sábado, 27 de agosto de 2022

Vigésimo segundo domingo. Tiempo ordinario. Ciclo C


La virtud de la humildad es el fundamento de la vida cristiana y de la perfección evangélica, de tal manera que no se puede ser santo sin ser humilde.

El evangelio de este domingo nos ofrece una buena oportunidad para hablar sobre esta virtud tan poco practicada en el mundo y tan necesaria para vivir consecuentemente la santidad.

La humildad no es, por cierto, la principal de todas las virtudes, que como todos sabemos es la caridad; ni tampoco superior a las llamadas virtudes teologales de fe y esperanza, que juntamente con la caridad tienen por objeto directo a Dios. Pero sin ella, las virtudes teologales tienen podo sentido  o carecen de eficacia plena.

En la primera lectura del libro del Eclesiástico de la liturgia de la Palabra que estamos celebrando, Dios nos enseña: “En tus asuntos procede con humildad y te querrán más que al hombre generoso”, porque la humildad es más valorada en el mundo que la generosidad. “Hazte pequeño en las grandezas humanas, y alcanzarás el favor de Dios”. Y es evidente, pues cuando nos hacemos niños, siendo grandes en dignidad y valores, más cerca de Dios nos encontramos, pues Jesús nos dice en el Evangelio que “el que no se hace como niño, no entrará en el Reino de los Cielos” Y es verdad, pues el humilde atrae y el orgulloso o soberbio repele. 

¿Qué es la humildad?

Santa Teresa de Jesús decía que la humildad es “andar en verdad”, que en definitiva es lo mismo que nos dice hoy el libro del Eclesiástico: Proceder con humildad en nuestros asuntos y hacerse pequeño en las grandezas.

¿Qué es andar en verdad?

Primero reconocer la verdad de lo que Dios es y de lo que somos nosotros. Dios es, nosotros no somos, tenemos, porque todo lo hemos recibido. Dios es Amor, perfección infinita, absoluta, eterna, increada. En cambio, nosotros, los hombres, tenemos los dones que son participaciones de la bondad infinita de la sabiduría de Dios, participaciones creadas, limitadas, humanizadas, es decir defectuosas. Todo lo que somos lo hemos recibido de Dios en la Naturaleza  o en la Gracia, incluso la capacidad de hacer el bien y merecer sobrenaturalmente. Lo nuestro en exclusiva es el pecado, y lo bueno que hacemos con nuestra libertad es de Dios radicalmente y nuestro personalmente con la ayuda de  Dios.

Al reconocer esta verdad fundamental con sabiduría del Espíritu Santo, surge consecuentemente en nosotros la humildad en nuestro modo de proceder, pues no tenemos de qué presumir, pues como todo depende de la fe, todo es gracia, dice San Pablo. Es  estupidez mental y mentira solemne presumir de lo que uno no es. Valorarse más de lo que uno es, es falsa presunción y ofuscada vanidad, y apreciar la realidad de nuestro ser y de nuestro obrar es sublime y profunda humildad. El humilde es el sabio que al reconocerse lo que es y como es, se humilla delante de Dios y de los hombres; y al verse en la presencia divina defectuoso, pecador o virtuoso, se humilla y no se compara con nadie, valora y agradece en su justo precio los dones que ha recibido, y comprende con humillación sus defectos y pecados; y de la misma manera valora y agradece las cualidades y virtudes que tienen los demás hombres y comprende sus defectos y pecados.

El humilde, en fin, ve con admiración y gratitud el bien que hay en sí mismo y en todos los hombres, como reflejo parcial de la infinita bondad de Dios en todos los hombres, buenos o malos; acepta con humillación sus defectos propios y de los demás, como debilidades humanas, y se arrepiente de todos sus pecados y comprende los de los demás hombres. El humilde no tiene complejos porque otros tengan más cualidades o virtudes que él, ni envidia la suerte de los que son más perfectos, porque todo lo ve con los ojos de Dios, y como regalos de Dios. Es más, se alegra de que todos sean más que él, tengan mayores y mejores dones, porque sabe que la envidia es estúpida y detestable, pues es  pecado  sufrir tontamente por los bienes que Dios ha derramado en otros iguales o mejores que los que a nosotros nos ha regalado.

