El tema fundamental de la liturgia de la Palabra que estamos celebrando es la conversión; conversión que en la primera lectura y en el Evangelio tiene dos connotaciones diferentes: en la primera lectura: conversión como remedio de los pecados y evitación de castigos; y en el Evangelio como necesidad de la conversión total para seguir a Jesucristo.
En la primera lectura se nos cuenta la vocación del profeta Jonás, que fue enviado por Dios a Nínive a predicar la conversión, pues los hombres y mujeres de esta gran capital vivían de espaldas a la Ley, cometiendo horribles pecados y crímenes por los que había determinado el Señor el castigo de ser arrasada la ciudad entera, si no se convertían. Los ninivitas creyeron en Dios, y grandes y pequeños se convirtieron, haciendo públicas penitencias. “Cuando Dios vio sus obras y cómo se convertían de su mala vida, tuvo piedad de su pueblo el Señor, Dios nuestro”.
Este hecho bíblico nos enseña que los pecados de los hombres merecen también el castigo de Dios, y que la conversión expresada con actos de penitencia evita castigos de la justicia divina.
Sucede muchas veces que recibimos muchos males como castigos de nuestros pecados, y no siempre como pruebas de la voluntad misteriosa de Dios que manda o permite males físicos para darnos la ocasión de convertirnos y santificarnos.
Hoy se ha perdido la conciencia de pecado por falta de fe, pues la gente, arropada por el ambiente social actual, se atiene en su comportamiento moral a la ley civil, que se aprueba en el Parlamento y en el Senado, opuesta, en ocasiones, a la ley de Dios y de la Iglesia, olvidando que no todo lo legal civilmente es bueno según la moral católica; incluso muchos cristianos se abandonan a la vida de pecado, sin considerar su gravedad, ignorando que con los pecados ofenden a Dios, y por su impenitencia pueden recibir merecidos castigos.
También cuando oímos la palabra conversión pensamos inconscientemente en el día del Domund, domingo mundial de la Propagación de la fe, en el que todos los católicos del mundo redoblamos nuestros esfuerzos para pedir al Señor la conversión de los llamados infieles, nos sacrificamos por esta necesaria y urgente empresa, y aportamos nuestra ayuda económica para ayudar a los misioneros a que puedan realizar la misión salvadora y universal de millones hombres de aquellos Países, a quienes todavía no ha llegado la noticia de Jesús, Salvador; y entendemos que la conversión es propia de los infieles, que es el cambio de la vida pagana a la fe cristiana.
Otras veces, solemos aplicar la palabra conversión a nuestros familiares o amigos, que en un tiempo estuvieron con nosotros viviendo la fe de la Iglesia, y ahora por circunstancias diversas están empecatados, metidos de lleno en el mundo, al vaivén de las pasiones humanas, suscitadas y amparadas por el desenfreno moral de la vida social y política; y entonces nos vemos obligados a pedir su conversión o el cambio de la vida de pecado a la vida de gracia. Y no caemos en la cuenta de que también nosotros, cristianos, sacerdotes, religiosos, religiosas, que trabajamos por conseguir la perfección evangélica, tenemos que convertirnos.
La conversión cristiana supone la gracia de Dios inicial, pues nadie puede convertirse sin la ayuda divina, es decir, si antes no ha recibido la gracia radical de la conversión; y nadie puede perseverar en ella sin la gracia de Dios, a la que el hombre debe responder responsablemente en el proceso permanente de la conversión, que es una obra sobrenatural de Dios con el hombre.
En el salmo responsorial, que todos hemos aclamado como respuesta a la Palabra de Dios, se nos enseñan los medios para la conversión:
- Aprender los caminos del Señor, que son los mandamientos de la Ley de Dios, mapa de la salvación; y aprender también los medios para cumplirlos, que son muchos, principalmente la atenta escucha de la Palabra de Dios, la constante oración, fuerza que supera toda dificultad y es omnipotencia para la debilidad humana, y los sacramentos, principalmente de la Confesión y de la Eucaristía, de los que dimana la gracia para vivir consecuentemente y con plena eficacia una conversión auténtica y total.
- Recordar la ternura y misericordia del Señor, que es nuestra esperanza y salvación, pues son muchos y acaso graves nuestros pecados que sólo Dios comprende y perdona, si verdaderamente estamos arrepentidos.
En la segunda lectura, que es parte de la apología de San Pablo sobre el estado de vida, con preferencia de la virginidad, para mejor servir al Señor, se nos enseña la aceptación del propio estado de vida con todos los contratiempos que comporta, porque el momento es apremiante y la apariencia de este mundo se termina. Por consiguiente, queda como solución vivir como quien está de paso, pensando en la vida eterna y haciendo de la presente un momento pasajero: “los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran, los que lloran, como si no lloraran, los que están alegres, como si no lo estuvieran, los que compran como si no poseyeran, los que negocian en el mundo, como si no disfrutaran de él”.
En el Evangelio se nos habla de la vocación de los cuatro primeros discípulos del Señor, Pedro y Andrés y Santiago y Juan, a quienes llamó Jesús para seguirle como discípulos suyos, poniéndoles la condición indispensable de dejar todas las cosas: “Los llamó, dejaron a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros y se marcharon con Él”.
Seguir a Jesucristo conlleva y exige un compromiso de desprendimiento total de todo apego a las criaturas, por santas y buenas que sean, pues donde tiene que estar solamente Dios, no cabe el hombre y sobran sus cosas que no son de Él y para Él. Es justo y evangélico utilizar ordenadamente los bienes de la tierra, necesarios para la vida, y el justo disfrute de ellos.
El seguimiento a Cristo no significa renunciar a la familia y a todos los bienes de la tierra, sino subordinar jerárquicamente todas las cosas, de manera que todo lo humano sea medio para vivir la conversión que nos lleva al cumplimiento del último fin del hombre que es Dios.
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