sábado, 24 de octubre de 2020

Trigésimo domingo. Tiempo ordinario. Ciclo A

 

  Nos cuenta el Evangelio que en cierta ocasión un doctor de la ley se presentó delante de Jesús y le hizo esta pregunta:

  Maestro, ¿cuál es el primer mandamiento de la ley?

  Esta pregunta fue capciosa, porque realmente el doctor de la ley  quería   comprobar la sabiduría de Jesús para sorprenderle con astucia en algún fallo bíblico con el fin de tener argumentos para acusarlo; y también para saber cuál era su opinión sobre el prójimo, tema muy discutido en las escuelas bíblicas de entonces.   

Jesús le contestó:

Ya sabes lo que dice la ley: Amarás al Señor tu Dios con todo  tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con todo tu ser, y al prójimo como a ti mismo.

El amor a Dios tiene que ser total y con todas las fuerzas del ser, de manera debidamente jerarquizada en las criaturas, a las que debemos amar en Dios y por Dios. En primer lugar, debemos amarnos a nosotros mismos, que no es egoísmo, sino necesidad y obligación; después al prójimo, a quien hay que amar como  a nosotros mismos,  que es inseparable del amor a Dios; y, por último, a todas las cosas,  criaturas creadas por Dios, como medios para que el hombre pueda conseguir la salvación eterna.

Los mandamientos que tenemos que cumplir son:

- los de la Ley de Dios, como hombres y de las obligaciones propias que se derivan de ella: el estado en que se vive, el trabajo y vida personal y social;

- como cristianos los mandamientos de la Santa Madre Iglesia;

- y si el cristiano libremente se obliga a una perfección evangélica por vocación, al cumplimiento de los estatutos, leyes y normas de la Institución elegida; y también al cumplimiento de los compromisos espirituales a los que se compromete razonablemente.

 

No se pueden considerar los mandamientos  como obligaciones que los hombres tenemos que cumplir para servir a Dios, Creador y Señor en su propio beneficio que nada necesita. No son como las leyes humanas que se establecen con proyección social del bien común en justicia: en bien propio y en bien de los demás equitativamente, porque los mandamientos de la ley de Dios tienen solamente la finalidad del bien del hombre;

- ni son como cargas penosas que hay que soportar porque somos pecadores.

Son:

- estructuras para que el  hombre viejo, estropeado por el pecado, se recicle en el hombre nuevo;

- beneficios o regalos de Dios para que el hombre  consiga la perfección humana y cristiana;

-  y el mapa para que el hombre, perdido en el camino del cielo por el pecado sepa llegar a su meta  y cumpla su fin último para el que fue creado: la gloria eterna.

El hombre cumpliendo los mandamientos, se hace más hombre y más cristiano.

 

Los mandamientos de la Ley de Dios no son opciones libres que el hombre puede elegir, sino  obligaciones ontológicas que, como criatura, tiene que cumplir libremente, es decir sin coacción. No es una cuestión de gusto o sensibilidad: cumplo los mandamientos porque me gustan o los siento, sino porque debo y quiero.

 

Es un error que cunde hoy entre los hombres, principalmente entre los jóvenes, que el amor a Dios es una vocación humana que se debe secundar si se siente. Algunos cristianos expresan sus sentimientos religiosos en las procesiones de Semana Santa, y dan culto a los santos derramando lágrimas, haciendo sacrificios, hasta heroicos, dejando aparcado el cumplimiento de la Ley. El sentimiento religioso lo mismo puede ser efecto de desequilibrio religioso que moción del Espíritu Santo. Seguramente que esas expresiones de sentimentalismo religioso podrán tener su mérito a los ojos de Dios, pero no son todas teológicamente católicas. 

Como sabemos por el catecismo elemental, los diez mandamientos se resumen en dos: amar a Dios y al prójimo. No son dos preceptos distintos, nos enseña Santo Tomás de Aquino, sino dos aspectos de un mismo precepto, como el anverso y reverso de una medalla.  La caridad no consiste en amar a Dios o al prójimo disyuntivamente: a Dios o al prójimo, sino a Dios y al prójimo de manera inseparable.

         El amor auténtico a Dios es camino seguro para llegar al amor al prójimo y a todas las cosas; pero no siempre el amor al prójimo lleva consecuentemente al amor a Dios, porque el amor solamente al prójimo puede expresarse por diversas motivaciones,  aunque con la gracia de Dios puede convertirse en amor a Dios, pero no por la fuerza operativa del amor humano.

Amar a Dios  sin amar al prójimo es:   

 - gusto personal: encanto por la sensación que se siente con el contacto espiritual con Dios,  abstracción de la vida temporal, elevación del espíritu a las realidades divinas,  idealización poética del sentido religioso. Muchos cristianos acuden a la Iglesia y frecuentan los actos religiosos buscando una satisfacción sensible o por razones de interés, curiosidad;

         - neurastenia religiosa: emotividad sensible por alteraciones nerviosas, sin fundamento teológico. No pocos cristianos, de buena fe, incluso consagrados, alimentan sus desequilibrios sensibles en expresiones neurasténicas religiosas, siendo enfermedades humanas, pues la religión es buen abono para el desequilibrio humano. 

 

         Dios,  bondad eterna, no puede querer el mal porque repugna metafísicamente a su Ser ni puede querer el mal para los hombres, criaturas suyas creadas a su imagen y semejanza. Lo que sucede es que el concepto del bien y del mal no se corresponde con el sentido del bien y del mal de los hombres. El significado de todo lo que existe, evidencia en Dios es un misterio para el hombre.

Dios quiere con voluntad positiva, como supremo y misterioso bien, todos los sucesos físicos de la naturaleza que no dependen de la libre voluntad del hombre: volcanes, terremotos, lluvias, sequías, nevadas, inundaciones, huracanes, tormentas, tempestades enfermedades físicas y psíquicas que suceden; y los quiere, precisamente porque son buenos, aunque el entendimiento humano no pueda comprender la inconcebible bondad que existe en tantas desgracias naturales. Y permite con voluntad permisiva el único mal que misteriosamente existe en el mundo: el pecado, obra exclusiva de la libertad del hombre.

Vive el santo abandono en las manos de Dios aceptando como gracia todos los acontecimientos de la vida, como buenos, aunque a ti te parezcan malos. Cumple la voluntad de Dios de cualquier forma que se te presente: con la alegría de la fe, al estilo de Santa María de la Anunciación, haciendo que tu vida sea una respuesta de amén rotundo, libre, total y generoso a todo lo que Dios te mande o permita. Hacer la voluntad de Dios consiste en "querer lo que Dios hace y hacer lo que Dios quiere", decía San José María Rubio, de la Compañía de Jesús.

 

        

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