En tiempos de Jesús había muchas
escuelas rabínicas en los pueblos y capitales principales de Palestina,
principalmente en Jerusalén, en las que se enseñaba la Biblia, cuyos temas más
comunes eran el estudio de la ley y las profecías mesiánicas. Pero como sucede
siempre en todas las disciplinas, se discutían cuestiones un poco oscuras de la
Palabra de Dios, que necesitaban explicaciones de los doctores, cuyas
interpretaciones originaban distintas opiniones y escuelas diversas.
Nos dice el Evangelio de la
liturgia de este domingo que un letrado se acercó a Jesús, y para aclarar dudas
del tema muy discutido en aquella época sobre el principal mandamiento, le preguntó:
- ¿Qué mandamiento es el primero
de todos?
Respondió
Jesús:
El primero es: “Escucha, Israel:
“El Señor, nuestro Dios, es el único Señor; amarás al Señor tu Dios con todo tu
corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser. El segundo es
éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay mandamiento mayor que éstos”.
Jesús respondió al doctor de la
ley con las palabras del Antiguo Testamento que hemos escuchado antes en la
primera lectura del libro del Deutoronomio, completando el primer mandamiento
con el del amor al prójimo “como a ti mismo”. En el sermón de la última cena,
Jesús perfeccionó este mandamiento añadiendo su propio estilo de amar: “como yo os he amado”.
Cuatro puntos me parece
importante tratar sobre este pasaje: Cuál es el primero y principal de los
mandamientos, por qué tenemos que amar a Dios, cómo y en qué consiste el amor a
Dios.
El primero y principal de todos
los mandamientos es, como todos sabemos por el catecismo elemental, amar a Dios sobre todas las cosas. No
hay otro mayor, es el único. Todos los otros nueve son explicaciones del gran
precepto, conclusiones que se derivan de él. El segundo y tercer mandamiento del Decálogo explican el amor con
el que el hombre tiene que amar a Dios, y los otros siete el amor con el que el
hombre tiene que amar a su hermano, el prójimo.
Es evidente que el que ama a
Dios ama también las obras de Dios: al hombre creado a su imagen y semejanza, y
a todas las demás cosas de este mundo, visibles e invisibles.
Los motivos para amar a Dios son
muchos:
- en primer lugar, la infinita y
eterna bondad de su Ser en sí mismo, que es, por esencia ontológica, bondad
eterna, Bien total y absoluto, Perfección infinita, digno de ser amado, el
mayor bien que el hombre puede querer y necesitar, que llena totalmente las
aspiraciones de su propio ser en el tiempo y en la eternidad;
- el amor eterno con que ama a
cada hombre, como si fuera hijo único, aunque sea rebelde, pecador, porque es
obra de sus manos y redimido por la sangre divina;
- en general los beneficios
naturales de la creación de este mundo en que vivimos, la conservación y
providencia divina de todas las cosas; y en particular los dones que ha
regalado Dios a cada hombre en concreto en su persona, familia, ambiente
social, bienes materiales;
- los regalos sobrenaturales que
ha reglado a todos los hombres, como la encarnación del Hijo de Dios, la
redención, el estado sobrenatural de la vida divina, virtudes y dones, la
Iglesia, los sacramentos, la gloria eterna; y en particular a cada hombre la
fe, la gracia, la vocación cristiana y tantas gracias que cada uno puede
recordar en este momento.
¿Cómo tenemos que amar a Dios?
Según nos dice Jesús en el
Evangelio con palabras del Antiguo Testamento en el libro del Deuteronomio hay
que amar a Dios con todo el corazón, con
toda el alma, con toda la mente, con todo el ser. En concreto, con toda la
parte afectiva, espiritual, intelectual y fuerzas de nuestro ser.
El amor con que tenemos que amar
a Dios sobre todas las cosas no tiene que ser afectivo, emocional, sino
espiritual, de preferencia, es decir preferir a Dios más que a nadie y a nada,
porque el concepto de Dios, Ser transcendente, sobrenatural, no entra por sí
mismo en las categorías del entendimiento del hombre por discursos y
argumentos, ni en su corazón con efectos sensibles, sino por la fe y la gracia
del Espíritu Santo.
El sentimiento religioso no es
siempre expresión del amor a Dios, pues es frecuentemente también signo del
desequilibrio de la sensibilidad humana. No ama más a Dios el que más siente
sino el que mejor cumple. No se puede separar el amor a Dios del amor al
prójimo, porque amor a Dios sin amor al prójimo es amor psicopático, enfermizo,
gusto personal; y, por el contrario, amor al prójimo sin amor a Dios es amor
humano bueno, antropológico, sociológico, político, pero no cristiano. “Si
alguno dice: Amo a Dios, y aborrece a su hermano, es un mentiroso, pues quien no ama a su hermano, a quien ve,
no puede amar a Dios a quien no ve. Y hemos recibido de Él este mandamiento:
quien ama a Dios, ame también a su hermano” (1 Jn 4, 20-21).
Los maestros, doctores de la
ley, sabían por las Sagradas Escrituras que había que amar también al prójimo,
que para los judíos no era todo hombre, sino el israelita o extranjero que
vivía en Israel. El amor a Dios y el amor al prójimo, incluso al enemigo,
estaban preceptuados, repito, en la Biblia, pero no en el sentido evangélico
que explicó Jesús: amar a todo hombre, bueno o malo, de cualquier nación, raza,
religión, ideología, aunque de distinta manera.
Consiste en el cumplimiento de
los mandamientos, como consta en numerosos
textos tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, que no viene al caso
reseñar; y además en aceptar la voluntad de Dios, de cualquier manera que se
nos manifieste en los acontecimientos y circunstancias, que ocurren cada día,
en cada época y en todos los ambientes de la vida social.