sábado, 26 de septiembre de 2020

Vigésimo sexto domingo. Tiempo ordinario. ciclo A

           Jesús predicó la misericordia de Dios Padre en el Evangelio, que es la gran noticia de la misericordia divina explicada en muchas frases contenidas en discursos de materias distintas; y de una manera expresiva en parábolas, por ejemplo: el buen pastor, la oveja perdida, la perla preciosa perdida y de manera expresivamente literaria en la parábola del hijo pródigo, que tal vez se podría llamar la parábola del buen Padre, que vamos a comentar.

 La llamada parábola del Hijo Pródigo es la demostración de la misericordia del Padre con sus hijos, los cristianos convertidos. El hijo menor o pródigo se marcha de la Casa del Padre para liberarse de la disciplina y  buscar la libertad en el mundo, y lo que encuentra es el desengaño y la esclavitud de vicios. Y hundido en la miseria y muerto de hambre, rompiendo todos los temores, decide volver, en calidad de criado, no de hijo,  a la Casa del Padre, que le estaba esperando con los brazos abiertos; y lo que encuentra es la libertad y el Padre de siempre, que no conocía. Representa a los cristianos pecadores que dejan a Dios para ser libres en el mundo, y desengañados, vuelven a la Casa del Padre, donde encuentran la libertad, la paz y la felicidad.

 El hijo mayor, que siempre estuvo en la Casa del Padre bajo su obediencia, pero con indiferencia, frialdad o tibieza, representa a los pecadores que cumplen con la Iglesia en estado de pecado venial habitualmente, sin lucha por el progreso espiritual. Y cuando vuelve su hermano a Casa, y sabe que su Padre ha recibido a ese hijo suyo con banquete y música, no quiere volver a Casa, representa a los pecadores que están en la Iglesia, Casa del Padre, pero lejos del corazón del Padre.

 En definitiva, la misericordia de Jesús está expresada en esta parábola para todos los cristianos pecadores que se arrepienten y vuelven a la Casa del Padre.

 Hagamos un comentario sobre la parábola, explicando tres puntos destacados:

  • El hijo menor
  • El hijo mayor
  • El padre


 EL HIJO MENOR

        El hijo menor pide la herencia que no le corresponde al Padre para marcharse de casa; y él, sin ninguna obligación en derecho, por propia voluntad la reparte entre los dos hijos. A los pocos días, se marchó de casa a un país lejano porque quería ser libre, y no vivir bajo la obediencia del padre y de la disciplina de la casa; y lo que consiguió fue no la libertad sino el libertinaje, la esclavitud de sus pasiones. 

Libre ya de la obediencia, derrochó la hacienda viviendo como un perdido entre amigotes, comidas juergas y diversiones. Cuando se le acabó el dinero, sobrevino en aquel país el hambre, y empezó él a pasar necesidad. No encontrando trabajo, se vio obligado a ponerse a servir a un amo, desempeñando el oficio bajo y denigrante de guardar cerdos,  hasta el extremo de que quería llenar su estómago de las algarrobas que comían los cerdos, y nadie, se las daba.

En esa gravísima  necesidad, se acordó de su padre y de su casa y pensó: “¡Cuántos jornaleros de mi padre están hartos de pan, mientras que yo aquí me muero de hambre!”.

Dios permite al pecador, hundido en la miseria, que padezca males para que vuelva a Dios y compruebe que lo que había dejado era mucho mejor que lo que encontró fuera de la casa del Padre. El mal es en algunas personas una ocasión para que venga el bien, por aquello de que “no hay mal que por bien no venga.”

El hijo pródigo examina detenidamente su penosa situación, y entre tentaciones y luchas interiores de vergüenza de sí mismo  y confianza en el Padre, decide ponerse en marcha a su encuentro, con el deseo de pedirle perdón y un puesto de trabajo en su casa, en calidad de siervo.

Se puso en camino hacia la casa del Padre, y se encontró con la sorpresa de que le estaba esperando a la entrada del pueblo: Cuando aún estaba lejos, su padre le vio, y, lleno de emoción, fue corriendo a echarse al cuello de su hijo y le cubrió de besos.

Cuando por nuestros pecados, arrepentidos, queremos volver a Dios, resulta que antes que lleguemos al Padre, Él ya nos está esperando. El encuentro del pecador con Dios no es una casualidad sino la causalidad del amor.

