En la primera lectura del libro del Eclesiastés la Palabra de Dios nos dice que el trabajo del hombre sobre la Tierra, en sí mismo y sin ninguna trascendencia, es vaciedad. Trabajar con destreza, habilidad y acierto con sentido puramente humano no tiene otra finalidad que cosechar haciendas con dolores, penas y fatigas y dejarlas a los herederos que no las han trabajado. ¿Qué saca el hombre de todo su trabajo y de los afanes con que trabajó bajo el sol? Vaciedad sin sentido.
El hombre no sacia el hambre de felicidad que
tiene en la esencia misma de su propio
ser con cosas, criaturas, amores humanos, sino con los bienes de allá
arriba y no con los bienes de acá abajo. Sólo Dios y las cosas de Dios son los bienes supremos
que calman de manera relativa los deseos del corazón humano en la Tierra.
Cuando estemos en el Cielo no necesitaremos nada y seremos eternamente felices.
La experiencia nos dice que el rico que amasa
millones y posee fortunas inmensas, no es feliz, porque pone como meta última
de su vida los bienes perecederos de la Tierra. El que busca la felicidad
llenándose de criaturas, se siente decepcionado porque cuanto más tiene más
quiere. Nunca tiene bastante, se vuelve avaricioso y egoísta, su corazón se
endurece y materializa con corrupciones
y vicios. Es más, incluso el hombre que busca
bienes espirituales humanos, exclusivamente, como el arte, la
literatura, la música, no se siente nunca totalmente saciado ni recompensado
con ellos, porque le falta el alimento de los bienes sobrenaturales en Dios,
que sacian el hambre de ser feliz que el hombre tiene, mientras es peregrino en
la Tierra. San Agustín, que buscó los placeres humanos hasta en el pecado, y se
alimentó con ellos, poseyendo mucho dinero y hasta la sabiduría máxima de su
tiempo, como pocos, llegó a decir: “Señor, nos has hecho para ti y nuestro
corazón anda inquieto hasta que descanse en Ti”.
Encontramos esta misma idea explicada con más
detalle en la segunda lectura de la liturgia de hoy, en la que se nos dice:
“Buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de
Dios; aspirad a los bienes del Cielo y no a los de la Tierra. La razón por la
que se nos invita a vivir una vida con Cristo, escondida en Dios, es porque por
el bautismo hemos muerto con Cristo y hemos resucitado con Él. Por
consiguiente, “debemos dar muerte a todo lo terreno que hay en nosotros: la
fornicación, la impureza, la pasión, la
codicia, y la avaricia, que es una idolatría”. Es decir, en una palabra,
debemos dar muerte al pecado para vivir la gracia de Dios.
Todos somos pecadores, unos más y otros
menos, unos de una manera y otros de otra. Pero no todos nos reconocemos
pecadores delante de Dios y de los hombres. Morir al pecado es despojarnos de
la vieja condición humana, con sus obras,
y revestirnos de Cristo, es decir llegar a conocerlo en plenitud, pensar
como Cristo, querer lo que Cristo quiere y hacer lo que Cristo quiere, que es
lo mismo que cumplir su santa voluntad siempre y en todo. Es tan escaso el conocimiento que tenemos de
nosotros mismos, que todos los pecados o comportamientos humanos los
virtualizamos o justificamos con argumentaciones basadas en el egoísmo. En
consecuencia coherente con la Palabra de Dios, hagamos una reflexión y veamos
en qué tenemos puesto nuestro corazón: ¿En la riqueza? ¿Nos empeñamos solamente
en ser ricos, en tener muchas cosas, mucho dinero? ¿Buscamos los placeres
pecaminosos o desordenados, poniendo nuestro corazón en lo que gusta, en dar gusto al cuerpo en todo lo que
apetece, sin mirar la ley de Dios? ¿Nos afanamos por planificar diversiones
exorbitadas, pasarlo bien, comer de lo bueno lo mejor, beber sin tino? ¿Ponemos
nuestro corazón en amores pecaminosos o descentrados, incluso amores fatuos,
insustanciales, libertinos? Hacemos porque nuestros propios gustos naturales se
conviertan en caprichos exigentes y esclavizantes? ¿Mantenemos a toda costa
nuestro propio criterio, de manera exclusiva, menospreciando o despreciando el
de los demás? ¿En el ejercicio de la autoridad somos intolerantes, exigentes,
mandando lo que nos gusta como si fuera siempre lo mejor, sin consultar a nadie
ni constatar el parecer de otros? ¿Conceptuamos a los demás por debajo de nuestra
propia estima? ¿Presumimos por soberbia de los dones que hemos recibido,
presumiendo de nuestras cualidades, como adquiridas por nuestro propio
esfuerzo? ¿Estamos apegados a las cosas o a personas, aunque sean espirituales,
con desorden del amor a las criaturas? ¿Hacemos muchas cosas buenas por el
egoísmo de nuestro propio interés?.... Si examinamos a conciencia nuestros
actos, a la luz de Dios, con toda seguridad encontraremos en nuestra vida malas
inclinaciones, propias de la naturaleza o adquiridas por nuestros vicios o
pecados.
En el Evangelio, la Palabra de Dios nos
propone una parábola muy significativa en la que un hombre rico tuvo una gran
cosecha y empezó a echar cálculos para ver donde podía almacenarla. Pensó que
tenía que derruir los graneros que tenía porque se le quedaban chicos; y
debería construir otros más grandes donde pudiera almacenar todo el grano y
toda su cosecha. Y se decía a sí mismo: Tienes muchos bienes acumulados y para
muchos años: me tumbaré, comeré, beberé, y me daré buena vida. Pero sucedió que
la misma noche en que él soñaba con un futuro de riquezas y una buena y larga
vida para disfrutarlos, Dios le llamó a cuentas. Y concluye la parábola: ¿Para
qué le sirvió haber trabajado tanto para ser rico y vivir a lo grande, si no
tuvo tiempo para gozar de sus bienes? Y el Evangelio concluye con la siguiente
moraleja: Así será el que amasa riquezas para sí y no es rico ante Dios.
Lo importante en la vida no es tener muchas
fincas, grandes posesiones, millones de euros sin cuento en el banco, porque
todo eso no hace al hombre feliz. Lo que enriquece al hombre es lo que perdura,
lo que sirve para la eternidad, lo que merece premio de Cielo: hacer el bien,
vivir en gracia de Dios, realizar buenas obras, estar desprendido de las riquezas,
ganarse a pulso con el trabajo, sacrificio y dolor la vida eterna. Por
consiguiente, revisemos nuestra vida, trabajemos con sensatez y equilibrio para
cubrir las necesidades propias y las de la familia; y si Dios nos concede
riquezas, administrémoslas con una funcionalidad social, justa, equitativa, y
llevando, a la vez, una vida profundamente cristiana.
No hay comentarios:
Publicar un comentario