sábado, 16 de agosto de 2025

Vigésimo domingo. Tiempo ordinario. Ciclo C

 

Es frecuente en el Evangelio encontrar pasajes y textos de difícil interpretación, que resultan extraños para la comprensión humana, y hasta llamativos o “escandalosos”, si se interpretan humanamente y se explican al pie de la letra, no en el sentido auténtico en que Jesucristo los predicó. El contenido de la predicación y de la escritura no debe interpretarse según el valor material de las palabras de un texto, sino teniendo en cuenta el género literario en que está dicho o escrito,  y, sobre todo, según la intención que pone en las palabras su autor. Las palabras significan lo que quiere decir el autor con ellas. En nuestro idioma hay frases que se dicen, y todo el mundo entiende, aunque las palabras utilizadas tengan en sí un sentido gramatical distinto al que se les da. Si yo digo, por ejemplo, que a Felipe le “han dado tres calabazas” en el Instituto o en el colegio, todos sabemos que ha obtenido en sus estudios tres suspensos, porque esta frase hecha tiene hoy en España este sentido popular. 

Jesús en su predicación utilizó frases hechas que usaba el pueblo, y también parábolas y metáforas con significado personal, que utilizaba para explicar temas transcendentes, sublimes y sobrenaturales, que necesitaban explicación. “A vosotros, decía Jesús a sus apóstoles, os hablo a las claras y a los demás en parábolas”. Luego el Evangelio necesita la interpretación de lo que Jesús quiso decir y no de lo que dijo con palabras humanas. Por ejemplo, en las bodas de Caná de Galilea, María dijo a su Hijo: “No tienen vino” Y Jesús le contestó: “A ti y a mí, nada nos va en este asunto”. Parece que se desentendía de este problema. Y, sin embargo, no fue así, porque en el tono y en la mirada, Jesús le dio a entender a su Madre que le haría caso, pues María mandó a los sirvientes: “Haced lo que él os diga”. Y se realizó el primer milagro de la vida pública de Jesús. 

El Evangelio de San Lucas, que acabamos de proclamar en el nombre del Señor, contiene frases que pueden resultar muy duras, si no se explican, porque no se pueden entender al pie de la letra:

“He venido a prender fuego en el mundo: ¡y ojalá estuviera ya ardiendo ¿Pensáis que he venido a traer al mundo la paz? No, sino división. En adelante una familia de cinco estará dividida: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos: el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra”

¿Cómo se puede entender que Jesús, el Hijo de Dios Padre, que con Él es Amor eterno en unión indisoluble del Espíritu Santo, ha venido al mundo a traer la división y la guerra, y no la paz, que es fruto del amor? ¿Pensáis que he venido a traer al mundo la paz? No, sino división. Jesucristo no fue un revolucionario social, ni un político que vino a romper los vínculos de amor, unión y paz naturales de la familia, sino el Amor encarnado, el autor de la paz, el fiel programador de la familia cristiana, el defensor a ultranza del cuarto mandamiento de la ley de Dios: Honrar padre y madre. Cuando Jesús nació en Belén, los ángeles, portavoces de la Paz de Dios en el Cielo, decían: “Gloria a Dios en el Cielo, y en la tierra paz a los hombres que Dios ama”. Todo el Evangelio rezuma amor, misericordia, paz, unión, concordia. No hay palabra ni frase que no hable de amor, comprensión, misericordia, perdón. Estas ideas se destacan con sublime literatura, sin igual, en la parábola del hijo pródigo, en la que el amor, que es perdón y paz, se describe en términos que no conoce el amor humano (Lc 15,11-32) En concreto ¿qué significan estas palabras del Evangelio? 

Jesús en el sermón de la montaña proclama como bienaventuranza la persecución de los elegidos con estas palabras: “Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegráos y regocijáos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos” (Mt 5,11-12).

