Probablemente el Evangelio de hoy fue predicado por Jesús, según los estudiosos expertos del Evangelio, en el tercer año de su vida pública. Jesús caminaba hacia Jerusalén, acompañado de sus discípulos, predicando el Evangelio por las ciudades y aldeas que recorría. Sucedió que en un lugar desconocido un oyente que escuchaba la Palabra de Jesús, a tono con su predicación o fuera de tema, le abordó con esta pregunta: “Señor, ¿serán pocos los que se salven?
La salvación era para los judíos un problema crucial que les preocupaba hondamente y sobre el que tenían ideas muy equivocadas, hasta el punto de que creían que era casi un privilegio en exclusiva para su pueblo, porque en él se revelaron y realizaron las maravillas de la salvación. Los gentiles o paganos, en cambio, que eran los pueblos no judíos, obtenían la salvación, a título de excepción, en virtud de la misericordia infinita de Dios. Esta opinión está en contra de la Sagrada Escritura y, en particular, en contra de la doctrina enseñada por Jesucristo en el Evangelio y en la Revelación de la Iglesia. A título de muestra citamos los dos textos más conocidos de San Pablo: “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim 2,3-4). “También los gentiles son coherederos de la Promesa en Jesucristo, por el Evangelio” ( Ef 3,5-6).
El número de los que se salvan ha sido, es y será siempre el gran interrogante para todos los teólogos, predicadores, escritores, cristianos y pensadores de todos los tiempos, porque nada hay revelado sobre este particular. Es, por tanto, un misterio del amor eterno, infinito y misericordioso de Dios Padre, que nos redimió por medio de su Hijo, Jesucristo, Dios y hombre verdadero, con la fuerza de la gracia del Espíritu Santo. Nadie sabe, ni siquiera la Iglesia, el número de los que se condenan.
La pregunta del oyente anónimo: Señor, ¿serán pocos los que se salven? no me parece una simple curiosidad que tenía para conocer la opinión del profeta Jesús sobre el número de los que se salvan, para poderla constatar con la muchas variadas, contrarias y contradictorias doctrinas que cundían entonces entre los doctores y profetas del pueblo de Israel. Mas bien creo que era la manifestación de una preocupación personal que representaba el sentir popular y científico de todo el pueblo, que creía que eran muy pocos los que alcanzaban la salvación.
Jesús no contestó directamente a esta comprometida pregunta, sino que se limitó a enseñar el camino de la salvación: el esfuerzo por entrar por la puerta estrecha durante el tiempo de la vida, y no a la hora de la muerte cuando se cierra la puerta de la salvación: “Esforzaos en entrar por la puerta estrecha. Os digo que muchos intentarán entrar, y no podrán. La puerta estrecha no significa que pocos pueden entrar por ella, sino que cuesta sacrificio, pero que todo el mundo puede pasar; y el que muchos intentarán pasar y no podrán para mí significa que la vida es el tiempo para conseguir la salvación, y no la muerte con la que se cierra la posibilidad de salvarse.
El texto en sí, de difícil interpretación, no debe ser interpretado en sentido literal, al pie de la letra, según el significado gramatical de las palabras, sino en sentido didáctico de Dios Padre, que invita con fuerza a sus hijos, los hombres, a la salvación, que supone una misericordiosa interpretación de comprensión. Pongamos un ejemplo. Si un padre dice a su hijo en tono de severidad: Como no me obedezcas, atente a las consecuencias, porque entonces no querré nada contigo. Con estas duras palabras está exigiendo más el precepto que debe cumplir que el castigo que le puede venir por la desobediencia, puesto que el padre se portará siempre con su hijo siempre con amor comprensivo y misericordioso más que con rigurosa y estricta justicia.
Sabemos que son muchos los que se salvan, como nos consta por el libro de las canonizaciones de los santos y mártires de la Santa Iglesia, pero no sabemos cuántos se condenan. El Papa Juan Pablo II en su libro Cruzando el umbral de la esperanza nos dice textualmente que “cuando Jesús dice de Judas, el traidor, sería mejor para ese hombre no haber nacido, la afirmación no puede ser entendida en el sentido de una eterna condenación” (pág. 187).
Entre los teólogos antiguos y modernos hay dos opiniones distintas respecto de la salvación universal de los hombres: rigorista y optimista.
