sábado, 31 de octubre de 2020

1 de Noviembre, festividad de Todos los Santos. Ciclo A

 

Todos podemos ser santos

 Estamos celebrando la fiesta litúrgica de todos los santos que están en el Cielo,  a quienes veneramos en los altares por definición de la Iglesia. La Palabra de Dios nos ofrece una oportunidad para hablar de la santidad en los santos, con el fin de animarnos todos a ser santos, que es el fin del cristiano. Es la enseñanza de Jesucristo en el Evangelio: “Sed perfectos como mi Padre celestial es perfecto”.

 ¿Quién es santo?

 Santo es, en primer lugar, un hombre que pisa tierra, con cualidades y defectos, equilibrado, no necesariamente inteligente, pero bueno,  que vive  la gracia bautismal, colabora con ella,  cumple los mandamientos y acepta la voluntad de Dios, de cualquier manera que se manifieste en los distintos acontecimientos de la vida.

 Solemos tener un fallo radical que consiste en querer imitar a los santos de nuestra devoción copiando sus actos; y nos equivocamos, pues tenemos que imitar a los santos en sus virtudes o actitudes, ya que hay muchos santos que son admirables pero no imitables. Nadie puede imitar María Santísima nada más que en sus virtudes y no en el amor que vivió en los actos que realizó. De la misma manera que sucede en las ciencias, que puede uno elegir la carrera de las matemáticas, amando las matemáticas, pero no todos pueden llegar a ser matemáticos como los de la NASA. Así también podemos imitar los actos virtuosos de los santos en su actitudes y no en los actos, porque no es siempre posible.

 La causa eficiente de la santidad es la Santísima Trinidad: Dios Padre por medio de Jesucristo y con la fuerza de la gracia del Espíritu Santo. El sujeto de la santificación es el hombre y los medios son los sacramentos, la oración, el ejercicio de las virtudes cristianas en toda la vida cristianizada, que es el taller donde se transforma el hombre pecador en santo.

Los santos no nacen, se hacen, pero se hacen como nacen, según han sido creados por Dios en su propia constitución de personas concretas, de manera que cada santo, poseyendo las virtudes comunes de todos, es único, con su propia santidad personalizada. La santidad tiene su raíz y fundamento en la gracia del bautismo, es una exigencia del sacramento que comunica a todo bautizado la potencia de santificación sustancial, que resulta diferente en cada santo, según el grado de gracia que ha recibido del Espíritu Santo y la correspondencia a la gracia en obras santas.

Algunos cristianos nacen con tanta facilidad para el bien que, por naturaleza y gracia, llegan a ser santos, sin mayor esfuerzo, y con cierta naturalidad sobrenatural, mientras que otros nacen con ciertas taras psíquicas y rebeldías instintivas que les dificultan seriamente el progreso de la santidad, pero no se lo impiden, pues pueden llegar a ser santos como otros.

Dios juzga la santidad de los cristianos no sólo por los actos realizados, sino principalmente por el amor que ponen en cada acto, teniendo en cuenta la realidad de las personas que se santifica.

No existe una serie de actos para conseguir mayor santidad, por los que  se clasifican los santos, de manera que unos son más santos que otros, dependiendo del sacrificio y de las obras costosas que realizan: los santos, muy penitentes, como San Francisco de Paula, los muy elevados y versados en las altas esferas de la mística, como San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Jesús,  los muy apóstoles como San Francisco Javier al que se caían los brazos por el cansancio te tanto bautizar, o como el Papa Juan Pablo II, que ha recorrido el mundo entero con sacrificios heroicos de celo apostólico.

A los hombres nos gustan lo santos de relumbrón, santos espectaculares, santos excepcionales, milagrosos, heroicos, con nota de sobresaliente o matrícula de honor, y no los santos de a pie, que caen y se levantan, que aprobaron la carrera de la santidad por los pelos. Son las actitudes de los santos o virtudes del amor, con actos comunes o heroicos, las que juzga Dios, con la nota  que  cada santo merezca.

Dios ama a todos los hombres por igual, en el sentido de que ama a cada uno tanto cuanto puede ser amado totalmente, según ha sido creado, aunque pueda parecer que ama más a unos que a otros, porque los hombres juzgamos la santidad por actos externos y obras importantes para el mundo, en cambio Dios evalúa a los santos por el amor del corazón con obras, de cualquier índole que sean.

