sábado, 30 de enero de 2021

Cuarto domingo. Tiempo ordinario. Ciclo B

 

El día 2 de febrero se celebra en la Iglesia Católica la Jornada Mundial de la Vida Consagrada. Esta celebración nos ofrece una ocasión para  alabar al Señor y agradecerle el don de este estado de vida y pedirle suscite vocaciones para la vida consagrada. Quiero dedicar el tiempo de la homilía para hablar de este tema y así cumplir el deseo de la Iglesia, manifestado por el Papa.

El 2 de Febrero, la Iglesia hace memoria del día en que Jesús es presentado por María, su madre, en el templo de Jerusalén para ofrecer su vida al Padre para la salvación de todos los hombres del mundo. Siguiendo este ejemplo, muchos cristianos, vocacionados por el Espíritu Santo, consagran su existencia al Señor en  favor del misterio de la salvación. 

En líneas generales podemos decir que la primera consagración oficial del cristiano a Dios  tuvo lugar en su bautismo en el que el hombre, nacido del pecado, se convirtió en hijo de Dios por la gracia santificante, y quedó consagrado al servicio de  la Iglesia. Esta consagración se llama consagración bautismal que debe ser perfeccionada con la frecuencia de los sacramentos, especialmente de la Confesión y de la Eucaristía, con la oración y el ejercicio de virtudes cristianas en obras buenas, signos necesarios de expresión de una fe bautismal viva.

Pero hoy no vamos a hablar de la vida consagrada bautismal, sino de la vida consagrada específica de aquellos hombres y mujeres, que llamados por Dios a seguir a Jesucristo, se comprometen a vivir los consejos evangélicos u otros vínculos de perfección evangélica.

Son diversas las vocaciones consagradas  que existen en la Iglesia:

- Vocación sacerdotal de aquellos cristianos que, llamados por Dios para el servicio  de la Iglesia, se preparan durante un tiempo en el Seminario o Casas Religiosas para el sacerdocio y, una vez ordenados sacerdotes, ejercen el ministerio sacerdotal en distintos puestos de una Diócesis, Parroquias o Centros apostólicos. Los sacerdotes no profesan votos de pobreza, obediencia y castidad, sino la promesa de castidad en estado del celibato y obediencia, por decisión de la Iglesia, no por mandato de Jesucristo.

- Vocación religiosa, llamada hoy de vida consagrada es aquella que algunos cristianos, hombres, sacerdotes o laicos, y mujeres abrazan libremente para consagrarse a Dios en servicio de la Iglesia con el compromiso de vivir los consejos evangélicos de pobreza, obediencia y castidad, en calidad de votos, u otros vínculos religiosos, como es el caso de los Jesuitas, que profesan el voto de obediencia al Papa o el de las Hijas de la Caridad que profesan el voto del servicio a los pobres.

Esta vocación de vida consagrada se vive, de distintas formas, en Institutos de vida contemplativa o activa, en sociedades de Vida Apostólica y en Centros apostólicos, aprobados por la Iglesia; y también de manera privada con el asesoramiento de un sacerdote, confesor o director espiritual.

La vida contemplativa es excelente sacrificio de alabanza a Dios y  fecundidad misteriosa en el apostolado de la Iglesia, porque no es pasividad sino actividad suprema de salvación, de santificación y torrente de gracias celestiales. Por mucho que urja la necesidad del apostolado activo, ocupa siempre una parte preeminente en el Cuerpo místico de Cristo (PC 7). Los miembros consagrados a Dios, con este estilo de vida, viven desde el silencio en comunidad fraterna claustral con la oración constante, la penitencia, y el trabajo común, que tiene carácter apostólico no por lo que se hace, sino por el modo en que se hace y por quien se hace, que es Cristo.

La contemplación entendida en el sentido de la Iglesia es por su propia naturaleza apostólica. Si la contemplación no se expresa en la caridad fraterna y en el trabajo comunitario  no es auténtica, es enfermiza, desviación teológica o estado patológico.

Los contemplativos que fomentan psicológicamente la contemplación, olvidando la vida fraterna y el trabajo de la vida ordinaria, como expresión de la oración, terminan en desequilibrios psicológicos o psicopáticos, o en la pérdida de la vocación religiosa, de la gracia o de la misma fe; y también aquellos que ejercen el apostolado exterior con abandono de la oración y de vida monacal, se destruyen a sí mismos y suelen hacer mucho mal a la Iglesia en el mundo.

 De la misma manera, la acción apostólica sin contemplación es obra humana buena, social, política, pero no apostólica por sí misma, pues para que lo sea, supone el impulso de la oración por la que viene la gracia de Dios a la acción. Pío XII llamaba a la acción apostólica sin contemplación la herejía de la acción.

Cuando los llamados apóstoles se entregan con entusiasmo e ilusión a realizar obras importantes, admirables y sacrificadas, gastando todas sus fuerzas, pero abandonan la oración, pueden resultar acciones apostólicas excepcionalmente por la misericordia de Dios, pero generalmente destruyen la obra divina.