El hijo confesó delante del padre su pecado, y él, en vez de reprenderle o hacerle los cargos, le recibe como hijo, manda a sus criados cambiarle el vestido, ponerle un anillo en su mano, y sandalias en sus pies, matar el ternero y celebrar un banquete con música, porque este hijo había muerto y había resucitado. El hijo se quedó en la casa con el padre durante toda su vida.

En el hijo menor están simbolizados los cristianos que estuvieron un tiempo en la Iglesia, a bien con Dios, y buscando la libertad cayeron en la degradación de la vida de pecado, siendo esclavos de sus pasiones, y no señores de ellas.

 EL HIJO MAYOR

El hijo mayor estuvo siempre trabajando en la casa del padre cumpliendo sus órdenes, pero lejos de su corazón. Cuando se enteró por un criado de la casa del comportamiento de su padre con su hermano menor, a quien había recibido a bombo y platillo, regalándole  un traje de fiesta, celebrando un banquete con música y todo, se enfadó y no quería entrar en casa. El padre salió a su encuentro y trató de persuadirle, pero él, enfadado, manifestó sus quejas, aparentemente justas: “Estoy siempre en tu casa sin desobedecer jamás tus órdenes, y nunca me diste un cabrito para divertirme con mis amigos” (Lc 15,29). En cambio, cuando volvió ese hijo tuyo, no mi hermano, después de haber derrochado tu fortuna pecando con mujeres, premias su vuelta y celebras una fiesta. Pero el padre le hizo los razonamientos: “Deberías alegrarte porque tú siempre has estado conmigo,  todo lo mío es tuyo, en cambio, tu hermano estaba perdido y lo hemos recuperado”.

 Las quejas del hijo mayor se explican humanamente, porque el comportamiento del padre con el hijo menor suscitó la envidia en el hermano mayor. Pero como el padre de la parábola era Dios, Padre único, es una explicación del amor de Padre, excepcional, para con todos sus hijos pecadores, pues los dos eran pecadores. Y parece más y mejor padre para los hijos que más lo necesitan, como hacen los padres de la tierra.

 El hijo mayor no reconoce a su hermano, como hermano, sino como hijo de su padre. Y el que no reconoce al hombre como hermano, no puede ser verdadero hijo del Padre. ¿Quién es más prodigo el hijo menor o el hijo mayor?

           En el hijo mayor pueden estar significados los cristianos, practicantes de toda la vida, que estamos en la Iglesia, simplemente cumpliendo las leyes con indiferencia, tibieza o rutina, pero lejos del corazón de Dios, Padre; y nos molesta que los hermanos arrepentidos, que llevaron una vida de pecado, vuelvan a la Iglesia y reciban un trato de fiesta.

 EL PADRE

        La figura del Padre es un personaje ideal, único, excepcional, de bellísima ficción literaria, no real, un padre puramente imaginario que no corresponde a la realidad de un  padre de la tierra, porque representa a Dios, Padre, que no tiene parangón. El padre de esta parábola trasciende la concepción humana de los cuentos didácticos de la más sublime imaginación.

El padre reparte la hacienda entre los dos hijos (Lc 15,12) simplemente porque se la pide el hijo menor, sabiendo que no era bueno y estaba harto de estar en su casa, sometido a la obediencia para  vivir su vida en libertad.

 Ningún padre de la tierra da la hacienda al hijo que se quiere marchar de casa a derrochar su fortuna en vicios y pecados. La hacienda se hereda o se reparte en vida, si quieren los padres, cosa no aconsejable, o a la muerte, según testamento, y no porque se la pida el hijo.

 El padre vio al hijo que volvía a casa cuando aún estaba lejos, porque estaba esperando siempre su vuelta (Lc 15,20). Un buen padre siempre espera el regreso del hijo que se marcha de casa, aunque sea malo. La psicología humana me hace pensar que el padre se asomaría frecuentemente a la azotea para ver el último lugar, que quedó fijado en su memoria, por donde perdió de vista a su hijo, con la esperanza de volverle a recuperar.

