sábado, 1 de marzo de 2014

DOMINGO OCTAVO TIEMPO ORDINARIO
CICLO A, 2 DE MARZO 2014

No podéis servir a Dios y al dinero
            No es lo mismo servirse del dinero justamente, como medio para llevar una vida humana digna, conseguir el progreso de la Humanidad en sentido social cristiano con destino para la salvación eterna, que servir al dinero en calidad de “dios”, como parece dice la expresión evangélica que pronunció Jesús.
La riqueza en sí misma es un bien, si se utiliza como medio, y no como fin de hombre, porque todas las cosas fueron creadas por Dios para el servicio del hombre; y es un mal, si se utiliza exclusivamente  como explotación del bien universal en bien propio. Todos  los bienes creados deben llegar a todos los hombres en forma justa, bajo la protección de la justicia y la compañía de la caridad” (GS 69), porque tienen, por voluntad de Dios, un destino universal. El hecho de que millones de hombres pasen hambre y exista la injusta explotación de la riqueza, es un desorden, una desigualdad económica de bienes, que producen la esclavitud, odios y guerras y muchos pecados. Es un grave pecado de injusticia social, causado principalmente por el egoísmo incontrolado de los hombres y la mala política de los Gobiernos. En el mundo existen medios más que suficientes, para que la riqueza llegue a cada hombre en proporción justa con caridad evangélica, dijo el santo Papa Juan XXIII.
Ricos y pobres
            Para el mundo es rico quien tiene mucho dinero, abundantes riquezas, cargos de relevada importancia que reportan excepcionales ganancias, muchos amigos, altas y reconocidas influencias sociales, y vive a capricho de su libre albedrío. El que persigue la riqueza como meta única de su existencia, acumulando con egoísmo bienes en abundancia, es un pobre hombre, porque se hace esclavo de las cosas, y no señor de ellas, y siempre está “necesitado” y hambriento de cosas.  El amor despiadado y sin control a la riqueza hace al hombre  avaro, pues siempre se considera pobre, por mucho dinero que tenga. Sin embargo, el hombre evangélicamente pobre, se considera rico, aunque sólo tenga lo necesario para vivir.
 Riqueza y pobreza,  medios de salvación eterna
 La Historia de la Iglesia nos enseña que la santidad está al alcance de los que viven el espíritu o el voto de la pobreza, sean realmente pobres o ricos, como lo atestigua el catálogo de los muchos santos, de distintas clases sociales, incluso reyes, a quienes hoy veneramos en los altares. Muchos santos, inmensamente ricos, dieron todos sus bienes a los pobres y siguieron de cerca al Maestro, que tan pobre vivió en este mundo que no tenía donde reclinar su cabeza (Mt 8,20; Lc 9,58) Este estilo de vivir la pobreza extrema y heroica lo vivieron muchos santos, por ejemplo San Francisco de Asís, pero no son modelos comunes para todos los cristianos, porque depende fundamentalmente de una gracia singular del Espíritu Santo, que  pocos reciben, y de la correspondencia a ella. Otros muchos cristianos, religiosos y laicos, vivieron la pobreza real de hecho y de espíritu con desprendimiento total de todo y de todos.
Considerada la condición humana, la experiencia enseña que la riqueza es un  obstáculo importante para vivir la pobreza del Evangelio, imitando a Jesucristo, pues  los bienes materiales de este mundo cautivan y pueden esclavizar las legítimas aspiraciones del corazón humano. La riqueza trastoca el corazón, lo corrompe, fomenta alocadamente las pasiones que desembocan en muchos vicios, y conlleva al hombre a su desgracia en la tierra con peligro de la condenación eterna. En cambio, la pobreza es una gran ventaja para la santidad, porque la ausencia de bienes, no necesarios o convenientes, es una buena oportunidad para identificarse con Cristo, porque bien utilizados en justicia y caridad, son un símbolo imperfecto de los bienes eternos del Cielo.  Hay que disfrutar de los bienes materiales y humanos, sin apego, porque Dios, como Padre, se alegra cuando nos ve jugar, como niños, con nuestras cosas.
La pobreza evangélica es un estado del corazón y no una situación económica de la vida. No consiste en carecer de cosas simplemente, sino en vivir dignamente, sin apego a las riquezas. Se puede ser evangélicamente pobre, siendo rico, y ser evangélicamente “rico”, siendo pobre. Es  evangélicamente rico, el que vive feliz con lo que tiene,  sin estar “necesitado” de nada. La inmensa mayoría de los hombres son pobres porque no pueden ser ricos: pobreza padecida y no elegida. Bastantes cristianos eligen la pobreza por vocación, la aceptan con más o menos alegría para ser santos e imitar a Jesucristo. 
            Jesucristo nos dijo en el Evangelio: "Dichosos los pobres de espíritu porque de ellos es el Reino de Dios" (Mt 5, 3). Los pobres de espíritu bienaventurados, de los que es el Reino de Dios, son aquellos, pobres o ricos realmente, que no tienen el corazón apegado a las riquezas, pues se puede ser rico con cualquier cosa que se tenga, y pobre teniendo muchas cosas en abundancia. Los pobres, evangélicamente hablando, no son bienaventurados, simplemente por el hecho sociológico de ser pobres; ni los ricos son desdichados por su condición social de tener muchos bienes materiales. 
 La pobreza, como virtud, es un valor condicionante para poseer el Reino de Dios. Para obtenerla hay que liberarse de todo. Lo dice Jesús en el Evangelio: "Yo os aseguro que nadie deja casa, hermanos, hermanas, padre, madre, hijos o tierras por mí o por el Evangelio, que no reciba el ciento por uno ya en este mundo...y en el siglo venidero, la vida eterna".



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