En el libro de los Hechos se nos dice que los apóstoles fueron juzgados por el Sanedrín, y después de haber sido azotados, marcharon contentos por haber merecido la gracia de ser ultrajados por Cristo (Hech 5,41). El sufrir por Cristo es considerado por San Pablo como gracia (Flp 1,29)...

La Historia de la Iglesia atestigua con relevantes ejemplos cómo siempre, desde que Jesús fundó la Iglesia, los cristianos han sido y serán perseguidos, como también antes en el Antiguo Testamento fueron perseguidos  los antiguos profetas que transmitían la Palabra de Dios (Mt 5,12). ¡Cuántos mártires derramaron su sangre por Cristo, sin haber cometido otro delito que confesar la fe de Jesucristo! La última guerra española del año 1936, de la que todavía muchos de nosotros somos testigos presenciales, confirma este hecho. Muchos españoles sacerdotes, religiosos y cristianos fueron inocentemente ajusticiados simplemente por odio a Jesús y a la Iglesia Católica.  ¡Cuántos santos veneramos en los altares que fueron calumniados y perseguidos solamente por seguir a Jesucristo! ¿Por qué? En cumplimiento de la profecía de Jesucristo. Esta es la guerra de la que nos habla Jesús en el Evangelio de hoy. La ley de Dios contradice la ley del Mundo, el cumplimiento de la moral católica choca contra la inmoralidad de las leyes humanas y costumbres contrarias al derecho natural y divino, el seguimiento consecuente del Evangelio divide a la familia: a los hijos de los padres, a los hermanos entre sí y a los familiares más íntimos, porque el Evangelio en su doctrina y en su vivencia separa, divide. Conocemos muchos casos: padres que se enemistaron con sacerdotes o religiosos porque colaboraron a que sus hijos o hijas secundaran su vocación de vida consagrada, que se enemistaron con  la Iglesia, simplemente porque sus hijos optaron por seguir el Evangelio en el mundo o fuera de él. Esta es la guerra de Dios de la que nos habla el Evangelio de hoy. Serás más criticado y calumniado por venir a la Iglesia que por ir a espectáculos indecentes, por comulgar que por alternar en las diversiones pecaminosas del mundo, por ser cristiano que por ser mundano. Buena señal. El que no es perseguido no es elegido, dice un autor de nuestros días.

jueves, 14 de agosto de 2025

Asunción de María Santísima a los cielos.

 


Voy a tratar de explicar en poco tiempo el misterio que estamos celebrando hoy: La Asunción de María Santísima en cuerpo y alma a los Cielos, dogma que definió el Papa Pío XII el 1 de Noviembre de 1950.

Este misterio significa que María, después de haber vivido un tiempo en la Tierra, no sabemos cuánto, sin saber si murió o habiendo muerto, cosa que históricamente no se puede demostrar, ni está definido, resucitó y está en el Cielo.

Parece lo más lógico que María muriera, y sin que su cuerpo llegara a corromperse, resucitó y en cuerpo y alma fue Asunta a los Cielos, como pasó con Jesucristo que murió y al tercer día resucitó. Tiene que haber una igualdad teológica de Jesús con María, que son el principio de salvación de los hombres, Jesús como Redentor y María como Corredentora. Si Jesús vivió, murió y resucitó, es lógico que María también viviera, muriera y resucitara.

María Santísima, siendo juntamente con Cristo Corredentora del género humano, fue también redimida no del pecado original, que no tuvo, sino con una redención que los teólogos llaman preventiva, en cuanto que siendo preservada del pecado original, fue redimida por Jesucristo, de manera que la razón humana no alcanza a entender ni a explicar. 

En nuestra Parroquia tenemos el altar del tránsito, que está situado junto a la capilla de las Vírgenes, que representa este misterio. María se encuentra como dormida, es decir, muerta, en un sepulcro dentro de una urna de cristal, y encima aparece resucitada. Es una representación de la muerte y asunción de María resucitada a los Cielos. 

