PERDONA LA OFENSA A TU PRÓJIMO
La primera y
tercera lectura de la liturgia de la Palabra del domingo veinticuatro del
tiempo ordinario, ciclo A, que estamos celebrando, nos habla del perdón a los
que nos ofenden, condición indispensable para recibir el perdón de nuestros
pecados, y tema muy importante para la vida cristiana, porque es una de las
siete peticiones que nos mandó pedir Jesucristo en la oración del padre
nuestro.
En la primera
lectura del libro del Eclesiástico se nos dice que “el furor y la cólera son
odiosos, pecados que tiene el pecador en posesión” y que serán objeto de la
venganza o justicia de Dios. Si no perdonamos a los que nos ofenden, no
esperemos el perdón de nuestros pecados, ni la salud o bienes que podamos pedir
al Señor, porque es un contrasentido. "¿Cómo puede un hombre guardar
rencor a otro y pedir la salud al Señor?" El remedio para perdonar a
quienes nos ofenden es pensar en la muerte y guardar los mandamientos.
En el Evangelio se
nos recalca la misma idea: hay que perdonar siempre a quienes nos ofenden. San
Pedro preguntó al Señor cuántas veces tenemos que perdonar a nuestros enemigos;
y haciendo alarde de generosidad marcó un número exagerado de veces que tenemos
que perdonar ¿Hasta siete veces? Y Jesús le contestó:
-No te digo hasta
siete veces, sino hasta setenta veces siete, es decir, en frase hiperbólica,
siempre. Y para reforzar esta respuesta, Jesús propuso la parábola de los dos
deudores: Un deudor debía a un rey diez mil talentos, y como no tenía con qué
pagar, el señor mandó que lo vendieran a él con su mujer y sus hijos y todas
sus posesiones, y que pagara así. Y el deudor cayó de rodillas y pidió a su
señor tiempo para pagarle toda la deuda. Al señor le dio lástima, y le perdonó
toda la deuda y le dejó marchar.
Y sucedió que cuando iba a su casa en el camino se encontró con un deudor que le debía cien denarios, y agarrándolo lo estrangulaba diciendo:
-Págame lo que me debes.
Y el deudor, arrojándose a sus pies, le rogaba diciendo:
-Ten paciencia conmigo, y te lo pagaré.
Pero él se negó, y
fue lo metió en la cárcel hasta que pagara lo que le debía.
Los compañeros fueron y contaron lo sucedido al rey. Entonces el señor lo llamó y le dijo:
- ¡Siervo malvado! Toda aquella deuda te la perdoné porque me lo pediste
¿No podías tú
también tener compasión de tu compañero? Como yo tuve compasión de ti.
Y el señor,
indignado, lo entregó a los verdugos hasta que pagara toda la deuda.
Y como
consecuencia de esta parábola, Jesús concluyó:
- Lo mismo hará
con vosotros mi Padre del Cielo si cada cual no perdona de corazón a su
hermano.
De estas dos lecturas se desprenden cinco consecuencias espirituales para nuestra vida cristiana: cinco de la primera lectura del libro del Eclesiástico. Y tres del Evangelio. En total ocho.
- El furor y la cólera son odiosos;
- Del vengativo se vengará el Señor o le hará justicia;
- Dios perdona en la medida que nosotros perdonamos a nuestros ofensores;
- Es un contrasentido pedir salud o bienes al Señor, ni no perdonamos a quienes nos han ofendido.
- Para perdonar hay que pensar en la muerte y en los mandamientos.
- El número de veces que tenemos que perdonar a nuestros enemigos es ilimitado, no siete veces, sino setenta veces siete, que es una manera hiperbólica de decir siempre, y no 490 veces.
- El perdón a los enemigos es condición indispensable para que el Señor nos perdone nuestros pecados, pues es una injusticia no perdonar a un hombre y querer ser perdonado por Dios.
- El que no perdona al hermano no es perdonado por Dios.
El hombre generalmente se siente instintivamente casi siempre ofendido y pocas veces ofensor. Esta afirmación no es arbitraria, sino que está fundada en la experiencia de la vida. Nos cuesta reconocer nuestros fallos y nos molesta que se nos digan a la cara o nos reprendan por ellos. Es un mecanismo instintivo de defensa personal, fruto del orgullo, de la soberbia, o de derecho legal a justificar la inocencia, que muchas veces no existe, para evitar el castigo.
