la misa dominical, o depositando una moneda en un cepillo de la Iglesia, o dando un donativo con ocasión de recibir un sacramento o un servicio religioso.

En los antiguos catecismos el precepto de ayudar a la Iglesia en sus necesidades aparecía redactado con inspiración bíblica del Antiguo Testamento: “Pagar diezmos y primicias a la Iglesia de Dios”. Con estas palabras se imponía a los cristianos la obligación de contribuir a la financiación de la Iglesia con el diezmo de sus cosechas y las primicias de sus ganados.

Diezmos y primicias son dos palabras que, teniendo distinto significado etimológico, eran utilizadas en el Antiguo Testamento con un mismo sentido: contribuir a las necesidades del templo con los bienes propios. Diezmos significaba la décima parte, moralmente considerada, de los productos del campo: “Llevarás a la casa del Señor, tu Dios, lo más florido de tu tierra” (Ex 34,26); y primicias eran los frutos primeros de la vida humana o animal. Los primeros nacidos, hombres o animales, eran propiedad exclusiva de Dios. Los primogénitos de mujer debían ser consagrados a Dios, de una manera que no se sabe con seguridad en qué consistía; y los de los animales tenían que ser sacrificados para expiar los pecados del pueblo de Dios. “Yo inmolo al Señor todo animal primogénito y rescato al primer nacido entre mis hijos” (Ex 13,1-2).
Los frutos de la tierra se destinaban para el mantenimiento del templo, manutención de sacerdotes, ministros, servidores y obras sociales religiosas para ancianos, viudas, huérfanos y pobres.

El antiguo pueblo de Israel cumplía preferentemente el precepto de los diezmos y primicias, con ocasión de celebraciones religiosas como la Fiesta de las semanas y la Fiesta de las primicias de la recolección al terminar el año (Ex 34,22).

La primitiva comunidad de Jerusalén, secundando el precepto bíblico del Antiguo Testamento, vivía el Evangelio de Jesucristo con desprendimiento de corazón, prácticamente como si tuviera voto de pobreza, aunque no existía entonces este vínculo jurídico de consagración a Dios. La fe en Cristo resucitado hacía que todos escucharan las enseñanzas de los Apóstoles, vivieran unidos, fueran constantes en la oración, en la celebración de la Eucaristía y en la unión fraterna, de manera que todo lo tenían en común. Vendían las posesiones y haciendas y las distribuían entre todos, según la necesidad de cada uno (Hch 2, 41-47;4,32-35).

Pero no todo era jauja, pues como aquella comunidad cristiana estaba compuesta por hombres, y dicen que “en todas partes se cuecen habas”, tenía también sus cosas, como sucede y sucederá siempre en todas las instituciones humanas. Un tal Ananías, de acuerdo con Safira, su mujer, vendió una propiedad y se quedó con parte del dinero. Pedro le reprendió por este grave pecado. Y, no pudiendo resistir las palabras del Apóstol, cayó muerto; y lo mismo le sucedió a Safira, cómplice de este robo (Hch 5,1-10).

Tomando el buen ejemplo de la primera comunidad apostólica, los cristianos de los cinco primeros siglos cumplían el deber de los diezmos y primicias espontáneamente, motivados por la Palabra de Dios y sin estar obligados por ley. Cada uno contribuía con lo que podía para el sostenimiento del culto, sus ministros y obras benéficas, de manera que se podía decir que no existía problema económico importante en las primeras comunidades católicas.

A partir del siglo VI, cuando el cristianismo se fue extendiendo por todas partes, se enfriaron los primeros fervores de los cristianos, y muchos, paganizados, dejaron de cumplir el deber sagrado de pagar los diezmos. Fue entonces cuando la Iglesia se vio obligada a empezar a poner paulatinamente leyes sobre las ofrendas, inspirándose en las normativas del Antiguo Testamento, y copiando los impuestos de las sociedades civiles.

El momento histórico culminante de la institución legislativa de la contribución a la Iglesia mediante los diezmos y primicias tuvo lugar en los siglos del XI al XIII, coincidiendo con el feudalismo. La crisis de los diezmos sobrevino cuando en la Edad Moderna la economía agraria se transformó en capitalista. Las causas fundamentales fueron la ruptura de la unidad religiosa en Europa con el resurgimiento del protestantismo y la industrialización. Estas circunstancias hicieron que los diezmos desaparecieran en Francia durante la revolución en el año 1789. En España fueron abolidos por la desamortización de Mendizábal el año 1837.

Desamortización de Mendizábal

Juan Álvarez Mendizábal nació en Cádiz el 25 de Febrero de 1790, y murió en Madrid en Noviembre de 1853. Era descendiente de judíos. Sus padres fueron comerciantes de objetos viejos, ropavejeros. Desde muy joven mostró especiales cualidades para el mundo de las finanzas. Era político independiente, liberal y anticlerical. Exiliado por el gobierno español en 1823, vivió en Londres doce años, donde montó un gran negocio y se hizo inmensamente rico, consiguiendo un gran prestigio entre los ingleses. Más tarde fue repatriado por el Gobierno español, afín a sus ideas políticas, y llegó a ser ministro de Hacienda tres veces, terminando por ser jefe del Gobierno desde el 15 de Septiembre de 1835 al 15 de Mayo de 1836, es decir ocho meses.