            Cuando el padre vio de lejos al hijo que regresaba, emocionado echó a correr, siendo mayor, cosa significativa pues los mayores no pueden correr, y cuando llegó a donde estaba él se echó al cuello de su hijo y le cubrió de besos (Lc 15,20), antes de que le pidiera perdón. Cuando el hijo, arrepentido de su pecado, le pidió perdón a su padre y  un puesto de trabajo en la servidumbre de su casa, el padre mandó vestirle con un traje de fiesta, ponerle un anillo, calzar sus pies con sandalias nuevas, signos de verdadero hijo, y mandó celebrar un banquete con música (Lc 15, 21-24). 

            Lo mismo pasó con el hijo mayor. Cuando regresaba del campo y se acercó a la casa, al enterarse de la fiesta que había organizado su padre porque había vuelto su hermano, se enfadó y no quería entrar. Pero el padre salió a su encuentro, le hizo los razonamientos oportunos, y le persuadió a que entrara. Pero él le dio las quejas, muerto de envidia. No sabemos si los razonamientos persuasivos del padre hicieron que el hijo mayor entrara en la casa del padre, pienso que sí. Y ambos hijos vivirían juntos con los roces normales de hermanos, pero cada hijo encontraría distintamente en su casa a su padre. 

             La presente parábola nos enseña que  Dios es Padre de todos los pecadores, y está deseando y preparado para que vuelva el hijo para perdonarlo,  de cualquier manera que haya sido su vida de pecado, pues su corazón es infinito de amor y perdón para sus hijos, por muy pecadores que sean.

 

 

 

sábado, 19 de septiembre de 2020

Vigésimo quinto domingo. Tiempo ordinario. Ciclo A

 PROVIDENCIA DE DIOS

 MIS PLANES NO SON VUESTROS PLANES (Is 55,8)

 

            He elegido un versículo de la primera lectura de la liturgia de la Palabra del domingo de hoy, veinticinco del tiempo ordinario, ciclo A, para pronunciar la homilía: “Los planes de Dios no son como los planes de los hombres”. Y es lógico que así sea, pues los planes de Dios son divinos y los planes del hombre son humanos, y entre los pensamientos de Dios y los pensamientos del hombre no hay posible correspondencia. Porque Dios es el ser eterno, que no tuvo principio ni tendrá fin, sabiduría infinita y perfección absoluta, y el hombre es un ser creado, limitado, sometido a errores y a imperfecciones.

             ¿Quién y cómo es Dios? ¿Qué es la eternidad?

             Dios por ser eterno, lo es todo. Todo lo que es Dios no se puede ni siquiera imaginar. Dios es omnipotente, infinitamente sabio, absolutamente perfecto. Es desde el punto de vista de la razón y desde el punto de vista de la revelación un misterio para el hombre que solamente tiene conceptos humanos.

            Sabemos por la simple razón que Dios es eterno, el Creador de todas las cosas y la causa de todas las causas, misterio absoluto; y por la fe sabemos también que Dios es un ser trinitario: Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo, uno en esencia y Trino en Personas. ¿Esto qué es?

            Si Dios es en su ser un misterio para el hombre, lo es también en su modo de proceder y obrar, porque procedemos y obramos conforme somos. Las funciones vegetativas corresponden a un vegetal, las sensitivas a un animal, las humanas, corresponden a un hombre, las angélicas al ángel y las divinas corresponden a Dios. Por consiguiente, es una verdad contundente que los planes de Dios no pueden ser como los planes de los hombres, pues no podemos conocer cuál es la última voluntad de Dios en todas las cosas, qué es lo que Dios quiere y por qué.

La pobre razón humana, por elevada que sea en su entender, no lo puede concebir, ni siquiera imaginar. Lo sabremos cuando estemos en el Cielo; pero mientras tanto tendremos siempre una idea de Dios humana, vaga e imprecisa, porque el entendimiento del hombre conoce las cosas desde la perspectiva de lo material y valiéndose de los sentidos. Incluso nosotros, que somos cristianos, que estamos iluminados por la fe, no entendemos lo que creemos.

            Los hombres tenemos unos planes que son humanos, pero Dios escribe derecho con “renglones torcidos”, decía Santa Teresa de Jesús. Y es lógico, porque la escritura del hombre es la expresión caligráfica de su pensamiento, que es equivocado muchas veces; y aunque el hombre acierte a decir verdad por escrito, es dentro de una concepción puramente humana, que no puede ajustarse, de ninguna manera, al juicio de Dios. Por lo tanto, no es extraño que nos preguntemos el por qué de las cosas que suceden en el mundo, que no tienen respuesta humana, y que son un misterio para la pobre y humilde razón: ¿Por qué Dios que es Padre, manda o permite tantos males para el hombre? ¿No es Dios infinitamente bueno? ¿Por qué quiere o permite tantos males? ¿No es Padre? ¿Por qué manda o no evita tantos males para los hombres, que somos sus hijos? ¿Por qué tantos dolores, tantas desgracias, tantos infortunios, tantos males como suceden siempre en el mundo?