Sucede que  los apóstoles que se dedicaron de por vida al apostolado exterior, abandonando la oración, si trabajaron con buen espíritu, según la doctrina de la Iglesia, reciben de Dios castigos graves por sus pecados, y aprenden la verdadera acción de Dios y la triste realidad de sus debilidades personales; y con el tiempo vuelven a Dios y a Él se entregan, sin retorno a la vida de pecado, afincados en la vida de piedad, como premio a la pureza de intención con que trabajaron. Pero si enseñaron las propias teorías de su desviación, en contra de lo que enseña la Iglesia, acaban perdiendo la vocación religiosa, la vida de la gracia y hasta la fe.

Pidamos al Señor de la mies envíe operarios que trabajen para la Iglesia, vocaciones auténticas contemplativas y activas, que trabajen por la salvación de los hombres, cristificando todas las cosas con espíritu apostólico de obediencia y amor a la Iglesia, reconociendo sus debilidades, confesando sus pecados y poniendo en manos de Dios el fruto de su trabajo.

En conclusión, y en pocas palabras:

La vida consagrada es radicalmente contemplativa, tanto si está dedicada preferentemente a la oración,  vida común fraterna y trabajo ordinario, desde el silencio, como si está dedicada al apostolado exterior. Orar sin hacer y hacer sin orar, si Dios no lo remedia, es deshacerse a sí mismo con peligro de hacer mal a la Iglesia.

sábado, 23 de enero de 2021

Tercer domingo. Tiempo ordinario. Ciclo B

 

El tema fundamental de la liturgia de la Palabra que estamos celebrando es la conversión; conversión que en la primera lectura y en el Evangelio tiene dos connotaciones diferentes: en la primera lectura: conversión como remedio de los pecados y evitación de castigos; y en el Evangelio como necesidad de la conversión total para seguir a Jesucristo. 

En la primera lectura se nos cuenta la vocación del profeta Jonás, que fue enviado por Dios a Nínive a predicar la conversión, pues los hombres y mujeres de esta gran capital vivían de espaldas a la Ley, cometiendo horribles pecados y crímenes por los que había determinado el Señor el castigo de ser arrasada la ciudad entera, si no se convertían. Los ninivitas creyeron en Dios, y grandes y pequeños se convirtieron, haciendo públicas penitencias. “Cuando Dios vio sus obras y cómo se convertían de su mala vida, tuvo piedad de su pueblo el Señor, Dios nuestro”. 

Este hecho bíblico nos enseña que los pecados de los hombres merecen también el castigo de Dios, y que la conversión expresada con actos de penitencia evita castigos de la justicia divina. 

Sucede muchas veces que recibimos muchos males como castigos de nuestros pecados, y no siempre como pruebas de la voluntad misteriosa de Dios que manda o permite males físicos para darnos la ocasión de convertirnos y santificarnos. 

Hoy se ha perdido la conciencia de pecado por falta de fe, pues la gente, arropada por el ambiente social actual, se atiene en su comportamiento moral a la ley civil, que se aprueba en el Parlamento y en el Senado, opuesta, en ocasiones, a la ley de Dios y de la Iglesia, olvidando que no todo lo legal civilmente es bueno según la moral católica; incluso muchos cristianos se abandonan a la vida de pecado, sin considerar su gravedad, ignorando que con los pecados ofenden a Dios, y por su impenitencia pueden recibir merecidos castigos. 

También cuando oímos la palabra conversión pensamos inconscientemente en el día del Domund, domingo mundial de la Propagación de la fe, en el que todos los católicos del mundo redoblamos nuestros esfuerzos para pedir al Señor la conversión de los llamados infieles, nos sacrificamos por esta necesaria y urgente empresa, y aportamos nuestra ayuda económica para ayudar a los misioneros a que puedan realizar la misión salvadora y universal de millones hombres de aquellos Países, a quienes todavía no ha llegado la noticia de Jesús, Salvador; y entendemos que la conversión es propia de los infieles, que es el cambio de la vida pagana a la fe cristiana. 

Otras veces, solemos aplicar la palabra conversión a nuestros familiares o amigos, que en un tiempo estuvieron con nosotros viviendo la fe de la Iglesia, y ahora por circunstancias diversas están empecatados, metidos de lleno en el mundo, al vaivén de las pasiones humanas, suscitadas y amparadas por el desenfreno moral de la vida social y política; y entonces nos vemos obligados a pedir su conversión o el cambio de la vida de pecado a la vida de gracia. Y no caemos en la cuenta de que también nosotros, cristianos, sacerdotes, religiosos, religiosas, que trabajamos por conseguir la perfección evangélica, tenemos que convertirnos. 

La conversión cristiana supone la gracia de Dios inicial, pues nadie puede convertirse sin la ayuda divina, es decir, si antes no ha recibido la gracia radical de la conversión; y nadie puede perseverar en ella sin la gracia de Dios, a la que el hombre debe responder responsablemente en el proceso permanente de la conversión, que es una obra sobrenatural de Dios con el hombre. 

