sábado, 7 de septiembre de 2013


Domingo vigésimo tercero
Tiempo ordinario, ciclo c

“Quien no lleva su cruz detrás de mí, no puede ser discípulo mío”

El mal existe como consecuencia del misterio del pecado original, nos enseña la Iglesia Católica. El hombre  en su peregrinación por la tierra conlleva  la cruz a cuestas, de una o de otra manera, en siete expresiones distintas: cruz personal, familiar, cultural, laboral, social, política y circunstancial.  .
Ante la cruz en cualquier expresión que se manifieste, no hay que reaccionar con pasividad, dejando las cosas que pasen, a su aire, o en manos de nadie. Es necesario y obligatorio buscar las soluciones que están en nuestra mano, y no esperar a que las cosas se arreglen solas y venga de Dios el milagro, pues dice un refrán que “a Dios rogando y con el mazo dando”. Hay que poner con interés todos los remedios posibles para conseguir la curación, y cuando nada se puede hacer, entonces agarrarse a la oración y pedir fuerzas para cumplir con paciencia la dolorosa voluntad de Dios, viviendo la petición del padrenuestro: “Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo”. Porque para ser discípulo de Cristo hay que llevar la propia cruz detrás de Él, que llevó su cruz por cada uno hasta morir crucificado derramando su sangre divina por todos los hombres.
Ante la cruz se me ocurren tres soluciones principales: No hacer nada, rebelarse o aceptar la cruz
No hacer nada por no saber o no poder es una solución humana, explicable. pero no espiritual, porque se puede hacer mucho: rezar, sufrir y ofrecer la cruz para la santificación personal y salvación de todos los hombres.
Rebelarse no es una postura cristiana, que jamás hay que adoptar.  
Aceptar la cruz
La fe nos enseña que la cruz tiene valor de redención, pues sin cruz no hay salvación, como decimos en la aclamación después de la consagración, al anunciar el misterio de nuestra fe: “Por tu cruz y resurrección nos has salvado, Señor”.  
La Palabra de Dios nos dice que “Hay que pasar mucho para entrar en el Reino de Dios”. La pasión y muerte de Jesús, máximo dolor que se puede imaginar,  es prueba del su fruto de la Redención.  No es la cruz una opción para seguir a Cristo, sino una necesidad para conseguir la vida eterna. Los cristianos tenemos que seguir a Cristo con la cruz a cuestas, sabiendo que delante de nosotros va Él estimulándonos a llevarla, haciendo con cada uno de nosotros las veces de cirineo.
Cuando nos veamos solos, abandonados, sin el amparo de los nuestros; cuando sufrimos en nuestra carne  la enfermedad larga, costosa e insoportable; cuando somos perseguidos por parte de familiares y amigos; cuando nos sentimos despreciados, desconcertados en el fondo del corazón, expresamos al exterior nuestro sentimiento y nos olvidamos de que hay que padecer mucho para ganarse a pulso el Reino de Dios. El camino del Cielo está sembrado de espinas, y no de rosas.  Para las almas espirituales, los santos, el padecer es sufrir con esperanza para recibir el gozo de la vida eterna.  
La esencia del amor está combinado con el dolor, porque Dios, hecho Jesucristo, nos amó tanto que por amor quiso sufrir y morir por nosotros en la cruz.

            Significado de la cruz

Porque Jesús, Persona divina, asumió la naturaleza humana en todo menos en el pecado,  la vida, el gozo, el dolor y la muerte adquirieron la categoría divina de redención. Dios se humanizó para que el hombre se divinizara. La cruz, sinónimo de dolor, insignia y señal del cristiano, por el misterio pascual se convirtió para el hombre en medio de redención, santificación y apostolado místico en la Iglesia.  La Iglesia celebra la exaltación de la cruz, el 14 de Septiembre, fiesta que humanamente se opone a los sentimientos del corazón y rechaza la razón, pues el dolor es un mal humano, que Cristo convirtió en un bien teológico:  “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna” (Jn 3,16).
  


  












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