El soberbio, como no conoce a Dios ni se conoce, no se humilla delante de los hombres,  se rinde culto idolátrico a sí mismo, se valora por encima de los otros, y frecuentemente  desprecia a muchos. No hay para él otro dios que él mismo, y a él se atribuye lo que es y lo que tiene. Esta actitud es injusta, pues engreírse de los dones recibidos es injusta vanidad y soberbia presuntuosa, pues cada uno debe conformarse con lo que es y con lo que tiene.

El Evangelio nos insiste en esta misma idea. Jesús fue invitado en cierta ocasión por un fariseo principal a un banquete, en el que todos le estaban espiando. Y observando  que todos escogían los primeros y mejores puestos de la mesa, les dijo: ”Cuando te inviten a una boda, no te sientes en el puesto principal, no sea que hayan convidado a otro de más categoría que tú; y vendrá el que os convidó a ti y al otro, y te dirá: Cédele el puesto a éste. Entonces, avergonzado, irás a ocupar el último puesto. Al revés, cuando te conviden, vete a sentarte en el último puesto, para que, cuando venga el que te convidó, te diga: Amigo, sube más arriba. Entonces quedarás muy bien ante los convidados. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.

Humillarse no quiere decir pasar por todo, tolerarlo todo, dejarse aplastar, porque debes ejercer también, juntamente con la virtud de la humildad, la virtud de la justicia, no sólo para defender justamente tus derechos sino para evitar que el otro haga el mal. Jesús nos enseñó con estas palabras a ser humildes, a ser sencillos, a ser por fuera como uno es por dentro, a no tener dobleces en el corazón, a ocupar los últimos puestos, a no sentarnos en los sitiales que no nos corresponden, pues es mejor sentir la alegría de ser ascendido de categoría que pasar la vergüenza y el bochorno de ser echado del puesto que a uno no le corresponde. 

sábado, 20 de agosto de 2022

Vigésimo pirimer domingo. Tiempo ordinario. Ciclo C

  

 Probablemente el Evangelio de hoy fue predicado por Jesús, según los estudiosos expertos del Evangelio, en el tercer año de su vida pública. Jesús caminaba hacia Jerusalén, acompañado de sus discípulos, predicando el Evangelio por las ciudades y aldeas que recorría. Sucedió que en un lugar desconocido un oyente que escuchaba la Palabra de Jesús, a tono con su predicación o fuera de tema, le abordó con esta pregunta: “Señor, ¿serán pocos los que se salven?

    La salvación era para los judíos un problema crucial que les preocupaba hondamente y sobre el que tenían ideas muy equivocadas, hasta el punto de que creían que era casi un privilegio en exclusiva para su pueblo, porque en él se revelaron y realizaron las maravillas de la salvación. Los gentiles o paganos, en cambio, que eran los pueblos no judíos, obtenían la salvación, a título de excepción, en virtud de la misericordia infinita de Dios. Esta opinión está en contra de la Sagrada Escritura y, en particular, en contra de la doctrina enseñada por Jesucristo en el Evangelio y en la Revelación de la Iglesia. A título de muestra citamos los dos textos más conocidos de San Pablo: “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim 2,3-4). “También los gentiles son coherederos de la Promesa en Jesucristo, por el Evangelio” ( Ef 3,5-6).

    El número de los que se salvan ha sido, es y será siempre el gran interrogante para todos los teólogos, predicadores, escritores, cristianos y pensadores de todos los tiempos, porque nada hay revelado sobre este particular. Es, por tanto, un misterio del amor eterno, infinito y misericordioso de Dios Padre, que nos redimió por medio de su Hijo, Jesucristo, Dios y hombre verdadero, con la fuerza de la gracia del Espíritu Santo. Nadie sabe, ni siquiera la Iglesia, el número de los que se condenan.

    La pregunta del oyente anónimo: Señor, ¿serán pocos los que se salven? no me parece una simple curiosidad que tenía para conocer la opinión del profeta Jesús sobre el número de los que se salvan, para poderla constatar con la muchas variadas, contrarias y contradictorias doctrinas que cundían entonces entre los doctores y profetas del pueblo de Israel. Mas bien creo que era la manifestación de una preocupación personal que representaba el sentir popular y científico de todo el pueblo, que creía que eran muy pocos los que alcanzaban la salvación.

