sábado, 30 de octubre de 2021

Trigésimo primer domingo. Tiempo Ordinario. Ciclo B

 

En tiempos de Jesús había muchas escuelas rabínicas en los pueblos y capitales principales de Palestina, principalmente en Jerusalén, en las que se enseñaba la Biblia, cuyos temas más comunes eran el estudio de la ley y las profecías mesiánicas. Pero como sucede siempre en todas las disciplinas, se discutían cuestiones un poco oscuras de la Palabra de Dios, que necesitaban explicaciones de los doctores, cuyas interpretaciones originaban distintas opiniones y escuelas diversas.

Nos dice el Evangelio de la liturgia de este domingo que un letrado se acercó a Jesús, y para aclarar dudas del tema muy discutido en aquella época sobre el principal mandamiento, le preguntó:

- ¿Qué mandamiento es el primero de todos?

            Respondió Jesús:

El primero es: “Escucha, Israel: “El Señor, nuestro Dios, es el único Señor; amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser. El segundo es éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay mandamiento mayor que éstos”.

Jesús respondió al doctor de la ley con las palabras del Antiguo Testamento que hemos escuchado antes en la primera lectura del libro del Deutoronomio, completando el primer mandamiento con el del amor al prójimo “como a ti mismo”. En el sermón de la última cena, Jesús perfeccionó este mandamiento añadiendo su propio estilo de amar:  “como yo os he amado”.

Cuatro puntos me parece importante tratar sobre este pasaje: Cuál es el primero y principal de los mandamientos, por qué tenemos que amar a Dios, cómo y en qué consiste el amor a Dios.

         ¿Cuál es el primero y principal mandamiento?

El primero y principal de todos los mandamientos es, como todos sabemos por el catecismo elemental, amar a Dios sobre todas las cosas. No hay otro mayor, es el único. Todos los otros nueve son explicaciones del gran precepto, conclusiones que se derivan de él. El segundo y tercer mandamiento del Decálogo explican el amor con el que el hombre tiene que amar a Dios, y los otros siete el amor con el que el hombre tiene que amar a su hermano, el prójimo.

Es evidente que el que ama a Dios ama también las obras de Dios: al hombre creado a su imagen y semejanza, y a todas las demás cosas de este mundo, visibles e invisibles.

 ¿Por qué tenemos que amar a Dios?

Los motivos para amar a Dios son muchos:

- en primer lugar, la infinita y eterna bondad de su Ser en sí mismo, que es, por esencia ontológica, bondad eterna, Bien total y absoluto, Perfección infinita, digno de ser amado, el mayor bien que el hombre puede querer y necesitar, que llena totalmente las aspiraciones de su propio ser en el tiempo y en la eternidad;

- el amor eterno con que ama a cada hombre, como si fuera hijo único, aunque sea rebelde, pecador, porque es obra de sus manos y redimido por la sangre divina;

- en general los beneficios naturales de la creación de este mundo en que vivimos, la conservación y providencia divina de todas las cosas; y en particular los dones que ha regalado Dios a cada hombre en concreto en su persona, familia, ambiente social, bienes materiales;

- los regalos sobrenaturales que ha reglado a todos los hombres, como la encarnación del Hijo de Dios, la redención, el estado sobrenatural de la vida divina, virtudes y dones, la Iglesia, los sacramentos, la gloria eterna; y en particular a cada hombre la fe, la gracia, la vocación cristiana y tantas gracias que cada uno puede recordar en este momento.

 ¿Cómo tenemos que amar a Dios?

Según nos dice Jesús en el Evangelio con palabras del Antiguo Testamento en el libro del Deuteronomio hay que amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente, con todo el ser. En concreto, con toda la parte afectiva, espiritual, intelectual y fuerzas de nuestro ser. 

El amor con que tenemos que amar a Dios sobre todas las cosas no tiene que ser afectivo, emocional, sino espiritual, de preferencia, es decir preferir a Dios más que a nadie y a nada, porque el concepto de Dios, Ser transcendente, sobrenatural, no entra por sí mismo en las categorías del entendimiento del hombre por discursos y argumentos, ni en su corazón con efectos sensibles, sino por la fe y la gracia del Espíritu Santo.

