sábado, 12 de septiembre de 2020

Vigésimo cuarto domingo. Tiempo ordinario. Ciclo A

    PERDONA LA OFENSA A TU PRÓJIMO

La primera y tercera lectura de la liturgia de la Palabra del domingo veinticuatro del tiempo ordinario, ciclo A, que estamos celebrando, nos habla del perdón a los que nos ofenden, condición indispensable para recibir el perdón de nuestros pecados, y tema muy importante para la vida cristiana, porque es una de las siete peticiones que nos mandó pedir Jesucristo en la oración del padre nuestro.

En la primera lectura del libro del Eclesiástico se nos dice que “el furor y la cólera son odiosos, pecados que tiene el pecador en posesión” y que serán objeto de la venganza o justicia de Dios. Si no perdonamos a los que nos ofenden, no esperemos el perdón de nuestros pecados, ni la salud o bienes que podamos pedir al Señor, porque es un contrasentido. "¿Cómo puede un hombre guardar rencor a otro y pedir la salud al Señor?" El remedio para perdonar a quienes nos ofenden es pensar en la muerte y guardar los mandamientos.

En el Evangelio se nos recalca la misma idea: hay que perdonar siempre a quienes nos ofenden. San Pedro preguntó al Señor cuántas veces tenemos que perdonar a nuestros enemigos; y haciendo alarde de generosidad marcó un número exagerado de veces que tenemos que perdonar ¿Hasta siete veces? Y Jesús le contestó:

-No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete, es decir, en frase hiperbólica, siempre. Y para reforzar esta respuesta, Jesús propuso la parábola de los dos deudores: Un deudor debía a un rey diez mil talentos, y como no tenía con qué pagar, el señor mandó que lo vendieran a él con su mujer y sus hijos y todas sus posesiones, y que pagara así. Y el deudor cayó de rodillas y pidió a su señor tiempo para pagarle toda la deuda. Al señor le dio lástima, y le perdonó toda la deuda y le dejó marchar.

Y sucedió que cuando iba a su casa en el camino se encontró con un deudor que le debía cien denarios, y agarrándolo lo estrangulaba diciendo:

-Págame lo que me debes.

Y el deudor, arrojándose a sus pies, le rogaba diciendo:

-Ten paciencia conmigo, y te lo pagaré.

Pero él se negó, y fue lo metió en la cárcel hasta que pagara lo que le debía.

Los compañeros fueron y contaron lo sucedido al rey. Entonces el señor lo llamó y le dijo: 

 - ¡Siervo malvado! Toda aquella deuda te la perdoné porque me lo pediste

¿No podías tú también tener compasión de tu compañero? Como yo tuve compasión de ti.

Y el señor, indignado, lo entregó a los verdugos hasta que pagara toda la deuda.

Y como consecuencia de esta parábola, Jesús concluyó:

- Lo mismo hará con vosotros mi Padre del Cielo si cada cual no perdona de corazón a su hermano.

De estas dos lecturas se desprenden cinco consecuencias espirituales  para nuestra vida cristiana: cinco de la primera lectura del libro del Eclesiástico. Y tres del Evangelio. En total ocho. 

  • El furor y la cólera son odiosos;
  • Del vengativo se vengará el Señor o le hará justicia;
  • Dios perdona en la medida que nosotros perdonamos a nuestros ofensores;
  • Es un contrasentido pedir salud o bienes al Señor, ni no perdonamos a quienes nos han ofendido.
  • Para perdonar hay que pensar en la muerte y en los mandamientos.
  • El número de veces que tenemos que perdonar a nuestros enemigos es ilimitado, no siete veces, sino setenta veces siete, que es una manera hiperbólica de decir siempre, y no 490 veces.
  • El perdón a los enemigos es condición indispensable para que el Señor nos perdone nuestros pecados, pues es una injusticia no perdonar a un hombre y querer ser perdonado por Dios.
  • El que no perdona al hermano no es perdonado por Dios.

El hombre generalmente se siente instintivamente casi siempre ofendido y pocas veces ofensor. Esta afirmación no es arbitraria, sino que está fundada en la experiencia de la vida. Nos cuesta reconocer nuestros fallos y nos molesta que se nos digan a la cara o nos reprendan por ellos. Es un mecanismo instintivo de defensa personal,  fruto del orgullo, de la soberbia, o de derecho legal a justificar la inocencia, que muchas veces no existe,  para evitar el castigo.

