sábado, 9 de noviembre de 2024

Trigésimo segundo domingo. Tiempo ordinario. Ciclo B

 

Desgraciadamente en nuestros tiempos, la fuerza obligatoria del quinto mandamiento: ayudar a la Iglesia en sus necesidades ha perdido su vigor para la mayor parte de los cristianos. Hoy no se valoran socialmente las leyes de la Iglesia, con el agravante de que no pocos católicos/as rechazan sin escrúpulo. Es una realidad que hay que reconocer con humildad y tristeza.

Los mandamientos de la Santa Madre Iglesia, digamos, están de capa caída. Muchos, llamados hombres de fe, no cumplen ya el precepto dominical. Se limitan simplemente a ir a Misa por apetencias personales del gusto religioso o cuando tienen que cumplir una obligación social. La confesión, por ejemplo, se ha infravalorado, descuidado o abandonado hasta el punto de que hay cristianos, comprometidos con la “Iglesia”, que comulgan habitualmente y no reciben el Sacramento del perdón. Diariamente vemos filas interminables de comulgantes en nuestras Eucaristías, mientras que los sacerdotes están en paro sentados en el confesionario.

El ayuno y la abstinencia, prácticas vigentes en el Derecho Canónico, se consideran normas penitenciales desfasadas, que han quedado reservadas a un grupo limitado, más o menos numeroso, de antiguos cristianos consecuentes con la fe tradicional.

El mandamiento de ayudar a la Iglesia en sus necesidades es una obligación que se quiere cumplir tacañamente, echando una limosna en la bandeja o cestos en la misa dominical, o depositando una moneda en un cepillo de la Iglesia, o dando un donativo con ocasión de recibir un sacramento o un servicio religioso.

En los antiguos catecismos el precepto de ayudar a la Iglesia en sus necesidades aparecía redactado con inspiración bíblica del Antiguo Testamento: “Pagar diezmos y primicias a la Iglesia de Dios”. Con estas palabras se imponía a los cristianos la obligación de contribuir a la financiación de la Iglesia con el diezmo de sus cosechas y las primicias de sus ganados.

Diezmos y primicias son dos palabras que, teniendo distinto significado etimológico, eran utilizadas en el Antiguo Testamento con un mismo sentido: contribuir a las necesidades del templo con los bienes propios. Diezmos significaba la décima parte, moralmente considerada, de los productos del campo: “Llevarás a la casa del Señor, tu Dios, lo más florido de tu tierra” (Ex 34,26); y primicias eran los frutos primeros de la vida humana o animal. Los primeros nacidos, hombres o animales, eran propiedad exclusiva de Dios. Los primogénitos de mujer debían ser consagrados a Dios, de una manera que no se sabe con seguridad en qué consistía; y los de los animales tenían que ser sacrificados para expiar los pecados del pueblo de Dios. “Yo inmolo al Señor todo animal primogénito y rescato al primer nacido entre mis hijos” (Ex 13,1-2).
Los frutos de la tierra se destinaban para el mantenimiento del templo, manutención de sacerdotes, ministros, servidores y obras sociales religiosas para ancianos, viudas, huérfanos y pobres.

El antiguo pueblo de Israel cumplía preferentemente el precepto de los diezmos y primicias, con ocasión de celebraciones religiosas como la Fiesta de las semanas y la Fiesta de las primicias de la recolección al terminar el año (Ex 34,22).

La primitiva comunidad de Jerusalén, secundando el precepto bíblico del Antiguo Testamento, vivía el Evangelio de Jesucristo con desprendimiento de corazón, prácticamente como si tuviera voto de pobreza, aunque no existía entonces este vínculo jurídico de consagración a Dios. La fe en Cristo resucitado hacía que todos escucharan las enseñanzas de los Apóstoles, vivieran unidos, fueran constantes en la oración, en la celebración de la Eucaristía y en la unión fraterna, de manera que todo lo tenían en común. Vendían las posesiones y haciendas y las distribuían entre todos, según la necesidad de cada uno (Hch 2, 41-47;4,32-35).

Pero no todo era jauja, pues como aquella comunidad cristiana estaba compuesta por hombres, y dicen que “en todas partes se cuecen habas”, tenía también sus cosas, como sucede y sucederá siempre en todas las instituciones humanas. Un tal Ananías, de acuerdo con Safira, su mujer, vendió una propiedad y se quedó con parte del dinero. Pedro le reprendió por este grave pecado. Y, no pudiendo resistir las palabras del Apóstol, cayó muerto; y lo mismo le sucedió a Safira, cómplice de este robo (Hch 5,1-10).

Tomando el buen ejemplo de la primera comunidad apostólica, los cristianos de los cinco primeros siglos cumplían el deber de los diezmos y primicias espontáneamente, motivados por la Palabra de Dios y sin estar obligados por ley. Cada uno contribuía con lo que podía para el sostenimiento del culto, sus ministros y obras benéficas, de manera que se podía decir que no existía problema económico importante en las primeras comunidades católicas.

A partir del siglo VI, cuando el cristianismo se fue extendiendo por todas partes, se enfriaron los primeros fervores de los cristianos, y muchos, paganizados, dejaron de cumplir el deber sagrado de pagar los diezmos. Fue entonces cuando la Iglesia se vio obligada a empezar a poner paulatinamente leyes sobre las ofrendas, inspirándose en las normativas del Antiguo Testamento, y copiando los impuestos de las sociedades civiles.