Respondamos a estos interrogantes con la siguiente reflexión  teológica.

Dios es Creador que ha creado las cosas de la nada para el bien de los hombres. Sabemos esto por el simple Catecismo. Dios es también conservador de todo lo que ha creado por su providencia divina. Dicen los teólogos que la conservación de todas las cosas es una creación continuada, porque si Dios no estuviera presente en la creación que hizo al principio las cosas “no serían”.

El bien y el mal, desde la fe, son valores absolutos que hay que evaluar desde la perspectiva de la eternidad, de manera que es bueno lo que para Dios es bueno y malo lo que para Dios es malo. El bien absoluto es Dios y el mal lo que va contra Dios. Todos los demás bienes son limitados, caducos, transitorios, relativos; y muchos males humanos y terrenos tienen razón de bien último, como dice el refrán castellano: “No hay mal que por bien no venga”.

San Pablo, escribiendo a los romanos, dice que Dios concurre con todas las cosas para el bien del hombre. Lo cual quiere decir, hermanos, que todo lo que sucede, bien porque lo quiere Dios, o bien porque Dios lo permite, es bueno en sí mismo, o es malo aparentemente y en sentido humano, pero bueno en relación a su último fin. Todo lo que existe y sucede tiene su providencia amorosa.

Un día vamos por la calle, la plaza de Bilbao, por ejemplo, y vemos excavadoras que mueven tierra, peones con palas y carretillas, casetas, camiones que van y vienen. Y nos preguntamos ¿qué irán a hacer aquí? Y nos imaginamos muchas cosas, sin saber en concreto qué es lo que se va a hacer allí. Pero sí sabemos que en esa obra hay unos planos y un arquitecto superior que la dirige. Nadie conoce totalmente nada más que él todos los detalles de la construcción. Los peones, albañiles y obreros de la construcción conocen el plan en general, una residencia de la tercera edad, por ejemplo. Los arquitectos técnicos y maestros de obra saben algo más, pero nunca tanto como el que dirige la obra. Pero esos planos primeros van variando sobre la marcha, pues no hay ningún plan humano que no se cambie, porque el hombre es perfectible y se equivoca. Y hasta que las obras no se terminan, no la conocemos bien.

Los planes de Dios son inamovibles, intocables. Tal como Dios previó desde el principio la creación y la conservación de todas las cosas, se van a cumplir.

Pues, bien, hermanos, que no os sorprenda nada de lo que pasa, pues  nada existe por el azar ni por casualidad. Todas las cosas concurren para el amor que Dios tiene a los hombres. Por consiguiente, hermanos, cuando nos sucedan cosas y veamos realmente que son muy distintas a como nosotros las planificamos, pensemos que están bien hechas, pues cuando este mundo termine y todo sea transformado en Cristo Jesús, resucitado y glorioso, al fin de los tiempos, todo se verá, a la luz de la eternidad, bueno para la gloria de Dios y bien de los hombres.

Aceptemos todas las cosas que van sucediendo como venidas de Dios o permitidas por Dios para un “bien”. Esta es la primera conclusión que podemos sacar: aceptar con fe todos los acontecimientos de la vida, como procesos para el bien supremo y eterno, que es Dios visto, contemplado y gozado totalmente para siempre.

            Por lo tanto, hermanos, pidamos a Dios que nos dé la fortaleza para aceptar todo aquellos que nosotros no podemos remediar, aceptarlo como bien o como para un bien, aunque humanamente sea un mal temporal. Y ofrecerlo todo al Señor con fe y esperanza para su gloria y bien de todos los hombres.

Repetimos para recalcar ideas: Todas las cosas que suceden en el tiempo tienen una perspectiva última y eterna, que es Dios, “Bien supremo”, que comprenderemos cuando estemos en el Cielo, respuesta que saciará todas nuestras ignorancias y dudas. Dios quiere o permite siempre la cruz personal, familiar o social como un bien supremo para el hombre, aunque no entendamos, pues los “planes de Dios no son como los planes de los hombres”.