María no es solamente una mujer privilegiada, persona excepcional única, sino que realmente es la criatura más perfecta que ha salido de las manos de Dios; y ha resucitado, porque es la Madre de Dios y juntamente con Cristo forma un solo co-principio de salvación, como Madre de Dios y Madre de todos los hombres. Está en el Cielo  para ejercer su misión de Corredentora y Madre espiritual de todos los hombres en su plenitud, pues es Medianera de todas las gracias. De ninguna manera mejor puede cumplir este sagrado oficio que resucitada desde el Cielo. 

María no es la causa de la divina gracia sino el medio de su transmisión, como el espacio no es la causa de la luz sino el medio que comunica a la Tierra la luz que el sol produce; o como la madre no es la causa de la vida del hijo, sino el medio de la comunicación de la vida que sólo Dios crea.  

Nosotros, hermanos, tenemos que vivir como María una vida sencilla y simple, pues su profesión fue ama de casa. No hizo otra cosa durante toda su vida, que lo que una mujer hace en el hogar, desempeñar las faenas del servicio doméstico. María Santísima no desarrolló una vida espectacular: no predicó el Evangelio, ni hizo correrías apostólicas, que sepamos, ni realizó ningún milagro, sino que llevando una vida sencilla en Nazaret cumplió su misión de Madre de Dios y madre de todos los hombres. Con su vida nos enseña, igual que Jesús con su larga vida oculta de unos treinta años,  que la vida, por humilde y sencilla que sea, tiene sentido cristiano y apostólico. 

María, por privilegio especial mereció resucitar con Cristo, para ser no sólo la Medianera de todas las gracias sino también para ser la primicia de nuestra propia resurrección. Nosotros, secundando el ejemplo de nuestra Madre María, y de Jesús en su vida oculta, debemos hacer que nuestra vida, por excelsa y sublime que sea, se convierta en una vida de santificación con sentido eminentemente apostólico, con el fin de que pasado el destierro en la Tierra, podamos conseguir a pulso el Cielo para gozar eternamente de la visión eterna de Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo, misterio de la Santísima Trinidad, juntamente con los ángeles y los santos, en unión de María resucitada o María asunta a los Cielos. 

sábado, 9 de agosto de 2025

Décimo noveno domingo. Tiempo ordinario. Ciclo C

 


La sagrada escritura enseña, reprende y corrige               

La Revelación es el hecho de que Dios ha hablado a los hombres en distintas etapas de la Historia para comunicarles el misterio de su ser, Uno y Trino, y los grandes y escondidos secretos de la Vida eterna, con el fin de hacerles partícipes de su gloria.  Dios ha hablado por medio de palabras, sonidos fonéticos al estilo humano, inspiraciones y visiones que atestiguaban inconfundiblemente que era Dios quien hablaba.

El contenido de la Revelación se encuentra en dos depósitos distintos, de igual fiabilidad y credibilidad: la Tradición y  la Sagrada Escritura. La Tradición es la Palabra de Dios transmitida de boca en boca, cuando no existía la escritura, y que luego fue escrita bajo la inspiración del Espíritu Santo, y quedó reflejada en la Sagrada Escritura, tanto del Antiguo como Nuevo Testamento; o reflejada en los escritos de los Santos Padres de los primeros siglos de la Iglesia.

El autor de la Sagrada Escritura y de la Tradición es Dios, pero el escritor de la Sagrada Escritura, llamado hagiógrafo, escribió con su propio estilo personal las verdades reveladas, no como quien escribe al dictado, sino con la inspiración del Espíritu Santo, que hacía que lo escrito no tuviera errores de fe; en cambio, el autor de la Tradición escribió con la asistencia del Espíritu Santo, que no puede ser llamada inspiración.