El Espíritu Santo reparte sus dones naturales y sobrenaturales a quienes quiere, en la medida e intensidad que quiere y cuando quiere. Así como hay diversidad de seres creados y cada uno es un ser único, hombres iguales y no existe uno igual, así pasa con la diversidad de santos, que cada santo es él mismo. En esto se demuestra la infinita sabiduría de Dios que nunca se repite en sus obras.

Hoy, fiesta de los santos canonizados, por extensión, podemos decir que celebramos también la fiesta de los santos canonizables, santos del silencio, santos sencillos, santos de a pie, que llegaron a la meta de la santidad paso a paso y no en carreras  de competición de santidad. Seamos tan santos como debemos y no como nos gustaría ser, porque querer ser tan santos como otros es vanidad. Que todos sean más santos que nosotros con tal que nosotros seamos tan santos como debemos.

sábado, 24 de octubre de 2020

Trigésimo domingo. Tiempo ordinario. Ciclo A

 

  Nos cuenta el Evangelio que en cierta ocasión un doctor de la ley se presentó delante de Jesús y le hizo esta pregunta:

  Maestro, ¿cuál es el primer mandamiento de la ley?

  Esta pregunta fue capciosa, porque realmente el doctor de la ley  quería   comprobar la sabiduría de Jesús para sorprenderle con astucia en algún fallo bíblico con el fin de tener argumentos para acusarlo; y también para saber cuál era su opinión sobre el prójimo, tema muy discutido en las escuelas bíblicas de entonces.   

Jesús le contestó:

Ya sabes lo que dice la ley: Amarás al Señor tu Dios con todo  tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con todo tu ser, y al prójimo como a ti mismo.

El amor a Dios tiene que ser total y con todas las fuerzas del ser, de manera debidamente jerarquizada en las criaturas, a las que debemos amar en Dios y por Dios. En primer lugar, debemos amarnos a nosotros mismos, que no es egoísmo, sino necesidad y obligación; después al prójimo, a quien hay que amar como  a nosotros mismos,  que es inseparable del amor a Dios; y, por último, a todas las cosas,  criaturas creadas por Dios, como medios para que el hombre pueda conseguir la salvación eterna.

Los mandamientos que tenemos que cumplir son:

- los de la Ley de Dios, como hombres y de las obligaciones propias que se derivan de ella: el estado en que se vive, el trabajo y vida personal y social;

- como cristianos los mandamientos de la Santa Madre Iglesia;

- y si el cristiano libremente se obliga a una perfección evangélica por vocación, al cumplimiento de los estatutos, leyes y normas de la Institución elegida; y también al cumplimiento de los compromisos espirituales a los que se compromete razonablemente.

 

No se pueden considerar los mandamientos  como obligaciones que los hombres tenemos que cumplir para servir a Dios, Creador y Señor en su propio beneficio que nada necesita. No son como las leyes humanas que se establecen con proyección social del bien común en justicia: en bien propio y en bien de los demás equitativamente, porque los mandamientos de la ley de Dios tienen solamente la finalidad del bien del hombre;

- ni son como cargas penosas que hay que soportar porque somos pecadores.

Son:

- estructuras para que el  hombre viejo, estropeado por el pecado, se recicle en el hombre nuevo;

- beneficios o regalos de Dios para que el hombre  consiga la perfección humana y cristiana;

-  y el mapa para que el hombre, perdido en el camino del cielo por el pecado sepa llegar a su meta  y cumpla su fin último para el que fue creado: la gloria eterna.

El hombre cumpliendo los mandamientos, se hace más hombre y más cristiano.

 

Los mandamientos de la Ley de Dios no son opciones libres que el hombre puede elegir, sino  obligaciones ontológicas que, como criatura, tiene que cumplir libremente, es decir sin coacción. No es una cuestión de gusto o sensibilidad: cumplo los mandamientos porque me gustan o los siento, sino porque debo y quiero.

 

Es un error que cunde hoy entre los hombres, principalmente entre los jóvenes, que el amor a Dios es una vocación humana que se debe secundar si se siente. Algunos cristianos expresan sus sentimientos religiosos en las procesiones de Semana Santa, y dan culto a los santos derramando lágrimas, haciendo sacrificios, hasta heroicos, dejando aparcado el cumplimiento de la Ley. El sentimiento religioso lo mismo puede ser efecto de desequilibrio religioso que moción del Espíritu Santo. Seguramente que esas expresiones de sentimentalismo religioso podrán tener su mérito a los ojos de Dios, pero no son todas teológicamente católicas. 

