PRESENTACIÓN DEL SEÑOR
2
de Febrero de 2014
Contribución de los israelitas al templo
Los israelitas acudían generalmente tres veces al año al Templo de
Jerusalén para cumplir sus principales obligaciones religiosas: la fiesta de la
Pascua, la fiesta de la siega y la fiesta de la recolección (Ex 23,14-17); o como mínimo una vez, para el sacrificio
de la Pascua (Ex 12). Además de estas obligaciones
legales y otras muchas, existían para las madres israelitas religiosas dos
prescripciones de la Ley mosaica: la Purificación después del parto y la
Presentación del hijo recién nacido en el templo. Los dos preceptos solían
cumplirse en una misma ceremonia. La ley mandaba la purificación de la mujer
después del parto (Lev 12). Cuarenta días después del
alumbramiento de un niño, (o después de ochenta, si se trataba de una niña).
Las madres debían presentarse en el templo para ser purificadas de la impureza
legal que habían contraído. La ruptura de la integridad física impedía a la
madre bajo pecado participar en el culto y tocar cualquier objeto sagrado. El
hecho de ser madre no fue antes, ni es ahora en el concepto bíblico ninguna
cosa impura, pues es una colaboración a la obra creadora de Dios. San Pablo
llegó a decir que la maternidad virtuosa es garantía de salvación: "La mujer se salvará por su condición
de madre, si persevera con modestia en la fe, en el amor y en la santidad"
(1 Tim
2,15).
La ley de Moisés no dice que la
madre pecaba al tener un hijo, sino que quedaba legalmente "impura".
La mujer israelita, que había sido madre, tenía que ser purificada en una
celebración litúrgica, y aportar, como tributo para la financiación del templo,
un cordero primal, si tenía una condición social desahogada, o un par de
tórtolas o dos pichones, si era pobre.
María
fue desde Belén a Jerusalén a cumplir la ley del Señor, aunque no necesitaba
purificación, porque era virgen en la concepción de su Hijo y virgen en su
maternidad divina. Pero estos privilegios personales estaban escondidos para el
mundo, y Ella, fervorosa israelita, debía dar ejemplo en el cumplimiento de la
ley.
La Sagrada Familia atravesó la gran
Ciudad, sin hacer caso a los impertinentes vendedores oportunistas, y llegó al
templo. Me imagino que San José se
acercaría a un puesto de una viejecita
que tenía parejas de tórtolas blancas con pintas negras en el plumaje, metidas
en jaulas de madera. Le dio lástima y le compró el par de tórtolas que su
esposa tenía que ofrecer a Dios para su purificación, por un siclo, a precio de
saldo. María dejó en los brazos de José
al Niño, cogió entre sus manos las dos
tórtolas, acarició sus alas, y tocándoles el pico, les dio un beso
cariñosamente silencioso en sus blancas plumas salpicadas de lunares negros. Era la hora de tercia. El sacrificio del cordero
se ofrecía a Dios dos veces cada día, una por la mañana y otra por la tarde (Lev 29,38-39).
Encuentro
de la Sagrada Familia con el profeta Simeón
Cuando José y María caminaban en
dirección al atrio de las mujeres para esperar allí la hora de la ceremonia,
apareció un extraño personaje: un anciano, llamado Simeón, fervoroso israelita
que se pasaba prácticamente todo el día en el templo y asistía a la ceremonia
de la purificación de las madres. Se acercó a María, y, como si fuera amigo de
Ella de toda la vida, tomó a Jesús en sus brazos, lo bendijo y profetizó que
ese Niño sería luz de las gentes, gloria de Israel y signo de contradicción de
todos los tiempos; y también, mediante una viva metáfora profetizó que María sería Corredentora del
género humano. San Lucas nos lo cuenta
de esta manera: "Había entonces en
Jerusalén un hombre llamado Simeón, justo y piadoso, que esperaba la liberación
de Israel: el Espíritu Santo estaba en él, y le había anunciado que no moriría
sin ver al Mesías del Señor. Movido por el Espíritu fue al templo, y, al entrar
los padres con el Niño para cumplir lo establecido por la ley acerca de Él, lo
recibió en sus brazos y bendijo a Dios diciendo: Ahora, Señor, puedes dejar
morir en paz a tu siervo, porque tu promesa se ha cumplido. Mis propios ojos
han visto al Salvador que has preparado ante todos los pueblos, luz para
iluminar a las naciones y gloria de tu pueblo, Israel... Este Niño será signo
de contradicción; y a ti una espada te atravesará el corazón" (Lc
2,25-35). ¿Asistiría Simeón a la
ceremonia de la purificación de María? No lo dice el Evangelio, pero parece lo
más probable.