    Jesús no contestó directamente a esta comprometida pregunta, sino que se limitó a enseñar el camino de la salvación: el esfuerzo por entrar por la puerta estrecha durante el tiempo de la vida, y no a la hora de la muerte cuando se cierra la puerta de la salvación: “Esforzaos en entrar por la puerta estrecha. Os digo que muchos intentarán entrar, y no podrán. La puerta estrecha no significa que pocos pueden entrar por ella, sino que cuesta sacrificio, pero que todo el mundo puede pasar; y el que muchos intentarán pasar y no podrán para mí significa que la vida es el tiempo para conseguir la salvación, y no la muerte con la que se cierra la posibilidad de salvarse.

    El texto en sí, de difícil interpretación, no debe ser interpretado en sentido literal, al pie de la letra, según el significado gramatical de las palabras, sino en sentido didáctico de Dios Padre, que invita con fuerza a sus hijos, los hombres, a la salvación, que supone una misericordiosa interpretación de comprensión. Pongamos un ejemplo. Si un padre dice a su hijo en tono de severidad: Como no me obedezcas, atente a las consecuencias, porque entonces no querré nada contigo. Con estas duras palabras está exigiendo más el precepto que debe cumplir que el castigo que le puede venir por la desobediencia, puesto que el padre se portará siempre con su hijo siempre con amor comprensivo y misericordioso más que con rigurosa y estricta justicia.

    Sabemos que son muchos los que se salvan, como nos consta por el libro de las canonizaciones de los santos y mártires de la Santa Iglesia, pero no sabemos cuántos se condenan. El Papa Juan Pablo II en su libro Cruzando el umbral de la esperanza nos dice textualmente que “cuando Jesús dice de Judas, el traidor, sería mejor para ese hombre no haber nacido, la afirmación no puede ser entendida en el sentido de una eterna condenación” (pág. 187).

    Entre los teólogos antiguos y modernos hay dos opiniones distintas respecto de la salvación universal de los hombres: rigorista y optimista.

    La opinión rigorista afirma que son muchos, muchísimos los que no se salvan o condenan, porque según se aprecia pocos, poquísimos, son los que trabajan por vivir en gracia y se preocupan por la salvación eterna. La mayor parte de la gente vive de espaldas a Dios, obcecada en el pecado, alucinada por el mundo, el dinero, el poder y la carne, y sin seguir la doctrina de la Iglesia. En los tiempos de nuestra formación, de los mayores me refiero, se nos decía que al infierno caían las almas, como las hojas de los árboles caen al suelo en otoño; o como los copos de nieve caen a la tierra en una intensa y prolongada nevada de invierno. Todavía recordamos aquellos santos misioneros, como el P. Rodríguez, que, con buena voluntad, como fruto de la época, atemorizaban a las almas buenas con las espeluznantes meditaciones sobre el infierno. Parecía entonces que eran pocos los que se salvaban.

    La opinión optimista, de hoy principalmente, consiste en creer que todo el mundo se salva, pues, por varias razones de peso, los hombres por sus debilidades constitucionales, educación distinta en culturas y épocas diferentes, problemáticas familiares y sociales de fuerte influencia en la persona, a la hora de realizar actos morales, no son capaces de ofender a Dios tan gravemente como para merecer el infierno eterno.

¿Qué hay sobre esto?

    Creo que lo mejor que podemos hacer para tranquilizar nuestra posible inquietud sobre este espinoso y agobiante tema es establecer unos principios seguros que nos puedan dar luz a nuestros interrogantes.

1º La Iglesia jamás ha hablado ni puede hablar del número de los que se salvan, porque no está revelado, y nadie lo sabe.

2º Según la doctrina de la Iglesia se salva el que muere en gracia y se condena el que muere en pecado mortal (Cat 1035). ¿Pero quién sabe el que está o muere en gracia de Dios o en pecado mortal?

3º La moral católica, que es la ciencia que estudia la moralidad teórica de los actos morales, nos enseña qué se necesita para que un acto moral sea pecado mortal o grave:

- materia grave o, al menos, estimada subjetivamente;

- advertencia plena por parte del entendimiento, o sea, darse cuenta plenamente de que la acción que se va a ejecutar es gravemente pecaminosa;

- y pleno consentimiento por parte de la voluntad, o sea, aceptación plena de la obra mala a sabiendas de lo que es. Si falta alguna de estas tres condiciones, el pecado no es grave.

