Domingo treinta y tres
Tiempo ordinario, Ciclo C
17 de Noviembre
Fin del mundo
El Universo, Cosmos, mundo en que
vivimos no es eterno, tuvo su principio y tendrá su fin, no sabemos cuándo ni
cómo. Fue creado por Dios, y de Él depende en toda su evolución. La
inteligencia divina, que no se puede imaginar,
conoce la naturaleza de la Creación, sus elementos, y su desarrollo
hasta que llegue su fin. El Evangelio
nos habla de ciertos signos, males
astronómicos, guerras,
odios, muchos de los cuales han sucedido
ya, suceden y sucederán en todos los tiempos, sin que se pueda precisar el
momento científico del final de todas las cosas. Sin duda alguna, algún día
llegará, pero no hay que hacer caso a las religiones adventistas y testigos de
Jehová que han precisado muchas veces fechas para el fin del mundo, con
equivocaciones manifiestas, contrarias al Evangelio.
Globalmente la
ciencia avanza y las técnicas se modernizan con pasos agigantados en bien de
todos los hombres. Pero el fin del mundo, hecho revelado, llegará algún día,
curiosidad sobre la que los discípulos preguntaron a Jesús, sin que obtuvieran
otra respuesta que ésta: “No lo sabe
nadie, sino el Padre y Jesús, que no lo quiso revelar”. Pero es cierto que
el fin del mundo vendrá, y se transformará en los nuevos cielos y la nueva
tierra de los que nos habla la Sagrada Escritura.
Fin
del mundo para cada persona
Es
importante el fin del mundo del Universo, trágico suceso del fin de los
tiempos, pero el fin del mundo llega para quien muere y empieza la eternidad.
El
hombre fue creado por Dios a su imagen y semejanza, divinizado, pero por el
pecado original misteriosamente en su ser y en sus facultades quedó sometido al
dominio del mal. Fue redimido por Dios, hecho hombre, mediante el misterio pascual
de su vida, pasión muerte y resurrección. Y redimido no tiene otro fin que la
salvación para vivir eternamente con Dios en el Cielo en visión y gozo,
concepto sobrenatural, que no tiene explicación humana. El mal tiene tanta
fuerza que pone en riesgo la salvación eterna de los hombres por muchas causas
mediante el pecado mortal. No es tan fácil como parece cometer un pecado mortal
que merezca la condenación eterna, porque sólo Dios sabe qué acto humano tiene
la malicia suficiente para la condenación eterna. Son muchísimas las personas
ignorantes, incapaces del razonamiento,
del conocimiento de la moral católica, que padecen perturbaciones mentales,
enfermedades que impiden el discurso normal de la razón y pasiones que en un
momento dado trastornan el entendimiento y consecuentemente corrompen el
corazón y hacen que algunos hombres cometan barbaridades inconscientes o
semiconscientes, pero no pecados que condenan al hombre al infierno eterno.
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