sábado, 2 de enero de 2021

Segundo domingo después de Navidad. Ciclo B

 Voy a fijar mi atención en esta frase de San Pablo, de la liturgia de hoy, que tiene un contenido profundamente teológico: “El Padre de la Gloria os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocer a Jesucristo, ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama y cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos, el conocimiento de Jesucristo”. 

El tema es el conocimiento de nuestro Señor Jesucristo. 
Los hombres nos conocemos de diversas formas: unas veces de vista. Conozco a Antonio, decimos, porque le he visto varias veces y en distintas ocasiones con el que he cruzado algunas palabras de simple educación; en este caso se trata de un conocimiento visual, fisonómico, circunstancial. 

Otras veces, nos conocemos por el trato superficial, convencional: cuando nos cruzamos con el vecino del cuarto en la escalera; o cuando coincidimos con un conocido en la calle, en la compra, en el metro o en el autobús y mantenemos con él palabras ocasionales de saludo. Por supuesto que este trato de conocimiento es superficial. 

Nos conocemos por el trato laboral, porque trabajamos juntos en la misma empresa, en el mismo oficio, tal vez en la misma sección o departamento, y hablamos solamente de las cosas que son propias de trabajo, con algunas añadiduras sobre temas de los acontecimientos del día que nos comunican los medios de comunicación social. Entonces tenemos con los compañeros de trabajo un conocimiento imperfecto elaborado con apreciaciones puramente subjetivas, infundadas objetivamente, porque la relación con ellos es educada, más o menos respetuosa, de convivencia obligada de comportamiento. 

El conocimiento propio de los hombres se da en la convivencia familiar y social. Ahí es donde nos pronunciamos como realmente somos, y no como parecemos delante de los demás con los que nos comportamos, no nos portamos. Para llegar a conocernos de verdad, hace falta la convivencia en la intimidad familiar, en la que surgen los problemas del roce de los temperamentos y salen a flote los defectos congénitos y adquiridos. 

Fuera de la familia existe el teatro donde se escenifican los personajes que no somos en su totalidad. Aquellos que no se intiman, no se confidencian, no se comunican cosas que están en el corazón y en la vida, difícilmente pueden llegar a conocerse del todo. Si vivimos en familia bajo un mismo techo comemos la misma comida a la misma hora, pero no existe comunicación de amor y hechos, somos unos extranjeros que viven en un hostal, apodado familia. 

A veces ni siquiera los esposos, los padres e hijos, hermanos, se comunican porque no pueden. Viven juntos, pero separados en la vida. Y esto es lo que realmente pasa en la convivencia social. 

Las personas y personajes no son conocidas por la interpretación de las personas que conviven con ellas. Si ahora hiciéramos una encuesta a las monjas que conviven con Sor Lucía, la vidente de Fátima, obtendríamos diversas opiniones, contrarias, y de todo tipo, de manera que no faltarían quienes la conceptuaran como no santa, y con otras calificaciones desfavorables, pues el concepto que se tiene de los santos es subjetivo, depende de muchos factores y apreciaciones que se hacen según son las personas, su educación y su virtud. 

Un concepto real sólo es propio de Dios. El conocimiento perfecto del hombre es difícil, depende de muchos factores, de la convivencia de intimidad virtuosa que supone sacrificios, renuncias, abnegaciones, cruces, vivencias gozosas y entregas. 

Si el conocimiento humano entre los hombres en la práctica resulta difícil, y a veces casi imposible, el conocimiento humano de Jesucristo es imposible, porque no es un personaje de la Historia del pasado, a quien se le conoce por las biografías escritas por hombres; ni por la simple lectura reposada del Evangelio con interpretación personal. Hay muchos cristianos, incluso creyentes, más o menos practicantes, que conocen a Jesucristo nada más que de oídas: por los libros, la prensa los programas de televisión, algunas conferencias culturales, y acaso por las homilías escuchadas en las misas oídas por el mero cumplimiento dominical. 

Si al hombre y al santo no es posible conocerlos en su realidad, menos a Cristo cuyo conocimiento no es fruto de la razón sino de la gracia del Espíritu Santo. ¿Quién es capaz de conocer al hombre en la convivencia y juzgarlo como realmente es en la presencia de Dios? 

Tampoco es suficiente para conocer a Cristo el trato de la oración personal, no orientada ni dirigida, porque cabe el peligro de conseguir un conocimiento de Jesús a capricho del gusto propio: un servicio del conocimiento de Jesús a la carta. 

Para conocer bien a Jesús se necesita una catequesis adecuada, complementada por el trato amoroso con Dios en la oración, una aceptación de los acontecimientos dolorosos de la vida que enseñan la sabiduría de la cruz, y una sabiduría sobrenatural del Espíritu Santo. 

Por la catequesis aprendida según la enseñanza del magisterio de la Iglesia, se conoce al Cristo histórico, al Cristo dogmático y al Cristo doctrinal. 

Pero este conocimiento en sí mismo es científico e insuficiente, porque hay muchos cristianos, incluso sacerdotes, religiosos, y profesores de teología que conocen al Cristo teológico de la Iglesia, pero no llegan a conocerlo en su intimidad. En cambio, muchos cristianos sencillos y humildes, incultos, que solamente saben la catequesis elemental de la Iglesia con fe profunda conocen a Jesús perfectamente, porque viven su vida cristificados, identificados con Cristo en la contemplación, en el trabajo y en la aceptación de todas las circunstancias de la vida. 

“No el mucho saber satisface el alma, sino el gustar de las cosas de Dios internamente”, decía San Ignacio de Loyola en su libro magistral de “Los ejercicios espirituales” 

Vamos a pedirle al Padre nos conceda la sabiduría del Espíritu Santo para conocer a Cristo en la intimidad de la oración, continuada con la constante presencia de Dios en la acción ordinaria, en la aceptación de todo cuanto sucede, como providencia de Dios, que todo lo quiere o permite para el bien de los hombres. De esta manera comprenderemos cuál es la esperanza a la que Dios nos llama y cuál es la riqueza de gloria que da en herencia a los santos.

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