sábado, 28 de septiembre de 2013



Domingo vigésimo sexto
Tiempo ordinario, ciclo c

            Parábola del Rico Epulón (Lc 16, 19-31)
Opinan los más expertos comentaristas del Evangelio que la parábola del rico Epulón fue predicada por Jesús   inmediatamente después  de la parábola del injusto administrador que desempeñaba su maligna gestión con malévola astucia.
 Había una vez un hombre rico, que vestido de púrpura y lino se pasaba toda la vida celebrando banquetes cada día, sin compadecerse de los pobres. En  uno de los banquetes había un pobre, llamado Lázaro, que,  cubierto de llagas, sentado  en el suelo, esperaba saciar su hambre  con las migajas de comida que caían de la mesa al suelo. Y no tenía más consuelo que el lamido de los perros que con su lengua lamía sus llagas. Sucedió que murió el mendigo y fue llevado por los ángeles al seno de Abrahán o al cielo. Murió también el rico y fue al infierno, y en medio de los abrasadores tormentos, levantó los ojos y vio en el cielo al pobre Lázaro, y gritando dijo a Abráhán: Manda a Lázaro que moje en agua la punta del dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas. Pero Abrahán  le dijo: Recuerda que tú recibiste bienes en la vida, y Lázaro, a su vez, males: por eso él ahora aquí es consolado, mientras que tú estás atormentado. Además no hay comunicación desde este lugar con el que tú estás, pues hay un abismo, ni tampoco pueden cruzar desde donde estamos nosotros hasta donde estáis vosotros. Entonces, dijo el Epulón a Abráhán: al menos envía a un muerto a la casa de mis padres y hermanos para que les digan que existe este lugar de tormento, no sea que ellos también vengan al infierno. Abrahán le dijo: Tienen a Abrahán y a los profetas: que los escuchen. No Padre, porque si un muerto se les aparece, se arrepentirán. Abrahán le dijo: Si no escuchan a Abrahán y a los profetas, no se convencerán ni aunque resucite un muerto.
Enseñanzas
En esta parábola Jesús  nos cuenta dos verdades que la Iglesia ha definido como dogmas infalibles de fe: existencia del Cielo y del Infierno, temas sobre los que voy a hacer unas breves reflexiones ajustándome a la doctrina de siempre, contenida en el   Catecismo de la Iglesia Católica de San Juan Pablo II.