Como sabemos por el catecismo elemental, los diez mandamientos se resumen en dos: amar a Dios y al prójimo. No son dos preceptos distintos, nos enseña Santo Tomás de Aquino, sino dos aspectos de un mismo precepto, como el anverso y reverso de una medalla.  La caridad no consiste en amar a Dios o al prójimo disyuntivamente: a Dios o al prójimo, sino a Dios y al prójimo de manera inseparable.

         El amor auténtico a Dios es camino seguro para llegar al amor al prójimo y a todas las cosas; pero no siempre el amor al prójimo lleva consecuentemente al amor a Dios, porque el amor solamente al prójimo puede expresarse por diversas motivaciones,  aunque con la gracia de Dios puede convertirse en amor a Dios, pero no por la fuerza operativa del amor humano.

Amar a Dios  sin amar al prójimo es:   

 - gusto personal: encanto por la sensación que se siente con el contacto espiritual con Dios,  abstracción de la vida temporal, elevación del espíritu a las realidades divinas,  idealización poética del sentido religioso. Muchos cristianos acuden a la Iglesia y frecuentan los actos religiosos buscando una satisfacción sensible o por razones de interés, curiosidad;

         - neurastenia religiosa: emotividad sensible por alteraciones nerviosas, sin fundamento teológico. No pocos cristianos, de buena fe, incluso consagrados, alimentan sus desequilibrios sensibles en expresiones neurasténicas religiosas, siendo enfermedades humanas, pues la religión es buen abono para el desequilibrio humano. 

 

         Dios,  bondad eterna, no puede querer el mal porque repugna metafísicamente a su Ser ni puede querer el mal para los hombres, criaturas suyas creadas a su imagen y semejanza. Lo que sucede es que el concepto del bien y del mal no se corresponde con el sentido del bien y del mal de los hombres. El significado de todo lo que existe, evidencia en Dios es un misterio para el hombre.

Dios quiere con voluntad positiva, como supremo y misterioso bien, todos los sucesos físicos de la naturaleza que no dependen de la libre voluntad del hombre: volcanes, terremotos, lluvias, sequías, nevadas, inundaciones, huracanes, tormentas, tempestades enfermedades físicas y psíquicas que suceden; y los quiere, precisamente porque son buenos, aunque el entendimiento humano no pueda comprender la inconcebible bondad que existe en tantas desgracias naturales. Y permite con voluntad permisiva el único mal que misteriosamente existe en el mundo: el pecado, obra exclusiva de la libertad del hombre.

Vive el santo abandono en las manos de Dios aceptando como gracia todos los acontecimientos de la vida, como buenos, aunque a ti te parezcan malos. Cumple la voluntad de Dios de cualquier forma que se te presente: con la alegría de la fe, al estilo de Santa María de la Anunciación, haciendo que tu vida sea una respuesta de amén rotundo, libre, total y generoso a todo lo que Dios te mande o permita. Hacer la voluntad de Dios consiste en "querer lo que Dios hace y hacer lo que Dios quiere", decía San José María Rubio, de la Compañía de Jesús.

 

        

sábado, 17 de octubre de 2020

Vigésimo noveno domingo. Tiempo ordinario. Ciclo A

Hoy, como todos sabemos, celebramos el día mundial de la propagación de la fe,  conocido vulgarmente con el nombre del DOMUD, día en que todos los católicos intensificamos nuestra oración, ofrecemos a Dios  nuestros sacrificios y colaboramos también con nuestro dinero, para que se extienda la Iglesia Católica, el Reino de Cristo, por todo el mundo.

Jesucristo mandó a sus apóstoles: “Id por todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándolos a guardar lo que yo os he enseñado, y sabed que yo estoy con vosotros hasta el fin del mundo”. Esta es la misión de la Iglesia: evangelizar a todos los hombres para que se salven y lleguen al conocimiento de la Verdad.