La Revelación no tiene otra finalidad que transmitir a los hombres las verdades que son necesarias para conseguir el Reino de los Cielos. Para saber qué verdades están reveladas y cuáles no, no basta la explicación magnífica de un teólogo excepcional o de un insigne predicador, es necesario el asesoramiento del Magisterio auténtico de la Iglesia, que unas veces es ordinario y otras infalible. Está formado por el Papa, Maestro Supremo de la Verdad Revelada en toda la Iglesia, y por todos los Obispos del mundo, unidos entre sí y concordes, bajo la autoridad del Papa. El Magisterio de la Iglesia puede ser ejercido por el Papa solo y también por todos los Obispos dispersos por el mundo o reunidos en Concilio.

Después de estas breves nociones sobre la Revelación, vamos a fijar nuestra atención en las palabras de la segunda lectura de la liturgia de hoy, original del Espíritu Santo, y escrita por el apóstol San Pablo a Timoteo: “Toda Escritura inspirada por Dios conduce a la salvación y es también útil para enseñar, reprender y corregir”.

El contenido de la Sagrada Escritura tiene cuatro eficacias con una finalidad suprema: la salvación de todos los hombres: ser camino de la salvación, enseñar, reprender y corregir.

Ser camino de la salvación, es decir saber por dónde se camina hacia la vida eterna para que el hombre pueda llegar a la meta de la vida. En este mundo, se ofrecen muchos caminos para la felicidad, basados en el egoísmo: la sexualidad, la riqueza, el poder, la diversión, la sabiduría, el goce de los placeres, que atraen al hombre apasionadamente y le ofuscan desorientando su vida hacia la perdición. Contrarrestando estos instintos de falsa felicidad, la Sagrada Escritura ofrece al hombre un mapa que le orienta a la salvación para que no se pierda por caminos falsos, tortuosos y desviados de la meta. Con un buen mapa en la mano, cualquiera puede llegar al fin del mundo, aunque sea por países desconocidos. Lo difícil no es interpretarlo, sino confeccionarlo. La Iglesia con su magisterio perenne y auténtico ha confeccionado el mapa de la fe, desde que Jesucristo fundó la Iglesia, y por él debemos guiarnos los cristianos para llegar a nuestro destino, que es el Cielo.

Enseñar las señales de tráfico de la salvación, la topografía de los caminos, peligros, desniveles, curvas,  a él va ajustando los inventos que se rozan con la fe moral y costumbres en el correr de los tiempos.  Por eso, dice San Pablo a Timoteo: “La Sagrada Escritura puede darte la sabiduría que por la fe en Cristo Jesús conduce a la salvación”. Por consiguiente, la primera eficacia de la Palabra de Dios escrita es ser el camino de la Salvación. Hoy que tantos libros se escriben, de literatura barata, que atolondran la mente y enturbian el corazón, y algunos con ideas que hacen daño a la fe de la Iglesia o la moral cristiana; y tantos libros religiosos se escriben sin contenido doctrinal, debemos leer y meditar la Sagrada Escritura, que es fuente de Sabiduría del Espíritu Santo. Pero en los casos de difícil interpretación, debemos consultar a sacerdotes o teólogos conocedores de las verdades reveladas, y no a los maestrillos de escuela que enseñan lo que no saben, comunicando propias opiniones, que son más bien ocurrencias personales que ciencia de fe.

Otra segunda eficacia de la Sagrada Escritura es enseñar lo que es necesario saber para salvarse o ir al Cielo. No es ni un libro científico ni un simple libro religioso de lectura espiritual o meditación, sino el texto oficial de la enseñanza de salvación. Para saber el contenido sustancial de la doctrina revelada no encontramos otro mejor que el catecismo de todos los tiempos, que es el resumen de la doctrina de la fe, y que ahora tenemos renovado en el Catecismo de la Iglesia del actual Papa Juan  Pablo II. En él o en otros resúmenes de él encontramos la enseñanza de la Sagrada Escritura.

