La Pascua era para los judíos la fiesta más importante del año, día nacional religioso en el que se conmemoraba la espectacular salida del Pueblo de Dios de Egipto o la liberación de Israel de la esclavitud de los Faraones por medio de Moisés, con la milagrosa protección de Dios en todo momento. El lugar de esta celebración era Jerusalén, la ciudad más importante de toda Palestina.
Jesús, como buen judío religioso, celebraba la Pascua todos los años, pero quiso celebrar la última de su vida con sus discípulos en un lugar importante de Jerusalén, cedido por un amigo, a quien la tradición cristiana conoce con el nombre de Cenáculo. En la última Cena, después de haber lavado Jesús los pies a sus discípulos, instituyó la Eucaristía y el Sacerdocio, y como preludio del discurso de despedida, conocido como el sermón de la última Cena, estableció el mandamiento nuevo.
Tres temas importantes propone la liturgia de hoy para la homilía: la Eucaristía, el Sacerdocio y el mandamiento nuevo del Señor. Yo voy a fijar mi atención en el mandamiento nuevo del Señor: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado”.
El mandamiento del amor al prójimo no es nuevo, forma parte esencial y complementaria del primero y gran mandamiento del Señor, establecido en el Decálogo del Antiguo Testamento: “Amar a Dios sobre todas las cosas”. No se puede dar verdadero amor a Dios sin amor al prójimo. El que ama a Dios ama también, de manera consecuente, al prójimo. El que dice que ama a Dios y no ama al prójimo padece una psicosis religiosa. En cambio, el que ama al prójimo, sin ninguna referencia a Dios, cumple de manera imperfecta el gran mandamiento de la Ley de Dios, porque el prójimo es Cristo en sus miembros de Cuerpo místico.
El amor al prójimo existía ya en el Antiguo Testamento en diversos libros, Éxodo, Levítico y Libros Sapienciales principalmente, aunque fue interpretado de diversa forma en cada época histórica por el pueblo de Israel. En general los intérpretes solían entender por prójimo el judío o el extranjero que vivía en Israel, si bien la Sagrada Escritura hablaba claramente del amor al prójimo, incluso del amor al enemigo (Ex 23,4-5;Deut 15.12-15;Deut 24,19-22;Lev 19,33-34).
En el Nuevo Testamento aparece en muchos lugares del Evangelio, principalmente en el Sermón de la Montaña. Fue predicado en muchas ocasiones por Jesús quien le dio una novedad específica: amor al prójimo como yo os he amado.
El amor al prójimo como a ti mismo no es cuantitativo, amar al hermano tanto cuanto uno se ama así mismo, ni como se ama a la familia y a los amigos, pues esto es imposible, y Dios no manda imposibles; sino que es cualitativo, de la misma manera, es decir amor modal, del modo con que yo me amo y amo a mis familiares o amigos. Porque es evidente que el amor al prójimo extraño a la sangre o a la amistad no puede ser igual que el amor que uno se tiene a sí mismo y a los familiares y amigos. Amar al prójimo como a uno mismo significa no excluir del corazón a ningún hombre, aunque sea enemigo, si bien el modo es diverso según la obligación y el imperativo del corazón. Y en cuanto al amor al enemigo, se le ama no teniéndole odio en el corazón ni venganza en la acción, aunque se sienta la ofensa que se ha recibido de él , no pueda olvidar y se procure el cumplimiento de la justicia para resarcirse del daño que se ha recibido.
“Amar al prójimo como yo os he amado”, es decir al estilo de Jesús.
¿Cómo nos amó Jesús?
1º Con su vida oculta en oración, trabajo y obediencia.
2º Con su vida pública Jesús amó, y ama ahora también, a todos y a cada uno de los hombres del mundo. Pero su amor se especificó principalmente en cuatro grupos:
* Amor a los niños a quienes amó y ama como a las niñas de sus ojos. Nos cuenta el Evangelio que las madres presentaban a sus hijos a Jesús para que les impusiera las manos y orasen por ellos. Y como armaban mucho alboroto, los discípulos les regañaban para que se callaran. Entonces Jesús lo llevó a mal y les reprendió cariñosamente diciendo:
“Dejad que los niños se acerquen a mí, porque de ellos es el Reino de los Cielos” (Tm 19,13-15).
Hasta tal punto amó Jesúa a los niños que puso como condición indispensable para entrar en el Cielo ser como niño.
* Amor a los pobres. No se puede entrar en el Cielo como rico sino como pobre (Mc 10,21), pues el Reino de Dios es para los que eligen ser pobre (Mt 5,3). Ser pobre significa renunciar a la ambición del dinero, no considerar la riqueza como el máximo valor humano (Mt 6,19-21) optar por Dios contra el dinero, no estar agobiados por lo material (Mt 6,25-34).
* Amor a los enfermos a quienes curaba, como por ejemplo, a los diez leprosos, al ciego de nacimiento, al paralítico de Cafarnáun, al siervo del centurión, a la hemorroisa etc. Los milagros que realizó Jesús tenían como fin supremo demostrar que era Dios y curar el cuerpo y el alma. Es frecuente encontrar en el Evangelio esta consecuencia: Y creyó en Él o creyeron en Él y lo siguieron.
* Y, por último, amor a los pecadores a quienes perdonaba con su propio poder de Dios, como a María Magdalena, al paralítico de Cafarnaún, y al buen ladrón. Como nadie y más que nadie porque nos amó como Dios y hasta tal punto que dio la vida por nosotros, padeciendo y muriendo en la cruz. Todo lo que hizo Jesús durante toda su vida fue amor y amor también todo lo que sufrió por nosotros.
3º Con su dolorosa pasión: oración en el huerto, flagelación y corona de espinas, camino de la cruz, crucifixión y muerte.
4º Con la institución de la Eucaristía y del sacerdocio: quedándose con los hombres hasta el fin de los tiempos.
5º Con el regalo de su Madre.
6º Con el perdón a sus enemigos.
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