 Es un hecho evidente que son muchos, muchísimos los millones de hombres que todavía no conocen a Jesucristo, que no tuvieron la suerte que hemos tenido nosotros: nacer en una familia cristiana, tener unos padres católicos, una parroquia, una comunidad cristiana, un ambiente propicio donde hemos conocido a Jesucristo, desde siempre.

Todos los cristianos estamos obligados a ser misioneros, unos de vanguardia y otros de retaguardia.

Son misioneros de vanguardia aquellos cristianos que por vocación divina dejaron todas las cosas, al estilo de los apóstoles, y se marcharon a  predicar el Evangelio a los hombres que viven en países desconocidos para ellos, con culturas diferentes, ambientes paganos, costumbres extrañas, y condiciones sociales y políticas degradantes; empresa difícil y costosa en la que los misioneros tienen que pasar todo tipo de dificultades materiales, espirituales, corporales, económicas, sociológicas políticas, y persecuciones.

Para llevar a cabo esta misión  tienen que tener una vocación singular y contar con un apoyo especial divino, porque el que no esté lleno de Dios no puede evangelizar. El misionero que, con corazón vacío de Dios  y con ideales puramente humanos, se va a las misiones para realizar grandes empresas sociales de bienestar, justicia y paz,  evangeliza con el peligro de ser arrastrado por las  corrientes mundanas y paganas del País, justificadas por todo el mundo, pero contrarias a la doctrina de la Iglesia. Y podrá suceder que en lugar de convertir quede él pervertido.

Para ser misionero hay que tener mucha fe, mucha vocación, un sentido común inteligente y un corazón fortalecido por el Espíritu Santo, puesto a prueba de bomba. En países de misión no es tan fácil, como en España, predicar la Palabra de Dios. Los misioneros tienen que hacer lo que puedan; y todo lo bueno que hagan, aunque sea humano, es cristiano y evangélico. Decía en cierta ocasión un misionero que para evangelizar en países a los que el conocimiento de Jesucristo no ha llegado todavía, es necesario llevar en la mano derecha un crucifijo y en la otra un pan, como diciendo que hay que anunciar el Evangelio de Cristo resucitado, establecer la acción social cristiana, y denunciar con valentía y prudencia las injusticias humanas, sociales y políticas, tratando de humanizar a los hombres a quienes hay que cristianizar.

 La acción misionera tiene que ser total: sobrenatural como principio y fin, pero humana y natural dentro de las realidades necesarias del hombre, que abarque todos los aspectos de su vida. Y para llevar a cabo esta empresa es necesario rezar, sacrificarse por las misiones y aportar dinero para que los misioneros puedan vivir, crear Iglesias donde los cristianos puedan reunirse para celebrar la Eucaristía, los sacramentos, escuchar la Palabra de Dios, orar, desplazarse de un lado a otro, montar colegios de educación humana y cristiana, construir  residencias de ancianos, orfanatos, guarderías, hospitales y todos los centros necesarios para ejercer la caridad cristiana y humana.

Otros cristianos, que somos nosotros, somos también misioneros de retaguardia, porque, en virtud del sacramento del bautismo,  estamos llamados por Dios a extender el evangelio místicamente por todo el mundo, por medio de nuestra oración, penitencias, dolor, y materialmente por medio de nuestros recursos económicos. Hoy, día de las misiones, podríamos, por ejemplo,  privarnos del postre que más nos gusta o tomar otro inferior, comer una comida más humilde, hacer algún sacrificio, el mejor de todos hacer lo que más nos cuesta por amor a las misiones, suprimir los caprichos habituales, el aperitivo, la diversión, y cosas por el estilo por un día; y el importe entregarlo para el Domund.

Hay que reconocer que no somos generosos, entregamos a la Iglesia, que es nuestra Madre, una limosna, y a las madres  no se las socorre, se las ayuda. El dinero que te sobra no es sólo tuyo y para ti, sino corresponde también a los pobres. Hay otra razón poderosa y gratificante que es evangélica: “Todo lo que hacéis por estos mis  hermanos, los pobres, a mí me lo hacéis”. Sabemos también que a la hora del juicio final, nos van a examinar sobre el amor; y el que haya superado la prueba, cumpliendo las bienaventuranzas y ejerciendo la caridad en obras, conseguirá una plaza en el cielo.

