Cuando Jesús le conoció por primera vez, en el mismo momento en que se lo presentó su hermano Andrés, le cambió el nombre de Simón por el de Pedro, que significa piedra, aludiendo a la misión que le iba a encomendar con el tiempo: ser piedra fundamental o autoridad suprema en la Iglesia (Jn 1,42).
Estudiando la simpática y atractiva figura de Pedro, a mí se me ocurre concebir su personalidad, más o menos, de la siguiente manera.
Era hombre de estatura mediana y de fuerte complexión física. Cuando en tiempo caluroso faenaba en el mar, ligero de ropa, se podía apreciar en sus brazos una musculatura rígida, conseguida por la gimnasia obligada de tirar tantas y tantas veces de la red para subir el cargamento de peces a la barca. A causa de estar casi siempre al sol en contacto con las aguas marítimas, en su rostro curtido se acusaban arrugas prematuras, que le daban un aspecto de envejecimiento, no teniendo muchos más de treinta años. Tenía unos ojos grandes, de color oscuro indefinido, ligeramente hundidos en sus profundas órbitas. Su larga y negra cabellera, salpicada de algunas canas disimuladas, conjuntaba con su descuidada barba cerrada, dando a su interesante persona una singular prestancia.
Con su mirada viva y penetrante filmaba todo lo que veía, grabando en el cerebro la especie de todas las cosas. Era tan fisonomista que le bastaba una sola mirada para quedarse con la cara de las personas para siempre. Tenía tan privilegiada memoria que se le quedaba grabada en ella toda cosa que oía o leía.
No era un genio, ni un sabio, ni tampoco un teólogo, como San Juan, sino un hombre de mucha inteligencia práctica, conocedor de la vida real, líder por naturaleza y apto para el gobierno. No profundizaba más en el conocimiento de la verdad, porque se dejaba llevar de la pereza innata. Por su perspicacia cazaba al vuelo el error, sin mayor esfuerzo.
Tenía tal voluntad de hierro que nada se le ponía por delante. Perseveraba en su empeño con constancia hasta conseguir todo lo que se proponía.
En el trato con la gente era educado, atento y amable, con cualidades temperamentales que infundían a todos veneración y respeto. En ambiente familiar, en cambio, se mostraba abierto y comunicativo, pero siempre con un trasfondo de seriedad.
Poseía una intuición tan aguda para el gobierno que veía la solución de los problemas en el mismo momento que surgían.
Por su temperamento nervioso, no podía estarse quieto ni un momento: necesitaba estar haciendo siempre alguna cosa. Diseñaba en su cabeza inquieta borradores de objetivos pastorales prácticos, con perspectivas de futuro, que ponía en práctica casi al momento, porque era muy seguro y certero en sus últimas decisiones. Conciliaba la precipitada actividad apostólica con el temple pacífico de la paciencia. Conseguía empresas pastorales con éxito por el sentido realista que tenía de las cosas, el tesón de su voluntad inquebrantable, el esfuerzo constante de su trabajo y el carisma de líder indiscutible con el que había nacido. Parecía que todo se lo daban hecho.
Generalmente vivía absorto en su mundo interior y, a la vez, ocupado totalmente en las cosas que tenía que hacer. Por esta razón se le escapaban detalles de educación y formas sociales, perdonables en él por su incondicional entrega.
No se prestaba al timo porque conocía la picaresca de la vida. Sin embargo, por su bondad natural, se dejaba llevar del corazón al ejercer la caridad, cayendo algunas veces en el engaño.
Luchaba por vencer sus pasiones, superándose a sí mismo en el camino de la perfección evangélica. En el momento de fervoroso entusiasmo de la Santa Cena, estaba ilusamente seguro de sí mismo hasta el punto de dar la vida por Cristo en cualquier momento, si fuera preciso, confiando en fuerzas humanas que no tenía (Jn 13,37-38); y luego, ante la acusación de una simple criada del palacio del Sumo Sacerdote, juró muchas veces en tres ocasiones diferentes que no “conocía a ese hombre” (Mt 26,72).
