Nos cuenta el Evangelio que en
cierta ocasión un doctor de la ley se presentó delante de Jesús y le hizo esta
pregunta:
Maestro, ¿cuál es el primer mandamiento de la ley?
Esta pregunta fue capciosa, porque realmente el doctor de la ley quería comprobar la sabiduría de Jesús para
sorprenderle con astucia en algún fallo bíblico con el fin de tener argumentos
para acusarlo; y también para saber cuál era su opinión sobre el prójimo, tema
muy discutido en las escuelas bíblicas de entonces.
Jesús le contestó:
Ya sabes lo que dice la ley:
Amarás al Señor tu Dios con todo tu
corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con todo tu ser, y al
prójimo como a ti mismo.
El amor a Dios tiene que ser total
y con todas las fuerzas del ser, de manera debidamente jerarquizada en las
criaturas, a las que debemos amar en Dios y por Dios. En
primer lugar, debemos amarnos a nosotros mismos, que no es egoísmo, sino
necesidad y obligación; después al prójimo, a quien hay que amar como a nosotros mismos, que es inseparable del amor a Dios; y, por
último, a todas las cosas, criaturas
creadas por Dios, como medios para que el hombre pueda conseguir la salvación
eterna.
Los
mandamientos que tenemos que cumplir son:
-
los de la Ley de Dios, como hombres y de las obligaciones propias que se
derivan de ella: el estado en que se vive, el trabajo y vida personal y social;
-
como cristianos los mandamientos de la Santa Madre Iglesia;
-
y si el cristiano libremente se obliga a una perfección evangélica por
vocación, al cumplimiento de los estatutos, leyes y normas de la Institución
elegida; y también al cumplimiento de los compromisos espirituales a los que se
compromete razonablemente.
No se pueden considerar los
mandamientos como obligaciones que los
hombres tenemos que cumplir para servir a Dios, Creador y Señor en su propio
beneficio que nada necesita. No son como las leyes humanas que se establecen
con proyección social del bien común en justicia: en bien propio y en bien de
los demás equitativamente, porque los mandamientos de la ley de Dios tienen
solamente la finalidad del bien del hombre;
- ni son como cargas penosas que hay que soportar porque somos pecadores.
Son:
- estructuras para que el
hombre viejo, estropeado por el pecado, se recicle en el hombre nuevo;
-
beneficios o regalos de Dios para que el hombre consiga la perfección humana y cristiana;
-
y el mapa para que el hombre,
perdido en el camino del cielo por el pecado sepa llegar a su meta y cumpla su fin último para el que fue
creado: la gloria eterna.
El
hombre cumpliendo los mandamientos, se hace más hombre y más cristiano.
Los
mandamientos de la Ley de Dios no son opciones libres que el hombre puede
elegir, sino obligaciones ontológicas que, como criatura, tiene que cumplir
libremente, es decir sin coacción. No es una cuestión de gusto o sensibilidad:
cumplo los mandamientos porque me gustan o los siento, sino porque debo y
quiero.
Es un error que cunde hoy entre
los hombres, principalmente entre los jóvenes, que el amor a Dios es una
vocación humana que se debe secundar si se siente. Algunos cristianos expresan sus sentimientos religiosos en las
procesiones de Semana Santa, y dan culto a los santos derramando lágrimas,
haciendo sacrificios, hasta heroicos, dejando aparcado el cumplimiento de la
Ley. El sentimiento religioso lo mismo puede ser efecto de desequilibrio
religioso que moción del Espíritu Santo. Seguramente que esas expresiones de
sentimentalismo religioso podrán tener su mérito a los ojos de Dios, pero no
son todas teológicamente católicas.
Como
sabemos por el catecismo elemental, los diez mandamientos se resumen en dos:
amar a Dios y al prójimo. No son dos preceptos distintos, nos enseña Santo
Tomás de Aquino, sino dos aspectos de un mismo precepto, como el anverso y
reverso de una medalla. La caridad no consiste en amar a
Dios o al prójimo disyuntivamente: a Dios o al prójimo, sino a Dios y al
prójimo de manera inseparable.
El amor auténtico a
Dios es camino seguro para llegar al amor al prójimo y a todas las cosas; pero
no siempre el amor al prójimo lleva consecuentemente al amor a Dios, porque el
amor solamente al prójimo puede expresarse por diversas motivaciones, aunque con la gracia de Dios puede
convertirse en amor a Dios, pero no por la fuerza operativa del amor humano.
Amar
a Dios sin amar al prójimo es:
- gusto
personal: encanto por la sensación que se siente con el contacto espiritual
con Dios, abstracción de la vida
temporal, elevación del espíritu a las realidades divinas, idealización poética del sentido religioso. Muchos
cristianos acuden a la Iglesia y frecuentan los actos religiosos buscando una
satisfacción sensible o por razones de interés, curiosidad;
- neurastenia religiosa: emotividad
sensible por alteraciones nerviosas, sin fundamento teológico. No pocos
cristianos, de buena fe, incluso consagrados, alimentan sus desequilibrios
sensibles en expresiones neurasténicas religiosas, siendo enfermedades humanas,
pues la religión es buen abono para el desequilibrio humano.
Dios, bondad eterna,
no puede querer el mal porque repugna metafísicamente a su Ser ni puede querer
el mal para los hombres, criaturas suyas creadas a su imagen y semejanza. Lo
que sucede es que el concepto del bien y del mal no se corresponde con el sentido
del bien y del mal de los hombres. El significado de todo lo que existe,
evidencia en Dios es un misterio para el hombre.
Dios quiere
con voluntad positiva, como supremo y misterioso bien, todos los sucesos
físicos de la naturaleza que no dependen de la libre voluntad del hombre:
volcanes, terremotos, lluvias, sequías, nevadas, inundaciones, huracanes,
tormentas, tempestades enfermedades físicas y psíquicas que suceden; y los
quiere, precisamente porque son buenos, aunque el entendimiento humano no pueda
comprender la inconcebible bondad que existe en tantas desgracias naturales. Y permite con voluntad permisiva el único
mal que misteriosamente existe en el mundo: el pecado, obra exclusiva de la
libertad del hombre.
Vive el santo abandono en las manos de Dios
aceptando como gracia todos los acontecimientos de la vida, como buenos, aunque
a ti te parezcan malos. Cumple la voluntad de Dios de cualquier forma que se te
presente: con la alegría de la fe, al estilo de Santa María de la Anunciación,
haciendo que tu vida sea una respuesta de amén
rotundo, libre, total y generoso a todo lo que Dios te mande o permita. Hacer
la voluntad de Dios consiste en "querer
lo que Dios hace y hacer lo que Dios quiere", decía San José María
Rubio, de la Compañía de Jesús.
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