    “Es pecado mortal lo que tiene como objeto una materia grave y que, además, es cometido con pleno conocimiento y deliberado consentimiento” (Reconciliatio et poenitentia 17). Presupone el conocimiento del carácter pecaminoso del acto, de oposición a la Ley de Dios. Implica también un consentimiento suficientemente deliberado para ser una elección personal (Cat 1859).

    En virtud de estos principios algunos pecados objetivamente graves por su materia pasan a ser leves por falta de plena advertencia o de pleno consentimiento. Y al revés, algunos otros, cuya materia es objetivamente leve, pasan a ser graves porque el pecador creyó equivocadamente que era grave y lo cometió a pesar de ello.

4º La gravedad del pecado no consiste en la simple transgresión voluntaria de la ley de Dios, evaluada por los hombres, sino que depende del juicio de Dios Padre, infinitamente misericordioso, que evalúa el pecado de su hijo, el hombre, sometido a muchas debilidades, taras hereditarias o adquiridas, desequilibrios temperamentales, condicionamientos de todo tipo, tentaciones, culturas, educación familiar y social y otros muchos factores.

    En nuestro propio ambiente nos cuesta trabajo encontrar un hombre perfecto. La perfección en el otro es como a cada uno le gusta o la vive. Dicen que Diógenes un día, iluminado a pleno sol, iba con una linterna en la mano enfocando en una plaza abarrotada de hombres, proyectando luz sobre cada uno de ellos. Alguien le preguntó:
-¿Qué buscas?
Él respondió:
- Un hombre.

    Es cierto que hay en el mundo hombres muy malos, como lo atestigua la triste experiencia de nuestros días. Pero sólo Dios sabe quienes cometen el pecado grave que merezca el infierno.

5º Dios Padre juzga al hombre, que es su hijo, con su infinita misericordia.

    Si las condiciones personales se tienen en cuenta en todo juicio humano para dictar sentencia, con más razón Dios Padre, infinitamente misericordioso, tendrá en cuenta todos los factores personales del pecador, hijo de Dios ¿Cómo el hijo de Dios ofenderá a su Padre? ¿Qué castigo merecerá a los ojos divinos del Padre el hijo que le ofende con actos humanos, que, por muy graves que sean, son limitados y temporales? ¿El infierno? ¡Misterio!

6º Y, por último, la redención universal, realizada por Jesucristo que derramó su sangre divina por todos sus hijos, los hombres.

domingo, 14 de agosto de 2022

Solemnidad de la Asunción de la Virgen María. Ciclo C

    Asunción de la Virgen María no es lo mismo que Ascensión de Jesucristo al Cielo, porque Jesucristo, por ser Dios, subió al Cielo por su propia virtud divina, mientras que María fue asunta o subida al Cielo por el poder de Dios.
    
    La Asunción de la Virgen María es el colofón de su historia, el último título dogmático de sus privilegios: Inmaculada, Virginidad perpetua, Madre de Dios, Corredentora del género humana y Asunción en cuerpo y alma al Cielo, complementados por los títulos evangélicos y teológicos.
    
    Desde toda la eternidad Dios en consenso mutuo trinitario determinó que el Hijo de Dios, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, se hiciera hombre en una mujer única, que se llamaría María, para ser la Madre de Dios; y por esa razón tendría que ser especial; Inmaculada, santísima, llena en plenitud de gracia, sin pecado original ni personal, Madre Virgen que concibiera sobrenaturalmente a su Hijo, Jesús, no por obra de varón sino del Espíritu Santo; Madre de Dios y de todos los hombres, y Corredentora del género humano mediante una vida sencilla de las cosas ordinarias de la vida, que comprende las mayores perfecciones del ser creado, angélico y humano. Después conviviría entre los hombres en silencio, sin protagonismos, sufriría, moriría, como todos los hombres y también su Hijo, Jesucristo, como Redentor, y como Corredentora; y por fin fue Asunta a los Cielos en cuerpo y alma para ser Reina, Señora y abogada de todo lo creado.

    Cuando llegó la plenitud de los tiempos, las cosas planificadas por Dios eternamente, se cumplieron al pie de la letra.
    