En el huerto de los Olivos, valiente como un soldado aguerrido en plena lucha, con su espada cortó de un tajo la oreja de Malco para defender al Maestro; y unas tres o cuatro horas después huyó, como los demás discípulos, muerto de miedo. No llegó al conocimiento de sí mismo hasta que el pecado le enseñó su tremenda debilidad.
Por su inquieto carácter y capacidad creativa, salía airoso de todos los objetivos pastorales que se proponía, por lo que, sin pretenderlo, humillaba a sus compañeros, haciéndoles sufrir inconscientemente. Debido a las excepcionales cualidades humanas que poseía, ocasionaba envidias, inevitables, en la comunidad apostólica y social, porque con ellas acomplejaba a los que con él compartían la misma vida.
Cuando Jesús hacía una pregunta al grupo de los doce, él se constituía, por propia cuenta, en portavoz del Colegio apostólico, sin requerir antes el parecer de sus compañeros; y esto, no por arrogarse el poder, sino por los arranques de su temperamento impulsivo.
Se notaba a la legua que no era un conferenciante, ni un charlatán, ni un orador de campanillas, sino un fervoroso apóstol que predicaba en estilo llano y sencillo, sin elocuencia, el mensaje que creía y vivía. Lograba mantener la atención de los oyentes, convencer y conseguir que la Palabra de Dios se metiera dentro de los corazones suavemente. Poseía dotes especiales de persuasión y una imaginación tan viva que conseguía hacer vivir a los oyentes los hechos que contaba, como si los estuvieran presenciando. Se llevaba a la gente de calle porque era expresivo y comunicador con palabras, actitudes y gestos.
Siendo muy humano y sensato, manso y humilde como un cordero, era autoritario en el modo de proceder.
Me parece que sus principales virtudes eran
las siguientes:
- amor apasionado a Jesús hasta el incondicional seguimiento;
- perfecta caridad hasta el punto de amar a todos, perdonarlo todo y no guardar en su corazón de oro rencor ni resentimiento. Tenía los brazos abiertos para abrazar a todos, sin estrechar a ninguno especialmente;
- caritativa comprensión y firmeza dentro de la misericordiosa justicia;
- sinceridad para decir siempre la verdad, con prudente caridad, porque aborrecía las medias tintas y las “componendas”;
- sencillez, como la de un niño inocente que no conoce dobles intenciones, paréntesis rebuscados, ni puntos suspensivos, cargados de misterios;
- generosidad y desprendimiento, capaz de darlo todo y quedarse sin nada;
- abnegación para el trabajo incansable, sin regatear esfuerzo en la entrega a los demás;
Por estas y otras muchas excelentes virtudes inspiraba confianza y seguridad a todos los que estaban a su lado.
Era un apóstol por los cuatro costados, santo, pero tenía también sus propios defectos, entre los que destacamos:
-demasiada seguridad en sí mismo;
-autosuficiencia, algunas veces excluyente;
-confianza exagerada en sus propias fuerzas;
-presunción de sus cualidades que consideraba mejores que las de los demás;
-energía de carácter con prontos temperamentales en las decisiones;
-precipitación en realizar muchas obras, sin el debido sosiego;
-vanidad en los muchos éxitos que conseguía.
En su destacada personalidad se daban alternativamente cualidades y defectos:
-valentía en actos reflejos y miedo en momentos de reflexión;
-fortaleza instintiva y debilidad consciente;
-soberbia psicológica y profunda humildad;
-espontaneidad infantil y reflexión madura;
-precipitación y sensatez;
-prisas para hacer y la paciencia para esperar;
-audacia y timidez;
-actividad exuberante y pasividad perezosa;
-amabilidad educada por fuera y vergüenza superada por dentro;
-frialdad o indiferencia aparentemente y tremendamente apasionado en el corazón para el amor sano y equilibrado;
-dureza de carácter y piadosamente humano y comprensivo;
Así es como yo imagino a San Pedro, el Apóstol de Jesucristo, santo temperamental, primer Papa de la Historia de la Iglesia.