La tercera enseñanza es reprender, pues la Palabra de Dios escrita reprende, como una carta de Dios que amonesta, advierte, a veces con amenazas, con el fin de corregir a sus hijos del mal camino por donde van y educar en la virtud. Es la misma actitud del padre que escribe a su hijo para conducirlo  por el buen camino.

Y, por último, educar en la virtud. La Sagrada Escritura es un libro de formación moral en la que podemos aprender nuestro comportamiento de buenas costumbres, un libro de formación religiosa en la fe y un libro de espiritualidad en el que podemos aprender las virtudes cristianas en todas sus expresiones.

En consecuencia, en la Sagrada Escritura, Palabra de Dios revelada y escrita bajo la moción el Espíritu Santo tenemos el mejor mapa que nos enseña el camino de la Vida eterna, el mejor libro de enseñanza religiosa, que está contenido en el Catecismo de la Iglesia del Papa Juan Pablo II, el ejemplar escrito más apropiado para corregirnos de nuestros pecados y defectos, el más inspirado libro de espiritualidad y el epítome de virtudes que tenemos que conocer y vivir para ser buenos cristianos y santificarnos.

sábado, 2 de agosto de 2025

Décimo octavo domingo. Tiempo ordinario. Ciclo C

 




En la primera lectura del libro del Eclesiastés la Palabra de Dios nos dice que el trabajo del hombre sobre la Tierra, en sí mismo y sin ninguna trascendencia, es vaciedad. Trabajar con destreza,  habilidad y acierto con sentido puramente humano no tiene otra finalidad que cosechar haciendas con dolores, penas y fatigas y dejarlas a los herederos que no las han trabajado. ¿Qué saca el hombre de todo su trabajo y de los afanes con que trabajó bajo el sol? Vaciedad sin sentido.

El hombre no sacia el hambre de felicidad que tiene en la esencia misma  de su propio ser con cosas,  criaturas,  amores humanos, sino con los bienes de allá arriba y no con los bienes de acá abajo. Sólo Dios  y las cosas de Dios son los bienes supremos que calman de manera relativa los deseos del corazón humano en la Tierra. Cuando estemos en el Cielo no necesitaremos nada y seremos eternamente felices.

La experiencia nos dice que el rico que amasa millones y posee fortunas inmensas, no es feliz, porque pone como meta última de su vida los bienes perecederos de la Tierra. El que busca la felicidad llenándose de criaturas, se siente decepcionado porque cuanto más tiene más quiere. Nunca tiene bastante, se vuelve avaricioso y egoísta, su corazón se endurece y  materializa con corrupciones y vicios. Es más, incluso el hombre que busca  bienes espirituales humanos, exclusivamente, como el arte, la literatura, la música, no se siente nunca totalmente saciado ni recompensado con ellos, porque le falta el alimento de los bienes sobrenaturales en Dios, que sacian el hambre de ser feliz que el hombre tiene, mientras es peregrino en la Tierra. San Agustín, que buscó los placeres humanos hasta en el pecado, y se alimentó con ellos, poseyendo mucho dinero y hasta la sabiduría máxima de su tiempo, como pocos, llegó a decir: “Señor, nos has hecho para ti y nuestro corazón anda inquieto hasta que descanse en Ti”.

Encontramos esta misma idea explicada con más detalle en la segunda lectura de la liturgia de hoy, en la que se nos dice: “Buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes del Cielo y no a los de la Tierra. La razón por la que se nos invita a vivir una vida con Cristo, escondida en Dios, es porque por el bautismo hemos muerto con Cristo y hemos resucitado con Él. Por consiguiente, “debemos dar muerte a todo lo terreno que hay en nosotros: la fornicación, la impureza,  la pasión, la codicia, y la avaricia, que es una idolatría”. Es decir, en una palabra, debemos dar muerte al pecado para vivir la gracia de Dios.