 Existencia del Cielo
El Cielo existe. Es un lugar que no se sabe dónde está y un estado de felicidad que no se puede imaginar porque trasciende la capacidad intelectiva del ser creado. “Este misterio de comunión bienaventurada con Dios y con todos los que están con Cristo sobrepasa toda comprensión  y toda representación. La Escritura nos habla de ella en imágenes: vida, luz, paz, banquete de bodas, vino del reino, casa del Padre, Jerusalén celeste, paraíso: lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman” (1 Co 2,9; Cat 1027).
            “A causa de su trascendencia, Dios no puede ser visto tal cual es más que cuando Él mismo abre su misterio a la contemplación inmediata del hombre y le da capacidad para ello. Esta contemplación de Dios en su gloria celestial es llamada por la Iglesia “la visión beatífica” (Cat 1028).
¿Qué significa la visión de Dios?
La visión mutua y el amor intercomunicado de visión y gozo de dos personas que se quieren mucho en este mundo no explican, ni siquiera analógicamente  la visión y gozo de los bienaventurados en el Cielo. Contemplar con una mirada sobrenatural y divina, jamás interrumpida, a Dios, “tal cual es”, en Trinidad de Personas, sobrepasa todo entendimiento creado. Es imposible en esta vida ver a Dios con los ojos corporales, como nos dice San Juan: “Nadie ha visto jamás a Dios” (1 Jn 4,12). Sin embargo, es posible que la Virgen María y algunos santos, cuando vivían en la Tierra tuvieran en algunos momentos visiones intelectuales o apariciones corporales de Dios, como por ejemplo San Pablo y acaso Santa Teresa de Jesús y otros, que participaron de algunas ráfagas simbólicas de Dios.  Para ver a Dios es necesario que el hombre muera y su alma sea transformada sustancialmente por medio de una gracia especial, llamada teológicamente por los teólogos lumen gloriae,  que verifica un cambio radical en el entendimiento para que el alma pueda ver sobrenaturalmente a Dios; y “deifica” la voluntad potenciándola para poseer y gozar de Dios eternamente en un estado perfecto y acabado de felicidad, que sacia totalmente todas las apetencias del ser humano. Viendo a Dios en su esencia divina, el bienaventurado conoce todo lo que se puede conocer y goza  totalmente y para siempre la felicidad plena posible. Después, al fin del mundo, los cuerpos resucitados se unirán a sus propias almas ya resucitadas, para gozar eternamente del Cielo.  
 La Iglesia Católica  de Juan Pablo II define el cielo en el Catecismo de la Iglesia Católica con estas palabras. “El Cielo es la vida perfecta con la Santísima Trinidad, comunión de vida y de amor con Ella, con la Virgen María, los ángeles y todos los bienaventurados, donde los que mueren en gracia y la amistad de Dios y están perfectamente purificados, viven para siempre con Cristo. Es una verdad de fe” (Cat 1023.1024.1028;Benedicto XII; DS 1000;  Cf. LG 49).
Además de conocer todo lo que es cognoscible en este mundo, en la esencia divina de Dios, Uno y Trino, como en una pantalla los bienaventurados ven a los ángeles y santos  del Cielo, los misterios sobrenaturales que ahora creemos  por la fe.
Infierno
Sobre el Infierno los santos, sacerdotes,  escritores, predicadores, y visionarios  han predicado y escrito muchas cosas: unas, exageradas y muchas imaginadas con descripciones terroríficas. Para andar con seguridad sobre esta verdad dogmática voy a exponer lo que siempre ha enseñado la Iglesia, que se encuentra resumido en el Catecismo de la Iglesia Católica del Papa santo, Juan Pablo II, sobre el Infierno: “Morir en pecado mortal sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de Él para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra Infierno” (Cat 1033)
¿Quién comete pecado mortal y al morir merece el Infierno, sin acoger  la misericordia de Dios, se autoexcluye libremente de la comunión con Dios y con los bienaventurados?  ¡Misterio! Nadie lo sabe. El pecado es un acto moral que comete el hombre, limitado en su ser y obrar, ignorante, inculto, desequilibrado, apasionado y condicionado por muchas circunstancias personales y ambientales.  ¿Quién comete pecado mortal, acto humano, que merezca el Infierno eterno?
“Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim 2,3-4).  Y para que este deseo divino se pueda llevar a efecto regala a cada persona  por medio de la Iglesia, Sacramento universal de salvación, las gracias que necesita para que pueda salvarse, de muchas maneras, la mayor parte de las veces de modo misterioso. El  principio de la salvación es la bondad del bien obrar, evaluada por Dios, infinitamente misericordioso, y el principio de la condenación la malicia de los que odian a Dios libremente y no quieren convertirse.
Jesús habla con frecuencia de la “Gehenna” y del fuego que nunca se apaga. La pena principal del infierno consiste en la separación eterna de Dios en quien  únicamente puede tener el hombre la vida y la felicidad para las que ha sido creado y a las que aspira (Cat 1034.1935).
¿Cómo será ese fuego eterno? Ciertamente no se sabe, pero no será como el fuego material. ¿Quiénes se condenan? Sólo Dios lo sabe.