El momento histórico culminante de la institución legislativa de la contribución a la Iglesia mediante los diezmos y primicias tuvo lugar en los siglos del XI al XIII, coincidiendo con el feudalismo. La crisis de los diezmos sobrevino cuando en la Edad Moderna la economía agraria se transformó en capitalista. Las causas fundamentales fueron la ruptura de la unidad religiosa en Europa con el resurgimiento del protestantismo y la industrialización. Estas circunstancias hicieron que los diezmos desaparecieran en Francia durante la revolución en el año 1789. En España fueron abolidos por la desamortización de Mendizábal el año 1837.

Desamortización de Mendizábal

Juan Álvarez Mendizábal nació en Cádiz el 25 de Febrero de 1790, y murió en Madrid en Noviembre de 1853. Era descendiente de judíos. Sus padres fueron comerciantes de objetos viejos, ropavejeros. Desde muy joven mostró especiales cualidades para el mundo de las finanzas. Era político independiente, liberal y anticlerical. Exiliado por el gobierno español en 1823, vivió en Londres doce años, donde montó un gran negocio y se hizo inmensamente rico, consiguiendo un gran prestigio entre los ingleses. Más tarde fue repatriado por el Gobierno español, afín a sus ideas políticas, y llegó a ser ministro de Hacienda tres veces, terminando por ser jefe del Gobierno desde el 15 de Septiembre de 1835 al 15 de Mayo de 1836, es decir ocho meses.

El 11 de Octubre de 1835 declaró disueltas todas las Órdenes religiosas existentes en España, excepto las dedicadas a la pública beneficencia. El 19 de Febrero de 1836 declaró la venta de los bienes de la Iglesia para pagar la deuda nacional y solucionar el gravísimo problema social que existía entonces en España. La desamortización eclesiástica fue un expolio de los bienes de la Iglesia, difícilmente justificable desde el punto de vista legal y moral. Usurpadas las posesiones eclesiásticas, fueron subastadas públicamente con el resultado que se preveía: conseguir que los ricos se hicieran más ricos y los pobres más pobres. Los gobernantes y políticos engordaron sus bolsillos, y el Estado se quedó con las mismas o más trampas que antes tenía.

El volumen total de los bienes expropiados a la Iglesia está todavía por precisar. En el siglo pasado Santaella, especialista en esta materia, calculó la expoliación en unos 2.700 millones de pesetas y en un 8% de las tierras cultivadas en España. Pero probablemente las propiedades expoliadas fueron muchas más y el perjuicio económico de la Iglesia incalculable. La desamortización terminó prácticamente el año 1890, en el que empieza la restitución del Estado a la Iglesia por asignaciones anuales.

En sustitución de los diezmos surgieron los aranceles eclesiásticos, obligaciones económicas con las que los fieles aportaban una ayuda en metálico a la Iglesia, con ocasión de recibir un sacramento o un servicio religioso. En muchos pueblos de León y Castilla la Vieja los fieles ayudaban a la Iglesia y al mantenimiento de sus sacerdotes con aportaciones de fanegas de legumbres y cereales, aceite, vino y otros productos, y de esta manera cumplían el quinto precepto de la Iglesia.

La legislación antigua del Derecho Canónico de Benedicto XV, año 1917, en el canon 1.502, establecía la obligación cristiana de ayudar a financiar la Iglesia con la bíblica expresión de pagar diezmos y primicias, dejando el modo de cumplir este precepto a los peculiares estatutos o costumbres laudables de cada región. El vigente Derecho Canónico, publicado por el Papa Juan Pablo II en 1983, recuerda en el canon 222 el quinto mandamiento de la Santa Madre Iglesia con estas palabras: “Los fieles tienen el deber de ayudar a la Iglesia en sus necesidades, de modo que disponga de lo necesario para el culto divino, las obras de apostolado y de caridad y el conveniente sustento de los ministros”. El canon no especifica ni el sistema de aportación económica ni la cuantía. Deja a la autoridad del Obispo o de las Conferencias Episcopales el sistema de contribución a la Iglesia. Este precepto puede cumplirse también con prestaciones personales.

En la Archidiócesis de Madrid se suprimieron los aranceles el año 1965, siendo Arzobispo D. Casimiro Morcillo. Desde entonces hasta nuestros días los fieles ayudan al sostenimiento de la Iglesia mediante aportaciones económicas voluntarias, con ocasión de los sacramentos o servicios religiosos recibidos; y también por medio de donativos en colectas, cepillos o suscripciones periódicas.

La financiación de la Iglesia es una obligación que incumbe principalmente a los cristianos, y también al Gobierno porque, aun en el caso hipotético de que el Estado haya restituido ya los bienes usurpados con motivo de la desamortización de Mendizábal, la Iglesia, la Institución más importante de la Sociedad española, contribuye como ninguna otra a solucionar los problemas sociales de educación cívica, atención sanitaria, pobreza y marginación de los españoles. Y, por tanto, debe ser subvencionada al igual que otras instituciones sociales que prestan servicios públicos a una sociedad pluralista y democrática. En España, en concreto, una inmensa mayoría de ciudadanos se confiesan católicos; y todos, de cualquier signo político o religioso que sean, se benefician de un bien social, material y humano que presta la Iglesia Católica.

El Estado no regala a la Iglesia nada con las asignaciones económicas que le concede, sino que cumple una obligación de justicia, invirtiendo parte de los fondos de los españoles para un bien común de la Sociedad.

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