San Pablo, inspirado por el Espíritu Santo, en el tercer domingo de Aviento
nos propone reiteradamente el tema de la alegría, no como consejo,
sino como un precepto: “Estad siempre alegres en el Señor; os lo
repito: Estad alegres”. Es evidente que no se trata
de toda alegría, porque hay alegrías humanas que no son
cristianamente buenas, por ejemplo el pecado que causa placer prohibido,
sino de una alegría humanamente buena, espiritual, que es conciliable con la
pena humana que por naturaleza se rechaza.
Todos tenemos muchos e importantes motivos para estar
tristes: la enfermedad que mina nuestra salud, la de los hijos, familiares y
amigos y su muerte; la tristeza que sienten los padres por la ingratitud de sus
hijos; el abandono de los hijos por parte de sus padres; la soledad en que
muchos viven, sin nadie al lado a quien poder contar los problemas, angustias y
luchas, o simplemente para charlar de lo que salga; hablar para
desahogarse de las distintas desgracias familiares, problemas económicos,
sociales y políticos; contar todos los males que nos acontecen que
dificultan nuestra alegría; y otras muchas, que embargan de dolor nuestra
vida, que se soportan a duras penas o difícilmente se pueden
aguantar ¿Cómo se nos puede mandar vivir la alegría en medio de tantas penas?
¿Cómo se puede cumplir el precepto de la alegría que nos manda el apóstol San
Pablo de manera reiterativa.
¿Qué es la alegría?
El Padre, el Hijo y el
Espíritu Santo, al amarse eternamente en su esencia divina, viven el amor en su
existencia trinitaria, que es alegría. El Espíritu Santo es la alegría del amor
divino en Persona. Se fundamenta en la filiación divina, y se vive en pura fe
con resignación cristiana o consolación del Espíritu Santo. Consiste en cumplir
siempre y en todas las cosas la voluntad divina en todos los
acontecimientos, “sabiendo que a los que aman a Dios todo les sirve
para el bien” (Rm 8,28).
La alegría que nos pide la Iglesia es esencialmente
espiritual, que hay que vivir desde la fe, cada uno con su propio
temperamento débil o fuerte. No vive mejor la alegría el que es serio, de
carácter temperamentalmente triste, por naturaleza, que el que es alegre como
unas castañuelas, por gracia, pues la manera de ser influye mucho en
expresar la alegría que cada uno vive, pues es espiritualmente personal.
Se puede estar llorando a lágrima viva con el corazón partido de dolor, y, al
mismo tiempo, estar alegre en el alma, sabiendo que el dolor que se sufre
es gracia, pues todo sucede, bueno o malo, aceptado y sufrido con fe
esperando la alegría de la vida eterna.
El sufrimiento es la alegría de
completar en la carne lo que faltó a los padecimientos de Cristo, nos dice San
Pablo: “Me alegro de los sufrimientos por vosotros: así completo en mi
carne lo que falta a los padecimientos de Cristo” (Col 1,24).
La verdadera alegría humana y espiritual en este mundo
no es completa, ni estrictamente pura, pues se da con mezclas de penas,
dificultades, miserias y debilidades con alternativas que cambian.
No consiste en tener muchas cosas, muchas riquezas; ejercer el poder
con la máxima autoridad posible; poseer una cultura elevada que permita desempeñar
cargos importantes, prestigiosos y bien remunerados; divertirse cristianamente
sin medida; comer y beber a capricho, disfrutando de manjares suculentos y
degustando bebidas exquisitas. Las cosas de este mundo no satisfacen
plenamente el corazón del hombre, que está hecho para la felicidad
eterna, como dice San Agustín: “Nos has hecho, Señor, para ti, y
nuestro corazón no se satisface hasta que descanse en ti”.
El hombre, creado por Dios para la felicidad eterna,
jamás se siente saciado totalmente con personas ni cosas. La amistad, la
cultura, la ciencia, el arte, la música, el ideal conseguido, el trabajo, el
dinero son bienes humanos que alimentan momentáneamente con zozobras el corazón
del hombre, pero no satisfacen plenamente. Son pasajeros que se sustituyen
por cualquier motivo, y desaparecen con y sin causa justificada. El
bien que se posee sacia por un tiempo, pero se espera otro con cierta ilusión
penosa porque tarda en llegar. La verdadera alegría es espiritual, y
se vive humanamente con gozos y penas, sonrisas y llantos.
La alegría espiritual
está hermanada con la pena natural. Se puede estar triste, llorando
a lágrima viva, aceptando la cruz, que se padece y no se quiere y, a la vez,
tener la alegría dolorosa de cumplir la voluntad de Dios. Jesucristo en
Getsemaní aceptó la Pasión y Muerte, que no quería, para cumplir con alegría
dolorosa la voluntad de Dios: “Padre mío, si es posible, que pase de mí
este cáliz. Pero no se haga como yo quiero, sino como quieres tú” (Mt
26,39); y en la cruz, sintiéndose humanamente abandonado, en
angustioso desahogo dijo: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado? (Mt 27,46); y momentos después, con la
alegría agónica de haber cumplido la voluntad del Padre, dijo: “Padre a tus
manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23, 46).
La alegría espiritual consiste en
el cumplimiento de la Ley; en la aceptación de todos los acontecimientos,
buenos o malos que suceden por voluntad de Dios, efectiva o permisiva; en la
vida de fe operativa en favor del prójimo; en la difícil y virtuosa convivencia
familiar, laboral, social y política, sufrida con paciencia; y en el ejercicio
de las virtudes cristianas. Es una virtud cristiana que se tiene que
notar, como nos dice el apóstol San Pablo: “que vuestra mesura la
conozca todo el mundo” (Flp 4,5). Hay que expresar la alegría
de la manera que cada uno es y cristianamente sea posible, porque es una
obligación personal y un derecho de los demás. En el viaje hacia la eternidad
no caminamos solos, porque el Señor recorre el camino con nosotros. Para estar
alegres en el Señor hay que vivir esperando la venida del Señor que está
cerca, tan cerca que está viniendo siempre en cada acontecimiento de
la vida, sin que nada nos preocupe, siendo constantes en orar,
celebrando la acción de gracias, (Eucaristía), y la paz de Dios, que
sobrepasará todo juicio custodiará nuestros corazones y nuestros pensamientos
en Cristo Jesús. Es decir, tenemos que estar ocupados en el Señor, sin
preocupaciones en las manos de Dios. Hay que recorrer el camino de
este Valle de lágrimas para conseguir llegar al Paraíso de la Alegría del Cielo
donde todo es gozo eterno en la visión y gozo de Dios.
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