El sentimiento religioso no es siempre expresión del amor a Dios, pues es frecuentemente también signo del desequilibrio de la sensibilidad humana. No ama más a Dios el que más siente sino el que mejor cumple. No se puede separar el amor a Dios del amor al prójimo, porque amor a Dios sin amor al prójimo es amor psicopático, enfermizo, gusto personal; y, por el contrario, amor al prójimo sin amor a Dios es amor humano bueno, antropológico, sociológico, político, pero no cristiano. “Si alguno dice: Amo a Dios, y aborrece a su hermano, es un mentiroso,  pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve. Y hemos recibido de Él este mandamiento: quien ama a Dios, ame también a su hermano” (1 Jn 4, 20-21).

Los maestros, doctores de la ley, sabían por las Sagradas Escrituras que había que amar también al prójimo, que para los judíos no era todo hombre, sino el israelita o extranjero que vivía en Israel. El amor a Dios y el amor al prójimo, incluso al enemigo, estaban preceptuados, repito, en la Biblia, pero no en el sentido evangélico que explicó Jesús: amar a todo hombre, bueno o malo, de cualquier nación, raza, religión, ideología, aunque de distinta manera.

 ¿En qué consiste el amor a Dios?

Consiste en el cumplimiento de los mandamientos, como consta en numerosos  textos tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, que no viene al caso reseñar; y además en aceptar la voluntad de Dios, de cualquier manera que se nos manifieste en los acontecimientos y circunstancias, que ocurren cada día, en cada época y en todos los ambientes de la vida social.

sábado, 23 de octubre de 2021

Trigésimo domingo. Tiempo ordinario. ciclo B

 

                                       “TEN MISERICORDIA DE MÍ”

 

 Probablemente Jesús realizó el milagro del ciego de Jericó a finales del tercer año de su vida pública, cuando se dirigía a Jerusalén para consumar el sacrificio de la cruz. Pero antes de llegar a la Ciudad Santa, hizo escala en Betania, donde tuvo lugar el episodio de María, de Marta y Lázaro, que ungió los pies de Jesús y los secó con  sus cabellos.

 Según nos cuenta el Evangelio de hoy (Mc 10.46-52), al salir Jesús de Jericó con sus discípulos y bastante gente, había un ciego llamado Bartimeo, hijo de Timeo, pidiendo limosna a los que pasaban. Como los que seguían a Jesús armaban un alboroto espectacular, Bartimeo preguntó quién pasaba. Al saber que era Jesús Nazareno, el Mesías, a quien él ya conocía de oídas, empezó a gritar:

- “Hijo de David, ten misericordia de mí"

Muchos de los que acompañaban a Jesús regañaban a Bartimeo para que se callara, pues tal personaje merecía un respeto especial que no podía ser perturbado por los desagradables gritos de un pobre mendigo ciego. Pero Bartimeo, en lugar de guardar silencio, como parece lo más natural del mundo en estos casos, empezó a gritar con mayor fuerza, porque nació en su corazón una fe grande en el poder milagroso de Jesús:

-“Hijo de David, ten misericordia de mí”

Mientras tanto, Jesús seguía su camino dando la impresión de no oir los gritos de súplica de aquel pobre ciego, con molestia de casi todos, extrañeza de muchos y posiblemente escándalo de algunos, al ver que el llamado Mesías, a quien la gente llamaba misericordioso, se desentendía del caso. De repente se detuvo y dijo:

- Llamadlo”  

Tan pronto como Bartimeo supo que el Maestro le llamaba, dice el Evangelio de San Marcos con expresividad de garra literaria:

-“Soltó el manto, dio un salto y se acercó a Jesús”

Cuando Jesús lo tuvo delante, se compadeció de él y le dijo:

-¿Qué quieres que haga por ti?

Él le respondió:

-“¡Señor, que vea!”

Jesús le dijo:

-“Anda, tu fe te ha curado”.