    

sábado, 12 de septiembre de 2020

Vigésimo cuarto domingo. Tiempo ordinario. Ciclo A

    PERDONA LA OFENSA A TU PRÓJIMO

La primera y tercera lectura de la liturgia de la Palabra del domingo veinticuatro del tiempo ordinario, ciclo A, que estamos celebrando, nos habla del perdón a los que nos ofenden, condición indispensable para recibir el perdón de nuestros pecados, y tema muy importante para la vida cristiana, porque es una de las siete peticiones que nos mandó pedir Jesucristo en la oración del padre nuestro.

En la primera lectura del libro del Eclesiástico se nos dice que “el furor y la cólera son odiosos, pecados que tiene el pecador en posesión” y que serán objeto de la venganza o justicia de Dios. Si no perdonamos a los que nos ofenden, no esperemos el perdón de nuestros pecados, ni la salud o bienes que podamos pedir al Señor, porque es un contrasentido. "¿Cómo puede un hombre guardar rencor a otro y pedir la salud al Señor?" El remedio para perdonar a quienes nos ofenden es pensar en la muerte y guardar los mandamientos.

En el Evangelio se nos recalca la misma idea: hay que perdonar siempre a quienes nos ofenden. San Pedro preguntó al Señor cuántas veces tenemos que perdonar a nuestros enemigos; y haciendo alarde de generosidad marcó un número exagerado de veces que tenemos que perdonar ¿Hasta siete veces? Y Jesús le contestó:

-No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete, es decir, en frase hiperbólica, siempre. Y para reforzar esta respuesta, Jesús propuso la parábola de los dos deudores: Un deudor debía a un rey diez mil talentos, y como no tenía con qué pagar, el señor mandó que lo vendieran a él con su mujer y sus hijos y todas sus posesiones, y que pagara así. Y el deudor cayó de rodillas y pidió a su señor tiempo para pagarle toda la deuda. Al señor le dio lástima, y le perdonó toda la deuda y le dejó marchar.

Y sucedió que cuando iba a su casa en el camino se encontró con un deudor que le debía cien denarios, y agarrándolo lo estrangulaba diciendo:

-Págame lo que me debes.

Y el deudor, arrojándose a sus pies, le rogaba diciendo:

-Ten paciencia conmigo, y te lo pagaré.

Pero él se negó, y fue lo metió en la cárcel hasta que pagara lo que le debía.

Los compañeros fueron y contaron lo sucedido al rey. Entonces el señor lo llamó y le dijo: 

 - ¡Siervo malvado! Toda aquella deuda te la perdoné porque me lo pediste

¿No podías tú también tener compasión de tu compañero? Como yo tuve compasión de ti.

Y el señor, indignado, lo entregó a los verdugos hasta que pagara toda la deuda.

Y como consecuencia de esta parábola, Jesús concluyó:

- Lo mismo hará con vosotros mi Padre del Cielo si cada cual no perdona de corazón a su hermano.

De estas dos lecturas se desprenden cinco consecuencias espirituales  para nuestra vida cristiana: cinco de la primera lectura del libro del Eclesiástico. Y tres del Evangelio. En total ocho. 

  • El furor y la cólera son odiosos;
  • Del vengativo se vengará el Señor o le hará justicia;
  • Dios perdona en la medida que nosotros perdonamos a nuestros ofensores;
  • Es un contrasentido pedir salud o bienes al Señor, ni no perdonamos a quienes nos han ofendido.
  • Para perdonar hay que pensar en la muerte y en los mandamientos.
  • El número de veces que tenemos que perdonar a nuestros enemigos es ilimitado, no siete veces, sino setenta veces siete, que es una manera hiperbólica de decir siempre, y no 490 veces.
  • El perdón a los enemigos es condición indispensable para que el Señor nos perdone nuestros pecados, pues es una injusticia no perdonar a un hombre y querer ser perdonado por Dios.
  • El que no perdona al hermano no es perdonado por Dios.

