La humildad no es, por cierto, la principal de todas las virtudes, que como todos sabemos es la caridad; ni tampoco superior a las llamadas virtudes teologales de fe y esperanza, que juntamente con la caridad tienen por objeto directo a Dios. Pero sin ella, las virtudes teologales tienen podo sentido o carecen de eficacia plena.
En la primera lectura del libro del Eclesiástico de la liturgia de la Palabra que estamos celebrando, Dios nos enseña: “En tus asuntos procede con humildad y te querrán más que al hombre generoso”, porque la humildad es más valorada en el mundo que la generosidad. “Hazte pequeño en las grandezas humanas, y alcanzarás el favor de Dios”. Y es evidente, pues cuando nos hacemos niños, siendo grandes en dignidad y valores, más cerca de Dios nos encontramos, pues Jesús nos dice en el Evangelio que “el que no se hace como niño, no entrará en el Reino de los Cielos” Y es verdad, pues el humilde atrae y el orgulloso o soberbio repele.
¿Qué es la humildad?
Santa Teresa de Jesús decía que la humildad es “andar en verdad”, que en definitiva es lo mismo que nos dice hoy el libro del Eclesiástico: Proceder con humildad en nuestros asuntos y hacerse pequeño en las grandezas.
¿Qué es andar en verdad?
Primero reconocer la verdad de lo que Dios es y de lo que somos nosotros. Dios es, nosotros no somos, tenemos, porque todo lo hemos recibido. Dios es Amor, perfección infinita, absoluta, eterna, increada. En cambio, nosotros, los hombres, tenemos los dones que son participaciones de la bondad infinita de la sabiduría de Dios, participaciones creadas, limitadas, humanizadas, es decir defectuosas. Todo lo que somos lo hemos recibido de Dios en la Naturaleza o en la Gracia, incluso la capacidad de hacer el bien y merecer sobrenaturalmente. Lo nuestro en exclusiva es el pecado, y lo bueno que hacemos con nuestra libertad es de Dios radicalmente y nuestro personalmente con la ayuda de Dios.
Al reconocer esta verdad fundamental con sabiduría del Espíritu Santo, surge consecuentemente en nosotros la humildad en nuestro modo de proceder, pues no tenemos de qué presumir, pues como todo depende de la fe, todo es gracia, dice San Pablo. Es estupidez mental y mentira solemne presumir de lo que uno no es. Valorarse más de lo que uno es, es falsa presunción y ofuscada vanidad, y apreciar la realidad de nuestro ser y de nuestro obrar es sublime y profunda humildad. El humilde es el sabio que al reconocerse lo que es y como es, se humilla delante de Dios y de los hombres; y al verse en la presencia divina defectuoso, pecador o virtuoso, se humilla y no se compara con nadie, valora y agradece en su justo precio los dones que ha recibido, y comprende con humillación sus defectos y pecados; y de la misma manera valora y agradece las cualidades y virtudes que tienen los demás hombres y comprende sus defectos y pecados.
El humilde, en fin, ve con admiración y gratitud el bien que hay en sí mismo y en todos los hombres, como reflejo parcial de la infinita bondad de Dios en todos los hombres, buenos o malos; acepta con humillación sus defectos propios y de los demás, como debilidades humanas, y se arrepiente de todos sus pecados y comprende los de los demás hombres. El humilde no tiene complejos porque otros tengan más cualidades o virtudes que él, ni envidia la suerte de los que son más perfectos, porque todo lo ve con los ojos de Dios, y como regalos de Dios. Es más, se alegra de que todos sean más que él, tengan mayores y mejores dones, porque sabe que la envidia es estúpida y detestable, pues es pecado sufrir tontamente por los bienes que Dios ha derramado en otros iguales o mejores que los que a nosotros nos ha regalado.
El soberbio, como no conoce a Dios ni se conoce, no se humilla delante de los hombres, se rinde culto idolátrico a sí mismo, se valora por encima de los otros, y frecuentemente desprecia a muchos. No hay para él otro dios que él mismo, y a él se atribuye lo que es y lo que tiene. Esta actitud es injusta, pues engreírse de los dones recibidos es injusta vanidad y soberbia presuntuosa, pues cada uno debe conformarse con lo que es y con lo que tiene.
El Evangelio nos insiste en esta misma idea. Jesús fue invitado en cierta ocasión por un fariseo principal a un banquete, en el que todos le estaban espiando. Y observando que todos escogían los primeros y mejores puestos de la mesa, les dijo: ”Cuando te inviten a una boda, no te sientes en el puesto principal, no sea que hayan convidado a otro de más categoría que tú; y vendrá el que os convidó a ti y al otro, y te dirá: Cédele el puesto a éste. Entonces, avergonzado, irás a ocupar el último puesto. Al revés, cuando te conviden, vete a sentarte en el último puesto, para que, cuando venga el que te convidó, te diga: Amigo, sube más arriba. Entonces quedarás muy bien ante los convidados. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.