Situemos el episodio del Evangelio de hoy dentro del probable marco de su momento histórico.
Según se deduce del relato de San Marcos, estaba Jesús en una casa de
la comarca de Perea, no identificada, ejerciendo su ministerio evangélico, a
finales del tercer año de su vida pública. Muchas madres y otras personas al
enterarse de que estaba en aquel lugar, se presentaron delante de Él con niños,
rogándole que les impusiera sus manos y los bendijera, con el fin de que
recayeran sobre ellos bendiciones del Cielo. Tal alboroto se armó allí que los
discípulos se indignaron contra la gente, porque pensaban que aquel acto era
inoportuno y no tenía sentido evangélico. Y con la mejor voluntad del mundo
impedían que se acercaran a Él, regañando con enfado a los niños y a los que se
los presentaban, con el fin de evitar molestias al Maestro. Entonces,
disgustado Jesús por esta actitud, elevó la voz sobre el clamor de la
chiquillería y llamando a los pequeñuelos dijo a sus discípulos:
—“Dejad que los niños vengan a mí, no se lo impidáis, porque de los que son como éstos es el Reino de Dios”. Y, al tenerlos cerca de sí, empezó a abrazarlos, bendecirlos y a imponer las manos sobre ellos.
Después de este encantador suceso, Jesús salió de la casa que le sirvió de centro apostólico de paso, y se dirigió hacia Jerusalén. Un joven anónimo, rico, que pertenecía a la nobleza, judío íntegro, fiel cumplidor de la ley de Moisés, amante de las tradiciones de su pueblo, había escuchado varias veces la doctrina de Jesús, y, desde el primer momento que le vio, quedó prendado de su persona, que le atraía irresistiblemente; y sintió en su corazón una llamada especial que le impulsaba a querer ser discípulo de Jesús, el nuevo Profeta de Nazaret. Y sin más, ni pensarlo dos veces, echó a correr al encuentro del Señor; y tan pronto como llegó a su presencia, venciendo todo respeto humano, hincó la rodilla ante Él y le dijo:
— Maestro bueno, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?
Jesús le contestó:
— Ya sabes, cumple los mandamientos: No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no estafarás, honra a tu padre y a tu madre...
El joven orgulloso de ser fiel y ejemplar cumplidor de la ley divina, le respondió:
—Todos estos mandamientos los cumplo desde joven.
—Todavía te falta una cosa. Si quieres ser perfecto, ve, vende todo cuanto tienes y dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en el Cielo; después ven, toma tu cruz y sígueme.
Jesús al ver marchar al joven rico, cabizbajo y entristecido, miró a sus discípulos para observar qué reacción había causado en ellos esta actitud, y dijo:
—¡Qué difícilmente entrarán en el Reino de Dios los que tienen riquezas! Ellos se espantaron y comentaban:
—Entonces ¿Quién puede salvarse?
—Es imposible para los hombres, no para Dios. Dios lo puede todo.
Pedro se puso a decirle:
—Ya ves que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido
—Os aseguro que quien deje casa, o hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o tierras, por mí y por el Evangelio, recibirá ahora, en este tiempo, cien veces más: casas, y hermanos y hermanas, y madre e hijos, y tierras, con persecuciones, y en la edad futura vida eterna.
La salvación es obra misteriosa del poder infinito de la sabiduría del amor misericordioso de Dios Padre.
El que deja todo por mí y por el evangelio, recibirá cien veces más con persecuciones y heredará la vida eterna.
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