El orgullo anida en el escondite más oculto del corazón, y es tan grande que pensamos que son los otros los que nos hacen mal y nos ofenden, y que nosotros somos los ofendidos. Y esto lo podemos observar en los niños que se pronuncian al exterior, como son.

Si en grupo de niños alguien ha hecho un mal, y preguntamos: ¿Quién ha sido? La respuesta de los niños, en general, es: Éste, señalando al que realmente es el culpable, sin compasión y con severa justicia; y si se le pregunta al culpable, responde con mentira: éste señalando al que está al lado; y pocas veces el interesado dice yo, manifestando su culpabilidad. Solamente reconoce  la verdad el culpable que no tiene escapatoria, cuando la evidencia lo delata.

Este estilo de defensa adulta e infantil, existió ya desde el principio en el paraíso terrenal.

Cuando Dios preguntó a Adán: ¿Por qué has comido del árbol prohibido?, en figura poética del Génesis, que significa ¿por qué has pecado? Respondió: “La mujer que me diste por compañera me dio del árbol y comí. El Señor dijo a la mujer: ¿Qué es lo que has hecho? Y la mujer respondió: La serpiente me engañó y comí” (Gén 3,11-13) Y luego Dios fue castigando por orden inverso al que había preguntando: a la serpiente, a la mujer y al hombre.

¿Quién reconoce de verdad su pecado delante de los hombres, incluso delante de Dios?

Seamos consecuentemente humildes para reconocer nuestros pecados delante de los hombres y de Dios, sobre todo, y para confesarlos en el sacramento de la Penitencia.

Es condición indispensable perdonar para ser perdonados.

Lo que pasa es que estamos convencidos de que son ellos los que tienen que pedirnos perdón, que son los ofensores y nosotros los ofendidos. Demos por verdadero este supuesto, que es discutible entre los hombres, y a lo mejor verdadero delante de Dios, que tal vez nos da subjetivamente la razón a todos, pues va a suceder en muchos casos que nos va juzgar a cada uno según nuestra conciencia y nos va a premiar a todos porque hemos obrado con conciencia cierta, aunque errónea, si aquí en la tierra nos hemos perdonado.

Hay dos cuestiones que quisiera tratar: Qué es el perdón y cómo tenemos que perdonar

Perdonar no significa no sentir, pues perdona la persona como es. Unos son muy sensibles por temperamento, otros son menos sensibles y otros nada o poco sensibles, fáciles para dejar de sentir, por naturaleza o por soberbia. El sentimiento puede coexistir con el perdón, pues perdonar no es anular la herida que produjo la ofensa en el alma que dejó huellas en la sensibilidad.

Sentir no es consentir. Perdonar no quiere decir reanudar la amistad que se perdió por la ofensa, ni omitir los derechos de la justicia, ni perdonar los daños que te ha causado el ofensor, pues se puede perdonar sintiendo en el corazón el daño que se ha recibido con la ofensa, y  exigir el cumplimiento de la justicia. Las ofensas familiares se deben perdonar en cristiano. No se entiende que padres e hijos no se hablen, que hermanos se nieguen la palabra, el saludo la amistad normal y natural.

Es una pena que haya familiares, hermanos, que no se hablen por culpa de las herencias, que son generalmente las causas. Perdonar tampoco es olvidar, pues se puede perdonar, sin olvidar las ofensas.

Perdonar es no vengarse del mal que se ha recibido queriendo para el ofensor el mismo o mayor mal que de él se ha recibido y no utilizar la justicia por la propia mano. No se entiende que los familiares íntimos no se hablen, por lo menos en las relaciones humanas elementales, no se visiten en enfermedades importantes o terminales y no cumplan con las obligaciones sociales propias de los hombres, amigos y circunstancias.

El ejemplo del modo de perdonar es Jesús en la cruz: Pidió al Padre el perdón para quienes le habían crucificado, argumentando la causa verdadera: porque no sabían lo que hacían. Y era verdad, pues si hubieran sabido que habían matado a Dios, hecho hombre, no hubieran crucificado al Señor

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