Ceremonia
de la purificación y presentación del Niño
En el momento oportuno llegó el sacerdote de turno con una túnica
blanca, ribeteada con bordados dorados en las mangas, cuello y orla del bajo de
la túnica. Sobre ella un manto de color rojo rebajado, y encima el efod,
vestidura litúrgica corta y sin mangas, parecida a una dalmática, de color
púrpura. Sobre su cabeza brillaba una tiara labrada con ricas piedras
preciosas, signo de la dignidad del celebrante. Colgado del cuello llevaba un
cordón dorado del que pendía un pectoral de oro reposando sobre el pecho.
María no pudo evitar el escalofrío
de la cuchillada del primer cordero que se sacrificaba. Sintió la sensación de
que le estaban rasgando el corazón, pensando en el cruento sacrificio de su
Hijo, que estaba simbolizado en aquel cordero. Contuvo las lágrimas con
entereza, mientras que luchaba por sobreponerse a las circunstancias.
Terminada la ceremonia bajó las
escaleras sobrecogida, emocionada, con el rostro demudado y los ojos bañados en
lágrimas. Cogió de los brazos de José al Niño Jesús, y, acompañada de su
esposo, se dirigió hacia el altar de la
presentación para ofrecer a su Hijo al Señor, después de haber entregado
para el templo la ofrenda económica establecida.
El Evangelio destaca el hecho de la
purificación de María silenciando la presentación del Niño Jesús en el
Templo. Nos refiere el evangelista que
"su padre y su madre estaban admirados de las cosas que decían de Él"
(Lc 2,33).
La perfección consiste en el cumplimiento de la voluntad
de Dios
Cada ser creado, por pequeño que
sea, aunque parezca raro, extraño e inexplicable, tiene su función específica,
su razón de ser y estar en el mundo creado por Dios para ser objeto de la
Redención de Jesucristo. La ley tanto
física como moral es necesaria para que la cosa sea lo que tiene que ser en la
esencia misma de su perfección. La ley moral natural está dictada por Dios en
la conciencia de cada hombre, revelada en el Decálogo en diez mandamientos,
resumida por Jesucristo en el amor a Dios y al prójimo, y explicada por el
Magisterio auténtico y perenne de la Iglesia. "La ley es la plenitud del
amor" (Rm 13,10). El santo es el ser perfecto
que cumple con perfección la voluntad de Dios.
María, modelo para el cristiano en el cumplimiento de la
ley eclesiástica
Desgraciadamente, en nuestros
tiempos, la fuerza obligatoria de los mandamientos se la Santa Madre
Iglesia ha perdido su vigor para muchos
cristianos con el agravante de que no pocos católicos los rechazan sin
escrúpulo. Es una triste realidad, que hay que reconocer con humildad y
tristeza. Muchos, llamados hombres de fe, no cumplen ya el precepto dominical.
Se limitan simplemente a ir a Misa por apetencias personales o por obligaciones
sociales. La confesión, por ejemplo, se ha infravalorado, descuidado o
abandonado hasta el punto de que hay cristianos, comprometidos con la
"Iglesia", que comulgan habitualmente y no reciben el sacramento del
perdón. El ayuno y la abstinencia, prácticas vigentes en el Derecho canónico,
se consideran normas penitenciales desfasadas, que han quedado reservadas a un
grupo limitado, más o menos numeroso, de antiguos cristianos consecuentes con
la fe tradicional. El mandamiento de ayudar a la Iglesia en sus necesidades es
una obligación que se quiere cumplir roñosamente con limosnas en las colectas
de la misas, donativos esporádicos de raquítico corazón y con ocasión de recibir un sacramento o un
servicio religioso.