En el salmo responsorial, que todos hemos aclamado como respuesta a la Palabra de Dios, se nos enseñan los medios para la conversión: 

- Aprender los caminos del Señor, que son los mandamientos de la Ley de Dios, mapa de la salvación; y aprender también los medios para cumplirlos, que son muchos, principalmente la atenta escucha de la Palabra de Dios, la constante oración, fuerza que supera toda dificultad y es omnipotencia para la debilidad humana, y los sacramentos, principalmente de la Confesión y de la Eucaristía, de los que dimana la gracia para vivir consecuentemente y con plena eficacia una conversión auténtica y total. 

- Recordar la ternura y misericordia del Señor, que es nuestra esperanza y salvación, pues son muchos y acaso graves nuestros pecados que sólo Dios comprende y perdona, si verdaderamente estamos arrepentidos. 

En la segunda lectura, que es parte de la apología de San Pablo sobre el estado de vida, con preferencia de la virginidad, para mejor servir al Señor, se nos enseña la aceptación del propio estado de vida con todos los contratiempos que comporta, porque el momento es apremiante y la apariencia de este mundo se termina. Por consiguiente, queda como solución vivir como quien está de paso, pensando en la vida eterna y haciendo de la presente un momento pasajero: “los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran, los que lloran, como si no lloraran, los que están alegres, como si no lo estuvieran, los que compran como si no poseyeran, los que negocian en el mundo, como si no disfrutaran de él”. 

En el Evangelio se nos habla de la vocación de los cuatro primeros discípulos del Señor, Pedro y Andrés y Santiago y Juan, a quienes llamó Jesús para seguirle como discípulos suyos, poniéndoles la condición indispensable de dejar todas las cosas: “Los llamó, dejaron a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros y se marcharon con Él”. 

Seguir a Jesucristo conlleva y exige un compromiso de desprendimiento total de todo apego a las criaturas, por santas y buenas que sean, pues donde tiene que estar solamente Dios, no cabe el hombre y sobran sus cosas que no son de Él y para Él. Es justo y evangélico utilizar ordenadamente los bienes de la tierra, necesarios para la vida, y el justo disfrute de ellos. 

El seguimiento a Cristo no significa renunciar a la familia y a todos los bienes de la tierra, sino subordinar jerárquicamente todas las cosas, de manera que todo lo humano sea medio para vivir la conversión que nos lleva al cumplimiento del último fin del hombre que es Dios. 









 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

sábado, 16 de enero de 2021

Segundo domingo. Tiempo Ordinario. Ciclo B

El hombre es esencialmente religioso, porque ha sido creado por Dios con una finalidad última, que es Él mismo. En el fondo de la intimidad de su ser se esconde la bondad de Dios llamándole al bien, aunque por culpa del pecado original lo confunda subjetivamente con el mal. 

Psicológicamente el hombre no puede querer el mal para sí mismo y su inclinación natural es buscar la felicidad, que no se encuentra en la sabiduría humana, ni en el mundo, ni en las pasiones, ni en el pecado, como nos dice con profundidad de experiencia San Agustín, hombre experto en la ciencia humana y en la vida del mundo: “Nos has hecho, Señor, para ti y nuestro corazón no descansa hasta que descanse en ti”. 

Luego concluimos afirmando que la vocación del hombre es religiosa: Dios conocido y amado en esta vida, como medio de felicidad en la tierra, y después visto y gozado eternamente en el Cielo, suma y completa felicidad que colma totalmente las aspiraciones más grandes del ser humano. 

¿QUÉ ES LA VOCACIÓN? 

Partiendo de la base de que toda vida cristiana es vocación bautismal para la vida eterna, existe además la vocación específica de consagración a Dios, difícil de definir. Podríamos decir que es una fuerza interior, misteriosa, como un instinto sobrenatural, que empuja al hombre vocacionado en lo más profundo de su corazón hacia Dios. 

No es fundamentalmente un sentimiento religioso habitual, pues la sensiblería puede ser un defecto psíquico; ni un marcado gusto por las cosas espirituales, pues lo mismo puede ser un hobby que una llamada interior del Espíritu Santo. 

Es como una especie de inclinación hacia Dios y sus cosas, suave como la brisa, que en su principio vive dentro del hombre, sin que él se entere, ambienta todo su ser y actúa en su vida, sin saber por qué ni para qué, hasta que poco a poco se va haciendo consciente y libre. 

Es una llamada de Dios que exige la libre respuesta por parte del hombre: una acción conjunta de la gracia de Dios y la libertad del humana, en la que Dios tiene la iniciativa y concede la fuerza para que el hombre escuche su voz y tenga libremente capacidad para escucharla y seguirla. 

Siendo en su esencia una invitación divina, resulta en la práctica como una orden. Cristo elige al cristiano que quiere, cuando quiere y como quiere para seguirle, y no al mejor dotado en inteligencia, voluntad, poder y cualidades. Los vocacionados son, al fin y al cabo, personas humanas, pecadoras, con pequeñas debilidades y rarezas comprensibles, pues la vocación, como la fe, es conciliable con los defectos humanos. 

