Los hijos de Zebedeo, Santiago y
Juan, pidieron a Jesús una gracia presuntuosa: sentarse en la gloria
en los primeros puestos, uno a la derecha y otro a la izquierda, sin saber lo
que pedían, pero dispuestos a todo.
Los discípulos del Señor fueron hombres normales, de
carne y hueso, como nosotros, y no
superdotados, lumbreras en cualidades y virtudes en lo
humano, ni genios de este mundo. Tenían sus defectos temperamentales, miserias
y debilidades en el ser y en el obrar: ambiciones, envidias, sentimientos de
rencores, celos, impaciencias, flaquezas temperamentales, miserias y pecados,
como aparece claramente en el Evangelio. Pero tenían también un corazón de oro,
buena voluntad y deseos de seguir a Jesucristo a pie juntillas con todas las
consecuencias. Era una postura justificable, comprensible, humana, y
en cierto sentido cristiana, como le pasa a cualquier
persona virtuosa, querer ser el primero en el colegio, en
el Instituto, en la Universidad, en el trabajo, en la Sociedad y hasta en la
política dentro de los propios límites virtuosos de la justicia y caridad, pero
ocupar los dos primeros puestos en el Reino de los Cielos es un designio de
Dios, Padre.
No sabemos lo
que pedimos, pues lo mejor no es lo que uno quiere, desea, pide o le gusta,
sino lo que Dios quiere en orden a la vida eterna. La felicidad no
consiste en ser alguien importante en este mundo, tener riquezas,
poder, poseer honores, sino en cumplir la voluntad de Dios de cualquier
manera que se manifieste. Es lícito, bueno, cristiano y obligatorio trabajar
por ser lo que uno pueda ser en bien propio, de la familia, de la Iglesia y de
la Sociedad, como medio de santificación con sacrificios
y renuncias. Pero Dios no siempre nos concede lo que queremos
sino lo que necesitamos porque “nosotros no sabemos pedir como
conviene” (Rm 8,26)Nuestra vida está
planificada con la sabiduría y bondad de Dios por su providencia
divina, que maneja todos los acontecimientos con arreglo a un fin establecido
eternamente en orden a la Creación y Redención y bien de todos los
hombres. Los hijos de Zebedeo no entendieron el sentido completo de
lo que pedían a Jesús, por eso les preguntó: ¿Sois capaces de beber el
cáliz que yo he de beber? Jesús les hace ver que lo que pedían era el
martirio y no un puesto en el Reino de los Cielos. Los discípulos respondieron
resueltamente con verdad pero con ignorancia de lo que pedían: “Lo
somos”. Respuesta acertada porque el amor que profesaban a
Jesús era auténtico y con disposición a seguir al Maestro pase lo
que pase y pese a quien pese.
La vocación cristiana, y sobre todo la consagrada,
consiste en seguir a Cristo con los ojos cerrados, y agarrado de su mano correr
la aventura de lo desconocido. Cuando una persona decide seguir a Jesucristo,
acepta todo lo que le pueda pasar, sin arrepentirse después de lo que
vaya a pasar. Pero si una persona cristiana o consagrada, cuando
viene la contrariedad o el dolor dice: si yo hubiera sabido lo que tenía que
pasar no hubiera dado el paso de seguir a Jesucristo, se trata de
una equivocación, ilusión o tentación pasajera vencible, pues hay que
vivir contento y alegre con la vocación que se ha recibido del
Espíritu Santo en todo lo que suceda, pues sufrir con Cristo es
identificarse con Él en su vida, pasión y muerte.
“Los otros diez, al oír aquello, se indignaron contra
Santiago y Juan”.
Es humana y comprensiva esta reacción de enfado
envidioso de sus compañeros con ellos, porque sus ambiciones chocaban con las
suyas, porque eran las mismas o parecidas. Jesús respondió diciendo que el
puesto en el Cielo era misión del Padre y no suya. La Gloria
que merecemos en el Cielo es esencialmente la misma para todos los
bienaventurados: la visión y gozo de Dios, Uno y Trino total, pero la visión y
gozo personal es distinta, según los méritos de cada uno ha merecido, según la
justicia misericordiosa de Dios Padre.
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