La opinión rigorista afirma que son muchos, muchísimos los que no se salvan o condenan, porque según se aprecia pocos, poquísimos, son los que trabajan por vivir en gracia y se preocupan por la salvación eterna. La mayor parte de la gente vive de espaldas a Dios, obcecada en el pecado, alucinada por el mundo, el dinero, el poder y la carne, y sin seguir la doctrina de la Iglesia. En los tiempos de nuestra formación, de los mayores me refiero, se nos decía que al infierno caían las almas, como las hojas de los árboles caen al suelo en otoño; o como los copos de nieve caen a la tierra en una intensa y prolongada nevada de invierno. Todavía recordamos aquellos santos misioneros, como el P. Rodríguez, que, con buena voluntad, como fruto de la época, atemorizaban a las almas buenas con las espeluznantes meditaciones sobre el infierno. Parecía entonces que eran pocos los que se salvaban.
La opinión optimista, de hoy principalmente, consiste en creer que todo el mundo se salva, pues, por varias razones de peso, los hombres por sus debilidades constitucionales, educación distinta en culturas y épocas diferentes, problemáticas familiares y sociales de fuerte influencia en la persona, a la hora de realizar actos morales, no son capaces de ofender a Dios tan gravemente como para merecer el infierno eterno.
¿Qué hay sobre esto?
Creo que lo mejor que podemos hacer para tranquilizar nuestra posible inquietud sobre este espinoso y agobiante tema es establecer unos principios seguros que nos puedan dar luz a nuestros interrogantes.
1º La Iglesia jamás ha hablado ni puede hablar del número de los que se salvan, porque no está revelado, y nadie lo sabe.
2º Según la doctrina de la Iglesia se salva el que muere en gracia y se condena el que muere en pecado mortal (Cat 1035). ¿Pero quién sabe el que está o muere en gracia de Dios o en pecado mortal?
3º La moral católica, que es la ciencia que estudia la moralidad teórica de los actos morales, nos enseña qué se necesita para que un acto moral sea pecado mortal o grave:
- materia grave o, al menos, estimada subjetivamente;
- advertencia plena por parte del entendimiento, o sea, darse cuenta plenamente de que la acción que se va a ejecutar es gravemente pecaminosa;
- y pleno consentimiento por parte de la voluntad, o sea, aceptación plena de la obra mala a sabiendas de lo que es. Si falta alguna de estas tres condiciones, el pecado no es grave.
“Es pecado mortal lo que tiene como objeto una materia grave y que, además, es cometido con pleno conocimiento y deliberado consentimiento” (Reconciliatio et poenitentia 17). Presupone el conocimiento del carácter pecaminoso del acto, de oposición a la Ley de Dios. Implica también un consentimiento suficientemente deliberado para ser una elección personal (Cat 1859).
En virtud de estos principios algunos pecados objetivamente graves por su materia pasan a ser leves por falta de plena advertencia o de pleno consentimiento. Y al revés, algunos otros, cuya materia es objetivamente leve, pasan a ser graves porque el pecador creyó equivocadamente que era grave y lo cometió a pesar de ello.
4º La gravedad del pecado no consiste en la simple transgresión voluntaria de la ley de Dios, evaluada por los hombres, sino que depende del juicio de Dios Padre, infinitamente misericordioso, que evalúa el pecado de su hijo, el hombre, sometido a muchas debilidades, taras hereditarias o adquiridas, desequilibrios temperamentales, condicionamientos de todo tipo, tentaciones, culturas, educación familiar y social y otros muchos factores.
En nuestro propio ambiente nos cuesta trabajo encontrar un hombre perfecto. La perfección en el otro es como a cada uno le gusta o la vive. Dicen que Diógenes un día, iluminado a pleno sol, iba con una linterna en la mano enfocando en una plaza abarrotada de hombres, proyectando luz sobre cada uno de ellos. Alguien le preguntó:
-¿Qué buscas?
Él respondió:
- Un hombre.
Es cierto que hay en el mundo hombres muy malos, como lo atestigua la triste experiencia de nuestros días. Pero sólo Dios sabe quienes cometen el pecado grave que merezca el infierno.
5º Dios Padre juzga al hombre, que es su hijo, con su infinita misericordia.
Si las condiciones personales se tienen en cuenta en todo juicio humano para dictar sentencia, con más razón Dios Padre, infinitamente misericordioso, tendrá en cuenta todos los factores personales del pecador, hijo de Dios ¿Cómo el hijo de Dios ofenderá a su Padre? ¿Qué castigo merecerá a los ojos divinos del Padre el hijo que le ofende con actos humanos, que, por muy graves que sean, son limitados y temporales? ¿El infierno? ¡Misterio!
6º Y, por último, la redención universal, realizada por Jesucristo que derramó su sangre divina por todos sus hijos, los hombres.
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