Si la vocación se fomenta con el cultivo de la gracia y el abono de las buenas obras en un ambiente propicio, se afianza cada vez más; pero si se descuida la vida espiritual y se vive a expensas de las corrientes del mundo, se debilita y hasta puede perderse. Pasa en esto, como con la salud, el talento y el dinero, que se pueden conservar o perder, si no se cuidan. 

La verdadera vocación supone desgarros del corazón, fácilmente aguantables, constantes y costosas renuncias, no martirizadoras, y dolorosas persecuciones, sufridas con paciente equilibrio y consolaciones del Espíritu Santo. 

Cuando Dios se empeña en que un cristiano realice en la Tierra la función para la que, desde la eternidad, ha sido elegido, no hay obstáculo que impida su desarrollo y fructificación. 

La vocación religiosa es radicalmente cristiana, nace en el bautismo y crece y se desarrolla con la oración, los sacramentos, y buenas obras. 

CLASES DE VOCACIÓN 

La vocación de vida consagrada se puede reducir, en términos generales, a tres clases fundamentales: vida contemplativa, vida activa y vida de ministerio sacerdotal. 

La vida contemplativa se vive en comunidad fraterna, con dedicación preferente a la oración o contemplación, complementada esencialmente con la acción del trabajo de la vida ordinaria, en la que se viven los consejos evangélicos de pobreza, obediencia y castidad, según el propio carisma determinado en los estatutos aprobados por la Iglesia. Es por sí misma medio de santificación personal y comunitaria y místicamente apostólica. 

La vida activa es diversa, según el propio carisma, aprobado por la Iglesia. Se vive en comunidad fraterna o fuera de ella, con la vivencia de los consejos evangélicos u otros vínculos, que se especifican en las Constituciones propias de la Obra o Instituto. Los miembros pueden ser femeninos y masculinos; y los masculinos sacerdotes o laicos. 

La vida consagrada en comunidad fraterna no puede concebirse como una convivencia humana de amistad, de ideologías, de compañía o de otros intereses, sino como una vida común entre hermanos que se aman espiritualmente en Cristo y por Cristo con constantes renuncias a la propia libertad, a la familia, y a todas las cosas del mundo. 

El único vínculo que une a los hermanos en Comunidad es Cristo y solamente Cristo, y la única meta es la santidad evangélica. La entrega al servicio de los hermanos debe ser real, auténtica, igual o superior a la que existe en las comunidades humanas de sangre o de amistad natural, aunque no se sienta de igual manera, porque todo lo que se hace por el hermano, se hace por Cristo, por profesión de votos. 

La vocación del ministerio sacerdotal es un estado de perfección evangélica, en virtud del sacramento del Orden Sacerdotal, en el que ciertos cristianos vocacionados son consagrados sacerdotes, ministros de Cristo, para ejercer en la Iglesia la misma misión que Él recibió del Padre: unos como simples sacerdotes y otros como Obispos. 

El sacerdote es otro Cristo, que realiza la salvación de Jesús ministerialmente, y está llamado por su propia vocación sacerdotal a ser santo. Se vive personalmente en solitario, en familia o en comunidad, con el espíritu de los consejos evangélicos, aunque sin votos, pero sí con la promesa de obediencia al Obispo. 

MEDIOS PARA RECIBIR LA VOCACIÓN 

Como Dios es infinitamente sabio y poderoso, no se ajusta a unas normas concretas y fijas para regalar la gracia de la vocación a quienes quiere, cuando quiere y de la manera que quiere; y, por eso, utiliza los mejores medios que a Él le parecen. Sin embargo, la observación de los maestros de la vida espiritual ha detectado los siguientes: 

- El ambiente familiar es generalmente el mejor semillero de vocaciones cristianas, con muchas excepciones, como lo demuestra la experiencia. 

- La amistad, pues un buen amigo es un tesoro, dice la Sagrada Escritura; y puede ser en muchos casos vehículo para que por medio de él la vocación de Dios llegue a quien no ha tenido ambiente cristiano en la familia, sino pecaminoso, incluso pagano. En este caso se comprueba el poder sabio e infinito de Dios que con su amor llama a quien quiere para consagrarse a Él por caminos insospechados. 

- La cultura que se recibe en colegios, Institutos y Universidades de inspiración cristiana o de la Iglesia proporciona oportunidades para que Dios regale la vocación a quienes él ha elegido para su servicio. 

- La Parroquia o grupos de asociaciones cristianas, en los que Dios hace que la misericordia de Dios llegue, hecha vocación, a muchos por estos cauces propicios para encontrar a Cristo y seguirle. 

- Medios de comunicación social, como, por ejemplo, la televisión, el teatro, el cine, la prensa, los libros, pues de la misma manera que proporcionan el camino para el pecado y de la perdición religiosa y moral, pueden suscitar buenos pensamientos y conversiones y hasta gracias para que Dios transmita la vocación religiosa, con el poder de la gracia divina. 

- Circunstancias y ocasiones diversas que Dios aprovecha para suscitar vocaciones, como, por ejemplo, enfermedades, gracias materiales, favores, pruebas, desengaños, desilusiones, disgustos, contrariedades y otras. 

