DOMINGO OCTAVO TIEMPO ORDINARIO
CICLO A, 2 DE MARZO 2014
No podéis servir a Dios y al dinero
No es lo mismo
servirse del dinero justamente, como medio para llevar una vida humana digna, conseguir
el progreso de la Humanidad en sentido social cristiano con destino para la
salvación eterna, que servir al dinero en calidad de “dios”, como parece dice la
expresión evangélica que pronunció Jesús.
La riqueza en sí misma es un
bien, si se utiliza como medio, y no como fin de hombre, porque todas las cosas
fueron creadas por Dios para el servicio del hombre; y es un mal, si se utiliza
exclusivamente como explotación del bien
universal en bien propio. Todos los
bienes creados deben llegar a todos los hombres en forma justa, bajo la
protección de la justicia y la compañía de la caridad” (GS 69), porque tienen, por voluntad de Dios, un
destino universal. El hecho de que millones de hombres pasen hambre y exista la
injusta explotación de la riqueza, es un desorden, una desigualdad económica de
bienes, que producen la esclavitud, odios y guerras y muchos pecados. Es un
grave pecado de injusticia social, causado principalmente por el egoísmo
incontrolado de los hombres y la mala política de los Gobiernos. En el mundo
existen medios más que suficientes, para que la riqueza llegue a cada hombre en
proporción justa con caridad evangélica, dijo el santo Papa Juan XXIII.
Ricos y pobres
Para el mundo
es rico quien tiene mucho dinero, abundantes riquezas, cargos de relevada
importancia que reportan excepcionales ganancias, muchos amigos, altas y
reconocidas influencias sociales, y vive a capricho de su libre albedrío. El
que persigue la riqueza como meta única de su existencia, acumulando con
egoísmo bienes en abundancia, es un pobre hombre, porque se hace esclavo de las
cosas, y no señor de ellas, y siempre está “necesitado” y hambriento de cosas. El amor
despiadado y sin control a la riqueza hace al hombre avaro, pues siempre se considera pobre, por
mucho dinero que tenga. Sin embargo, el hombre evangélicamente pobre, se
considera rico, aunque sólo tenga lo necesario para vivir.
Riqueza
y pobreza, medios de salvación eterna
La Historia de la Iglesia nos enseña que la
santidad está al alcance de los que viven el espíritu o el voto de la pobreza,
sean realmente pobres o ricos, como lo atestigua el catálogo de los muchos
santos, de distintas clases sociales, incluso reyes, a quienes hoy veneramos en
los altares. Muchos santos, inmensamente ricos, dieron todos sus bienes a los
pobres y siguieron de cerca al Maestro, que tan pobre vivió en este mundo que no
tenía donde reclinar su cabeza (Mt 8,20; Lc 9,58) Este estilo
de vivir la pobreza extrema y heroica lo vivieron muchos santos, por ejemplo
San Francisco de Asís, pero no son modelos comunes para todos los cristianos,
porque depende fundamentalmente de una gracia singular del Espíritu Santo,
que pocos reciben, y de la
correspondencia a ella. Otros muchos cristianos, religiosos y laicos, vivieron
la pobreza real de hecho y de espíritu con desprendimiento total de todo y de
todos.
Considerada la condición humana,
la experiencia enseña que la riqueza es un
obstáculo importante para vivir la pobreza del Evangelio, imitando a
Jesucristo, pues los bienes materiales
de este mundo cautivan y pueden esclavizar las legítimas aspiraciones del
corazón humano. La riqueza trastoca el
corazón, lo corrompe, fomenta alocadamente las pasiones que desembocan en
muchos vicios, y conlleva al hombre a su desgracia en la tierra con peligro de
la condenación eterna. En cambio, la pobreza es una gran ventaja para la
santidad, porque la ausencia de bienes, no necesarios o convenientes, es una
buena oportunidad para identificarse con Cristo, porque
bien utilizados en justicia y caridad, son un símbolo imperfecto de los bienes
eternos del Cielo. Hay que disfrutar de
los bienes materiales y humanos, sin apego, porque Dios, como Padre, se alegra
cuando nos ve jugar, como niños, con nuestras cosas.
La
pobreza evangélica es un estado del corazón y no una situación económica de la
vida. No consiste en carecer de cosas simplemente, sino en vivir dignamente, sin apego a las riquezas. Se puede ser
evangélicamente pobre, siendo rico, y ser evangélicamente “rico”, siendo pobre.
Es evangélicamente rico, el que vive
feliz con lo que tiene, sin estar
“necesitado” de nada. La inmensa
mayoría de los hombres son pobres porque no pueden ser ricos: pobreza padecida
y no elegida. Bastantes cristianos eligen
la pobreza por vocación, la aceptan con más o menos alegría para ser santos e
imitar a Jesucristo.
Jesucristo nos dijo en el Evangelio: "Dichosos los pobres de espíritu
porque de ellos es el Reino de Dios" (Mt 5, 3). Los pobres de espíritu bienaventurados, de
los que es el Reino de Dios, son aquellos, pobres o ricos realmente, que no
tienen el corazón apegado a las riquezas, pues se puede ser rico con cualquier
cosa que se tenga, y pobre teniendo muchas cosas en abundancia. Los pobres,
evangélicamente hablando, no son bienaventurados, simplemente por el hecho
sociológico de ser pobres; ni los ricos son desdichados por su condición social
de tener muchos bienes materiales.
La
pobreza, como virtud, es un valor condicionante para poseer el Reino de Dios.
Para obtenerla hay que liberarse de todo. Lo dice Jesús en el Evangelio: "Yo os aseguro que nadie deja casa,
hermanos, hermanas, padre, madre, hijos o tierras por mí o por el Evangelio,
que no reciba el ciento por uno ya en este mundo...y en el siglo venidero, la
vida eterna".
No hay comentarios:
Publicar un comentario