Con nuestras oraciones, sacrificios, dolores, renuncias y dinero colaboramos a que se nos perdonen nuestros pecados, nuestras indiferencias, se fortalezca nuestra fe y crezcan nuestros méritos para el Cielo, a la vez que realizamos una obra humana importante y la empresa más grande se puede hacer en esta vida: la contribución a la extensión del Reino de Dios, la Iglesia, por todo el mundo y a la salvación eterna de los hombres que no conocen a Cristo.

Quiero hacer antes de terminar una reflexión, formulada en un interrogante misterioso, que nos ofrece la oportunidad de estar agradecidos a Dios: Por qué los llamados infieles, en el sentido de que no tienen fe, nacieron en países descristianizados, donde hay hambre, guerras, enfermedades, injusticias, incultura humana y religiosa, en los que todavía no ha llegado la noticia de que Dios se ha hecho hombre en la Persona de Jesucristo, para salvar a todos los hombres. Mientras que, nosotros hemos nacido en una familia cristiana, en un país civilizado, con cultura y dotado de bienestar social.

Esta es la realidad: desde siempre hemos conocido a Jesús, a la Virgen María, y hemos vivido en un ambiente de costumbres cristianas. Quizás si ellos hubieran tenido la suerte de ocupar nuestro puesto, serían más cristianos que nosotros; y si nosotros hubiéramos nacido en esos países no evangelizados, ni culturizados, ni socializados, seríamos peores que ellos. ¿Por qué, Señor? Seamos agradecidos a Dios por habernos regalado tantas cosas, y tengamos caridad con nuestros hermanos que viven en países de misión, y ayudemos a las misiones, con nuestra oración, sacrificio y dinero.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

sábado, 10 de octubre de 2020

Vigésimo octavo domingo.Tiempo ordinario.Ciclo A

 

                                                FIN DEL HOMBRE                                                   

            Vamos a hacer una breve reflexión en torno a un texto de la segunda lectura de la Palabra de Dios, tomada de la carta de San Pablo a los Filipenses. Y es ésta: Sé vivir en pobreza y abundancia. Estoy entrenado para todo y en todo.

            El fin último del hombre en la tierra no es otro que santificar el nombre de Dios, tal como rezamos en la oración del Padre nuestro, que Jesucristo nos enseñó en el Evangelio: “Santificado sea tu nombre” y el fin próximo conseguir su salvación. Y todas las demás cosas que hay en el mundo son medios para la salvación eterna. De lo que se deduce que tenemos que utilizarlas tanto cuanto nos coloquen en el camino hacia Dios, y abandonarlas tanto cuanto nos aparten del camino de Dios.

            Estas ideas básicas de la profunda y misteriosa teología de la salvación, las expresa con belleza singular San Ignacio de Loyola en el prólogo de los “Ejercicios espirituales”, llamado “Principio y Fundamento”, que es como un índice de la temática que va a desarrollar en su famoso y difícilmente superable libro. Más o menos dice así: El hombre ha sido creado por Dios para alabarlo, bendecirlo y darle gloria; y mediante esto salvar el alma; y todas las demás cosas que hay sobre la faz de la tierra no tienen otra misión que servirnos de medio para la gloria de Dios y la salvación de las almas.

            Por consiguiente, tenemos que tener un sentido real y verdadero del papel que desempeñamos en el mundo, y no trastocar los fines. Porque muchos no tienen otras motivaciones en la vida que ganar dinero, atesorar riquezas,  conseguir puestos de relieve social, político y económico; y no piensan en otra cosa que en la comida de manjares exquisitos, bebidas excelentes y beneficiosas para el cuerpo, y divertirse sin medida ni tino, aprovechando todos las ocasiones para el placer en todos los sentidos. Y todo esto, utilizado con discreción y en su justo uso, como complemento de la felicidad, es bueno, si se busca como medio equilibrado y justo, y no como fin supremo de la vida.

            Dios quiere que utilicemos los bienes materiales que ha creado para nuestra santificación con mesura, disfrute y alegría, porque disfruta, diríamos, como buen Padre, con que sus hijos se diviertan, se entretengan con las cosas y juguetes, como hacen los buenos padres de la tierra. Pero no quiere el despilfarro y el capricho de las cosas que para nada valen y perjudican.