- Gracias actuales que provienen directamente de Dios y actúan misteriosamente en el interior del hombre, sin mediaciones de personas ni cosas. 

ESENCIA DE PERFECCIÓN ESPECIAL PARA SEGUIR A CRISTO 

“Y, dejándolo todo, le siguieron” (Lc 5,11). 

Para ser perfecto discípulo de Cristo es imprescindible dejarlo todo, absolutamente todo, tanto en sentido material como espiritual; es decir vaciar el corazón del apego desordenado a personas y cosas, poniendo el corazón solamente en Dios, valiéndose de las cosas y personas, sin ser esclavos de nada ni de nadie, pues nos dijo Jesús: "nadie puede servir a dos amos, porque odiará a uno y amará al otro, o bien despreciará a uno y se apegará a otro. No podéis servir a Dios y al dinero" (Mt 6,24). 

Para seguir a Cristo totalmente y sin reservas, hay que dejarlo todo, absolutamente todo, sin quedarse con nadie ni con nada. Me explico. Quedarse sin nadie no quiere decir ser un misántropo, huraño, insociable, sino significa no tener el corazón apegado a nada, sino pegado a Cristo con amor espiritual y equilibrado a las personas y cosas: amar a Cristo y en Él amar todo lo demás. 

"Quedarse sin nadie" no es renunciar a las cosas buenas que hay en este mundo, pues es un contrasentido humano que Dios haya creado los bienes de este mundo para los hombres, y luego les exija privarse de ellos. 

No hay que olvidar que las cosas han sido creadas por Dios no como fin del hombre, sino como medios para que con ellas ame, sirva a Dios en la Tierra y consiga la salvación eterna. No es nada fácil esta tarea, pues estando el hombre inclinado instintivamente a los bienes humanos, se siente atraído por ellos, como las cosas son atraídas por la ley natural de la gravedad de la Tierra. 

Los bienes de esta vida, bien utilizados en justicia y caridad, son un símbolo o un anticipo de los bienes del Cielo, y, en cierto sentido, son el cielo de la tierra. Sin embargo, su utilización tiene que estar debidamente jerarquizada, de manera que lo eterno esté por encima de lo temporal, lo espiritual por encima de lo material y lo humano por encima de lo terreno. 

Es un signo carismático de perfección evangélica privarse de algunos bienes materiales, no necesarios de modo absoluto, por buscar por la vía de mortificación otros sobrenaturales y eternos. 

Seguir a Jesucristo, en definitiva, es poner el corazón en Dios, y no en los hombres, obedecer la ley divina, la ley de la Iglesia, Maestra de la vida, cumplir las obligaciones propias del estado, aceptar los acontecimientos de la vida, queridos o permitidos por Dios, observar en obediencia las constituciones del propio Instituto, luchar contra el pecado superando las pasiones desordenadas y trabajar por la santificación personal y la del mundo. 

Este programa de perfección evangélica ofrece muchas dificultades, grandes luchas, continuas contrariedades, sufrimientos diversos, a veces sangrientos, sobre todo cuando se presenta el dolor y aparece la cruz de la incomprensión, soledad, traición, abandono y desprecio. Entonces, también seguimos a Jesús, aunque sea a regañadientes, a la fuerza, y gustosamente, aunque con lágrimas. Pero todo se supera con alegría y esperanza. 



sábado, 9 de enero de 2021



Terminado el ciclo de Navidad, en el que hemos celebrado el nacimiento del Señor, la Sagrada Familia, Santa María, Madre de Dios y la Epifanía del Señor, comenzamos el tiempo ordinario con la celebración de la fiesta del Bautismo del Señor.

El Bautismo que recibió Jesús en el río Jordán, de manos de San Juan Bautista, era un bautismo de conversión, de arrepentimiento de los pecados, de consagración al servicio del pueblo de Dios, no para arrepentirse de sus pecados, ni convertirse, pues por ser Dios no tenía ni podía tener pecado alguno; ni tampoco para consagrarse al servicio del pueblo de Dios, sino para dar ejemplo de perfección en el cumplimiento de la ley judía. No fue el mismo que hemos recibido nosotros, que es uno de los siete sacramentos instituido por Jesús, el más necesario para la salvación eterna, pero no el más excelente que es el de la Eucaristía.

La fiesta del bautismo del Señor nos ofrece una oportunidad para hablar del sacramento del bautismo, que gracias a Dios todos hemos recibido. 

El bautismo es un sacramento que produce entre otros tres efectos principales: infunde la gracia santificante por la que el hombre se hace hijo de Dios y heredero de su gloria, borra el pecado original, y también todos los pecados personales de quien lo recibe de adulto, y lo incorpora al Cuerpo místico de la Iglesia. 

Ante esta realidad misteriosa, cabe una pregunta: ¿Qué pasa con los millones de hombres que no se bautizan en la Iglesia Católica? ¿No son hijos de Dios, no se les perdonan el pecado original y todos los personales, y no pertenecen al Cuerpo místico de la Iglesia? 

