sábado, 6 de marzo de 2021

Tercer domingo. Cuaresma.Ciclo B

 



Dios creó al hombre perfecto, en estado de gracia, elevado desde el primer instante de su creación al orden sobrenatural. Poseía en la misma entraña de su ser una participación analógica de la misma naturaleza de Dios, por lo que era, como una especie de “dios” en sentido creado y humano. Además le regaló a su persona, en cierto sentido “divinizada”, unos dones preternaturales, en cuanto al alma y en cuanto al cuerpo, que no correspondían a su naturaleza.

El alma fue creada perfecta en sus facultades de entendimiento y voluntad. El entendimiento conocía perfectamente la verdad, sin equivocarse, y sin posibilidad de mezclas de verdades y errores.

Esto no quiere decir que el primer hombre, Adán, antes de pecar conocía toda la verdad que el hombre conoce y podrá conocer hasta el fin de los tiempos, sino que iba descubriendo verdades, sin posibilidad de equivocación; las conocería progresivamente y con facilidad y rapidez, como quien se sabe una asignatura para el examen y la repasa mentalmente.

La voluntad fue creada tan perfecta que Adán amaba el bien, con la capacidad progresiva de amar cada día más y mejor a Dios, y a todas las cosas, ordenadamente, con equilibrio y con gozo.

El cuerpo fue creado por Dios con unos dones privilegiados, que superan su naturaleza animal: impasibilidad, integridad e inmortalidad.

Concebido el hombre de esta manera, se entiende que fuera creado por Dios, y no tal como el hombre es ahora: un ser perfecto y defectuoso, al mismo tiempo: el alma con un entendimiento que conoce la verdad con mucho esfuerzo y también mezclada con errores; la voluntad que ama y odia; en cuanto al cuerpo, una naturaleza animal, que sufre el dolor, que tiene apetencias carnales desordenas y que muere, como es lo natural al cuerpo material.

Sucedió lo que es un misterio que no tiene respuesta de razón, sino de fe. El hombre pecó y con su pecado original perdió el don sobrenatural de la gracia y el alma quedó sometida al error y a la maldad; y el cuerpo a las esclavitudes de la carne, del dolor y de la muerte. Y desde entonces vinieron al mundo los males que son consecuencia del pecado. ¿Por qué? ¡MISTERIO!

Pero en el mismo instante en que Adán pecó, Dios tuvo misericordia del hombre y le prometió un Salvador, el Mesías, Jesucristo, Dios mismo encarnado, gracia que supera a los bienes que antes le había concebido en su creación. Así lo afirma la liturgia del Sábado Santo: Necesario fue el pecado de Adán, que ha sido borrado por la muerte de Cristo. ¡Feliz la culpa que mereció tal Redentor!

Dios dio a Moisés los mandamientos, que no son cargas para el hombre, ni órdenes que Dios le impuso para servirse de él, como Dios y Señor, sino que son las estructuras necesarias para que el hombre sea reciclado de hombre viejo en hombre nuevo, las mejores gracias para que sea él mismo. El cumplimiento del Decálogo es la única manera que necesita el hombre para conseguir la perfección humana y cristiana, la felicidad en esta vida y la gloria eterna en el Cielo.

El primer mandamiento, en el que están resumidos todos los demás, es, como hemos escuchado en la primera lectura: “No tendrás otros dioses fuera de mí”, que es lo mismo que decir: Amarás a Dios sobre todas las cosas. Es decir que no debemos endiosar a los ídolos de la tierra, que pueden resumirse en tres principales: el dios de poder, el dios de la sexualidad y el dios del dinero.

A Dios se le ama siguiendo a Jesucristo, que como nos dice la segunda lectura de la liturgia de hoy, es Cristo crucificado, escándalo para los judíos, necedad para los griegos. Hay que amar primero al Cristo de la cruz para gozar después del Cristo glorificado. La cruz es necesaria para demostrar el amor a Dios y conseguir el Cielo.

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