Y al momento recobró la vista y lo seguía por el camino.

Hagamos unas reflexiones acerca de este bonito milagro, que nos hagan vivir consecuentemente nuestra fe en el poder milagroso de Jesús.

Bartimeo acudió a Jesús a pedirle un milagro de dos maneras: una, desde lejos, al borde del camino, y a gritos:

“Hijo de David, ten misericordia de mí”; y otra con humildad en su presencia: ¡Señor, que vea!

Todos los que estamos escuchando la palabra de Dios en la celebración de la Eucaristía estamos ciegos, de una u otra manera, y necesitamos acudir a Jesús para pedirle que tenga misericordia de nosotros y cure nuestra ceguera.

En la ceguera de Bartimeo podemos ver el símbolo de tres clases de ceguera: ceguera material, ceguera espiritual y ceguera moral.

Ceguera material

Probablemente haya entre nosotros algunos que padezcan una ceguera corporal de algún dolor o enfermedad física o psíquica, propia o de sus hijos, familiares y amigos; o tal vez sufran algún grave problema material o laboral de tipo económico que necesite misericordia del Señor. En este supuesto, este es el momento de gritar a Jesús que está presente en la celebración de la Palabra y de la Eucaristía:

“Hijo de David, ten misericordia de mí o de nosotros”.

Pero esta súplica se debe hacer con humilde confianza de fe, sabiendo que Jesús te va a conceder lo que necesitas, que tal vez no es lo que tú deseas y pides. Dios escucha nuestras oraciones siempre y cuando estén de acuerdo con su divina voluntad y sean un bien para nosotros, pues las cosas materiales son, de suyo, indiferentes para la salvación.

Pueden ser buenas o malas, según sean medios para la salvación o para la condenación, como dice San Ignacio de Loyola en el principio y fundamento de los Ejercicios espirituales: El hombre ha sido creado para dar gloria a Dios y mediante esto salvar el alma. Por lo tanto debe hacerse indiferente a las cosas de este mundo y usar de ellas con la medida de oro del tanto cuanto le ayuden a la salvación; y desprenderse de ellas si le estorban para la salvación, porque lo mismo da enfermedad que salud, vida larga que vida corta, riqueza que pobreza, pues estas cosas no son medios necesarios para la salvación; y son buenas, si nos ayudan a salvarnos; y malas, si nos perjudican y nos ayudan a condenarnos.

Ceguera espiritual

Acaso tu ceguera es espiritual: la falta de fe, porque no tienes fe o tu fe es imperfecta, insegura, débil, y se tambalea. Es posible que tengas fe, pero ves las cosas de este mundo con los ojos del corazón, no con los ojos de Dios. Entonces pide al Señor con humildad y confianza:

¡Señor, que vea! Sabiendo que todo concurre para el bien de los que ama el Señor, como nos enseña el apóstol en la carta a los Romanos; que vea, Señor, porque estoy demasiado apegado a la tierra y mis ojos tienen las cataratas de la razón, que me impiden ver las realidades de la vida con la visión clara de la fe.

Ceguera moral

Tal vez tu ceguera sea la ceguera moral del pecado, y no puedes ver porque la pasión del poder, del dinero, de la sexualidad, de la ira, de la soberbia, del egoísmo, de la avaricia, o del placer te ciega de tal manera que ves las cosas de la vida con los ojos del mundo y de la carne, y no con os ojos de Dios. Y por eso, estás ciego y viendo no ves. En este caso, grita en la presencia de Jesús:

- ¡Jesús, Hijo de David, ten misericordia de mí, y Señor, que vea!

             

           

           

sábado, 16 de octubre de 2021

Vigésimo noveno domingo. Tiempo ordinario. Ciclo B

  

  Los hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, pidieron a Jesús  una gracia presuntuosa: sentarse en la gloria en los primeros puestos, uno a la derecha y otro a la izquierda, sin saber lo que pedían, pero dispuestos a todo.