Para contestar a esta pregunta, vamos a establecer un principio teológico enseñado siempre por la Doctrina de la Iglesia: La gracia de Dios, que es sabiduría omnipotente e infinitamente misericordiosa, hace que su gracia de salvación llegue misteriosamente a todos los hombres, de manera que cada uno pueda salvarse, si quiere, la mayor parte de las veces, por diversos e inimaginables caminos o medios, desconocidos por la ciencia teológica. Valga el ejemplo del buen ladrón que recibió la gracia de la misericordia de Dios, sin conocer a Cristo ni su doctrina, estando crucificado por sus pecados y delitos. Se convirtió por el misterio de la infinita misericordia divina, suplicando a Jesús la simple petición de un recuerdo, que se convirtió, al instante, en la posesión el Reino e los Cielo: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso”. 

Aquel buen ladrón recibió la gracia de la salvación y con ella, por vía misteriosa de la misericordia divina, se le perdonó el pecado original y todos los pecados personales, quedó hecho hijo de Dios adoptivo, fue incorporado al Cuerpo místico de la Iglesia, y consiguió la vida eterna. Fue el primer santo canonizado de la Iglesia Católica. Este ejemplo es válido y da respuesta a la pregunta que antes hemos formulado: Que la gracia infinita de la sabiduría de la misericordia de Dios es la única que salva, dentro de la Iglesia, por camino que el hombre no conoce. 

El cauce normal y oficial, vía ordinaria, por voluntad de Jesucristo, es la Iglesia Católica, incluso aunque la gracia llegue a determinados hombres vía misteriosa. Expliquemos un poco esta realidad de salvación universal. 

El hombre, por el simple hecho de ser creado por Dios a su imagen y semejanza, es hijo de Dios por creación. Recibe en el seno íntimo de su ser gratuitamente la filiación divina, digamos natural, misteriosamente, en previsión de los méritos de Cristo. 

El bautismo de agua y del Espíritu Santo es el sacramento ordinario de salvación para conseguir la salvación eterna, por voluntad de Jesucristo: “ID por el mundo entero pregonando la Buena Nueva a toda la humanidad. El que crea y sea bautizado, se salvará, y el que se niegue a creer, se condenará” (Mc 16,16). Pero admite suplencias comprensibles por razones históricas evidentes, múltiples causas y circunstancias humanas, que la Iglesia resume de esta manera: 

- Bautismo de sangre para aquellos que derraman su sangre en favor de los hombres, pues, según nos dice el Evangelio, nadie ama más que el que da la vida por los hermanos. En este caso el martirio, entendido en sentido amplio de derramamiento de sangre, hace las veces del sacramento de agua y del Espíritu Santo. 

- Bautismo de deseo para aquellos millones de hombres que no conocen a Jesucristo ni pertenecen a la Iglesia Católica formalmente, pero que viven con sincero corazón la fe que conocen y en la que fueron educados. 

- Bautismo de conciencia para aquellos millones de hombres que no conocen al Dios verdadero, o profesan religiones falsas. Si obran consecuentemente en la recta conciencia del bien obrar, su conciencia equivale al bautismo. Se dice que Cicerón al morir dijo: Causa de todas las causas, ten misericordia de mí. Tal vez, a los ojos de Dios, esta frase pudo equivaler al bautismo de conciencia. 

Estos hombres, situados en estos tres estados de suplencia de bautismo, reciben los mismos efectos que el bautismo de agua y del Espíritu Santo, sin ser sacramento. 

Resumimos en principios la doctrina de la Iglesia, explicada en todos los tiempos, pero con más precisión en el Concilio Vaticano II: 

1 La gracia de Dios, infinito en sabiduría y bondad, es la única causa de salvación para todos los hombres y de todos los tiempos, por la que nos hacemos y somos verdaderamente hijos de Dios. 

2 El medio ordinario y oficial es el bautismo de agua y del Espíritu Santo, administrado en la Iglesia Católica. 

3 Pero por circunstancias históricas, humanas y otras diversas el sacramento del bautismo puede suplirse por infinitos modos, desconocidos por la ciencia teológica, que la doctrina de la Iglesia reduce a tres: el martirio, la buena voluntad en la vivencia de la fe que se conoce, la recta conciencia del bien obrar. 



martes, 5 de enero de 2021

Epifanía del Señor. Solemnidad. Ciclo B

       


El mensaje principal de la Epifanía, que significa manifestación, es el siguiente: La salvación es un deseo de Dios para todos los hombres, como nos asegura el apóstol San Pablo en su carta a los Efesios, que hemos proclamado en la segunda lectura de la liturgia de la Palabra de hoy: “Que también los gentiles son coherederos, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la Promesa en Jesucristo, por el Evangelio”. 

En el tiempo de Jesús muchos judíos pensaban que la salvación era un privilegio, casi en exclusiva, para el pueblo judío, a pesar de que en la Sagrada Escritura estaba revelado que la salvación era universal. Esta idea, deformada por los diversos intérpretes del antiguo Testamento, fue revelada especialmente en el Nuevo Testamento en diversos textos, por ejemplo: “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la Verdad” (1 Tim 2,4) 

En efecto, esta es una verdad de fe: Dios salva a los hombres por medio de Jesucristo en la Iglesia católica, y de infinitas maneras, propias del misterio de la misericordia de Dios Padre, que no conoce la teología católica. 