  
     








     



sábado, 21 de septiembre de 2013

            DOMINGO VIGÉSIMO QUINTO             
            TIEMPO ORDINARIO, CICLO C

 ADMINISTRAD0R INJUSTO

La liturgia de la Palabra de este domingo nos presenta en el evangelio la parábola de un administrador de un hombre rico que administraba sus bienes injustamente a favor propio y no de su señor. Enterado el dueño de los bienes su mala gestión, determinó despedirle. El administrador para granjearse la amistad con los deudores tramó la diabólica idea de hacer rebajas a cada uno de los de los deudores del amo para que encuentre un trabajo porque cavar no podía y pedir le daba vergüenza. El amo cuando se enteró de la pícara gestión, felicitó al  administrador injusto por la astucia con que había procedido, estableciendo un principio humanamente bueno: los hijos de este mundo son más astutos con su gente que los hijos de la luz. El que es de fiar en lo menudo, también en lo importante es de fiar; el que no es honrado en lo menudo tampoco en lo importante es honrado. Y concluyó Jesús con una moraleja evangélica: No podéis servir a dos señores a Dios y al dios dinero.
           
Conclusiones espirituales de la parábola

1ª  Dios recrimina y condena la injusticia.
 2ª Hay que reprobar la astucia de los hijos del mundo o de las tinieblas para hacer el mal, y copiar la astucia de ellos para hacer  el bien,  como hijos de Dios o de la luz.
3ª Hay dos dioses: el dios dinero, que causa pecados vicios  y desgracias, buscado como fin de la felicidad y  el Dios, Creador y Padre, fin supremo de la verdadera felicidad en el la Tierra y en el Cielo que satisface todas las aspiraciones del corazón humano. 


sábado, 14 de septiembre de 2013


Domingo vigésimo cuarto
            Tiempo ordinario, ciclo c
           
“Doy gracias a Cristo Jesús, nuestro Señor, que me hizo capaz, se fió de mí y me confió este ministerio”

       En la segunda lectura de la liturgia  de la Palabra de este domingo, San Pablo escribiendo a su discípulo  Timoteo le hace por escrito una confesión general de su grave vida  pecadora del pasado, manifestándole que Él era antes un blasfemo, un perseguidor y un violento. ¡Qué humildad más profunda, confesar sus pecados para todo el mundo y en todos los tiempos!  Pero Dios tuvo compasión de mí, dice, porque no era creyente y no sabía lo que hacía: Dios derrochó su gracia sobre mí y me dio la fe y el amor cristiano, se fió de mí y me  concedió el ministerio de ser su apóstol. Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, y yo soy el primero,  dice San Pablo.
La gracia de Dios  es la fuerza omnipotente para la conversión contundente del no creyente y del pecador, como fue la de San Pablo, San Agustín y otros grandes pecadores  como lo comprueba la Historia de la Iglesia. La obra de la salvación  y santificación de los pecadores es efecto de la operación del Espíritu Santo, que derrama su gracia sobre pecadores y los convierte en santos. Y a pesar de que no merecen la confianza de Dios, se fía de algunos y les concede el ministerio sacerdotal y a otros dones del Espíritu Santo para el bien de la Iglesia. ¡Qué  responsabilidad tienen delante de Dios los cristianos pecadores   que malgastan las gracias recibidas para el bien propio  o distintos fines humanos! Sin embargo, los que vivieron un tiempo consagrados a Dios consecuentemente, y poco a poco fueron abandonando los medios para perseverar en el estado de perfección evangélica, suelen perder la vocación religiosa y hasta la fe en algunos casos. Recuperarse espiritualmente después   es frecuentemente obra de un milagro que raramente sucede.
¡Qué bienes tan grandes producen en el mundo y en la Iglesia los pecadores  que rompen tajantemente con el pecado y se consagran en cuerpo y alma  a hacer el bien! 
San Pablo termina su confesión diciendo que Dios se compadeció de mí para que sea modelo de todos los que creerán y consigan la vida eterna, y todo sea para el rey de los siglos, inmortal, invisible, único Dios, honor y gloria por  los siglos de los siglos.
             Si has sido pecador en el pasado, y ahora en el presente intentas ser mejor, adquieres la experiencia personal de la misericordia divina, el conocimiento propio  y la comprensión del hombre.