    Los discípulos del Señor fueron hombres normales, de carne y hueso, como nosotros, y no superdotados,  lumbreras  en cualidades y virtudes en lo humano, ni genios de este mundo. Tenían sus defectos temperamentales, miserias y debilidades en el ser y en el obrar: ambiciones, envidias, sentimientos de rencores, celos, impaciencias, flaquezas temperamentales, miserias y pecados, como aparece claramente en el Evangelio. Pero tenían también un corazón de oro, buena voluntad y deseos de seguir a Jesucristo a pie juntillas con todas las consecuencias.  Era una postura justificable, comprensible, humana, y en cierto sentido cristiana, como le pasa a cualquier persona  virtuosa, querer ser el primero  en el colegio, en el Instituto, en la Universidad, en el trabajo, en la Sociedad y hasta en la política dentro de los propios límites virtuosos de la justicia y caridad, pero ocupar los dos primeros puestos en el Reino de los Cielos es un designio de Dios, Padre.

    No sabemos lo que pedimos, pues lo mejor no es lo que uno quiere, desea, pide o le gusta, sino lo que Dios quiere en orden a la vida eterna. La felicidad no consiste  en ser alguien importante en este mundo, tener riquezas, poder, poseer honores,  sino en cumplir la voluntad de Dios de cualquier manera que se manifieste. Es lícito, bueno, cristiano y obligatorio trabajar por ser lo que uno pueda ser en bien propio, de la familia, de la Iglesia y de la Sociedad,  como medio de santificación  con sacrificios y renuncias.  Pero Dios no siempre nos concede lo que queremos sino lo que necesitamos porque  “nosotros no sabemos pedir como conviene” (Rm 8,26)Nuestra vida está planificada  con la sabiduría y bondad de Dios por su providencia divina, que maneja todos los acontecimientos con arreglo a un fin establecido eternamente en orden a la Creación y Redención y bien de todos los hombres.  Los hijos de Zebedeo no entendieron el sentido completo de lo que pedían a Jesús, por eso les preguntó: ¿Sois capaces de beber el cáliz que yo he de beber? Jesús les hace ver que lo que pedían era el martirio y no un puesto en el Reino de los Cielos. Los discípulos respondieron resueltamente con verdad pero con ignorancia de lo que pedían: “Lo somos”. Respuesta acertada porque el amor que profesaban a Jesús  era auténtico y con disposición a seguir al Maestro pase lo que pase y pese a quien pese.

    La vocación cristiana, y sobre todo la consagrada, consiste en seguir a Cristo con los ojos cerrados, y agarrado de su mano correr la aventura de lo desconocido. Cuando una persona decide seguir a Jesucristo, acepta todo lo que le pueda pasar, sin arrepentirse después de lo que vaya  a pasar. Pero si una persona cristiana o consagrada, cuando viene la contrariedad o el dolor dice: si yo hubiera sabido lo que tenía que pasar  no hubiera dado el paso de seguir a Jesucristo, se trata de una equivocación, ilusión o tentación pasajera vencible, pues hay que vivir  contento y alegre con la vocación que se ha recibido del Espíritu Santo en todo lo que suceda,  pues sufrir con Cristo es identificarse con Él en su vida, pasión y muerte.

    “Los otros diez, al oír aquello, se indignaron contra Santiago y Juan”.

    Es humana y comprensiva esta reacción de enfado envidioso de sus compañeros con ellos, porque sus ambiciones chocaban con las suyas, porque eran las mismas o parecidas. Jesús respondió diciendo que el puesto en el Cielo era misión del Padre y no suya. La Gloria que  merecemos en el Cielo es esencialmente la misma para todos los bienaventurados: la visión y gozo de Dios, Uno y Trino total, pero la visión y gozo personal es distinta, según los méritos de cada uno ha merecido, según la justicia misericordiosa de Dios Padre.

 

sábado, 9 de octubre de 2021

Vigésimo octavo domingo. Tiempo ordinario. Ciclo B


Situemos el episodio del Evangelio de hoy dentro del probable marco de su momento histórico. 