            El apóstol San Pablo estaba acostumbrado a todo, a vivir bien y a vivir mal, a pasar hambre y sed y a tener de todo en abundancia, a tener amigos y enemigos. Y con todo era feliz, porque sabía que tenía el conocimiento y amor a Cristo, y todo lo demás era basura. La felicidad consiste en vivir en Cristo y con Cristo, unido en Él a todos los hombres, cumpliendo con alegría, o al menos con resignación cristiana, la voluntad de Dios, que no siempre gusta, pero que es el fin supremo del hombre en la Tierra y en el Cielo.

            Es verdad que padecemos muchas cruces y de muchas clases, que tenemos momentos difíciles que nos parece superan nuestras fuerzas físicas y espirituales, problemas en nuestro propio ser, en la familia, en el trabajo, en la sociedad y en muchos de nuestros ambientes, que nos agobian, nos hacen sufrir y nos colocan en situaciones de pena, angustia y acaso de depresión actual o permanente. Pero contamos en todo momento con la gracia de Dios, que nos asiste, aunque no la notemos, que nos protege, aunque no nos sintamos amparados, porque el auxilio de Dios reviste muchas aristas que el hombre no percibe, que tiene finalidades desconocidas, misteriosas, de transcendencia última de vida eterna.

Hagamos una examen rápido de memoria, recordemos los muchos bienes que hemos recibido de Dios, nuestros comportamientos en paga por ellos, no siempre justos, y frecuentemente desagradecidos, porque devolvemos pecados por  gracias. Y, aunque nos pesan las cruces que llevamos como cargamento sobre las espaldas, y nos parece que nos van a aplastar y dejar tirados en tierra, pensemos seriamente en la agonía de Cristo, en la oración del Huerto de los Olivos, en la que derramando sangre pidió al Padre pasara de Él el cáliz de la pasión. Sin embargo, esta oración no fue aparentemente escuchada, porque la voluntad divina era la salvación universal de todos los hombres, y después de la pasión y muerte de Jesús, vino la Resurrección, la redención de todos los hombres que culminará en la resurrección de los muertos, al fin de los tiempos.

            Compara tus sufrimientos con los que pasó Jesús, y verás cómo recibirás fuerzas para aguantar tus cruces, esperar la salvación de la vid eterna, pues todo lo que al hombre le sucede es medio para su salvación y glorificación de Dios, fin del hombre en la Tierra.

           

 

sábado, 3 de octubre de 2020

Vigésimo séptimo domingo. Tiempo ordinario. Ciclo A

 

Y el Dios de la paz estará con vosotros (Flp 4,9)

 ¿En qué consiste la paz que Dios quiere para todos los hombres?

         La paz no consiste en la ausencia de guerra ni en la abundancia de bienes, porque el bienestar social sin armas no causa la verdadera paz. Existen familias que nadan en riquezas, que no se tiran los trastos a la cabeza, y no son felices. Y hay personas a quienes les sobra todo, tiene incluso poder y dinero, viven en ambientes pacíficos, y tampoco son felices.

      La guerra temperamental producida por el carácter más o menos violento, exaltado, nervioso, sanguíneo, debe compaginarse con la paz espiritual. Se puede estar tranquilo en la conciencia y tener los nervios de punta, que no son causas de pecado, sino objeto de tratamiento. Sólo Dios sabe cómo y cuánto peca el que sufre tener un temperamento difícil; y poca o casi ninguna responsabilidad moral tiene el que obra con desequilibrio mental.

         Las envidias y peleas y todo tipo de males, que provienen del desorden de las pasiones, causan la guerra en las familias y en los ambientes de la Sociedad. Como remedio para estos males está la sabiduría de Dios, que es amante de la paz.  Para entender el sentido de esta frase habrá que explicar qué se entiende por sabiduría y qué por paz.

        La sabiduría de arriba o de Dios nada tiene que ver con la sabiduría humana, que es el conocimiento de la ciencia, que suele engendrar soberbia y no paz.  No el mucho saber harta y satisfazle alma, sino el saborear las cosas internamente, nos dice San Ignacio de Loyola.

         La sabiduría del Espíritu Santo consiste en saber las verdades de la fe y vivir conforme a ellas con comportamientos acordes con la Ley de Dios en vivencia continuada de gracia. El que obra bien, cristianamente, tiene en su raíz y en su fruto la paz del alma, que es sabiduría de la gracia. En algunos cristianos el saber de la fe se saborea por dentro en experiencias místicas habituales o en ráfagas ocasionales.