sábado, 7 de septiembre de 2013


Domingo vigésimo tercero
Tiempo ordinario, ciclo c

“Quien no lleva su cruz detrás de mí, no puede ser discípulo mío”

El mal existe como consecuencia del misterio del pecado original, nos enseña la Iglesia Católica. El hombre  en su peregrinación por la tierra conlleva  la cruz a cuestas, de una o de otra manera, en siete expresiones distintas: cruz personal, familiar, cultural, laboral, social, política y circunstancial.  .
Ante la cruz en cualquier expresión que se manifieste, no hay que reaccionar con pasividad, dejando las cosas que pasen, a su aire, o en manos de nadie. Es necesario y obligatorio buscar las soluciones que están en nuestra mano, y no esperar a que las cosas se arreglen solas y venga de Dios el milagro, pues dice un refrán que “a Dios rogando y con el mazo dando”. Hay que poner con interés todos los remedios posibles para conseguir la curación, y cuando nada se puede hacer, entonces agarrarse a la oración y pedir fuerzas para cumplir con paciencia la dolorosa voluntad de Dios, viviendo la petición del padrenuestro: “Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo”. Porque para ser discípulo de Cristo hay que llevar la propia cruz detrás de Él, que llevó su cruz por cada uno hasta morir crucificado derramando su sangre divina por todos los hombres.
Ante la cruz se me ocurren tres soluciones principales: No hacer nada, rebelarse o aceptar la cruz
No hacer nada por no saber o no poder es una solución humana, explicable. pero no espiritual, porque se puede hacer mucho: rezar, sufrir y ofrecer la cruz para la santificación personal y salvación de todos los hombres.
Rebelarse no es una postura cristiana, que jamás hay que adoptar.  
Aceptar la cruz
La fe nos enseña que la cruz tiene valor de redención, pues sin cruz no hay salvación, como decimos en la aclamación después de la consagración, al anunciar el misterio de nuestra fe: “Por tu cruz y resurrección nos has salvado, Señor”.  
La Palabra de Dios nos dice que “Hay que pasar mucho para entrar en el Reino de Dios”. La pasión y muerte de Jesús, máximo dolor que se puede imaginar,  es prueba del su fruto de la Redención.  No es la cruz una opción para seguir a Cristo, sino una necesidad para conseguir la vida eterna. Los cristianos tenemos que seguir a Cristo con la cruz a cuestas, sabiendo que delante de nosotros va Él estimulándonos a llevarla, haciendo con cada uno de nosotros las veces de cirineo.
Cuando nos veamos solos, abandonados, sin el amparo de los nuestros; cuando sufrimos en nuestra carne  la enfermedad larga, costosa e insoportable; cuando somos perseguidos por parte de familiares y amigos; cuando nos sentimos despreciados, desconcertados en el fondo del corazón, expresamos al exterior nuestro sentimiento y nos olvidamos de que hay que padecer mucho para ganarse a pulso el Reino de Dios. El camino del Cielo está sembrado de espinas, y no de rosas.  Para las almas espirituales, los santos, el padecer es sufrir con esperanza para recibir el gozo de la vida eterna.  
La esencia del amor está combinado con el dolor, porque Dios, hecho Jesucristo, nos amó tanto que por amor quiso sufrir y morir por nosotros en la cruz.

            Significado de la cruz

Porque Jesús, Persona divina, asumió la naturaleza humana en todo menos en el pecado,  la vida, el gozo, el dolor y la muerte adquirieron la categoría divina de redención. Dios se humanizó para que el hombre se divinizara. La cruz, sinónimo de dolor, insignia y señal del cristiano, por el misterio pascual se convirtió para el hombre en medio de redención, santificación y apostolado místico en la Iglesia.  La Iglesia celebra la exaltación de la cruz, el 14 de Septiembre, fiesta que humanamente se opone a los sentimientos del corazón y rechaza la razón, pues el dolor es un mal humano, que Cristo convirtió en un bien teológico:  “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna” (Jn 3,16).