La financiación de la iglesia
Fundamento bíblico
El
comportamiento religioso de María en el templo, con ocasión de su Purificación como
madre y Presentación del Niño a Dios Padre, nos facilita la oportunidad de
tratar de pasada este tema, para imitar a María en el cumplimiento cristiano
del quinto mandamiento de la Santa Madre Iglesia. En los antiguos catecismos el
precepto de ayudar a la Iglesia en sus necesidades aparecía redactado con
inspiración bíblica del Antiguo Testamento: "Pagar
diezmos y primicias a la Iglesia de Dios". Con estas palabras se
imponía a los cristianos la obligación de contribuir a la financiación de la
Iglesia, que pocas veces se hacía como Dios manda, sino como limosna a nuestra
madre la Iglesia.
Diezmo significaba la décima parte
de los productos del campo. "Llevarás a la casa del Señor, tu Dios, lo más
florido de tu tierra" (Ex 34,26). Y se llamaban primicias los
frutos primeros de la vida humana o animal: los primeros nacidos, hombres o
animales eran propiedad exclusiva de Dios. Los primogénitos de mujer debían ser
consagrados a Dios; y los de los animales tenían que ser sacrificados para
expiar los pecados del pueblo de Dios. "Yo
inmolo al Señor todo animal primogénito y rescato al primer nacido entre mis
hijos" (Ex 13,1-2).
Los frutos de la tierra se
destinaban para la financiación del templo: culto, manutención de sacerdotes,
ministros, servidores y obras sociales de ancianos, viudas, huérfanos y
pobres. El antiguo pueblo de Israel
cumplía preferentemente el precepto de los diezmos y primicias con ocasión de
celebraciones religiosas como la fiesta de las semanas y la fiesta de las
primicias de la recolección, al terminar el año (Ex 34,22).
Fundamento histórico
La primitiva comunidad de Jerusalén
vivía el Evangelio de Jesucristo con desprendimiento de corazón, prácticamente
como si tuvieran voto de pobreza, aunque no existía entonces este vínculo
jurídico de consagración a Dios. La fe en Cristo resucitado hacía que todos
escucharan las enseñanzas de los Apóstoles, vivieran unidos, fueran constantes
en la oración, en la celebración de la Eucaristía y en la unión fraterna, de
manera que todo lo tenían en común. Vendían las posesiones y haciendas y las
distribuían entre todos, según la necesidad de cada uno (Hch 2, 41-47;4,32-35). Pero no todo era jauja, pues
como aquella comunidad cristiana estaba compuesta por hombres, y dicen que
"en todas partes se cuecen habas", tenía también sus cosas, como
sucede y sucederá siempre en todas las instituciones humanas. Un tal Ananías,
de acuerdo con Safira, su mujer, vendió una propiedad y se quedó con parte del
dinero. Pedro le reprendió por este grave pecado. Y, no pudiendo resistir las
palabras del Apóstol, cayó muerto. Y lo mismo le sucedió a su mujer Safira,
cómplice de este robo (Hch
5,1-10).
Sustentación
de los diezmos y primicias
A partir del siglo VI, cuando el
cristianismo se fue extendiendo por todas partes, se enfriaron los primeros
fervores de los cristianos, y muchos, paganizados, dejaron de cumplir el deber
sagrado de pagar los diezmos. Fue entonces cuando la Iglesia se vio obligada a
poner paulatinamente leyes sobre las ofrendas, inspirándose en las normativas
del Antiguo Testamento. El momento histórico culminante de la institución
legislativa de la contribución a la Iglesia mediante los diezmos y primicias
tuvo lugar en los siglos del XI al XIII, coincidiendo con el feudalismo. La
crisis de los diezmos sobrevino cuando en la Edad Moderna la economía agraria
se transformó en capitalista. Las causas fundamentales fueron la ruptura de la
unidad religiosa en Europa con el resurgimiento del protestantismo y la
industrialización. Estas circunstancias hicieron que los diezmos desaparecieran
en Francia durante la revolución, en el año 1789. En España fueron abolidos por
la desamortización de Mendizábal el año 1837. En sustitución de los diezmos
surgieron los aranceles eclesiásticos, obligaciones económicas con las que los
fieles aportaban una ayuda en metálico a
la Iglesia, con ocasión de recibir un sacramento o un servicio religioso. La
legislación antigua del Derecho Canónico de Benedicto XV, año 1917, en el canon
1.502 establecía la obligación cristiana de ayudar a financiar la Iglesia con
la bíblica expresión de pagar diezmos y primicias, dejando el modo de cumplir
este precepto a los peculiares estatutos o costumbres laudables de cada región.