El 11 de Octubre de 1835 declaró disueltas todas las Órdenes religiosas existentes en España, excepto las dedicadas a la pública beneficencia. El 19 de Febrero de 1836 declaró la venta de los bienes de la Iglesia para pagar la deuda nacional y solucionar el gravísimo problema social que existía entonces en España. La desamortización eclesiástica fue un expolio de los bienes de la Iglesia, difícilmente justificable desde el punto de vista legal y moral. Usurpadas las posesiones eclesiásticas, fueron subastadas públicamente con el resultado que se preveía: conseguir que los ricos se hicieran más ricos y los pobres más pobres. Los gobernantes y políticos engordaron sus bolsillos, y el Estado se quedó con las mismas o más trampas que antes tenía.

El volumen total de los bienes expropiados a la Iglesia está todavía por precisar. En el siglo pasado Santaella, especialista en esta materia, calculó la expoliación en unos 2.700 millones de pesetas y en un 8% de las tierras cultivadas en España. Pero probablemente las propiedades expoliadas fueron muchas más y el perjuicio económico de la Iglesia incalculable. La desamortización terminó prácticamente el año 1890, en el que empieza la restitución del Estado a la Iglesia por asignaciones anuales.

En sustitución de los diezmos surgieron los aranceles eclesiásticos, obligaciones económicas con las que los fieles aportaban una ayuda en metálico a la Iglesia, con ocasión de recibir un sacramento o un servicio religioso. En muchos pueblos de León y Castilla la Vieja los fieles ayudaban a la Iglesia y al mantenimiento de sus sacerdotes con aportaciones de fanegas de legumbres y cereales, aceite, vino y otros productos, y de esta manera cumplían el quinto precepto de la Iglesia.

La legislación antigua del Derecho Canónico de Benedicto XV, año 1917, en el canon 1.502, establecía la obligación cristiana de ayudar a financiar la Iglesia con la bíblica expresión de pagar diezmos y primicias, dejando el modo de cumplir este precepto a los peculiares estatutos o costumbres laudables de cada región. El vigente Derecho Canónico, publicado por el Papa Juan Pablo II en 1983, recuerda en el canon 222 el quinto mandamiento de la Santa Madre Iglesia con estas palabras: “Los fieles tienen el deber de ayudar a la Iglesia en sus necesidades, de modo que disponga de lo necesario para el culto divino, las obras de apostolado y de caridad y el conveniente sustento de los ministros”. El canon no especifica ni el sistema de aportación económica ni la cuantía. Deja a la autoridad del Obispo o de las Conferencias Episcopales el sistema de contribución a la Iglesia. Este precepto puede cumplirse también con prestaciones personales.

En la Archidiócesis de Madrid se suprimieron los aranceles el año 1965, siendo Arzobispo D. Casimiro Morcillo. Desde entonces hasta nuestros días los fieles ayudan al sostenimiento de la Iglesia mediante aportaciones económicas voluntarias, con ocasión de los sacramentos o servicios religiosos recibidos; y también por medio de donativos en colectas, cepillos o suscripciones periódicas.

La financiación de la Iglesia es una obligación que incumbe principalmente a los cristianos, y también al Gobierno porque, aun en el caso hipotético de que el Estado haya restituido ya los bienes usurpados con motivo de la desamortización de Mendizábal, la Iglesia, la Institución más importante de la Sociedad española, contribuye como ninguna otra a solucionar los problemas sociales de educación cívica, atención sanitaria, pobreza y marginación de los españoles. Y, por tanto, debe ser subvencionada al igual que otras instituciones sociales que prestan servicios públicos a una sociedad pluralista y democrática. En España, en concreto, una inmensa mayoría de ciudadanos se confiesan católicos; y todos, de cualquier signo político o religioso que sean, se benefician de un bien social, material y humano que presta la Iglesia Católica.

El Estado no regala a la Iglesia nada con las asignaciones económicas que le concede, sino que cumple una obligación de justicia, invirtiendo parte de los fondos de los españoles para un bien común de la Sociedad.

sábado, 2 de noviembre de 2024

Trigésimo primer domingo. Tiempo ordinario. Ciclo B

 

En tiempos de Jesús había muchas escuelas rabínicas en los pueblos y capitales principales de Palestina, principalmente en Jerusalén, en las que se enseñaba la Biblia, cuyos temas más comunes eran el estudio de la ley y las profecías mesiánicas. Pero como sucede siempre en todas las disciplinas, se discutían cuestiones un poco oscuras de la Palabra de Dios, que necesitaban explicaciones de los doctores, cuyas interpretaciones originaban distintas opiniones y escuelas diversas.