    De los muchos títulos con los que los cristianos veneramos a la Santísima Virgen María, a mí el que más me gusta y es lema de mi vida espiritual es Santa María del Silencio, no en el sentido de que es Madre de los mudos, que no hablan con palabras, porque María no fue muda, sino Madre de la Palabra y Modelo en obras, siendo silencio del amor de Dios en el Corazón de la Iglesia, que nos enseña a a los cristianos a hacer el bien y con amor lo que tenemos que hacer; la eficacia apostólica de la oración y del trabajo de las cosas sencillas y ordinarias de la vida; el valor místico del dolor sufrido y ofrecido a Dios; y el secreto divino de saber guardar en el corazón todas las cosas para la gloria del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo.

sábado, 13 de agosto de 2022

Vigésimo domingo. Tiempo ordinario. Ciclo C

   

  

 
Es frecuente en el Evangelio encontrar pasajes y textos de difícil interpretación, que resultan extraños para la comprensión humana, y hasta llamativos o “escandalosos”, si se interpretan humanamente y se explican al pie de la letra, no en el sentido auténtico en que Jesucristo los predicó. El contenido de la predicación y de la escritura no debe interpretarse según el valor material de las palabras de un texto, sino teniendo en cuenta el género literario en que está dicho o escrito, y, sobre todo, según la intención que pone en las palabras su autor. Las palabras significan lo que quiere decir el autor con ellas. En nuestro idioma hay frases que se dicen, y todo el mundo entiende, aunque las palabras utilizadas tengan en sí un sentido gramatical distinto al que se les da. Si yo digo, por ejemplo, que a Felipe le “han dado tres calabazas” en el Instituto o en el colegio, todos sabemos que ha obtenido en sus estudios tres suspensos, porque esta frase hecha tiene hoy en España este sentido popular.

    Jesús en su predicación utilizó frases hechas que usaba el pueblo, y también parábolas y metáforas con significado personal, que utilizaba para explicar temas transcendentes, sublimes y sobrenaturales, que necesitaban explicación. “A vosotros, decía Jesús a sus apóstoles, os hablo a las claras y a los demás en parábolas”. Luego el Evangelio necesita la interpretación de lo que Jesús quiso decir y no de lo que dijo con palabras humanas. Por ejemplo, en las bodas de Caná de Galilea, María dijo a su Hijo: “No tienen vino” Y Jesús le contestó: “A ti y a mí, nada nos va en este asunto”. Parece que se desentendía de este problema. Y, sin embargo, no fue así, porque en el tono y en la mirada, Jesús le dio a entender a su Madre que le haría caso, pues María mandó a los sirvientes: “Haced lo que él os diga”. Y se realizó el primer milagro de la vida pública de Jesús.

    El Evangelio de San Lucas, que acabamos de proclamar en el nombre del Señor, contiene frases que pueden resultar muy duras, si no se explican, porque no se pueden entender al pie de la letra:

    “He venido a prender fuego en el mundo: ¡y ojalá estuviera ya ardiendo ¿Pensáis que he venido a traer al mundo la paz? No, sino división. En adelante una familia de cinco estará dividida: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos: el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra”

    ¿Cómo se puede entender que Jesús, el Hijo de Dios Padre, que con Él es Amor eterno en unión indisoluble del Espíritu Santo, ha venido al mundo a traer la división y la guerra, y no la paz, que es fruto del amor? ¿Pensáis que he venido a traer al mundo la paz? No, sino división. Jesucristo no fue un revolucionario social, ni un político que vino a romper los vínculos de amor, unión y paz naturales de la familia, sino el Amor encarnado, el autor de la paz, el fiel programador de la familia cristiana, el defensor a ultranza del cuarto mandamiento de la ley de Dios: Honrar padre y madre. Cuando Jesús nació en Belén, los ángeles, portavoces de la Paz de Dios en el Cielo, decían: “Gloria a Dios en el Cielo, y en la tierra paz a los hombres que Dios ama”. Todo el Evangelio rezuma amor, misericordia, paz, unión, concordia. No hay palabra ni frase que no hable de amor, comprensión, misericordia, perdón. Estas ideas se destacan con sublime literatura, sin igual, en la parábola del hijo pródigo, en la que el amor, que es perdón y paz, se describe en términos que no conoce el amor humano (Lc 15,11-32) En concreto ¿qué significan estas palabras del Evangelio?

    Jesús en el sermón de la montaña proclama como bienaventuranza la persecución de los elegidos con estas palabras: “Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegráos y regocijáos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos” (Mt 5,11-12).

    En el libro de los Hechos se nos dice que los apóstoles fueron juzgados por el Sanedrín, y después de haber sido azotados, marcharon contentos por haber merecido la gracia de ser ultrajados por Cristo (Hech 5,41). El sufrir por Cristo es considerado por San Pablo como gracia (Flp 1,29)...