El orgullo anida
en el escondite más oculto del corazón, y es tan grande que pensamos que son
los otros los que nos hacen mal y nos ofenden, y que nosotros somos los
ofendidos. Y esto lo podemos observar en los niños que se pronuncian al
exterior, como son.
Si en grupo de
niños alguien ha hecho un mal, y preguntamos: ¿Quién ha sido? La respuesta de
los niños, en general, es: Éste, señalando al que realmente es el culpable, sin
compasión y con severa justicia; y si se le pregunta al culpable, responde con
mentira: éste señalando al que está al lado; y pocas veces el interesado dice
yo, manifestando su culpabilidad. Solamente reconoce la verdad el culpable que no tiene
escapatoria, cuando la evidencia lo delata.
Este estilo de
defensa adulta e infantil, existió ya desde el principio en el paraíso
terrenal.
Cuando Dios
preguntó a Adán: ¿Por qué has comido del árbol prohibido?, en figura poética
del Génesis, que significa ¿por qué has pecado? Respondió: “La mujer que me
diste por compañera me dio del árbol y comí. El Señor dijo a la mujer: ¿Qué es
lo que has hecho? Y la mujer respondió: La serpiente me engañó y comí” (Gén
3,11-13) Y luego Dios fue castigando por orden inverso al que había
preguntando: a la serpiente, a la mujer y al hombre.
¿Quién reconoce de
verdad su pecado delante de los hombres, incluso delante de Dios?
Seamos
consecuentemente humildes para reconocer nuestros pecados delante de los
hombres y de Dios, sobre todo, y para confesarlos en el sacramento de la
Penitencia.
Es condición
indispensable perdonar para ser perdonados.
Lo que pasa es que
estamos convencidos de que son ellos los que tienen que pedirnos perdón, que
son los ofensores y nosotros los ofendidos. Demos por verdadero este supuesto,
que es discutible entre los hombres, y a lo mejor verdadero delante de Dios,
que tal vez nos da subjetivamente la razón a todos, pues va a suceder en muchos
casos que nos va juzgar a cada uno según nuestra conciencia y nos va a premiar
a todos porque hemos obrado con conciencia cierta, aunque errónea, si aquí en
la tierra nos hemos perdonado.
Hay dos cuestiones
que quisiera tratar: Qué es el perdón y cómo tenemos que perdonar
Perdonar no
significa no sentir, pues perdona la persona como es. Unos son muy sensibles
por temperamento, otros son menos sensibles y otros nada o poco sensibles,
fáciles para dejar de sentir, por naturaleza o por soberbia. El sentimiento
puede coexistir con el perdón, pues perdonar no es anular la herida que produjo
la ofensa en el alma que dejó huellas en la sensibilidad.
Sentir no es
consentir. Perdonar no quiere decir reanudar la amistad que se perdió por la
ofensa, ni omitir los derechos de la justicia, ni perdonar los daños que te ha
causado el ofensor, pues se puede perdonar sintiendo en el corazón el daño que
se ha recibido con la ofensa, y exigir
el cumplimiento de la justicia. Las ofensas familiares se deben perdonar en
cristiano. No se entiende que padres e hijos no se hablen, que hermanos se
nieguen la palabra, el saludo la amistad normal y natural.
Es una pena que
haya familiares, hermanos, que no se hablen por culpa de las herencias, que son
generalmente las causas. Perdonar tampoco es olvidar, pues se puede perdonar,
sin olvidar las ofensas.
Perdonar es no
vengarse del mal que se ha recibido queriendo para el ofensor el mismo o mayor
mal que de él se ha recibido y no utilizar la justicia por la propia mano. No
se entiende que los familiares íntimos no se hablen, por lo menos en las
relaciones humanas elementales, no se visiten en enfermedades importantes o
terminales y no cumplan con las obligaciones sociales propias de los hombres,
amigos y circunstancias.
El ejemplo del
modo de perdonar es Jesús en la cruz: Pidió al Padre el perdón para quienes le
habían crucificado, argumentando la causa verdadera: porque no sabían lo que
hacían. Y era verdad, pues si hubieran sabido que habían matado a Dios, hecho
hombre, no hubieran crucificado al Señor
No hay comentarios:
Publicar un comentario