El hombre generalmente se siente instintivamente casi siempre ofendido y pocas veces ofensor. Esta afirmación no es arbitraria, sino que está fundada en la experiencia de la vida. Nos cuesta reconocer nuestros fallos y nos molesta que se nos digan a la cara o nos reprendan por ellos. Es un mecanismo instintivo de defensa personal,  fruto del orgullo, de la soberbia, o de derecho legal a justificar la inocencia, que muchas veces no existe,  para evitar el castigo.

El orgullo anida en el escondite más oculto del corazón, y es tan grande que pensamos que son los otros los que nos hacen mal y nos ofenden, y que nosotros somos los ofendidos. Y esto lo podemos observar en los niños que se pronuncian al exterior, como son.

Si en grupo de niños alguien ha hecho un mal, y preguntamos: ¿Quién ha sido? La respuesta de los niños, en general, es: Éste, señalando al que realmente es el culpable, sin compasión y con severa justicia; y si se le pregunta al culpable, responde con mentira: éste señalando al que está al lado; y pocas veces el interesado dice yo, manifestando su culpabilidad. Solamente reconoce  la verdad el culpable que no tiene escapatoria, cuando la evidencia lo delata.

Este estilo de defensa adulta e infantil, existió ya desde el principio en el paraíso terrenal.

Cuando Dios preguntó a Adán: ¿Por qué has comido del árbol prohibido?, en figura poética del Génesis, que significa ¿por qué has pecado? Respondió: “La mujer que me diste por compañera me dio del árbol y comí. El Señor dijo a la mujer: ¿Qué es lo que has hecho? Y la mujer respondió: La serpiente me engañó y comí” (Gén 3,11-13) Y luego Dios fue castigando por orden inverso al que había preguntando: a la serpiente, a la mujer y al hombre.

¿Quién reconoce de verdad su pecado delante de los hombres, incluso delante de Dios?

Seamos consecuentemente humildes para reconocer nuestros pecados delante de los hombres y de Dios, sobre todo, y para confesarlos en el sacramento de la Penitencia.

Es condición indispensable perdonar para ser perdonados.

Lo que pasa es que estamos convencidos de que son ellos los que tienen que pedirnos perdón, que son los ofensores y nosotros los ofendidos. Demos por verdadero este supuesto, que es discutible entre los hombres, y a lo mejor verdadero delante de Dios, que tal vez nos da subjetivamente la razón a todos, pues va a suceder en muchos casos que nos va juzgar a cada uno según nuestra conciencia y nos va a premiar a todos porque hemos obrado con conciencia cierta, aunque errónea, si aquí en la tierra nos hemos perdonado.

Hay dos cuestiones que quisiera tratar: Qué es el perdón y cómo tenemos que perdonar

Perdonar no significa no sentir, pues perdona la persona como es. Unos son muy sensibles por temperamento, otros son menos sensibles y otros nada o poco sensibles, fáciles para dejar de sentir, por naturaleza o por soberbia. El sentimiento puede coexistir con el perdón, pues perdonar no es anular la herida que produjo la ofensa en el alma que dejó huellas en la sensibilidad.

Sentir no es consentir. Perdonar no quiere decir reanudar la amistad que se perdió por la ofensa, ni omitir los derechos de la justicia, ni perdonar los daños que te ha causado el ofensor, pues se puede perdonar sintiendo en el corazón el daño que se ha recibido con la ofensa, y  exigir el cumplimiento de la justicia. Las ofensas familiares se deben perdonar en cristiano. No se entiende que padres e hijos no se hablen, que hermanos se nieguen la palabra, el saludo la amistad normal y natural.

Es una pena que haya familiares, hermanos, que no se hablen por culpa de las herencias, que son generalmente las causas. Perdonar tampoco es olvidar, pues se puede perdonar, sin olvidar las ofensas.

Perdonar es no vengarse del mal que se ha recibido queriendo para el ofensor el mismo o mayor mal que de él se ha recibido y no utilizar la justicia por la propia mano. No se entiende que los familiares íntimos no se hablen, por lo menos en las relaciones humanas elementales, no se visiten en enfermedades importantes o terminales y no cumplan con las obligaciones sociales propias de los hombres, amigos y circunstancias.