Nos dice el Evangelio de la liturgia de este domingo que un letrado se acercó a Jesús, y para aclarar dudas del tema muy discutido en aquella época sobre el principal mandamiento, le preguntó:

¿Qué mandamiento es el primero de todos?

Respondió Jesús:

El primero es: “Escucha, Israel: “El Señor, nuestro Dios, es el único Señor; amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser. El segundo es éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay mandamiento mayor que éstos”.

Jesús respondió al doctor de la ley con las palabras del Antiguo Testamento que hemos escuchado antes en la primera lectura del libro del Deutoronomio, completando el primer mandamiento con el del amor al prójimo “como a ti mismo”. En el sermón de la última cena, Jesús perfeccionó este mandamiento añadiendo su propio estilo de amar:  “como yo os he amado”.

Cuatro puntos me parece importante tratar sobre este pasaje: Cuál es el primero y principal de los mandamientos, por qué tenemos que amar a Dios, cómo y en qué consiste el amor a Dios.

¿Cuál es el primero y principal mandamiento?

El primero y principal de todos los mandamientos es, como todos sabemos por el catecismo elemental, amar a Dios sobre todas las cosas. No hay otro mayor, es el único. Todos los otros nueve son explicaciones del gran precepto, conclusiones que se derivan de él. El segundo y tercer mandamiento del Decálogo explican el amor con el que el hombre tiene que amar a Dios, y los otros siete el amor con el que el hombre tiene que amar a su hermano, el prójimo.

Es evidente que el que ama a Dios ama también las obras de Dios: al hombre creado a su imagen y semejanza, y a todas las demás cosas de este mundo, visibles e invisibles.

¿Por qué tenemos que amar a Dios?

Los motivos para amar a Dios son muchos:

- en primer lugar, la infinita y eterna bondad de su Ser en sí mismo, que es, por esencia ontológica, bondad eterna, Bien total y absoluto, Perfección infinita, digno de ser amado, el mayor bien que el hombre puede querer y necesitar, que llena totalmente las aspiraciones de su propio ser en el tiempo y en la eternidad;

- el amor eterno con que ama a cada hombre, como si fuera hijo único, aunque sea rebelde, pecador, porque es obra de sus manos y redimido por la sangre divina;

- en general los beneficios naturales de la creación de este mundo en que vivimos, la conservación y providencia divina de todas las cosas; y en particular los dones que ha regalado Dios a cada hombre en concreto en su persona, familia, ambiente social, bienes materiales;

- los regalos sobrenaturales que ha reglado a todos los hombres, como la encarnación del Hijo de Dios, la redención, el estado sobrenatural de la vida divina, virtudes y dones, la Iglesia, los sacramentos, la gloria eterna; y en particular a cada hombre la fe, la gracia, la vocación cristiana y tantas gracias que cada uno puede recordar en este momento. 

¿Cómo tenemos que amar a Dios?

Según nos dice Jesús en el Evangelio con palabras del Antiguo Testamento en el libro del Deuteronomio hay que amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente, con todo el ser. En concreto, con toda la parte afectiva, espiritual, intelectual y fuerzas de nuestro ser. 

El amor con que tenemos que amar a Dios sobre todas las cosas no tiene que ser afectivo, emocional, sino espiritual, de preferencia, es decir preferir a Dios más que a nadie y a nada, porque el concepto de Dios, Ser trascendente, sobrenatural, no entra por sí mismo en las categorías del entendimiento del hombre por discursos y argumentos, ni en su corazón con efectos sensibles, sino por la fe y la gracia del Espíritu Santo.

El sentimiento religioso no es siempre expresión del amor a Dios, pues es frecuentemente también signo del desequilibrio de la sensibilidad humana. No ama más a Dios el que más siente sino el que mejor cumple. No se puede separar el amor a Dios del amor al prójimo, porque amor a Dios sin amor al prójimo es amor psicopático, enfermizo, gusto personal; y, por el contrario, amor al prójimo sin amor a Dios es amor humano bueno, antropológico, sociológico, político, pero no cristiano. “Si alguno dice: Amo a Dios, y aborrece a su hermano, es un mentiroso,  pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve. Y hemos recibido de Él este mandamiento: quien ama a Dios, ame también a su hermano” (1 Jn 4, 20-21).

Los maestros, doctores de la ley, sabían por las Sagradas Escrituras que había que amar también al prójimo, que para los judíos no era todo hombre, sino el israelita o extranjero que vivía en Israel. El amor a Dios y el amor al prójimo, incluso al enemigo, estaban preceptuados, repito, en la Biblia, pero no en el sentido evangélico que explicó Jesús: amar a todo hombre, bueno o malo, de cualquier nación, raza, religión, ideología, aunque de distinta manera. 

¿En qué consiste el amor a Dios?

Consiste en el cumplimiento de los mandamientos, como consta en numerosos  textos tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, que no viene al caso reseñar; y además en aceptar la voluntad de Dios, de cualquier manera que se nos manifieste en los acontecimientos y circunstancias, que ocurren cada día, en cada época y en todos los ambientes de la vida social.