    La Historia de la Iglesia atestigua con relevantes ejemplos cómo siempre, desde que Jesús fundó la Iglesia, los cristianos han sido y serán perseguidos, como también antes en el Antiguo Testamento fueron perseguidos los antiguos profetas que transmitían la Palabra de Dios (Mt 5,12). ¡Cuántos mártires derramaron su sangre por Cristo, sin haber cometido otro delito que confesar la fe de Jesucristo! La última guerra española del año 1936, de la que todavía muchos de nosotros somos testigos presenciales, confirma este hecho. Muchos españoles sacerdotes, religiosos y cristianos fueron inocentemente ajusticiados simplemente por odio a Jesús y a la Iglesia Católica. ¡Cuántos santos veneramos en los altares que fueron calumniados y perseguidos solamente por seguir a Jesucristo! ¿Por qué? En cumplimiento de la profecía de Jesucristo. Esta es la guerra de la que nos habla Jesús en el Evangelio de hoy. La ley de Dios contradice la ley del Mundo, el cumplimiento de la moral católica choca contra la inmoralidad de las leyes humanas y costumbres contrarias al derecho natural y divino, el seguimiento consecuente del Evangelio divide a la familia: a los hijos de los padres, a los hermanos entre sí y a los familiares más íntimos, porque el Evangelio en su doctrina y en su vivencia separa, divide. Conocemos muchos casos: padres que se enemistaron con sacerdotes o religiosos porque colaboraron a que sus hijos o hijas secundaran su vocación de vida consagrada, que se enemistaron con la Iglesia, simplemente porque sus hijos optaron por seguir el Evangelio en el mundo o fuera de él. Esta es la guerra de Dios de la que nos habla el Evangelio de hoy. Serás más criticado y calumniado por venir a la Iglesia que por ir a espectáculos indecentes, por comulgar que por alternar en las diversiones pecaminosas del mundo, por ser cristiano que por ser mundano. Buena señal. El que no es perseguido no es elegido, dice un autor de nuestros días.

sábado, 6 de agosto de 2022

Decimonoveno domingo. Tiempo ordinario. Ciclo C

 

La sagrada escritura enseña, reprende y corrige

            



    La Revelación es el hecho de que Dios ha hablado a los hombres en distintas etapas de la Historia para comunicarles el misterio de su ser, Uno y Trino, y los grandes y escondidos secretos de la Vida eterna, con el fin de hacerles partícipes de su gloria.  Dios ha hablado por medio de palabras, sonidos fonéticos al estilo humano, inspiraciones y visiones que atestiguaban inconfundiblemente que era Dios quien hablaba.

El contenido de la Revelación se encuentra en dos depósitos distintos, de igual fiabilidad y credibilidad: la Tradición y  la Sagrada Escritura. La Tradición es la Palabra de Dios transmitida de boca en boca, cuando no existía la escritura, y que luego fue escrita bajo la inspiración del Espíritu Santo, y quedó reflejada en la Sagrada Escritura, tanto del Antiguo como Nuevo Testamento; o reflejada en los escritos de los Santos Padres de los primeros siglos de la Iglesia.

El autor de la Sagrada Escritura y de la Tradición es Dios, pero el escritor de la Sagrada Escritura, llamado hagiógrafo, escribió con su propio estilo personal las verdades reveladas, no como quien escribe al dictado, sino con la inspiración del Espíritu Santo, que hacía que lo escrito no tuviera errores de fe; en cambio, el autor de la Tradición escribió con la asistencia del Espíritu Santo, que no puede ser llamada inspiración.

La Revelación no tiene otra finalidad que transmitir a los hombres las verdades que son necesarias para conseguir el Reino de los Cielos. Para saber qué verdades están reveladas y cuáles no, no basta la explicación magnífica de un teólogo excepcional o de un insigne predicador, es necesario el asesoramiento del Magisterio auténtico de la Iglesia, que unas veces es ordinario y otras infalible. Está formado por el Papa, Maestro Supremo de la Verdad Revelada en toda la Iglesia, y por todos los Obispos del mundo, unidos entre sí y concordes, bajo la autoridad del Papa. El Magisterio de la Iglesia puede ser ejercido por el Papa solo y también por todos los Obispos dispersos por el mundo o reunidos en Concilio.