Pero no es el tema de la salvación el objeto de esta homilía, porque quiero fijar mi atención en los regalos que los Magos hicieron al Niño Jesús en Belén: oro, incienso y mirra. 

Los Santos Padres interpretan que el oro significa la dignidad que corresponde a Jesús, como Rey del Universo, porque el oro es el metal de los reyes; el incienso es símbolo de la divinidad del Niño Jesús; y la mirra significa su naturaleza humana. 

Como estos dones pueden ser interpretados en muchos sentidos espirituales, a mí se me ocurre pensar que el oro puede significar la bondad de nuestro corazón, el incienso la ofrenda de nuestra oración y la mirra el sentido de nuestro dolor. 

Un corazón de oro significa una vida limpia de pecado grave que impida la unión con Dios, el esfuerzo de vivir en lucha constante contra todo pecado, el ejercicio de la verdad sin engaños, ni dobleces, ni intenciones egoístas, el cumplimiento del deber en todas sus amplitudes y la práctica de obras buenas en caridad por amor a Dios y al prójimo. 

Pero es posible que algunos digan: Yo no puedo regalar al Niño Dios un corazón de oro, porque tengo un corazón de barro, manchado por muchos pecados de la vida pasada o presente; porque vivo envuelto en muchos vicios, porque soy un gran pecador. ¿Cómo voy a regalar a Dios un corazón de oro si está manchado de barro? 

Quizás sea este tu caso. Hay dos caminos por los que se puede ir al Cielo: por el camino de la inocencia, con un corazón de oro, o por el camino de la penitencia, del arrepentimiento, de la conversión. 

Si no eres inocente porque has pecado mucho, de muchas maneras y gravemente, no por esto, se te han cerrado las puertas del Cielo, pues la gracia de la misericordia de Dios tiene fuerza sobrenatural para convertir de muchas maneras el barro de tu corazón en oro, sobre todo si acudes a la Fábrica de la conversión, que es el Sacramento de la Reconciliación con Dios, que perdona los pecados y convierte el corazón de barro en corazón de oro por la gracia sacramental. 

El incienso puede significar para nosotros la unión con Dios por medio de la oración que mueve montañas, concede la fortaleza para la lucha contra el pecado, la preparación para la confesión bien hecha, aunque sea pobre y se haga con defectos. 

Cada uno debe hacer su oración como es, como sabe y como puede, y no como le gustaría o como la hacen otros. No tenemos que imitar el modo de orar de otros, sino su actitud de orar. Debemos estar contentos con que otros tengan más gracia que nosotros con tal que cada uno tenga la que Dios quiera, aunque sea la menor. Dios hará todo lo que te falte, pues comprende la bondad limitada de tu corazón puro y el modo pobre de orar de quien está apegado a la tierra, a los bienes de este mundo con miserias y pecados. Y Él hace todo lo que tú no sabes o no puedes hacer. 

Quizás el obsequio más agradable que puedes hacer al Niño Dios sea la mirra de tu dolor, de tu sufrimiento, de tu cruz, porque estás enfermo o con debilidades físicas, psíquicas o tienes un problema familiar insoluble: un marido o una mujer que te hace la vida imposible o con quien te resulta difícil o muy difícil la convivencia, un hijo que te lleva por la calle de la amargura, un problema de padres o familia, un desequilibrio, falta de trabajo, cualquier dolor, pena o angustia. 

En este caso ofrécele al Señor la mirra de tu cruz personal, familiar, social, querida por Dios o permitida, porque estoy seguro de que el Señor aceptará el regalo del sufrimiento que te purifica y santifica. 

Estos son los regalos que hoy podemos hacer al Niño Dios, adorado por los Magos: el oro de la bondad de nuestro corazón o del barro de nuestra conversión, el incienso de nuestra oración y la mirra de nuestro dolor.

sábado, 2 de enero de 2021

Segundo domingo después de Navidad. Ciclo B

 Voy a fijar mi atención en esta frase de San Pablo, de la liturgia de hoy, que tiene un contenido profundamente teológico: “El Padre de la Gloria os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocer a Jesucristo, ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama y cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos, el conocimiento de Jesucristo”. 

El tema es el conocimiento de nuestro Señor Jesucristo. 
Los hombres nos conocemos de diversas formas: unas veces de vista. Conozco a Antonio, decimos, porque le he visto varias veces y en distintas ocasiones con el que he cruzado algunas palabras de simple educación; en este caso se trata de un conocimiento visual, fisonómico, circunstancial. 

Otras veces, nos conocemos por el trato superficial, convencional: cuando nos cruzamos con el vecino del cuarto en la escalera; o cuando coincidimos con un conocido en la calle, en la compra, en el metro o en el autobús y mantenemos con él palabras ocasionales de saludo. Por supuesto que este trato de conocimiento es superficial. 