Todos somos pecadores, unos más y otros menos, unos de una manera y otros de otra. Pero no todos nos reconocemos pecadores delante de Dios y de los hombres. Morir al pecado es despojarnos de la vieja condición humana, con sus obras,  y revestirnos de Cristo, es decir llegar a conocerlo en plenitud, pensar como Cristo, querer lo que Cristo quiere y hacer lo que Cristo quiere, que es lo mismo que cumplir su santa voluntad siempre y en todo.  Es tan escaso el conocimiento que tenemos de nosotros mismos, que todos los pecados o comportamientos humanos los virtualizamos o justificamos con argumentaciones basadas en el egoísmo. En consecuencia coherente con la Palabra de Dios, hagamos una reflexión y veamos en qué tenemos puesto nuestro corazón: ¿En la riqueza? ¿Nos empeñamos solamente en ser ricos, en tener muchas cosas, mucho dinero? ¿Buscamos los placeres pecaminosos o desordenados, poniendo nuestro corazón en lo que gusta,  en dar gusto al cuerpo en todo lo que apetece, sin mirar la ley de Dios? ¿Nos afanamos por planificar diversiones exorbitadas, pasarlo bien, comer de lo bueno lo mejor, beber sin tino? ¿Ponemos nuestro corazón en amores pecaminosos o descentrados, incluso amores fatuos, insustanciales, libertinos? Hacemos porque nuestros propios gustos naturales se conviertan en caprichos exigentes y esclavizantes? ¿Mantenemos a toda costa nuestro propio criterio, de manera exclusiva, menospreciando o despreciando el de los demás? ¿En el ejercicio de la autoridad somos intolerantes, exigentes, mandando lo que nos gusta como si fuera siempre lo mejor, sin consultar a nadie ni constatar el parecer de otros? ¿Conceptuamos a los demás por debajo de nuestra propia estima? ¿Presumimos por soberbia de los dones que hemos recibido, presumiendo de nuestras cualidades, como adquiridas por nuestro propio esfuerzo? ¿Estamos apegados a las cosas o a personas, aunque sean espirituales, con desorden del amor a las criaturas? ¿Hacemos muchas cosas buenas por el egoísmo de nuestro propio interés?.... Si examinamos a conciencia nuestros actos, a la luz de Dios, con toda seguridad encontraremos en nuestra vida malas inclinaciones, propias de la naturaleza o adquiridas por nuestros vicios o pecados.

En el Evangelio, la Palabra de Dios nos propone una parábola muy significativa en la que un hombre rico tuvo una gran cosecha y empezó a echar cálculos para ver donde podía almacenarla. Pensó que tenía que derruir los graneros que tenía porque se le quedaban chicos; y debería construir otros más grandes donde pudiera almacenar todo el grano y toda su cosecha. Y se decía a sí mismo: Tienes muchos bienes acumulados y para muchos años: me tumbaré, comeré, beberé, y me daré buena vida. Pero sucedió que la misma noche en que él soñaba con un futuro de riquezas y una buena y larga vida para disfrutarlos, Dios le llamó a cuentas. Y concluye la parábola: ¿Para qué le sirvió haber trabajado tanto para ser rico y vivir a lo grande, si no tuvo tiempo para gozar de sus bienes? Y el Evangelio concluye con la siguiente moraleja: Así será el que amasa riquezas para sí y no es rico ante Dios.

Lo importante en la vida no es tener muchas fincas, grandes posesiones, millones de euros sin cuento en el banco, porque todo eso no hace al hombre feliz. Lo que enriquece al hombre es lo que perdura, lo que sirve para la eternidad, lo que merece premio de Cielo: hacer el bien, vivir en gracia de Dios, realizar buenas obras, estar desprendido de las riquezas, ganarse a pulso con el trabajo, sacrificio y dolor la vida eterna. Por consiguiente, revisemos nuestra vida, trabajemos con sensatez y equilibrio para cubrir las necesidades propias y las de la familia; y si Dios nos concede riquezas, administrémoslas con una funcionalidad social, justa, equitativa, y llevando, a la vez, una vida profundamente cristiana.