Según se deduce del relato de San Marcos, estaba Jesús en una casa de la comarca de Perea, no identificada, ejerciendo su ministerio evangélico, a finales del tercer año de su vida pública. Muchas madres y otras personas al enterarse de que estaba en aquel lugar, se presentaron delante de Él con niños, rogándole que les impusiera sus manos y los bendijera, con el fin de que recayeran sobre ellos bendiciones del Cielo. Tal alboroto se armó allí que los discípulos se indignaron contra la gente, porque pensaban que aquel acto era inoportuno y no tenía sentido evangélico. Y con la mejor voluntad del mundo impedían que se acercaran a Él, regañando con enfado a los niños y a los que se los presentaban, con el fin de evitar molestias al Maestro. Entonces, disgustado Jesús por esta actitud, elevó la voz sobre el clamor de la chiquillería y llamando a los pequeñuelos dijo a sus discípulos:

“Dejad que los niños vengan a mí, no se lo impidáis, porque de los que son como éstos es el Reino de Dios”. Y, al tenerlos cerca de sí, empezó a abrazarlos, bendecirlos y a imponer las manos sobre ellos.

 En dos ocasiones diferentes se habla en el Evangelio de las caricias que prodigó el Señor a los párvulos (Mc 10,16;Mc 9,35,36). Con estos gestos cariñosos Jesús nos enseñó que para escalar el Reino del Cielo hay que proceder con las virtudes de los niños, que son transparentes en su modo de ser y de obrar, y no con la hipocresía y malicia con las suelen proceder los mayores.

Después de este encantador suceso, Jesús salió de la casa que le sirvió de centro apostólico de paso, y se dirigió hacia Jerusalén. Un joven anónimo, rico, que pertenecía a la nobleza,  judío íntegro, fiel cumplidor de la ley de Moisés, amante de las tradiciones de su pueblo, había escuchado varias veces la doctrina de Jesús, y, desde el primer momento que le vio,  quedó prendado de su persona, que le atraía irresistiblemente; y  sintió en su corazón una llamada especial que le impulsaba a querer ser discípulo de Jesús, el nuevo Profeta de Nazaret. Y sin más, ni pensarlo dos veces, echó a correr al encuentro del Señor; y tan pronto como llegó a su presencia, venciendo todo respeto humano, hincó la rodilla ante Él y le dijo:

Maestro bueno, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?

Jesús le contestó:

Ya sabes, cumple los mandamientos: No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no estafarás, honra a tu padre y a tu madre...

El joven orgulloso de ser fiel y ejemplar cumplidor de la ley divina, le respondió:

Todos estos mandamientos los cumplo desde joven.

 Jesús al escuchar esta respuesta, clavó sus ojos en él con especial amor y ternura y le dijo:

Todavía te falta una cosa. Si quieres ser perfecto, ve, vende todo cuanto tienes y dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en el Cielo; después ven, toma tu cruz y sígueme.

 El joven, al escuchar estas palabras tan exigentes, frunció el ceño y se marchó entristecido, porque tenía muchos bienes.

Jesús al ver marchar al joven rico, cabizbajo y entristecido, miró a sus discípulos para observar qué reacción había causado en ellos esta actitud, y dijo:

—¡Qué difícilmente entrarán en el Reino de Dios los que tienen riquezas! Ellos se espantaron y comentaban:

Entonces ¿Quién puede salvarse?

 Jesús se les quedó mirando y les dijo:

Es imposible para los hombres, no para Dios. Dios lo puede todo.

Pedro se puso a decirle:

Ya ves que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido

Os aseguro que quien deje casa, o hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o tierras, por mí y por el Evangelio, recibirá ahora, en este tiempo, cien veces más: casas, y hermanos y hermanas, y madre e hijos, y tierras, con persecuciones, y en la edad futura vida eterna.

 En consecuencia, y resumiendo todo el relato en pocas palabras, concluimos:

La salvación es obra misteriosa del poder infinito de la sabiduría del amor misericordioso de Dios Padre.

El que deja todo por mí y por el evangelio, recibirá cien veces más con persecuciones y heredará la vida eterna.