Nos conocemos por el trato laboral, porque trabajamos juntos en la misma empresa, en el mismo oficio, tal vez en la misma sección o departamento, y hablamos solamente de las cosas que son propias de trabajo, con algunas añadiduras sobre temas de los acontecimientos del día que nos comunican los medios de comunicación social. Entonces tenemos con los compañeros de trabajo un conocimiento imperfecto elaborado con apreciaciones puramente subjetivas, infundadas objetivamente, porque la relación con ellos es educada, más o menos respetuosa, de convivencia obligada de comportamiento. 

El conocimiento propio de los hombres se da en la convivencia familiar y social. Ahí es donde nos pronunciamos como realmente somos, y no como parecemos delante de los demás con los que nos comportamos, no nos portamos. Para llegar a conocernos de verdad, hace falta la convivencia en la intimidad familiar, en la que surgen los problemas del roce de los temperamentos y salen a flote los defectos congénitos y adquiridos. 

Fuera de la familia existe el teatro donde se escenifican los personajes que no somos en su totalidad. Aquellos que no se intiman, no se confidencian, no se comunican cosas que están en el corazón y en la vida, difícilmente pueden llegar a conocerse del todo. Si vivimos en familia bajo un mismo techo comemos la misma comida a la misma hora, pero no existe comunicación de amor y hechos, somos unos extranjeros que viven en un hostal, apodado familia. 

A veces ni siquiera los esposos, los padres e hijos, hermanos, se comunican porque no pueden. Viven juntos, pero separados en la vida. Y esto es lo que realmente pasa en la convivencia social. 

Las personas y personajes no son conocidas por la interpretación de las personas que conviven con ellas. Si ahora hiciéramos una encuesta a las monjas que conviven con Sor Lucía, la vidente de Fátima, obtendríamos diversas opiniones, contrarias, y de todo tipo, de manera que no faltarían quienes la conceptuaran como no santa, y con otras calificaciones desfavorables, pues el concepto que se tiene de los santos es subjetivo, depende de muchos factores y apreciaciones que se hacen según son las personas, su educación y su virtud. 

Un concepto real sólo es propio de Dios. El conocimiento perfecto del hombre es difícil, depende de muchos factores, de la convivencia de intimidad virtuosa que supone sacrificios, renuncias, abnegaciones, cruces, vivencias gozosas y entregas. 

Si el conocimiento humano entre los hombres en la práctica resulta difícil, y a veces casi imposible, el conocimiento humano de Jesucristo es imposible, porque no es un personaje de la Historia del pasado, a quien se le conoce por las biografías escritas por hombres; ni por la simple lectura reposada del Evangelio con interpretación personal. Hay muchos cristianos, incluso creyentes, más o menos practicantes, que conocen a Jesucristo nada más que de oídas: por los libros, la prensa los programas de televisión, algunas conferencias culturales, y acaso por las homilías escuchadas en las misas oídas por el mero cumplimiento dominical. 

Si al hombre y al santo no es posible conocerlos en su realidad, menos a Cristo cuyo conocimiento no es fruto de la razón sino de la gracia del Espíritu Santo. ¿Quién es capaz de conocer al hombre en la convivencia y juzgarlo como realmente es en la presencia de Dios? 

Tampoco es suficiente para conocer a Cristo el trato de la oración personal, no orientada ni dirigida, porque cabe el peligro de conseguir un conocimiento de Jesús a capricho del gusto propio: un servicio del conocimiento de Jesús a la carta. 

Para conocer bien a Jesús se necesita una catequesis adecuada, complementada por el trato amoroso con Dios en la oración, una aceptación de los acontecimientos dolorosos de la vida que enseñan la sabiduría de la cruz, y una sabiduría sobrenatural del Espíritu Santo. 

Por la catequesis aprendida según la enseñanza del magisterio de la Iglesia, se conoce al Cristo histórico, al Cristo dogmático y al Cristo doctrinal. 

Pero este conocimiento en sí mismo es científico e insuficiente, porque hay muchos cristianos, incluso sacerdotes, religiosos, y profesores de teología que conocen al Cristo teológico de la Iglesia, pero no llegan a conocerlo en su intimidad. En cambio, muchos cristianos sencillos y humildes, incultos, que solamente saben la catequesis elemental de la Iglesia con fe profunda conocen a Jesús perfectamente, porque viven su vida cristificados, identificados con Cristo en la contemplación, en el trabajo y en la aceptación de todas las circunstancias de la vida. 

“No el mucho saber satisface el alma, sino el gustar de las cosas de Dios internamente”, decía San Ignacio de Loyola en su libro magistral de “Los ejercicios espirituales” 

Vamos a pedirle al Padre nos conceda la sabiduría del Espíritu Santo para conocer a Cristo en la intimidad de la oración, continuada con la constante presencia de Dios en la acción ordinaria, en la aceptación de todo cuanto sucede, como providencia de Dios, que todo lo quiere o permite para el bien de los hombres. De esta manera comprenderemos cuál es la esperanza a la que Dios nos llama y cuál es la riqueza de gloria que da en herencia a los santos.