El ejemplo del modo de perdonar es Jesús en la cruz: Pidió al Padre el perdón para quienes le habían crucificado, argumentando la causa verdadera: porque no sabían lo que hacían. Y era verdad, pues si hubieran sabido que habían matado a Dios, hecho hombre, no hubieran crucificado al Señor

sábado, 5 de septiembre de 2020

Vigésimo tercer domingo.Tiempo ordinario.Ciclo A


            El Evangelio que acabamos de proclamar en el nombre del Señor, nos ofrece dos temas interesantes para nuestra consideración: la corrección fraterna y la fuerza de la oración comunitaria. Yo voy a fijar mi atención solamente en la corrección fraterna, como tema de la homilía que voy a pronunciar.

            La corrección fraterna no es un consejo evangélico sino una obligación  que en la práctica resulta tan difícil que se hace generalmente casi imposible. Se ejerce principalmente en la institución familiar o en comunidades obligadas a la convivencia con ciertos vínculos religiosos. En otros ambientes es aconsejable entre familiares y amigos de verdad dentro de ciertos límites.

Los padres deben corregir a sus hijos en el período de formación, pero  cuando se van haciendo mayores, deben corregirlos de la manera que puedan, si pueden, con amor comprensivo y buenos modos. Sería deseable y un ideal que la corrección fraterna se hiciera también entre esposos, hermanos y amigos.

¡Qué bonito, sería, hermanos, que un hijo ya mayor dijera a su padre: ¡te has equivocado! Y que el padre dijera: Llevas razón, hijo, cometí un error.  ¡Qué maravilloso sería que un hermano advirtiera a otro: Mira, ¡no vas por buen camino! Pero ¿qué padre reconoce el defecto que el hijo le corrige, qué hijo mayor acepta la corrección del padre o qué hermano admite la corrección fraterna?

        En la vida religiosa, hermanos, los superiores deben amonestar a los hermanos que no cumplen las Constituciones o las obligaciones del propio oficio en asuntos graves, con escándalo o mal ejemplo para la Comunidad. En cuanto a la corrección fraterna entre hermanos, no aconsejable,  no es imposible para quienes buscan de verdad la santidad.

¡Qué difícil,  es corregir al otro! La razón y fundamento de la dificultad, hermanos, consiste en la falta de humildad, porque o no nos creemos los defectos que nos corrigen o nos molesta que se nos digan los que realmente tenemos. Conocerse uno a sí mismo es una de las asignaturas más difíciles de aprobar con nota en la carrera de la santidad. Nos enseñan los maestros de la vida espiritual que para conocerse a sí mismo hay que hacer examen de conciencia dos veces al día, una  al mediodía y otra  por la noche. Pero como cada uno se examina  según el criterio personal que tiene sobre la perfección, resulta que para poco o nada sirve el examen de conciencia, si uno no es realmente humilde.

Cuando el que te corrige te ama, piensa que tal vez lleve razón en lo que te corrige, pues pocas veces lo que te dice una persona que te quiere es calumnia.  Y si no tienes ese defecto del que te corrige, tendrás oculto otro que nadie sabe.  Lo uno por lo otro.

Es necesario estudiar libros que hablen de las virtudes cristianas, hacer oración con referencia al comportamiento diario, pedir a Dios gracias para corregirse, escuchar la Palabra de Dios y consultar a maestros de experiencias virtuosas.

¿Cuándo y cómo se ha de corregir?
           
El momento oportuno no suele ser el instante en que se está cometiendo el pecado o se está procediendo mal, a no ser que no se deba o pueda aplazar la corrección. Si tienes confianza con quien has de corregir y puedes, deja pasar el tiempo, duerme, y cuando todas las cosas se pongan bien y exista armonía y paz, entonces suele ser  el mejor momento psicológico para ejercer la corrección fraterna.

¿Cómo? Como dice el Evangelio: Primero, en privado. Pocas veces o casi nunca corrijas al hermano en público, pues esa actitud es  improcedente psicológicamente y poco o nada virtuosa, pues el resultado será hacer más daño que bien. “Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre los dos. Si te hace caso, has salvado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a otro o  a otros dos o tres testigos. Si no les hace caso, díselo a la Comunidad, y si no  hace caso, ni siquiera a la Comunidad, considéralo como un pagano o un publicano”     

Que el Señor nos dé a todos una humildad profunda para conocernos en la oración, en el examen de conciencia, en el trato con Dios, con la ayuda de un maestro en la vida espiritual o amigo; y que ejercitemos la virtud cristiana de la corrección fraterna de la manera que  se pueda, cómo se pueda, cuando se pueda, pero con amor comprensivo, caridad y  profunda humildad.