 

             

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

sábado, 2 de octubre de 2021

Vigésimo séptimo domingo. Tiempo ordinario. Ciclo B


    En la primera lectura de la liturgia de la Palabra que estamos celebrando se nos describe poéticamente la creación del hombre. Y en ese mismo estilo fantástico de narración se nos cuenta que Dios hizo pasar delante de Adán a todos los animales que había creado para que les pusiera nombre. Cuando Adán iba poniendo el nombre que se le iba ocurriendo a cada animal, sintió una gran tristeza y soledad porque no encontró ningún animal semejante a él. Entonces Dios, el creador de todo, al observar la pena de Adán, dijo:

- No está bien que el hombre esté solo; voy a hacerle alguien como él que le ayude, creo la mujer de una costilla del hombre, rellenándola de carne, y se la presentó al hombre. Y Adán, asombrado ante tal maravilla semejante a él, no comparable con ninguna otra criatura, dijo:

- ¡Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne! Su nombre será Mujer, porque ha salido del hombre. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne. Y con estas palabras Dios instituyó el matrimonio, que Jesús elevó a la categoría de sacramento.

    Repetimos que tanto la narración de la creación del hombre como la de la mujer es poética y no puede ser interpretada al pie de la letra. El contenido sustancial de las verdades de fe reveladas en esta descripción se puede se puede resumir en dos principios:

- Dios ha creado al hombre y a la mujer: el cuerpo de la tierra y el alma directamente. El modo de la creación pertenece a la ciencia y no a la teología.

- Dios instituyó el matrimonio y Jesucristo lo elevó a la dignidad de sacramento.

    Voy, queridos hermanos, a tratar en esta homilía de la naturaleza matrimonio cristiano, dejando otros aspectos para las ocasiones oportunas que se me vayan presentando. Para que las ideas queden claras al respecto, me parece un método positivo empezar por explicar la naturaleza negativa del matrimonio, es decir, lo que no es el matrimonio.

    El matrimonio cristiano no es:

- un compromiso privado de un hombre y una mujer en el que acuerdan vivir juntos en condiciones determinadas por ellos, sin ningún vínculo oficial: unión de pareja;

- ni una unión de un hombre con una mujer, privada o legal, por motivaciones puramente religiosas para compartir una misma vida desde la fe: matrimonio religioso;

- ni un negocio que un hombre y una mujer montan para ganar dinero viviendo juntos con libertad y con ciertos compromisos acordados;

- ni una colocación que busca una pareja para buscar compañía, ayudarse mutuamente y matar la soledad;

- ni un contrato humano, legal, que un hombre hace con una mujer para vivir unidos y formar una familia: matrimonio civil.

    El matrimonio no puede concebirse como un simple compromiso privado de convivencia, ni como un matrimonio religioso, ni como un negocio, ni como una colocación, ni como un contrato civil. Cuando el matrimonio se construye sobre estos cimientos falsos de pasión o egoísmo va a la deriva, se profana, se hunde y es nulo por su propia naturaleza.

    El matrimonio cristiano “es una íntima comunidad de vida y de amor de los contrayentes, instaurada por la alianza o por el irrevocable consentimiento personal de los cónyuges..., vínculo sagrado con miras tanto al bien de los esposos y de la prole como de la sociedad” (GS 48). Dicho lo mismo con palabras del Derecho canónico “es una alianza matrimonial, por la que el varón y la mujer constituyen entre sí un consorcio de toda la vida, ordenado por su misma índole natural al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole, elevada por Cristo Nuestro Señor a la dignidad de sacramento entre bautizados” (CIC c. 1055,1).

    Es por tanto, un contrato sacramental por el que el hombre y la mujer consagran a Dios el consorcio de toda la vida para el bien de los contrayentes y la generación y educación de los hijos. Es sacramento de fe y de gracia para el bien de los contrayentes y la transmisión de la vida y signo de la unión indisoluble de Cristo con la Iglesia.