Después de estas breves nociones sobre la Revelación, vamos a fijar nuestra atención en las palabras de la segunda lectura de la liturgia de hoy, original del Espíritu Santo, y escrita por el apóstol San Pablo a Timoteo: “Toda Escritura inspirada por Dios conduce a la salvación y es también útil para enseñar, reprender y corregir”.

El contenido de la Sagrada Escritura tiene cuatro eficacias con una finalidad suprema: la salvación de todos los hombres: ser camino de la salvación, enseñar, reprender y corregir.

Ser camino de la salvación, es decir saber por dónde se camina hacia la vida eterna para que el hombre pueda llegar a la meta de la vida. En este mundo, se ofrecen muchos caminos para la felicidad, basados en el egoísmo: la sexualidad, la riqueza, el poder, la diversión, la sabiduría, el goce de los placeres, que atraen al hombre apasionadamente y le ofuscan desorientando su vida hacia la perdición. Contrarrestando estos instintos de falsa felicidad, la Sagrada Escritura ofrece al hombre un mapa que le orienta a la salvación para que no se pierda por caminos falsos, tortuosos y desviados de la meta. Con un buen mapa en la mano, cualquiera puede llegar al fin del mundo, aunque sea por países desconocidos. Lo difícil no es interpretarlo, sino confeccionarlo. La Iglesia con su magisterio perenne y auténtico ha confeccionado el mapa de la fe, desde que Jesucristo fundó la Iglesia, y por él debemos guiarnos los cristianos para llegar a nuestro destino, que es el Cielo.

Enseñar las señales de tráfico de la salvación, la topografía de los caminos, peligros, desniveles, curvas,  a él va ajustando los inventos que se rozan con la fe moral y costumbres en el correr de los tiempos.  Por eso, dice San Pablo a Timoteo: “La Sagrada Escritura puede darte la sabiduría que por la fe en Cristo Jesús conduce a la salvación”. Por consiguiente, la primera eficacia de la Palabra de Dios escrita es ser el camino de la Salvación. Hoy que tantos libros se escriben, de literatura barata, que atolondran la mente y enturbian el corazón, y algunos con ideas que hacen daño a la fe de la Iglesia o la moral cristiana; y tantos libros religiosos se escriben sin contenido doctrinal, debemos leer y meditar la Sagrada Escritura, que es fuente de Sabiduría del Espíritu Santo. Pero en los casos de difícil interpretación, debemos consultar a sacerdotes o teólogos conocedores de las verdades reveladas, y no a los maestrillos de escuela que enseñan lo que no saben, comunicando propias opiniones, que son más bien ocurrencias personales que ciencia de fe.

Otra segunda eficacia de la Sagrada Escritura es enseñar lo que es necesario saber para salvarse o ir al Cielo. No es ni un libro científico ni un simple libro religioso de lectura espiritual o meditación, sino el texto oficial de la enseñanza de salvación. Para saber el contenido sustancial de la doctrina revelada no encontramos otro mejor que el catecismo de todos los tiempos, que es el resumen de la doctrina de la fe, y que ahora tenemos renovado en el Catecismo de la Iglesia del actual Papa Juan  Pablo II. En él o en otros resúmenes de él encontramos la enseñanza de la Sagrada Escritura.

La tercera enseñanza es reprender, pues la Palabra de Dios escrita reprende, como una carta de Dios que amonesta, advierte, a veces con amenazas, con el fin de corregir a sus hijos del mal camino por donde van y educar en la virtud. Es la misma actitud del padre que escribe a su hijo para conducirlo  por el buen camino.

Y, por último, educar en la virtud. La Sagrada Escritura es un libro de formación moral en la que podemos aprender nuestro comportamiento de buenas costumbres, un libro de formación religiosa en la fe y un libro de espiritualidad en el que podemos aprender las virtudes cristianas en todas sus expresiones.

En consecuencia, en la Sagrada Escritura, Palabra de Dios revelada y escrita bajo la moción el Espíritu Santo tenemos el mejor mapa que nos enseña el camino de la Vida eterna, el mejor libro de enseñanza religiosa, que está contenido en el Catecismo de la Iglesia del Papa Juan Pablo II, el ejemplar escrito más apropiado para corregirnos de nuestros pecados y defectos, el más inspirado libro de espiritualidad y el epítome de virtudes que tenemos que conocer y vivir para ser buenos cristianos y santificarnos.