El vigente Derecho Canónico, publicado por el Papa Juan Pablo II en 1983,
recuerda en el canon 222 el quinto mandamiento de la Santa Madre Iglesia con
estas palabras: "Los fieles tienen
el deber de ayudar a la Iglesia en sus necesidades, de modo que disponga de lo
necesario para el culto divino, las obras de apostolado y de caridad y el
conveniente sustento de los ministros". El canon no especifica ni el
sistema de aportación económica ni la cuantía. Deja a la autoridad del Obispo o
de las Conferencias Episcopales el sistema de contribución a la Iglesia. Este
precepto puede cumplirse también con prestaciones personales.
En la Archidiócesis de Madrid se
suprimieron los aranceles el año 1965, siendo Arzobispo D. Casimiro Morcillo.
Desde entonces hasta nuestros días los fieles ayudan al sostenimiento de la
Iglesia mediante aportaciones económicas voluntarias, con ocasión de recibir
los sacramentos o servicios religiosos; y también por medio de donativos,
colectas, cepillos o suscripciones periódicas.
Desamortización de Mendizábal
Juan Álvarez Mendizábal nació en
Cádiz el 25 de Febrero de 1790, y murió en Madrid en Noviembre de 1853. Era
descendiente de judíos. Sus padres fueron comerciantes de objetos viejos,
ropavejeros. Desde muy joven mostró especiales cualidades para el mundo de las
finanzas. Era político independiente, liberal y anticlerical. Exilado por el
gobierno español en 1823, vivió en Londres doce años, donde montó un gran
negocio y se hizo inmensamente rico, consiguiendo un gran prestigio entre los
ingleses. Más tarde fue repatriado por el Gobierno español, afín a sus ideas
políticas, y fue ministro de Hacienda tres veces, llegando a ser jefe del
Gobierno desde el 15 de Septiembre de 1835 al 15 de Mayo de 1836, es decir ocho
meses. El 11 de Octubre de 1835 declaró disueltas todas las Órdenes religiosas
existentes en España, excepto las dedicadas a la pública beneficencia. El 19 de
Febrero de 1836 declaró la venta de los bienes de la Iglesia para pagar la
deuda nacional y solucionar el gravísimo problema social que existía entonces
en España.
La desamortización eclesiástica fue
un expolio de los bienes de la Iglesia, difícilmente justificable desde el
punto de vista legal y moral. Usurpadas las posesiones eclesiásticas, fueron
subastadas públicamente con el resultado
que se preveía: conseguir que los ricos, gobernantes y políticos compraran más
posesiones subastadas, así se hicieran más ricos y los pobres más pobres y el
Estado se quedó con las mismas o más trampas que antes tenía.
Ayuda
económica del gobierno a la Iglesia
El Gobierno debe seguir
contribuyendo a la financiación de la Iglesia, aun en el caso hipotético de que
haya restituido ya los bienes usurpados con motivo de la desamortización de
Mendizábal, porque la Iglesia es una Institución social importante y una
Sociedad benéfica que contribuye, como ninguna otra, a solucionar los problemas
sociales de educación cívica, atención sanitaria, pobreza y marginación del
Mundo. Por tanto, queda suficientemente probado que el Estado no regala a la
Iglesia nada con las asignaciones económicas que le concede, sino que cumple
una obligación de justicia, invirtiendo parte de los fondos de los españoles
para un bien común de la Sociedad.