sábado, 30 de octubre de 2021

Trigésimo primer domingo. Tiempo Ordinario. Ciclo B

 

En tiempos de Jesús había muchas escuelas rabínicas en los pueblos y capitales principales de Palestina, principalmente en Jerusalén, en las que se enseñaba la Biblia, cuyos temas más comunes eran el estudio de la ley y las profecías mesiánicas. Pero como sucede siempre en todas las disciplinas, se discutían cuestiones un poco oscuras de la Palabra de Dios, que necesitaban explicaciones de los doctores, cuyas interpretaciones originaban distintas opiniones y escuelas diversas.

Nos dice el Evangelio de la liturgia de este domingo que un letrado se acercó a Jesús, y para aclarar dudas del tema muy discutido en aquella época sobre el principal mandamiento, le preguntó:

- ¿Qué mandamiento es el primero de todos?

            Respondió Jesús:

El primero es: “Escucha, Israel: “El Señor, nuestro Dios, es el único Señor; amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser. El segundo es éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay mandamiento mayor que éstos”.

Jesús respondió al doctor de la ley con las palabras del Antiguo Testamento que hemos escuchado antes en la primera lectura del libro del Deutoronomio, completando el primer mandamiento con el del amor al prójimo “como a ti mismo”. En el sermón de la última cena, Jesús perfeccionó este mandamiento añadiendo su propio estilo de amar:  “como yo os he amado”.

Cuatro puntos me parece importante tratar sobre este pasaje: Cuál es el primero y principal de los mandamientos, por qué tenemos que amar a Dios, cómo y en qué consiste el amor a Dios.

         ¿Cuál es el primero y principal mandamiento?

El primero y principal de todos los mandamientos es, como todos sabemos por el catecismo elemental, amar a Dios sobre todas las cosas. No hay otro mayor, es el único. Todos los otros nueve son explicaciones del gran precepto, conclusiones que se derivan de él. El segundo y tercer mandamiento del Decálogo explican el amor con el que el hombre tiene que amar a Dios, y los otros siete el amor con el que el hombre tiene que amar a su hermano, el prójimo.

Es evidente que el que ama a Dios ama también las obras de Dios: al hombre creado a su imagen y semejanza, y a todas las demás cosas de este mundo, visibles e invisibles.

 ¿Por qué tenemos que amar a Dios?

Los motivos para amar a Dios son muchos:

- en primer lugar, la infinita y eterna bondad de su Ser en sí mismo, que es, por esencia ontológica, bondad eterna, Bien total y absoluto, Perfección infinita, digno de ser amado, el mayor bien que el hombre puede querer y necesitar, que llena totalmente las aspiraciones de su propio ser en el tiempo y en la eternidad;

- el amor eterno con que ama a cada hombre, como si fuera hijo único, aunque sea rebelde, pecador, porque es obra de sus manos y redimido por la sangre divina;

- en general los beneficios naturales de la creación de este mundo en que vivimos, la conservación y providencia divina de todas las cosas; y en particular los dones que ha regalado Dios a cada hombre en concreto en su persona, familia, ambiente social, bienes materiales;

- los regalos sobrenaturales que ha reglado a todos los hombres, como la encarnación del Hijo de Dios, la redención, el estado sobrenatural de la vida divina, virtudes y dones, la Iglesia, los sacramentos, la gloria eterna; y en particular a cada hombre la fe, la gracia, la vocación cristiana y tantas gracias que cada uno puede recordar en este momento.

 ¿Cómo tenemos que amar a Dios?

Según nos dice Jesús en el Evangelio con palabras del Antiguo Testamento en el libro del Deuteronomio hay que amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente, con todo el ser. En concreto, con toda la parte afectiva, espiritual, intelectual y fuerzas de nuestro ser. 

El amor con que tenemos que amar a Dios sobre todas las cosas no tiene que ser afectivo, emocional, sino espiritual, de preferencia, es decir preferir a Dios más que a nadie y a nada, porque el concepto de Dios, Ser transcendente, sobrenatural, no entra por sí mismo en las categorías del entendimiento del hombre por discursos y argumentos, ni en su corazón con efectos sensibles, sino por la fe y la gracia del Espíritu Santo.

El sentimiento religioso no es siempre expresión del amor a Dios, pues es frecuentemente también signo del desequilibrio de la sensibilidad humana. No ama más a Dios el que más siente sino el que mejor cumple. No se puede separar el amor a Dios del amor al prójimo, porque amor a Dios sin amor al prójimo es amor psicopático, enfermizo, gusto personal; y, por el contrario, amor al prójimo sin amor a Dios es amor humano bueno, antropológico, sociológico, político, pero no cristiano. “Si alguno dice: Amo a Dios, y aborrece a su hermano, es un mentiroso,  pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve. Y hemos recibido de Él este mandamiento: quien ama a Dios, ame también a su hermano” (1 Jn 4, 20-21).

Los maestros, doctores de la ley, sabían por las Sagradas Escrituras que había que amar también al prójimo, que para los judíos no era todo hombre, sino el israelita o extranjero que vivía en Israel. El amor a Dios y el amor al prójimo, incluso al enemigo, estaban preceptuados, repito, en la Biblia, pero no en el sentido evangélico que explicó Jesús: amar a todo hombre, bueno o malo, de cualquier nación, raza, religión, ideología, aunque de distinta manera.

 ¿En qué consiste el amor a Dios?

Consiste en el cumplimiento de los mandamientos, como consta en numerosos  textos tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, que no viene al caso reseñar; y además en aceptar la voluntad de Dios, de cualquier manera que se nos manifieste en los acontecimientos y circunstancias, que ocurren cada día, en cada época y en todos los ambientes de la vida social.

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