    El concepto del sacramento del matrimonio incluye dos fines esenciales: el bien de los cónyuges y la procreación de los hijos. Ambos fines son objetivos y esenciales, no sólo la generación y educación de la prole, sino también el elemento personal del bien de los cónyuges. Y esto de tal manera que si en el momento inicial de la celebración del matrimonio se excluyera cualquiera de ellos, el matrimonio sería nulo.

    Dios, que es Amor, creó al ser humano, hombre y mujer, para que en el matrimonio el amor mutuo se convirtiera entre ellos en imagen del amor absoluto de Dios y fuera fecundo: “Y los bendijo Dios y les dijo: Sed fecundos y multiplicas, y llenad la tierra y sometedla” (Gn 1,28).

    Se podría decir, en términos comparativos, que el amor en el matrimonio es como el fundamento al edificio: el principio de unidad y firmeza. Cuanto más altura se quiera para el edificio más consistente tiene que ser el fundamento. Si se quiere construir un rascacielos es necesario una profunda cimentación de subsuelo. Así también, si se quiere construir un hogar de casilla baja, basta con un cimiento común de amor y convivencia, pero si se quiere construir un matrimonio de rascacielos, un hogar bueno y cristiano, es necesario echar una cimentación firme de amor mutuo, comprensivo y sacrificado.

    El amor en el matrimonio no debe confundirse con la pasión sexual que puede ser complementación del amor, pero no desahogo egoísta de la pasión, pues la sexualidad que se realiza desde el amor lo conserva y lo aumenta, pero ejercida desde el egoísmo apasiona, esclaviza y lo destruye.
    
    El amor en el matrimonio implica dos conceptos importantes: conocimiento de la persona con la que se tiene que convivir y comprensión de su manera de ser, que exige aceptación y sacrificio. Cada persona, siendo igual a otra en naturaleza y dignidad, es en concreto distinta a todas, única, pues tiene su identidad física, psicológica y espiritual. Cada hombre, siendo igual al resto de los hombres en sus factores comunes de varón, tiene su personalidad propia y específica; y lo mismo sucede con cada mujer. Por consiguiente, el contrayente no es igual en todo a la contrayente, no tiene por qué ser como ella, ni pensar de la misma manera en cosas indiferentes y extrañas al amor y fines del matrimonio, ni tener los mismos ideales, ni gustos; ni la contrayente tampoco. Por eso, los novios antes de contraer matrimonio deben conocerse en el período del noviazgo, pero el conocimiento más perfecto de la pareja se consigue en la convivencia.

    El conocimiento de los esposos tiene que ser comprensivo. Comprender significa entender al otro o a la otra y aceptar su manera de ser, sus ideales, gustos, cualidades propias y sus defectos. Cada persona es como ha sido creada, pero condicionada de alguna manera por el sexo en algunas cosas. El esposo tiene que saber que se ha casado con una mujer que tiene los factores comunes de su propio sexo, y además su propia personalidad. Y de la misma manera la mujer no debe ignorar que se ha casado con un hombre que tiene los factores propios de varón y su personalidad única. Teniendo en cuenta estos principios de psicología experimental, el esposo y la esposa se deben amar aceptándose mutuamente con comprensión y sacrificio, con amor de entrega en lo esencial y respeto y libertad en lo accidental. Por amor deben darse gusto en pequeñas cosas, detalles significativos, que demuestran el amor y lo fortalecen, sin que lleguen al extremo de cultivar caprichos sin fundamento.

    La comprensión en el matrimonio tiene que abarcar también el amor de corazón o de reflexión en actos de comportamientos sociales y cristianos a los padres, hermanos, familiares.

    Para terminar, remachando ideas, y tratando de resumir todo lo que hasta ahora hemos dicho en pocas palabras, concluimos:

    El matrimonio cristiano no es un acuerdo mutuo de convivencia de una pareja por fines de compañía, lucro, ideología, sexualidad; ni tampoco un contrato civil de fundar una familia. Es un sacramento de amor y gracia, una alianza que un hombre hace con una mujer por la que se unen para la procreación y educación de los hijos y ayudarse mutuamente para el bien común de los esposos, cuyo fundamento es el amor mutuo comprensivo y sacrificado.